miércoles, 10 de febrero de 2010


El Evangelio de la Resurrección (I Cor. XV)



Georges Florovsky








La muerte es una catástrofe para el hombre: este es el principio básico de toda la antropología cristiana. El hombre es un ser anfibio, tanto espiritual como corpóreo, y así fue creado por Dios. El cuerpo pertenece orgánicamente a la unidad de la existencia humana. Y esta fue quizás la novedad más destacada en el original mensaje cristiano. La predicación de la Resurrección, al igual que la predicación de la Cruz, fue necedad y obstáculo para los gentiles. San Pablo ya había sido llamado “diletante” por los filósofos atenienses precisamente “porque les proclamó a Jesús y la resurrección” (Hch. XVII, 18, cf. v. 32). La mentalidad griega tuvo siempre algo de aversión al cuerpo. La actitud de un griego promedio en los primeros tiempos cristianos estaba fuertemente influenciada por ideas platónicas u órficas, y era opinión común que el cuerpo era una especie de “prisión”, en la cual el alma caída era reducida y encarcelada. Los griegos soñaban más bien con una completa y final desencarnación, y la creencia cristiana en una Resurrección futura pudo sólo confundir y espantar a la mentalidad gentil. Ello sencillamente significaba que la prisión sería eterna, que el encarcelamiento sería renovado nuevamente y por siempre. La expectativa de una resurrección corporal sería propia más bien de un gusano, sugirió Celso, mofándose en nombre del sentido común. Apodó a los cristianos “philosomaton genos”, un “grupo amante de la carne” (ap. Orígenes, Contra Celsum, V, 14 y VII, 36). El gran Plotino fue de la misma opinión. “El despertar verdadero es la verdadera resurrección desde el cuerpo, no con el cuerpo. Resurrección con el cuerpo sería simplemente un pasaje de un sueño a otro, a alguna otra morada. El único despertar verdadero es la huida de todos los cuerpos, ya que son por naturaleza opuestos a la naturaleza del alma. Tanto el origen, la vida y el deterioro de los cuerpos muestra que no corresponden a la naturaleza de las almas” (Plotino, III Enéada 6, 6). En todos los filósofos griegos el miedo a la impureza fue mucho más fuerte que el temor al pecado. Efectivamente, el pecado para ellos significaba precisamente impureza. Esta “naturaleza inferior”, cuerpo y carne, sustancia bruta y corpórea, era completamente despreciada como fuente y vehículo de maldad. El mal provenía de la contaminación, no de la perversión de la voluntad. Se debía estar liberado y purificado frente a esta suciedad. Desde el mismo comienzo, el docetismo fue rechazado como la más destructiva de las tentaciones, una especie de oscuro anti-evangelio, procedente del Anticristo (I Jn IV, 2-3). Y san Pablo predica categóricamente “la redención de nuestro cuerpo” (Rm. VIII, 23). Y nuevamente: “no para que seamos desvestidos, sino para que seamos vestidos, para que lo mortal pueda ser absorbido por la vida” (2 Cor. V, 4). Esta es precisamente una antítesis de la tesis de Plotino...

San Juan Crisóstomo comentaba: “Asesta aquí un golpe mortal a aquellos que desprecian la naturaleza física e injurian nuestra carne. No es la carne, como diría él, de lo que nos despojamos, sino la corrupción. El cuerpo es una cosa, la corrupción es otra. Ni es el cuerpo corrupción, ni la corrupción es cuerpo. Es cierto que el cuerpo se corrompe, pero no es corrupción. El cuerpo muere, pero no es la muerte. El cuerpo es obra de Dios, pero la muerte y la corrupción entraron por el pecado. Por lo tanto, dice, me despojaría de aquello ajeno que no es propio de mí. Y aquello ajeno no es el cuerpo, sino la corrupción. La vida futura destruye y suprime no el cuerpo, sino lo que está adherido a él, la corrupción y la muerte” (De resurr. mortuorum, 6). San Juan Crisóstomo, sin duda, ofrece aquí la opinión común de la Iglesia. “Debemos esperar también la primavera del cuerpo”, tal como dijo un apologista latino del siglo segundo: “expectandum nobis etiam et corporis ver est” (Minucio Félix, Octavio, 34). Un escritor ruso, hablando de las catacumbas, trae a la memoria estas palabras: “No hay palabras que puedan dar mejor la impresión de jubilosa serenidad, la sensación de descanso y libre tranquilidad del sepulcro cristiano primitivo. Aquí yace el cuerpo, como trigo bajo la mortaja invernal, esperando, espectando y presagiando la eterna primavera espiritual” (V. Ern, Cartas sobre la Roma cristiana, 1913). Esto fue empleado similarmente por san Pablo: “Así también es la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción” (1 Cor. XV, 42). La tierra, por así decirlo, es sembrada con cenizas humanas para que dé fruto, por el poder de Dios, en el Gran Día. “Así como la semilla se arroja sobre la tierra, no perecemos cuando morimos, sino que habiendo sido sembrados, resucitamos” (San Atanasio, De Incarnatione, 21). Cada sepulcro es ya santuario de incorrupción.

La resurrección, sin embargo, no es mero retorno o repetición. El dogma cristiano de la Resurrección General no es el eterno retorno que fue profesado por los estoicos. La resurrección es una verdadera renovación, la transfiguración, la reforma de toda la creación. No sólo un retorno de lo que había muerto, sino un realce, la realización de algo mejor y más perfecto. “Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano... Se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1 Cor. XV, 37; 44). Un cambio profundo tendrá lugar y, sin embargo, la identidad individual será preservada. La distinción de san Pablo entre el cuerpo “natural” (soma physikon) y el cuerpo “espiritual” (soma pneumatikon) obviamente exige una interpretación más. Y probablemente debemos cotejarla con otra distinción que hace en Filipenses III, 21: el cuerpo “de nuestra humillación y el cuerpo de Su gloria”... Pero el misterio sobrepasa nuestro conocimiento e imaginación. “Aún no se ha manifestado lo que seremos” (I Jn. III, 2).

Mas, de este modo, Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que se durmieron (1 Cor. XV, 20). Los “tres grandes días de muerte”, triduum mortis, fueron los misteriosos días de la Resurrección. Como es explicado en el Sinaxario de ese día, “en el gran y santo Sábado celebramos el divino entierro corporal de Nuestro señor y Salvador Jesucristo y su descenso al Hades, por el cual, siendo llamada de la corrupción, nuestra raza pasó a la vida eterna. Este no fue simplemente la víspera de la salvación: fue ya el auténtico día de la salvación. “Este es el Sabbat bendito, este es el día de descanso, en el que el Hijo Unigénito de Dios ha descansado de todos sus actos” (Matutinos de Sábado Santo). El Señor está descansando en el sepulcro su carne, y esta no es abandonada por su Divinidad. “Aunque tu Templo fue destruido en la hora de la Pasión, sin embargo aún entonces una era la Hipóstasis de Tu Divinidad y Tu carne” (Matutinos de Sábado Santo, Canon, Oda 6º, 1º tropario, Canon de Cosme de Maium). La carne del Señor no sufre, por lo tanto, corrupción, porque permanece en el mismo seno de la Vida, en la Hipóstasis del Verbo, Quien es la Vida. Y en esta incorrupción el cuerpo ha sido transfigurado a un estado glorioso. El cuerpo de humillación ha sido sepultado, y el cuerpo de la gloria resucitó de la tumba. En la muerte de Jesús la impotencia de la muerte sobre Él fue revelada. En la plenitud de Su naturaleza humana Nuestro Señor fue mortal, y realmente murió. Sin embargo, la muerte no lo retuvo: “No era posible que fuera retenido por ella” (Hch. II, 24). Como dice san Juan Crisóstomo, “la misma muerte, reteniéndolo, tuvo espasmos como de parto, y fue grandemente hostigada... y Él resucitó para no morir más” (In Acta Hom. VII; cf. la oración consagratoria en la Liturgia de San Basilio). Él es la Vida Eterna, y por el mismo hecho de Su muerte destruye la muerte. Su propio descenso al Hades, dentro del reino de la muerte, es la poderosa manifestación de la Vida. A través del descenso al Hades, por así decirlo, vivificó la misma muerte. En el primer Adán la potencialidad inherente a la muerte por la desobediencia y caída estaba actualizada y descubierta. En el segundo Adán, la potencialidad de la inmortalidad por la obediencia fue sublimada y actualizada con la imposibilidad de la muerte “pues como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos revivirán” (I Cor. XV, 22). Toda la estructura de la naturaleza humana en Cristo demuestra ser sólida y fuerte. La desencarnación del alma no fue consumada en una ruptura. Incluso en la muerte humana ordinaria, como señaló san Gregorio de Nisa, la separación de alma y cuerpo no es nunca absoluta: una cierta conexión existe allí aún. En la muerte de Cristo dicha conexión demostró ser no sólo una “conexión cognoscitiva”: su alma nunca cesó de ser la “fuerza vital” del cuerpo. De este modo, dicha muerte, en toda su realidad, como verdadera separación y desencarnación, fue más bien como un sueño. “Entonces la muerte del hombre no demostró ser sino un sueño” como dice san Juan de Damasco (Oficio para el entierro de un sacerdote, stijira idiomela de san Juan de Damasco). La realidad de la muerte no está aún abolida, pero su impotencia se manifiesta. El Señor murió real y verdaderamente. Pero en su muerte, en una medida eminente, la “dynamis de la resurrección” se manifestó que está latente en cada muerte. A esta muerte, la gloriosa analogía del grano de trigo puede ser aplicada en toda su extensión (Jn. XII, 24). En el cuerpo del Encarnado el interim entre la muerte y la resurrección es reducido. “Se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (I Cor. XV, 43-44). En la muerte del Encarnado este misterioso crecimiento de la semilla fue consumado en tres días: Triduum mortis. “No sufrió el templo de su cuerpo por permanecer largo tiempo muerto, sino que sólo habiendo expuesto su muerte al contacto de la muerte, enseguida lo resucitó al tercer día, y resucitó con él también el signo de la victoria sobre la muerte, es decir, la incorrupción e impasibilidad manifestada en el cuerpo”. En estas palabras, san Atanasio presenta el carácter victorioso y resurrectivo de la muerte de Cristo (De incarnatione, 26). En este misterioso “triduum mortis”, el cuerpo de Nuestro Señor ha sido transfigurado en un cuerpo glorioso, y ha sido revestido de poder y luz. La semilla madura, y el Señor resucita de entre los muertos, como un novio al salir de sus aposentos. Esto fue llevado a cabo por el poder de Dios, como también será llevada a cabo la Resurrección General en el último día por el mismo poder. En la Resurrección, la Encarnación es completada y consumada como manifestación victoriosa de la Vida en la naturaleza humana, un injerto de inmortalidad en la composición humana.

La Resurrección de Cristo fue una victoria no sólo sobre su muerte, sino sobre la muerte en general. “Celebramos la muerte de la muerte, la ruina del Hades, y el comienzo de una vida nueva y eterna” (Canon Pascual, 7º Oda, 2º Tropario). En su resurrección toda la humanidad, toda la naturaleza humana, es co-resucitada con Él: “el género humano es revestido de incorrupción”. Co-resucitada, no efectivamente, en el sentido de que todos han en efecto resucitado de la tumba: hay hombres todavía muertos. Pero la desesperanza de morir es abolida: la muerte se ha vuelto impotente. San Pablo es totalmente categórico en este punto: “pero si no hay resurrección de los muertos, entonces Cristo no resucitó.. Porque si los muertos no resucitan, entonces Cristo no resucitó” (1 Cor. XV, 13, 16). San Pablo obviamente quiso decir que la Resurrección de Cristo devendría sin sentido si no hubiera una realización universal, si todo el Cuerpo no estuviera implícitamente “pre-resucitado” con la Cabeza. Y la fe en el propio Cristo perdería todo sentido y se volvería vana y vacía: no habría nada en que creer. “Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana” (v. 17). Aparte de la esperanza de la Resurrección General, la creencia en Cristo mismo sería vana y carente de propósito, sería sólo vanagloria. “Pero ahora Cristo ha resucitado”... y aquí se encuentra la victoria de la Vida. “Es verdad, estamos aún muertos como antes, dice san Juan Crisóstomo, pero no permanecemos en la muerte, y esto no es morir... El poder y la misma realidad de la muerte es sólo esta: que un muerto no tiene posibilidad de retornar a la vida... Pero si después de la muerte será vivificado y además le será dada una mejor vida, entonces no está más muerto, sino dormido” (Hom. in Epist. ad Haebr. XVII, 2). La misma concepción se encuentra en san Atanasio. La “condena de muerte” es abolida. “La corrupción cesó, y siendo desterrada por la gracia de la Resurrección, somos a partir de ahora disueltos sólo por un tiempo, conforme a la naturaleza mortal de nuestros cuerpos; como semillas lanzadas a la tierra, no perecemos, sino que sembrados en la tierra surgiremos de nuevo, al ser la muerte vuelta a cero por la gracia del Salvador” (De Incarnatione, 21). Todo resucitará. A partir de ahora toda desencarnación es sólo temporaria. El oscuro valle del Hades es abolido por el poder de la Cruz vivificante.

San Gregorio de Nisa enfatiza fuertemente la interdependencia orgánica de la Cruz y la Resurrección. Señala dos puntos especialmente: la unidad de la Divina Hipóstasis, en la cual alma y cuerpo de Cristo están ligadas interrumpidamente incluso en su separación mortal y la total impecabilidad de Cristo. Y luego continua: “Cuando nuestra naturaleza, siguiendo su propio curso, hubo comenzado incluso en Él la separación de alma y cuerpo, Él unió nuevamente los elementos inconexos, consolidándolos, por así decirlo, con el cemento de su divino poder, y reuniendo lo que estaba roto en una unión que nunca será destruida. Y esto es la Resurrección, a saber: el retorno, luego de que hayan sido disueltos, de aquellos elementos que han estado antes ligados, en una unión indisoluble a través de una mutua incorporación, para que, de este modo, pueda recobrarse la gracia fundamental que invistió a la humanidad, y nos sea restituida la vida eterna, cuando la corrupción que se ha mezclado con nuestra especie se haya desvanecido por nuestra disolución... En cuanto al principio de la muerte, tuvo su origen en una persona y se extendió en sucesión a través de todo el género humano; de igual modo, el principio de la Resurrección se extiende desde una persona a toda la humanidad... Porque cuando en aquella humanidad concreta que Él ha tomado para Sí, el alma, luego de la disolución, retornó al cuerpo, se unieron las diversas partes pasando, como por un nuevo principio, con igual fuerza, a todo el género humano. Este es entonces el misterio del plan de Dios respecto a su muerte y su resurrección desde entre los muertos” (Orat. cat., 16). En otras palabras, la resurrección de Cristo es una restauración de la plenitud e integridad de la existencia humana, una re-creación de todo el género humano, una “nueva creación”. San Gregorio sigue aquí fielmente los pasos de san Pablo. Hay aquí el mismo contraste y paralelismo de los dos Adanes.

La Resurrección General es la consumación de la resurrección de Nuestro Señor, la consumación de su victoria sobre la muerte y la corrupción. Y más allá del tiempo histórico habrá un Reino futuro, “la vida del tiempo venidero”. Entonces, en el final, será inaugurado por siempre, para toda la creación, el “Sabbat bendito”, el auténtico “día de reposo”, el misterioso “Séptimo Día de la Creación”. Lo esperado no está aún concebido, pero la promesa está dada. Cristo ha resucitado.



Aparecido en Paulus-Hellas-Oikumene. An Ecumenical Symposium, 1951. Traducción del inglés del Dr. Martín E. Peñalva.

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