viernes, 26 de febrero de 2010



La imagen de Cristo
no hecha por mano de hombre




Leonid Uspensky







En la controversia con los iconoclastas, la imagen de Cristo no hecha por mano de hombre era uno de los argumentos principales de los ortodoxos, los de Oriente y los de Occidente. Las representaciones del Señor históricamente conocidas, hechas por sus veneradores y que le eran más o menos contemporáneas (1) estaban lejos de tener, para los ortodoxos, el mismo significado que tenía la imagen no hecha por mano de hombre, a la cual la Iglesia debía consagrar una fiesta (el 16 de Agosto). “Es precisamente dicha imagen la que expresa por excelencia el fundamento dogmático de la iconografía” (2) y que es el punto de partida de toda la imaginería cristiana.

La leyenda de la imagen no hecha por mano de hombre está ligada al dogma por la tradición apostólica: “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que nuestras manos han tocado (...) y hemos visto y rendimos testimonio, y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al padre y que nos ha sido manifestada – lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (1 Jn. 1, 1-3), insiste el Apóstol.

La Iglesia guarda las tradiciones que, por su contenido, incluso expresadas bajo una forma legendaria, sirven para manifestar y afirmar las verdades dogmáticas de la economía divina. Así, la veneración de la Madre de Dios y casi todas las fiestas que le corresponden están fundadas sobre tradiciones. Dicho de otro modo, la Iglesia guarda las tradiciones que contribuyen a asimilar los fundamentos dogmáticos de la fe, que ayudan al espíritu humano a percibirlas. Es por ello que dichas tradiciones, como también aquella de la imagen no hecha por mano de hombre y del rey Abgar, están fijadas en las actas de los concilios y en los escritos patrísticos, y entran en la vida litúrgica ortodoxa.

La doctrina de la Iglesia ortodoxa sobre la imagen no ha sido elaborada solamente por los Santos Padres del periodo iconoclasta, “la enseñanza relativa a la imagen está resumida en el primer capítulo de la Epístola a los Colosenses, y es característico que ésta enseñanza sea expresada no como un pensamiento personal de Pablo, sino como un himno litúrgico de la primera comunidad cristiana: ‘Él es la imagen del Dios invisible, Primogénito de toda la creación’ (Col 1,15-18)” (3). Según el contexto, este pasaje del apóstol Pablo es, por su contenido, análogo a la oración eucarística (4).

Y si el Apóstol no indica aquí el vínculo directo entre el Hijo como Imagen del Padre y su representación, este vínculo es manifestado por la Iglesia: es este pasaje de la Epístola de san pablo el que prescribe leer en la liturgia de la fiesta consagrada a la imagen no hecha por mano de hombre. Dicha liturgia une la leyenda del rey Abgar “a el traslado a la ciudad imperial de la imagen no hecha por mano de hombre de Nuestro Señor Jesucristo”, que es el fundamento histórico de la fiesta. Una y otra conmemoración están situadas juntas en la liturgia de este día a causa del significado que dicha imagen tiene para la Iglesia.

Lo que impresiona en primer lugar en la leyenda de la imagen enviada al rey Abgar, es la desproporción entre el episodio mismo y la importancia que le otorga la Iglesia. Los Evangelios ni siquiera lo mencionan (5). Y, por otra parte, el hecho que Cristo haya aplicado un paño sobre su rostro imprimiendo en él sus rasgos no es muy comparable a sus otros milagros, como las curaciones y las resurrecciones. Además, los milagros no son una prueba de la divinidad de Cristo, puesto que también hombres, los profetas, los apóstoles…, realizan milagros. Y no se los considera, en general, como criterios en algún ámbito que no sea la vida de la Iglesia. Pero aquí no se trata simplemente del hecho de que el rostro de Cristo se haya impreso en un paño, se trata de algo esencial: dicho rostro es la manifestación del milagro fundamental de la economía divina en su conjunto: la venida del Creador a la creación. Es la imagen, fijada en la materia, de una Persona divina visible y tangible, el testimonio de la encarnación de Dios y la deificación del hombre. Es una imagen por medio de la cual se puede dirigir la oración a su prototipo divino. No se trata solamente de la veneración de la forma humana del Verbo divino. Se trata de una visión cara a cara: es “una imagen terrible que glorificamos, vueltos capaces de verlo cara a cara” (Stijira de vísperas).

Eso solo vuelve ya imposible toda confusión entre dicha imagen y el sudario de Turín, confusión que encontramos a veces hasta en los medios ortodoxos. Semejante identificación no es posible más que cuando se ignora o no se comprende la liturgia de la fiesta (6). La cuestión de la autenticidad del sudario de Turín como reliquia no nos concierne aquí. No insistimos tampoco sobre el absurdo, sobre el simple plano del sentido común, de una confusión entre un rostro vivo mirando al espectador con grandes ojos abiertos, y el de un cadáver; una confusión entre un sudario inmenso (4,36 x 1,10 m) con un pequeño lienzo empleado para secarse al lavarse. Sin embargo, no se puede pasar bajo silencio el hecho de que semejante confusión contradice la liturgia y, en consecuencia, el sentido mismo de la imagen. Ahora bien, dicha liturgia no se limita a hacer remontar la imagen a la historia del rey Abgar. Expresa su significación por la oración y la teología, subraya a menudo y con insistencia el vínculo entre dicha imagen y la Transfiguración. “Ayer en el monte Tabor la luz de la Divinidad inundó a los más grandes entre los apóstoles para confirmar su fe (…) Hoy (…) la imagen luminosa resplandece y confirma la fe de todos: allí está nuestro Dios que se ha hecho Hombre…” (Stijira, tono 4). Pero lo que es señalada particularmente aquí, es el alcance inmediato, directo para nosotros, fieles, de dicha luz divina aparecida en Cristo: “Celebramos como el salmista alegrándonos espiritualmente y clamando con David: ¡estamos marcados por la luz de tu rostro, Señor!” (Stijira, en pequeñas vísperas). Y aún: “Nos has dejado la representación de tu purísimo rostro para nuestra santificación cuando ya te preparabas a los sufrimientos voluntarios” (stijira de la litia).

La imagen del Padre no hecha por mano de hombre, que es Cristo mismo, imagen manifestada en el Cuerpo del Señor y vuelta, por consiguiente, visible, es un hecho dogmático. Es por ello que, de algún modo, entendemos la expresión “imagen no hecha por mano de hombre”, ya sea como la aparición en el mundo del mismo Cristo, como una imagen impresa milagrosamente por él mismo sobre un paño, o como una imagen fijada en la materia por manos humanas, e incluso si la diferencia es inmensa, nada cambia esencialmente. Es esto lo que la Iglesia expresa en el megalinario del día de la Santa Faz: “Te magnificamos, Cristo, Dador de vida, y veneramos la gloriosísima representación de tu rostro purísimo”. Dicha glorificación no puede, en ningún caso, referirse a la impresión de un cuerpo muerto, sino que se refiere a toda imagen ortodoxa de Cristo.

Toda imagen de Cristo contiene y muestra lo que está verbalmente expresado por el dogma de Calcedonia: la imagen de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que une en Ella, sin separación y sin confusión, las dos naturalezas, divina y humana. Esto es manifestado en el icono por la inscripción de dos nombres, el del Dios de la revelación veterotestamentaria: O ÔN (Él que es) y el del Hombre: Jesús (Salvador) Cristo (ungido). “En la imagen de Jesucristo venido en la carne no tenemos alguna parcela de la revelación, ni uno de sus aspectos entre otros, sino toda la revelación en su conjunto. Es en esta imagen justamente que nos es dado ver todo a la vez: la manifestación absoluta de la Divinidad y la manifestación absoluta del mundo devenido uno con la Divinidad. Es por esto que el Apóstol nos prescribe probar todo lo demás por dicha imagen de Cristo venido en la carne” (7).

“Dirige nuestros pasos a la luz de rostro a fin de que, marcahndo en tus mandamientos, seamos juzgados dignos de verte, Luz inaccesible” (Stijira de maitines).



(1) Véase la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea 7, 18.

(2) Véase Vladimir Lossky, “El Salvador arquiropoeta” en Le sens des icônes, Cerf, 2003.

(3) P. Nellas, “Théologie de l'image”, Contacts n° 84, 1978, pág. 255.

(4) Comparemos los dos textos: “Dad gracias a Dios que os ha llamado a la herencia de los santos en la luz, que nos ha librado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados. Él es la imagen de Dios invisible, el primogénito de toda la creación. Porque en Él han sido creadas todas las cosas que están en los cielos y sobre la tierra…” (Col 1, 12-16)

“Digno y justo es cantarte, bendecirte (…) A Ti y a tu Hijo único y a tu Santísimo Espíritu. De la nada nos has llevado al ser y, a nosotros que estábamos caídos, nos has levantado, y no has cesado de actuar hasta que nos hayas conducido al cielo y nos hayas donado tu Reino venidero. Por esto te damos gracias…” (Canon eucarístico de la Liturgia de san Juan Crisóstomo).

(5) El rey Abgar es venerado en la Iglesia Armenia. Dicha iglesia no conoce el acto oficial de canonización, pero la veneración de Abgar ha sido inscripta en el nuevo calendario compuesto en el concilio que ha decidido no aceptar el concilio de Calcedonia.

(6) Esta confusión se remonta probablemente a la obra de J. Wilson, Le Suaire de Turin, linceul du Christ? (París, 1978), donde la “identidad” de la imagen no hecha por mano de hombre (la Santa Faz) con la impresión del cuerpo muerto sobre el sudario, es demostrada con la ayuda de toda clase de figuras geométricas trazadas sobre el rostro de Cristo, o incluso por medio de detalles tales como el color de fondo de los iconos (a menudo marfil o amarillo claro) que corresponde al color del tejido. No es posible ni útil notar todos los errores de esta obra: son demasiado numerosos.

(7) E. Trubetskoy, El sentido de la vida, Berlín, 1922, pág. 228 (en ruso). Subrayado por el autor.



Publicado en Le Messager orthodoxe, número especial: “Théologie de l’icône”, Nº 112, 1989. Traducción del francés del dr. Martín E. Peñalva.

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