viernes, 12 de febrero de 2010




Domingo de la Ortodoxia




Archimandrita Job Getcha







Icono del Triunfo de la Ortodoxia



Eminencias, reverendos padres, queridísimos hermanos y hermanas en Cristo:

Llegados al término de la primera semana de Cuaresma, durante la cual nos hemos entregado a la ascesis de la oración y el ayuno —ayuno que, como nos lo recuerda la himnografía de la Iglesia, es “la templanza de la lengua, la abstención de la cólera, el alejamiento de los deseos, la tregua de la maledicencia, de la mentira y del perjurio” (1)—, he aquí que nos tomamos un instante de respiro y encontramos un poco de consuelo, antes de proseguir nuestra subida espiritual hacia la Pascua del Señor.

En efecto, de año en año, en este primer domingo de Gran Cuaresma, “nosotros, el pueblo ortodoxo, celebramos el día de la Ortodoxia”. Celebramos hoy, pues, una fiesta, un triunfo. “En medio de oraciones y súplicas, unimos nuestros corazones en el gozo y la exultación para decir con salmos y cánticos: ¿Qué dios es tan grande como nuestro Dios? ¡Tú eres el Dios que hace maravillas!” (Sal. 76, 14-15) (2). ¿Pero de qué triunfo se trata? ¿De qué ortodoxia celebramos la fiesta?

Sabemos todos que la solemnidad del domingo de la Ortodoxia fue introducida en Marzo de 843 para conmemorar la victoria final sobre el iconoclasmo. De origen imperial, esta herejía había estremecido el imperio bizantino de los siglos octavo y noveno. Estalló en 726, cuando León III el Isáurico, poseedor entonces del cetro del imperio, declaró que para él, los santos iconos no difieren en nada de los ídolos. Hizo destruir el icono de Cristo que se encontraba sobre una de las entradas del palacio imperial, lo que acarreó una destrucción masiva de las grandes obras maestras iconográficas de los primeros siglos. A su vez, el emperador Constantino Y Coprónimo se convirtió en el heredero de la rabia contra los santos iconos. Después de una larga oleada de persecuciones durante la cual los monjes, entre los cuales se encontraba san Juan Damasceno, defendieron de manera temeraria la Santa Tradición de la Iglesia, llegó un momento de calma. La emperatriz Irene y su joven hijo Constantino se volvieron herederos del poder. Estos, guiados por el patriarca Tarasio, reunieron el Sétimo Concilio Ecuménico en el ciudad de Nicea en el año 787. La Iglesia acogió de nuevo a los santos iconos. Se recordó la enseñanza de san Basilio que decía que “la veneración de la imagen vuelve al prototipo” (3) y que, por consiguiente, la veneración de los santos iconos no tiene nada en común con la idolatría.

Desgraciadamente, el concilio de Nicea no fue más que una tregua entre dos oleadas de persecuciones. León V el Armenio desencadenó una segunda lucha contra los santos iconos, y de nuevo, “la Iglesia de Dios se encontró sin adorno” (4). Después, Teófilo tomó el poder y continuó persiguiendo a los santos monjes defensores de la Tradición ortodoxa, entregando a numerosos padres a horribles penas y suplicios.

Sin embargo, como nos lo recuerda la Tradición de la Iglesia, su mujer, Teodora, tuvo la visión de la Madre Dios, teniendo en sus manos al Hijo de Dios, y castigando las acciones de su marido (5). Luego de la muerte de Teófilo, esta augusta Teodora con su hijo Constantino y el patriarca Metodio reunieron a todo el pueblo, los monjes, el clero y los obispos en la Gran Iglesia de Constantinopla, con las cruces venerables y los santos iconos para hacer un procesión a través de las calles de la ciudad. A partir de ese momento, los santos iconos volvieron a ser objeto de veneración. Aquellos que habían defendido la piedad y el culto ortodoxo fueron cubiertos de elogios y los que habían rechazado la veneración de los santos iconos fueron excomulgados.

Desde entonces, fue establecido celebrar cada año dicha fiesta sagrada, el triunfo de la Ortodoxia, el primer domingo de la santa cuaresma. Celebrando este triunfo de la Ortodoxia, la Iglesia no hace más que reconocer la utilidad o la legitimidad del arte sacro. Los iconoclastas reconocían el valor del arte pero rechazaban la veneración de los santos iconos. El problema era, pues, mucho más profundo. A los ojos de los Padres, la querella iconoclasta recapitulaba todas las herejías precedentes. En efecto, el rechazo a venerar los santos iconos fue percibido como una herejía cristológica, ya que ponía en peligro la obra de Cristo. A los ojos de san Juan Damasceno, rechazar la veneración de los iconos, basándose —como lo hacían los iconoclastas— en la prohibición de hacer representaciones en el Antiguo Testamento (Ex. 20, 4), era una negación de la realidad de la Encarnación del Hijo de Dios como “icono de Dios invisible” (Col. 1, 15).

Es así como el Séptimo Concilio Ecuménico ha concluido la serie de controversias cristológicas, y que el Triunfo de la Ortodoxia que celebramos hoy ha venido a reafirmar fuertemente la verdadera fe. Es interesante recordar en este aspecto que la Iglesia ha conocido otros periodos turbios. La controversia hesicasta que agitó al imperio bizantino restaurado en el siglo catorce es un bello ejemplo de ello. Ahora bien: es significativo recordar que luego de la victoria de los hesicastas en 1351, el domingo de la Ortodoxia tomó un sentido nuevo.

En efecto, no se conmemoraba ya simplemente la victoria sobre el iconoclasmo, sino la victoria sobre todas las herejías, incluida la victoria sobre los adversarios de los monjes hesicastas. La tradición hesicasta, vivida por los monjes athonitas en esa época, cuyas raíces se remontan a los Padres del desierto y el Evangelio, fue la tradición defendida por san Gregorio Palamás, quien ha vivido en la Santa Montaña. Dicha tradición triunfó en el concilio de Blancherna de 1351 por la canonización oficial de la doctrina hesicasta. Las decisiones de este concilio fueron incluidas en el Sinodikón de la Ortodoxia (6). Este, en dicha nueva versión aumentada, fue leído por primera vez el primer Domingo de Cuaresma de 1352 (7).

El punto central de dicha doctrina es la deificación o divinización del hombre, una doctrina afirmada muy temprano por los Padres de la Iglesia, como san Ireneo de Lyon y san Atanasio de Alejandría. San Gregorio Palamás, con los hesicastas, no ha hecho más que precisar dicha doctrina afirmando que el hombre está llamado a participar de la vida divina, no en la esencia que permanece totalmente trascendente, sino a través de las energías divinas increadas que son inmanentes. Una vez más, esta doctrina tocaba a la Encarnación del Hijo de Dios y a la obra de salvación que de ella se deriva.

Este breve recuerdo histórico nos lleva a considerar lo que representa la Ortodoxia, en qué consiste la verdadera fe y qué es la verdad. A aquellos que se preguntan, con Poncio Pilatos, qué es la verdad (Jn. 18, 38), hay que responderles que la verdad no es una noción abstracta, no es un concepto filosófico, sino una Persona, la del Hijo y Verbo de Dios encarnado que dice claramente en el Evangelio: “Yo soy la Verdad” (Jn. 14, 6). Es quien nos revela al Padre y nos conduce hacia Él (Jn. 14, 6-7).

Por consiguiente, la Ortodoxia no es una filosofía, ni una sabiduría humana. No es tampoco un sistema de doctrina, y menos aún una ideología. La Ortodoxia es la fidelidad a la Revelación divina. La Ortodoxia es la sumisión a Dios que se ha revelado en la historia en la Persona de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, Dios que se ha hecho carne (Jn. 1, 14). Dicha revelación no cesa de ser transmitida en la Iglesia, de generación en generación, de la boca de nuestro Señor a la de los apóstoles, y de los apóstoles a nuestro Padres en la fe. La Ortodoxia, es aquello que está, pues, conforme a dicha Tradición de la Iglesia. Es por eso que, celebrando hoy el día de la Ortodoxia, exclamamos: “Tal es la fe de los Apóstoles. Tal es la fe de los Padres. Tal es la fe de los cristianos ortodoxos. Tal es la fe que sostiene el universo” (8).

El apóstol Pablo nos invita a permanecer fieles a esta fe ortodoxa diciendo: “Velad, estad firmes en la fe, sed hombres, sed fuertes, haced todo con amor” (1 Co. 16, 13). Sabemos, leyendo el Evangelio, que la fe puede salvar al hombre. ¡Cuántas veces oímos las palabras del Salvador: “Tu fe te ha salvado” (Mt. 9, 22)! La fe de Cristo es el ojo del cristiano, su corazón, su inteligencia y su sentimiento.

Pero el apóstol Pablo nos invita también a probarnos, a ver si nos sostenemos en la fe (2 Co. 13, 5). Ahora bien, cada vez que actuamos, incluso en la Iglesia, por poner delante nuestros propios intereses personales, defendiendo una ideología, propagando el espíritu del mundo caído, un espíritu de división, de conflicto, de contradicción y oposición, nos alejamos de la fidelidad a Cristo y la verdadera fe que implica la renuncia a sí mismo, la humildad, la paciencia, la obediencia y la caridad. Cada vez que servimos a intereses políticos, culturales o sociales en lugar de servir a Cristo, no estamos en la fe verdadera, sino caemos en la idolatría de este siglo.

Pero bienaventurado es el hombre que guarda la verdadera fe, una fe viva y verdadera. Una fe viva es una fe que conserva la memoria de Dios constantemente en el espíritu; es un deseo ardiente de acercarse a Dios; es la voluntad libre del hombre que se aplica a cumplir la voluntad de Dios. La fe verdadera es nuestra fidelidad a Cristo. Ahora bien, en la Ortodoxia, no puede haber lugar ni para el conservadurismo, ni para el modernismo, ya que Cristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos (Hb. 13, 8)

¡Queridos hermanos y hermanas en Cristo! Celebrando hoy el Domingo de la Ortodoxia, damos gracias a Dios por habernos revelado la verdadera fe. Aprovechamos este tiempo bendito de Gran Cuaresma para purificar nuestros ojos, nuestro corazón, nuestra inteligencia y nuestros sentidos a fin de guardar constantemente la memoria y el deseo de Dios presentes en cada instante de nuestra vida. Rogamos a Cristo, Icono inalterable del Padre, para que Él nos guarde en la verdadera fe y nos fortalezca en el camino estrecho que lleva hacia Su Reino, y que, por las oraciones de los santos confesores de la fe, nos conceda misericordia y tenga piedad de nosotros. Amén.




(1) Idiomelo: apóstijas de vísperas de Lunes de la primera semana.

(2) Extractos del Sinodikón de la Ortodoxia. Cf. J. GOUILLARD, “Le Synodikon de l’Orthodoxie. Édition et commentaire”. Travaux et mémoires 2 (1967). Págs. 1-316.

(3) Basilio el Grande, Tratado del Espíritu Santo XVIII (SC 17, París, 1945, p. 194).

(4) Nicéforo y Calixto Janthópulos, Sinaxario para el primer Domingo de Cuaresma.

(5) Cf. Ibid.

(6) J. MEYENDORFF y A. PAPADAKIS, L’Orient chrétien et l’essor de la papauté. París, 2001, p. 352.

(7) J. MEYENDORFF, Introduction à l’étude de Grégoire Palamas. París, 1959, p. 152.

(8) Extracto del Sinodikón de la Ortodoxia.


Homilía pronunciada en la Catedral de San Esteban, en París, el 29 de Febrero de 2004. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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