domingo, 14 de febrero de 2010



La oración,
prenda de salud espiritual


Pavel Evdokimov







“Orad sin cesar” insiste san Pablo, ya que la oración es la fuente y la forma más íntima de nuestra vida espiritual. La vida de oración, su densidad, su profundidad, su ritmo, miden nuestra salud espiritual y nos revelan a nosotros mismos. Es a nivel de un espíritu recogido y silencioso que se coloca la verdadera oración y que el ser es misteriosamente visitado. “El amigo del Esposo permanece allí y lo oye”; lo esencial del estado de oración es justamente “permanecer allí”, percibir la presencia de Cristo.

En sus comienzos, la oración es agitada; el hombre vierte todo el contenido psíquico de su ser; pero en la oración, el parloteo disipa. Ahora bien, “basta con tener las manos elevada”, dice san Marcos [el Monje]. La oración dominical es breve. Un ermitaño comenzaba a la puesta del sol, y la terminaba diciendo “amén” a los primeros rayos del sol naciente. No se trata de discursos: los espirituales se contentaban con pronunciar el nombre de Jesús pero, en dicho nombre, contemplaban el Reino.

Una grave deformación hace de la oración la repetición mecánica de fórmulas. Ahora bien, según los maestros, no es suficiente poseer la oración, las reglas, el hábito; es necesario volverse oración, ser oración encarnada: hacer de la vida una liturgia, orar con las cosas más cotidianas, vivir la comunión incesante. Los espirituales citan la historia de un obrero curtidor que habla de las tres formas de oración: la petición, la ofrenda y la alabanza, y muestra cómo se vuelven el estado de oración y pueden santificar todos los instantes del tiempo, incluso para aquel que no dispone de él. A la mañana, urgido, este hombre muy simple presentaba a todos los habitantes de Alejandría ante el rostro de Dios diciendo: “Ten piedad de nosotros, pecadores”. En la jornada, durante su trabajo, su alma no cesaba de sentir que toda su obra era como una ofrenda: “A Tí, Señor”; y a la noche, con toda la alegría de encontrarse aún vivo, su alma no podía más que decir: “Gloria a Tí”. Es la concepción orante de la vida misma, donde el trabajo más modesto de un obrero o una ama de casa y la creación de un genio son realizados al mismo título de ofrenda ante el rostro de Dios, como una labor confiada por el Padre.

Según la Biblia, el nombre de Dios es una forma y un lugar de su presencia. La “oración de Jesús” o la “oración del corazón” libera sus espacios y atrae allí a Jesús por la invocación incesante: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Esta oración evangélica del publicano contiene todo el mensaje bíblico: el Señorío de Jesús, su filiación divina, por consiguiente la confesión de la Trinidad, el abismo de la caída que invoca el abismo de la misericordia divina. Esta oración resuena sin cesar en el fondo del alma, toma el ritmo de la respiración, se adecua a ella, incluso durante el sueño: “Duermo, pero mi espíritu vela” (Ct 5, 2). Jesús atraído al corazón, es la liturgia interiorizada y el Reino en el alma apaciguada. El nombre colma al hombre como su templo, lo transmuta en lugar de la presencia divina.

La invocación del nombre de Jesús está al alcance de todo hombre y en todas las circunstancias de la vida. Ella pone el nombre como un sello divino sobre todo. San Juan Crisóstomo dice: “Que tu casa sea una iglesia; admira a tu Maestro; que los hijos se unan a ti en una oración común”. Dicha oración llevará ante el Padre las preocupaciones y los sufrimientos de todos los hombres, sus tristezas y alegrías. Cada instante de nuestro tiempo se refresca al contacto del fuego de los espíritus en oración.

En los hogares de los fieles, se ve siempre el icono situado en lo alto, y en el punto dominante de la oración, guía la mirada hacua el Altísimo y el único necesario. La contemplación orante atraviesa, por así decir, al icono, y no se detiene más que en el contenido vivo y presente que ella traduce. De una habitación neutra, hace una “iglesia doméstica”, de la vida de un fiel, una liturgia interiorizada y contínua. El visitante, entrando, se inclina ante del icono, recoge la mirada de Dios y a continuación saluda al señor de la casa. Se comienza por rendir honor a Dios y y los honores rendidos a los hombres vienen después. Lugar donde confluyen las miradas, no siendo jamás una decoración, el icono centra todo el interior sobre el resplandor del más allá que reina sin límites. La pequeña lámpara ante el icono traduce el movimiento del espíritu; ser un fuego siempre en oración y en presencia de lo invisible. Es la dimensión litúrgica de la vida espiritual.

La oración litúrgica.

La oración litúrgica introduce de entrada en la conciencia colegial, según el sentido del término liturgia, que significa obra común. Ella enseña la verdadera relación entre el yo y los demás, ayuda a desprendernos de nosotros mismos y a hacer nuestra la oración de la humanidad. Por ella, el destino de cada uno se nos hace presente. El pronombre litúrgico no está jamás en singular.

La liturgia filtra toda tendencia demasiado subjetiva, emocional y pasajera; plena de una emoción sana y de una vida afectiva potente, ofrece su forma acabada, vuelta perfecta a lo largo de los siglos y de generaciones que han rezado de la misma manera. Oigo la voz de san Juan Crisóstomo, de Basilio, de Simeón y de tantos otros; ellos han dejado la huella de su espíritu adorante y me asocian a su oración. Esta pone la medida y la regla, pero solicita también la oración espontánea, personal, donde el alma canta el habla libremente a su Señor.

¿Es necesario esperar el momento de inspiración, a riesgo de no encontrarlo jamás? La oración comporta siempre un aspecto de esfuerzo. “Cuando el hombre de pone a rezar, los obstáculos procuran impedírselo…; la oración exige una lucha, un combate”, dicen los maestros. Orígenes nota, a propósito de la oración, que la ascensión a una montaña elevada es fatigante. Los maestros aconsejan hacer “como si” la inspiración no hiciera falta, y el milagro de la gracia se opera.

Pero aún, “¿por qué rezar? ¿No sabe Dios lo que nos hace falta?”. Dios escucha nuestra oración, la rectifica y hace de ella un elemento que se añade a su decisión. La insistencia de la viuda del Evangelio arranca una respuesta y espresa el poder de la fe [cf. Lc. 18, 1-8]. Quizás el infierno depende también de la violencia de los santos, de la llama de su oración y que la salvación de todos, Dios también la espere de nuestra oración…

¿Tenemos tiempo suficiente para rezar? Mucho más del que nosotros pensamos. ¿Cuántos momentos de holgazanería y distracción pueden convertirse instantes de oración? Se puede ofrecer incluso la preocupación, si ella abre un diálogo con Dios, Se puede ofrecer incluso el agotamiento que impide rezar, y la misma imposibilidad de rezar. “La memoria de Dios, un suspiro, sin incluso haber formulado una sola palabra, es ya oración”, dice san Barsanufio. El staretz Ambrosio aconseja: “Todos los días, leed un capítulo de los Evangelios, y cuando os agarre la angustia, leed de nuevo hasta que pase; si ella vuelve, leed de nuevo el Evangelio”. Es el pasaje de “la palabra escrita a la palabra sustancial” (Nicodemo el Hagiorita) y dicho pasaje es decisivo para la vida espiritual. Se consuma eucarísticamente la palabra misteriosamente partida, dicen los Padres.


Extracto de La nouveauté de l’Esprit: Études de spiritualité. Bellefontaine, 1977. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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