Un ángel caído,
un ángel sin embargo…
Henri-Irénée Marrou
Aquello que se denomina “examen de conciencia” no se aplica mucho, de ordinario, más que a la vida moral; sería, no obstante, instructivo ver tal ejercicio espiritual extenderse al dominio de la fe: por medio de una técnica psicológica apropiada, uno se esforzaría por formular y llevar a la conciencia clara las creencias realmente aceptadas y vividas, que serían el objeto de un acto de fe positivo; el Credo profesado, no de una manera teórica e implícita, sino verdaderamente: aquel del cual se alimenta la vida espiritual.
Semejante práctica, si fuera o se convirtiera en un uso general, revelaría pronto hechos curiosos: dicha fe efectiva no está siempre conforme a la doctrina de la Iglesia de la cual el fiel hace profesión, incluso muy sinceramente, de adherir: ella no es, a menudo, más que un reflejo parcial o deformado. Mejor aún, semejante esfuerzo de toma de conciencia descubriría fenómenos psicológicos complejos, análogos a aquellos que el psicoanálisis nos ha hecho familiares en el dominio de la vida afectiva: en el plano dogmático, se observan también inhibiciones, rechazos, de los cuales se vuelve singularmente instructivo buscar las causas.
Si abordamos, desde este punto de vista, el problema que aquí nos ocupa, el de la creencia en el demonio, estoy persuadido que semejante “análisis de la creencia” pondría en evidencia una dificultad general, ante la cual tropiezan la mayor parte de las conciencias de nuestro tiempo. Puestos aparte, por supuesto, los teólogos de profesión, esos profesores habituados a recorrer a paso regular y metódico la enciclopedia del dogma, tratado por tratado y cuestión por cuestión; puestas aparte, igualmente, las almas privilegiadas, bastante avanzadas en el camino de la perfección y la vida del espíritu para conocer, si se puede decir experimentalmente todos los aspectos, se puede asegurar que son muy raros, entre los cristianos de nuestro tiempo, aquellos que creen realmente, efectivamente, en el demonio, para quienes dicho artículo de fe es un elemento activo de su vida religiosa.
Incluso, insisto en ello, entre aquellos que se dicen, se piensan y se quieren fieles a la enseñanza de la Iglesia, se encontrará muchos que no tienen dificultad de reconocer que no aceptan creer en la existencia de “Satán”. Otros no se deciden a ello más que a condición de interpretar en seguidamente dicha creencia de modo simbólico, identificando al demonio con el mal (a las fuerzas malvadas, al pecado, a las tendencias perversas de la naturaleza caída), a las cuales confieren de este modo una existencia propia, desligada de todo agente, de todo ser personal subsistente. A un número mayor, este tema parecerá molesto: no hay que ver más que las precauciones oratorias que toman, antes de hablar de ello, los escritores mejor intencionados. Es un tema que minimizan sistemáticamente, si no lo pasan simplemente bajo silencio, la apologética contemporánea e incluso la catequesis, vuelta tan pusilánime, tan atenta a no exigir demasiado. Dicha impresión de molestia y disgusto que causa la idea de la existencia del diablo al común de los hombres de hoy es fácil de observar en todo lector, por ejemplo, de la literatura antigua relativa a los Padres del desierto, tan familiares con la presencia cotidiana de los demonios (1). Incluso André Gide exaspera a menudo a su público, por la insistencia con la cual utiliza la noción de demonio; no es sin embargo en él más que un tema mitológico, pero, incluso reducido al estado de mito, nuestros contemporáneos no gustan escuchar hablar de Satán.
Es necesario inquirir con más atención sobre la motivación de semejante rechazo, porque efectivamente se trata de un rechazo: tocamos aquí un punto doloroso sobre el cual la conciencia no gusta mucho verse interrogada, resiste a menudo a todo esfuerzo de explicación, busca desechar el problema…
Propondré, para rendir cuentas de ello, una hipótesis, simple aplicación, por otra parte, de un hecho de observación muy general: a menudo las dificultades que se oponen por un desconocimiento profundo del objeto real de dicha fe, las objeciones que se le oponen, perfectamente válidas y fundadas, se dirigen en realidad no a la verdadera fe sino a una imagen deformada hasta la caricatura, a un “fantasma”, phantasma, para retomar una frase de san Agustín (2).
Si tantos de nuestros contemporáneos, hablo de los cristianos, se niegan a creer en el diablo, es muy a menudo porque se hacen una idea falsa de él, y realmente contraria a la esencia de la fe, de modo que no solamente es normal, sino de cierto modo legítimo ver su conciencia religiosa reaccionar con violencia e irritarse contra dicho error.
En el análisis, uno se da cuenta, en efecto, que la idea que los modernos se hacen comúnmente del demonio es menos cristiana que “maniquea” (para hablar la lengua tradicional de los heresiólogos, decimos, de exigirlo un vocabulario históricamente más preciso, “gnóstico” o “dualista”): el Satán al cual nuestros contemporáneos no pueden avenirse, o no se deciden más que difícilmente a creer es un suerte de Ahrimán, un ser personal en quien se encarna el Principio del Mal, concebido como terriblemente real, y que responde antitéticamente al Principio del Bien actualizado, por otra parte, en Dios; tan poderoso, por lo demás, que es no solamente un antagonista sino un rival de Dios: puntualmente, un Contra-Dios, Antitheos (3).
Se advertirá, como síntoma característico de este estado de espíritu, que se trata más a menudo menos de los demonios que del Demonio: esta concepción monárquica del Poder de las Tinieblas es, sin duda, por una parte, sugerida por la tradición de la Iglesia: ya en el Nuevo Testamento, Satán, el Príncipe de este mundo, el Príncipe del Poder del aire, aquél que tiene el imperio de la muerte, el Diablo, se opone sintéticamente a Cristo (san Pablo, 2 Cor., 4, 4, llega hasta aventurar la expresión “el dios de este siglo”). Este modo de presentación ha sido a menudo recogido, en un movimiento oratorio, por los Padres y, en particular, por los latinos de África: ya Tertuliano opone, en un equilibrio simétrico, Dios, bondadosísimo, optimus, y el diablo, malísimo, pessimus (De patientia, 5). San Agustín más a menudo aún, según quien, se ha observado con frecuencia, la antítesis no es solamente un recurso estilístico, una receta heredada de Gorgias, sino como una categoría fundamental del pensamiento: muy a menudo en él, y de modo a veces abusivo, en su papel y su persona misma, el demonio es puesto en paralelo con Cristo (4).
Pero entre los modernos, estos textos (o al menos el eco, tan indirecto a veces, de su enseñanza) no son (o no es) ya comprendidos como deberían serlo, como un resumen sorprendente, un modo cómodo, o emocionante, de presentar las cosas, que reunen todas las fuerzas infernales alrededor de su jefe para oponer mejor su rol al de nuestro único Salvador, pero sin, por tanto, negar la existencia de las demás potencias, o espíritus malvados (5).
Tal como se los comprende, o se los retiene, estos textos “monárquicos” inclinan peligrosamente la reflexión (si se puede calificar así al embrión de pensamiento teológico con el cual se satisfacen los hombres de hoy) hacia un dualismo puro y simple: existe Dios de un lado y Satán de otro; la realidad de éste parece inseparable de la realidad, positiva, ontológica y sustancial, del mal, del cual es el vehículo y como el símbolo.
Ahora bien, sea cual sea el rol eminente que una exacta teología reconocerá, entre los demonios, a Lucifer, a Satán, su príncipe, queda que el pensamiento moderno (hablo siempre del pensamiento real, aquel que, aunque a menudo implícito, anima la vida espiritual) ignora profundamente la verdadera doctrina ortodoxa sobre el diablo, la única aceptable para un alma cristiana, ya que sólo ella salvaguarda la omnipotencia, la unicidad de Dios, esa joya de nuestra fe: el monoteísmo.
A saber: que Satán, como los demás demonios, porque no es más que uno de ellos, aunque el primero, es un ángel. Ángel rebelde, prevaricador y caído; un ángel, sin embargo, creado por Dios con y entre los demás espíritus celestiales y a quien su caída misma, la decadencia que ella le ha comportado, no ha podido quitar dicha naturaleza angélica que define su ser.
Para el teólogo, los demonios son de la jurisdicción del tratado De angelis (6). Allí hay una doctrina que pertenece a la tradición más solidamente establecida: aparece, netamente expresada, desde los apologistas del siglo II (7). La Iglesia no ha cesado de reafirmar con fuerza, cada vez que un rebrote de peligro dualista (una de las tentaciones perennes del espíritu humano) la ha llevado a precisar su frontera de este lado: desde el final del siglo II, con tra los gnósticos con san Ireneo (Adv. Haer. V, 24, 3), en 563, en el concilio de Braga contra las infiltraciones maniqueas del priscilianismo (Denzinger, 17º ed., pág. 237), en 1215, en el IV Concilio de Letrán, contra los cátaros (Denz., 428).
No es necesario insistir por mucho más tiempo: se trata de una doctrina bien conocida. El hecho de lo cual hay que dar cuenta es precisamente que dichas verdades, triviales, esparcidas en la conciencia de todo fiel por el catecismo elemental, en un sentido siempre presentes, tengan hoy tan poco de proyección, de eficacia de acción. Nuestro análisis de la psicología dogmática de los modernos debe hacer aquí un paso más: si, alrededor de nosotros, cuesta tanto trabajo creer en el demonio, es que, de hecho, no se piensa mucho en los ángeles.
Una vez reservado, aquí aún, el caso de los teólogos y las almas espirituales, ¿cómo no constatar la eliminación del rol de los ángeles en el pensamiento y la vida cristianas de nuestro tiempo? Sólo la devoción del ángel guardián conserva quizás alguna vitalidad, pero aparece como en estado aislado, desvinculada del resto de la teología de los ángeles. ¡Considérese lo que ha sido, por ejemplo, en la Edad Media, el culto de san Miguel, todos los testimonios que conservan de él nuestros monumentos, la toponimia, el onomástico, el folklore! La fiesta del 29 de Septiembre es siempre catalogada, por nuestros liturgistas, “doble de 1º clase”, pero, ¿qué significa ella, en general, para el cristiano, sobre todo instruido, de nuestros días? Existe allí, ciertamente, un efecto del “materialismo” característico de medio cultural de nuestra época. Decimos, más precisamente, del valor demasiado exclusivo dado a la sola experiencia sensible en detrimento de todo lo que atañe al mundo interno, inteligible, espiritual. El pueblo cristiano canta cada domingo el símbolo de Nicea y pretende profesar su fe en un Dios creador “de todas las cosas, visibles e invisibles” pero, de hecho, no piensa seriamente en la existencia, en la realidad, de las criaturas espirituales de dicho mundo invisible. Tocamos, aquí también, un aspecto de la fe fácilmente rechazado en lo implícito.
Es dicho sentimiento, no confesado pero profundo, el que explica la molestia que observamos más arriba, experimentada por los lectores, incluso creyentes, incluso simpatizantes, de la literatura del desierto. Ellos se asombran y a menudo se escandalizan del carácter tan natural, tan normal, de las relaciones que los buenos monjes de Egipto, por cierto, mantenían con esto seres invisibles (¡ellos no estaban, me atrevo a decir, más que ante sus ojos!). Es un hecho, que el historiador debe primero registrar: para los hombres del siglo IV de nuestra era, la existencia de los ángeles, buenos y malos, sconcerníaa no solamente a la convicción más firme y explícita sino que, es necesario ir hasta allí, a la experiencia más concreta, más vivida, más cotidiana. Les parecía así natural repetir con el Salmista: In conspectu Angelorum psallam Tibi (8), como admirar a los héroes de la ascesis que se iban al desierto (9) a combatir los demonios (10).
Es del modo más concreto, más realista, que los cristianos de ese tiempo entendían la enseñanza de san Pablo: no tenemos que luchar contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo de tinieblas, contra los Espíritus malvados esparcidos en el aire (Ef. 6, 12). Escuchemos, según san Atanasio (11) al gran san Antonio, Padre de los monjes, comentar este versículo: “Numerosa es su tropa en el aire que nos rodea, no están lejos de nosotros…”. No es esta una opinión aislada: abbas Sereno aseguró al mismo Juan Casiano que la multitud de los espíritus malvados que se agitan entre el cielo y la tierra es tan numeroso que es necesario dar gracias a la Providencia el habernoslo vuelto habitualmente invisibles (12) y abbas Isidoro, para tranquilizar a su discípulo Moisés de Petra, le hizo aparecer, de un lado, en Occidente, la multitud de demonios que se agitan y se preparan para el combate y, del otro, en Oriente, el ejército, mucho más numeroso, de los santos ángeles, “glorioso y más resplandeciente que la luz del sol” (13). Lejos de minimizar, como tenemos inconscientemente tendencia a hacerlo, la importancia del mundo invisible en relación al de los sentidos, los cristianos de los primeros siglos insistían sobre este carácter innumerable, anarithmetos (14), de las cohortes angélicas: es una opinión muy frecuente entre los Padres el evaluar en 99 a 1 la relación del número de los ángeles al del conjunto de todos los hombres pasados, presentes y venideros (se aplicaría a este problema la parábola evangélica de la oveja perdida, la humanidad, y las 99 ovejas fieles, los buenos ángeles). Y si, en la misma línea de especulación numérica (15), invocando esta vez el texto del Apocalipsis, 12, 4 (el dragón haciendo caer del cielo el tercio de las estrellas), se calculaba que el número de los demonios debía representar solamente la mitad del de los ángeles fieles. ¡Cuán desproporcionado resultaría este número al de una generación humana!
Pero más que estas aproximaciones inciertas, los que nos llama la atención, frecuentando los escritos de la antigüedad cristiana, es el profundo sentimiento de la realidad de ese mundo invisible que allí se expresa: es todo tan natural que san Agustín hace comenzar la historia paralela de la Ciudad de Dios y, oh paradoja, de la ciudad “terrena” en la caída de Lucifer (16), porque los ángeles y los hombres, a sus ojos, participan del mismo Soberano Bien, y no forman más que una misma sociedad, una misma Ciudad (17). Basta leer, sin idea preconcebida, los testimonios tan concretos que nos quedan de la vida de los Padres, para constatar con qué familiaridad nuestros antiguos monjes vivían con este doble mundo de los espíritus angélicos que de tantas maneras les parecía manifestarse. Pensemos en los versos de Fr. Thompson:
O world invisible, we view thee,
O world intangile, we touch the...
Como el poeta, los relatos de los antiguos Padres parecen decirnos: no sabéis sentir más la presencia de los ángeles, verlos, ni escucharlos, pero es porque no os atrevéis más a creer en su realidad: ¡siempre están allí sin embargo!
The drift of pinions, would we hearken,
Beats at our clay-shutterded doors.
The angels keep their ancient places:
Turn but a stone, and start a wing!
'Tis ye, 'tis your estranged faces,
That miss the many-splendoured thing.
Pero, para comprender el valor de este testimonio, es necesario recordar que este sentimiento de realidad no era, para los cristianos de los primeros siglos, un artículo de fe, de su fe cristiana. Compartían dicha creencia en un mundo de espíritus invisibles, unos buenos, otros malos, con todos los hombres de su tiempo: estaba allí uno de los bienes comunes a toda la civilización mediterránea de la época helenística o imperial, sea de expresión griega o latina, más o menos influenciada por las infiltraciones “orientales”. La historia de dicha demonología antigüa no ha sido dilucidada de modo completamente satisfactoria (18). Del mismo modo, fijan fácilmente como morada de los demonios las capas inferiores de la atmósfera, y citan a propósito de esto la autoridad de san Pablo (así, Ef., 6, 14). Pero, de hecho, como ya sin duda en san Pablo mismo, existe allí un eco directo de todo un conjunto de creencias, de las cuales F. Cumont ha rescrito la historia que, en la antigüedad, consideraban el aire en general y a veces más especialmente el aire tenebroso, el cono de sombra proyectado por la tierra en el espacio del lado opuesto al sol, como la morada normal de las almas liberadas, por la naturaleza o la muerte, del cuerpo carnal (19).
Pero en el interior de este marco extraido del medio cultural de su tiempo, se evidencia, en los doctores de la Iglesia antigüa, una enseñanza propiamente revelada. No es tanto lo que afirman como lo que han sido llevados a negar lo que se tiene la posibilidad de develar. Denunciar en la creencia judía, luego cristiana, en los demonios, un préstamo al dualismo mazdeista es una de las tesis favoritas de la historia de las religiones: no tengo que discutir aquí la realidad de este préstamo ni la evolución seguida por la Revelación para evidenciarse en la historia: nuestro análisis se apoya sobre observaciones más precisas que dicha analogía de conjunto. Importa poco que a los ojos del lógico el cristianismo aparezca manchado de un cierto aspecto dualista (pues hace sitio, al lado de Dios, a la criatura). Históricamente, constatamos sobre todo que la ortodoxia se ha mostrado siempre muy vigilante respecto al peligro representado por las herejías o las religiones propiamente dualistas: es, lo he señalado de paso, frente a este peligro siempre renaciente que la doctrina de los demonios se ha encontrado llevada a formularse.
Desde sus primeras confrontaciones doctrinales con el gnosticismo, la Iglesia siempre ha proclamado con fuerza que el origen y el ser mismo de los demonios no podían provenir de un Principio del Mal, extraño a Dios; que Satán, y con él los demás demonios, eran, al igual que los Ángeles, criaturas de Dios, del único Creador, Dios, infinitamente bueno y todopoderoso: “Sabemos bien, hace decir san Atanasio a san Antonio (20), que los demonios no han sido creados demonios: Dios no ha hecho nada malo”. Ellos también fueron creados buenos –como los demás ángeles-, y si se han vuelto malos, “caidos de la sabiduría celestial”, es por su propia culpa, por el mal uso que ha hecho de su libertad (21). Tertuliano ha gustado en señalarlo con su énfasis africano: rigurosamente, es necesario decir que Dios no ha creado al diablo; había creado un ángel que, alejándose de Dios, por un acto libre, se ha hecho a sí mismo demonio (22).
Deriva de ello una cosecuencia importante: creados buenos, los demonios no se han arruinado totalmente: están “caídos”, lo que no significa que su ser dependa en adelante de otro Principio que aquel del cual derivan todas las demás criaturas. Ontológicamente, son siempre ángeles: este sentimiento, que se manifiesta en particular por medio de la expresión característica de “ángeles malos” (23), se aclara de modo muy explícito en varios Padres de la Iglesia. Así, san Agustín nos explica que si los maligni angeli subsisten y viven, es por Aquel que vivifica todas las cosas (24). Ellos han conservado no solamente la vida sino con ella ciertos atributos de su primer estado, y en primer lugar la razón, aunque esté ahora entre ellos descarriada (25).
San Gregorio el Grande, por su parte, se pregunta, comentando el prólogo de Job (1, 6), cómo Satán ha podido presentarse a la corte celestial entre los Ángeles elegidos; es, nos explica, porque, aunque haya perdido la beatitud, ha conservado la naturaleza, que él posee en común con ellos, naturam tamen eis similem non amisit (26).
Dicha doctrina encuentra una ilustración considerable en el arte cristiano antiguo. Estamo demasiado habituados, desde el arte romano, a ver a los demonios representados bajos los trazos de monstruos horribles. Dicha tradición iconográfica que, plásticamente, encontrará su apogeo en las creaciones, de una inspiración cuasi surrealista, de los pintores flamencos, puede invocar la autoridad de textos que se remontan a la más auténtica tradición del desierto, y ya de la fuente primera de toda su literatura, la Vida de Antonio de san Atanasio: “los demonios, leemos allí, si ven a los cristianos y sobre todo a los monjes trabajar y progresar… buscan asustarlos metamorfoseándose e imitando mujeres, bestias, serpientes, grandes cuerpos, tropas de soldados… a fin de poder sobornar por estas apariciones monstruosas a aquellos que no han podido engañar por medio de los pensamientos” (27). De hecho, la Vida de Antonio (28) y todos los escritos del mismo orden (29), están llenos de relatos describiéndonos a los demonios apareciendo bajo el aspecto de monstruos y bestias. Pero es necesario remarcar que, en todos estos textos, se trata de apariencias revestidas momentáneamente por los diablos para asustar a los solitarios: semejantes representaciones no son, pues, legítimas en el arte cristiano más que en la puesta en escena de tales tentaciones y no cuando se trata de representar al demonio mismo, fuera de este rol, momentáneo, de esperpento.
El arte de la Spätantike nos ofrece una imagen mucho menos envilecida, mucho más noble, del ángel caído. E. Kirchbaum lo ha reconocido recientemente (30), en un mosaico de san Apolinar Nuevo de Ravena, que data de alrededor del año 520, bajo los rasgos de un bello joven nimbado, provisto de grandes alas, noblemente vestido, que sólo su color violeta oscuro, azul oscuro, distingue del buen ángel que le corresponde simétricamente del otro lado del Cristo representado en la escena del Juicio Final, separarando las ovejas de los cabritos. El ángel azul se opone al ángel rojo, color del fuego (el mismo color, violeta o rojo, se extiende al nimbo, a los cabellos, a la carne, a las alas, ala túnica y al manto): hay allí una representación simbólica muy clara de la doctrina generalmente recibida que atribuía a los ángeles un cuerpo de fuego (sutil) (31) y a los demonios un cuerpo de aire “oscuro” o “espeso”: cambiar por éste su cuerpo de fuego, elemento de una naturaleza superior es una de las manifestaciones de su decadencia y, en un sentido, un aspecto de su castigo (32).
Se podría quizás dudar aún sobre el valor de esta representación, en tanto dicha figura hierática, pacífica y calma en su frontalidad, ofrece poco aspecto “demoníaco”, pero otros monumentos son de una interpretación perfectamente clara. Me bastará remitir al lector a una magnífica miniatura del célebre manuscrito de san Gregorio de Nacianzo de la Biblioteca Nacional (33). Ha sido ejecutada hacia el 880, pero refleja un arquetipo mucho más antiguo que se remonta al siglo VI, sino más atrás. Vemos allí representados, a continuación una de otra sobre el mismo registro horizontal, las tres escenas de la tentación de Cristo según san Mateo. Tres veces, al lado de Cristo, aparece el personaje de Satán, representado aquí también bajo los rasgos de un adolescente lleno de gracias, munido de grandes alas, noblemente vestido, como un filósofo, con un manto corto (a diferencia del mosaico ravenense no lleva túnica); se lo tomaría por un ángel: el color malva no se encuentra uniformemente extendido en su carne, sus cabellos y sus alas (cuyo penacho es realzado con trazos negros), color inesperado cuyo contraste armonioso con el azul ultramar mantenido de fondo y el azul grisáceo, muy pálido, de los paños, no produce ciertamente un efecto muy “satánico”.
Esta miniatura se encuentra hoy en bastante mal estado. No ha sufrido solamente los maltratos del tiempo; parece evidente que haya sido intencionalmente mutilada: sobre los tres grupos, el rostro del demonio ha sido picado (34) —precaución apotropaica—, pero también, si está permitido conjeturarlo, reacción indignada de algún piadoso lector bizantino que no comprendía cómo se pudiera prestar tanta nobleza, tanta belleza, a la figura del Enemigo…
Es siempre difícil proveer una representación figurada de un testimonio doctrinal: sin embargo, a la luz de los textos de san Agustín o san Gregorio el Grande que se han evocado más arriba, parece ser que hubiera en ello más que un efecto del horror helenístico por lo feo; más bien la expresión de dicha verdad fundamental: el demonio permanece ángel y en su decadencia conserva los privilegios de su naturaleza inalterada, donde transparenta siempre su grandeza original.
De tales monumentos acarrean, una vez más, la reflexión sobre el problema, tan fundamental para toda alma religiosa, de la naturaleza del mal. La oposición, tan constante, tan profunda, que separa el cristianismo ortodoxo de sus herejías dualistas, se reduce en definitiva a un rechazo a reconocer al mal un carácter positivo, de hacer de él un principio real, una sustancia.
Se hace honor a menudo a san Agustín por dicha doctrina de la no sustancialidad del mal. Pero ella es tan esencial al pensamiento cristiano que la tradición doctrinal de la Iglesia griega no la ha ignorado: la encontramos netamente, aunque brevemente formulada, fuera de todo vínculo con el pensamiento agustiniano, en san Basilio y san Gregorio de Nisa. El primero ha consagrado un Sermón para establecer que Dios no es el autor del mal. Dice allí particularmente (35): “No te imagines que el mal tiene subsistencia propia, hypostasis: la perversidad no subsiste como si fuera algo vivo. No se pondrá nunca ante los ojos su sustancia, ousia, como verdaderamente existente, porque el mal es privación del bien”.
Del mismo modo, Gregorio de Nisa, en su célebre Discurso catequético, expone que el mal no tiene a Dios por autor, sino que tiene nacimiento dentro de nosotros, por la libre elección de nuestra voluntad, cuando nuestra alma se retira de algún modo fuera del bien. Al igual que la ceguera es la privación de una actividad natural, la vista, del mismo modo la génesis del mal no puede comprenderse más que como ausencia, apousia, del Bien: mientras el Bien está presente en nuestra naturaleza, el mal es, por sí, inexistente, anyparkton, y no aparece más que a consecuencia de la retirada, anachôrèsis, del Bien (36). El bien y el mal no se oponen en el orden susutancial, kath’hypostasin, sino como el ser al no ser: el mal no existe por sí mismo, sino se concibe como la ausencia de lo mejor (37).
Sermón, catequesis: se habrá notado el carácter de los discursos de los cuales han sido extraídos los textos. Es, pues, que dicha deifinición “apofática” del mal era considerada, en Capadocia, en la segunda mitad del siglo IV, como una doctrina garantizada que los obispos estimaban útil de llevar al conocimiento del pueblo cristiano, y que formaba parte de la enseñanza oficial de la Iglesia.
Efectuada esta advertencia, queda reconocer en verdad que es san Agustín quien, en el curso de la larga polémico que lo ha opuesto a sus antiguos correligionarios maniqueos, ha dado su expresión más profunda y más elaborada a dicha doctrina clásica de la no sustancialidad del mal. Esta doctrina no era para él un problema de escuela, planteado especulativamente: lo ha vivido y descubierto dolorosamente en los difíciles debates interiores que lo han conducido, tardiamente, pero en la plena madurez de su genio, del dualismo de su juventud a la aceptación de la fe ortodoxa. No es necesario exponer aquí detalladamente dicha doctrina de la génesis: una y otra son bien conocidas (38). Bastará a nuestro propósito insistir sobre algunos puntos.
Decir que el mal no es una sustancia (39), una realidad, decir que es “una nada” (40), no es, sin embargo, negar su existencia. Se tiene a veces la tendencia a considerar esta doctrina como una escapatoria, una posición demasiado fácil, que cierra los ojos al objeto del cual se trata de rendir cuenta. Semejante acusación no es admisible en lo que concierne a san Agustín: toma a la ligera el testimonio de toda una obra, de toda una vida. ¿Quién más que san Agustín, ese pecador arrepentido, ha tenido, y a veces hasta la obsesión, el sentimiento de la terrible y trágica presencia del mal en el mundo, en el hombre, en su vida?
No, decir que el mal no es en sí y para sí algo positivo no es, sin embargo, afirmar que no existe. El mal no atañe al orden del ser: es del no ser, lo que no es lo mismo que la nada. Hemos aprendido a efectuar esta distinción delcada, pero tan iluminadora, en el Sofista de Platón (41). Dicha referencia se impone, para dar un sentido al debate. La doctrina agustiniana pierde, en efecto, todo significado si se la coloca en una perspectiva estrictamente eleática (el ser es, el no ser no es: proposiciones fundamentales en que se resume el pensamiento de un Parménides): la enseñanza de san Agustín se desarrolla en la órbita de lo que Ét. Gilson ha propuesto llamar (42) “la teología de la esencia” (por oposición a la teología existencial).
No hay que simplemente concebir de un lado la existencia y del otro la nada. Existen grados en el ser, y una jerarquía de los seres. Sólo Dios es en sentido verdadero y pleno del término: vere est, summe est. De todos los demás seres es necesario aceptar que en todo rigor no son ni no son, omnio esse, nec omnio non esse (43): todos los seres creados son porque participan del Ser de Dios, y son más o menos según cuánto se relacionen con Él.
En esta perspectiva, el mal aparece como una disminución del ser en el ser creado (y, por tanto, mutable) donde se introduce. El pecado, la decadencia que entraña en el ángel, como en el hombre, lo reduce a “menos ser que el que poseía cuando estaba estrechamente unido a Aquel que (únicamente) es plenamente”, ut minus esset quam erat cum Ei qui summe est inhaerebat (44). El ser del ángel (o del hombre) caído está disminuido, más no completamente, porque todo lo que es, es bueno, y si el bien de la criatura fuera totalmente eliminado, sería destruída (45).
Querríamos poder disponer de una imagen para ilustrar esta doctrina delicada (estamos en el límite del lenguaje humano). Sin duda omne simile claudicat, pero estoy sorprendido de lo inadecuado de la comparación que utiliza san Gregorio de Nisa: el demonio, fraudulentamente, introducido el mal en la libre voluntad del hombre, como cuando se apaga la intensa luz de una lámpara vertiendo agua en el aceite que la alimenta (46). Imagen desafortunada, porque el agua es una realidad, al igual que el aceite.
Habría que describir la naturaleza corrompida del demonio, o la del hombre después de la Falta, como una mezcla de ser y nada: decimos que dicha naturaleza presenta en cierto modo una estructura fisurada, cavernosa, como un trozo de dolomía o piedra moleña, o mejor como una esponja (47). El mal corresponde a los agujeros, a las lagunas: es el vacío, la no plenitud: si la esponja existe, es por la partes de ella que son, por el tejido sólido. El mal no es el ser, es una corrupción del ser, un defecto, una afección mórbida, un desorden, malus modus, vel mala species, vel malus ordo (48).
Sí, más precisamos, es una enfermedad que afecta a un ser: es esencial darse cuenta que para que el mal exista, le es necesario el soporte de una naturaleza creada que, en tanto subsiste, disminuye, en efecto, por esta intromisión del no ser, alejada por esta privación de una perfección más grande; no es el mal, sino permanece como un bien (49). Es, en particular, el caso del demonio: el ángel de las tinieblas no subsiste más que porque permanece, sin embargo, un ángel. Escuchemos a san Agustín: “condenando la naturaleza caída, Dios no le ha quitado todo lo que le había dado, porque entonces habría sido aniquilada… La naturaleza del diablo mismo no subsiste más que por la acción de Aquel que siendo plenamente el ser, crea todo lo que, de algún modo, es, ut ipsius quoque diaboli natura subsistat, Ille facit qui summe est et facit esse quidquid aliquo modo est (50).
A algunos, semejante actitud parece de especulación “fácil”. Sin embargo, repensada en su contexto espiritual, dicha doctrina del mal, concebida como impureza del ser, aparece cargada valores profundamente trágicos. No es separable, en efecto, del drama que se ha jugado en el seno de la creación. Proveniente del pecado, el mal se revela como la contraparte regativa del don noble entre todos aquellos que el Creador ha dado a sus criaturas racionales que tiene el nombre de libertad. Su posibilidad reposa, en último análisis, en el misterio mismo de la creación, en esa Contracción, Tsimtsum (para recoger el bello concepto elaborado por los cabalistas galileos del siglo XVI) (51), de esa Contracción del Ser que, aunque sea todo Plenitud, no ha querido llenar todo y en un acto creador cuya originalidad insondable rechaza nuestro análisis (52) ha dejado lugar a la criatura y su libertad.
Existe en esta visión propiamente judía y cristiana del mal, y del Bien infinitamente precioso que su posibilidad condiciona, algo mucho más inquietante que la simple aceptación de su realidad con la cual se contenta el dualismo: el mal es lo que habría podido no existir, es el resultado de una historia, imprevisible como todo acontecimiento –y más trágica que toda historia, porque revela en toda su profundidad y ambivalencia el misterio de la libertad: Satán es ese ser libre, ese ángel que, primero, ha escogido alejarse de la fuente de todo ser y acercarse a la nada de donde había sido sacado (53).
(1) Así, bajo la pluma de Henri Bremond, tan simpático sin embargo a los viejos relatos del desierto de Egipto: “En verdad, muchas historias de diablos, menos de lo que se ha supuesto, un poco más sin embargo de lo que querríamos, son menos dañinas de lo que se creería en primer lugar, incluso casi muy beneficiosas…” (Introducción al libro de Jean Bremond, Les Pères du Désert (Col. Les moralistes chrétiens), t. 1, p. XXVII.
(2) Conf. IV, 4 (9). Ya sabemos el contexto: entre los dieciocho y veinte años, san Agustín llora por la muerte de su amigo: “Preguntaba a mi alma… Ella no sabía que responderme y si le decía: “espera en Dios”, no obedecía y tenía razón: el hombre queridísimo que había perdido era más real y mejor que el fantasma que le ordenaba esperar”, quam phantasma in quod sperare jubebatur (trad. franc. de de Mondadon); cf. aún Conf. VII, 17 (23).
(3) Tomo prestado el término del apologista Atenágoras (c. 24) que, sin embargo, no lo emplea más que como adjetivo y en un contexto que limita su proyección: “una Potencia opuesta a Dios, no de modo que Dios tenga su contrario, como el odio se opone a la amistad según Empédocles, y la noche al día…”.
(4) Así, para no tomar más que un ejemplo, en el De Trinitate, 1, IV, c. 10 (13) - 13 (18).
(5) Es interesante, por ejemplo, releer la Epístola a los Efesios, 6, 11-18: se verá en ella alternar el singular y el plural: el diablo… el Maligno, oponiéndose allí a las menciones de los Principados, las Potencias, de los Amos de este mundo de tinieblas, de los Espíritus de maldad.
(6) Así, santo Tomás, 1a, qu. 63-64; Salmaticenses, Curs. Theol. VII, disp. 12; Suarez, De angelis, VII-VIII.
(7) Justino, Apol. II, 5, etc.; Taciano, 7; Atenágoras, 24.
(8) Sal. 137 (LXX o Vulg.) 1; buena ocasión de sorprender la vacilante fe de los modernos. Se sabe que el hebreo (Sal. 138, 1) habla aquí de elohim: la versión Crampon (siguiendo en ello a san Jerónimo y las traducciones griegas de Aquila, Símmaco y “Quinta”) nos propone: “en presencia de los dioses” (de la arqueología). Segond interpreta, y elude la dificultad “en la presencia de Dios”. El nuevo Salterio latino, por fin tradicional, mantiene in conspectu Angelorum.
(9) Sobre el desierto, como morada de los demonios, es necesario, antes de referirse al folklore antiguo, recordar la Escritura: Lv. 16, 10 y ss.; Tb., 8, 3; Is. 13, 21; Mt. 12, 43.)
(10) Así, san Atanasio, Vit. Anton. 49-53.
(11) Id. 21.
(12) Juan Casiano, Coll., VIII, 12, 1.
(13) Heráclides, Parad., 7.
(14) Cf. San Cirilo de Jerusalén, Catequesis XV, 24, P. G. t. XXXIII, c. 904 B.
(15) Se encontrarán los textos esenciales sobre estos dos puntos en Diction. de Théol. Cath. t. 1, 1, c. 1205-1206 (véase Ange d’après les Pères); t. IV, 1, c, 353 y ss. (véase, Démon d’après les Pères).
(16) Ciudad de Dios, XI, 1, p. 462, Dombart-Kalb: de duarum civitatum, terrenae scilicet et caelestis... exortu et excursu et debitia finibus... disputare... adgrediar, primunmque discam quem ad modum exordis durarum istarum civitatum in angelorum diversitate praecesserint.
(17) Ciudad de Dios, XII, 9, p. 525: habent... inter se sanctam societam, et sunt una civitas Dei.
(18) Me basta remitir a los artículos clásicos d’Andres, en Pauly-Wissowa, Suppl. III, s. vv. Angelos, Daimon, y a los datos reunidos por F. Cumont, Les religions orientales dans l’Empire Romain, (4º ed.), p. 278-281, por el P. K. Prümm, Religions-geschichtliches Handbuch für den Raum der altchristlichen Umwelt, p. 386-392); añádase los trabajos más recientes como el de G. Soury, La démonologie de Plutarque, París, 1942.
(19) Recherches sur le symbolisme funéraire des romains, París, 1942, p. 104-146, y particularmente p. 115, n. 1; 143, n 6-7; y, del mismo modo, F. Cumont, ap. Pisciculi (Mélanges F. Dölger), p. 70-75.
(20) Vit. Anton. 22.
(21) Cf. ya en Judas, 6.
(22) Adversus Marcionem II, 10; cf. igualmente San Jerónimo, In Eph. 1, 2, v. 5, P. L. t. XXVI, c. 467.
(23) La expresión proviene del Salmo 77 (LXX), 49, cuyo sentido literal no es claro; más el Nuevo Testamento aplica comúnmente el nombre de ángeles a los demonios; Mt. 25, 41; 2 Co. 12, 7; cf. 1 Co. 6, 3; 2 P. 2, 4; Judas 6; Ap. 12, 9; etc.
(24) De Trinitate, XIII, 12 (16), P. L. t. 42, c. 1626.
(25) Ciudad de Dios, XI, 11, p. 477, 1. 25.
(26) Moralia, II, 4, P. L. t. LXXV, c. 557; cf. aún IV, I, c. 641, y ya Genadio de Marsella, De Eccles. Dogmat. 12, P. L. t. LVIII, c. 984.
(27) San Atanasio, Vit. Anton. cap. 23.
(28) Id. cap. 9; 53...
(29) Así, Casiano, Coll. VII, 32; Paladio, Hist. Laus. XVI, 6, Aparte de estas formas bestiales, la literatura del desierto evoca muy a menudo al demonio bajo los trazos de un “horrible hombre muy negro”.
(30) L’Angelo rosse e l'angelo turchino, Rivista di Archeologia Cristiana, t. XVII (1940) p. 209-227.
(31) Por referencia al Salmo 103, 4, según los LXX (y la Vulgata) citado por la Epístola a los Hebreos, 1, 7: “Tú que haces de tus ángeles vientos y de tus servidores un fuego ardiente”.
(32) Véase, por ejemplo, san Agustín, De Gen. ad litt. III, 10 (15), P. L. t. XXXIV, c. 285, o Fulgencio de Ruspe, De Trinitate, 9, P. L. t. LXV, c. 505.
(33) Manuscrito griego 510, f° 165, 2º registro a partir de arriba; ver la buena reproducción (desgraciadamente en negro) de da de ella Omont, Les miniatures des plus anciens manuscrits grecs de la Bibliothèque Nationale, pl. 35.
(34) Un examen atento del manuscrito me ha persuadido del carácter intencional de esta triple mutilación; sobre el rostro del último demonio, a la derecha, se puede constatar que sus labios, como los de Cristo, estaban realzados con carmín y que su cabellera, sino estaba, como en Ravena, rodeada con un nimbo, estaba orlada o recalcada con algunos toques de oro (el nimbo crucífero de Cristo y los flecos de su túnica de púrpura están igualmente revestidos de oro.
(35) P. G. t. XXXI, c. 341B; cf. ya antes de él san Atanasio, Contra Gentes, 6, P. G. t. XXV, c. 12D.
(36) Catequ. 5, 11-12, p. 32, Méridier.
(37) Id. 6, 6, p. 38.
(38) Me es suficiente remitir, por ejemplo, al pequeño libro de R. Jolivet, Le problème du mal d’après saint Augustin, París, 1936, que, en particular, muestra bien cómo la doctrina agustiniana se distingue de la teoría de Plotino (En. 1, 8: el mal es la materia primera), aunque la lectura de Plotino haya jugado un rol decisivo en su elaboración: Jolivet, p. 137; Confesiones, VII, 11 (17); Enéadas, III, 6, 6)
(39) Conf. VII, 12 (18).
(40) Solil. 1, 1 (2), P. L. t. XXXII, c. 869.
(41) Platón, Sof., 258B, etc.
(42) Le Thomisme (4º éd.) p. 71, sq. Pero no nos apresuremos en calificar demasiado pronto esta posición de platónica: san Agustín nos enseña a leer Platón a la luz del Éxodo. Así, Ciudad de Dios, VIII, 11, p. 338, 1, 10.
(43) Conf. VII, 11 (17).
(44) Ciudad de Dios, XIV, 13, p. 32, 1. 27 (se trata de Adán).
(45) Conf. VII, 12 (18).
(46) Discurso catequético, 6, 11, p. 43.
(47) La imagen de la esponja se encuentra mucho bajo la pluma de san Agustín, Conf. VII, 5 (7), pero con un alcance diferente: se sirve de ella para representar cómo, en los tiempos de sus errores maniqueos, concebía el mundo penetrado o como embebido en Dios (el mundo y Dios eran entonces para él realidades de orden “corporal”): piensa en una esponja viviente, sumergida en el mar. Pido al lector imaginar una esponja seca, e identificar el tejido sólido con lo real, el aire con la nada.
(48) De natura boni, 23; cf. 48 y ss.
(49) Conf. VII, 12 (18).
(50) Ciudad de Dios, XXII, 24, p. 610, 1. 16.
(51) Sobre la teoría del Tsimtsum, elaborada en la escuela de Sabed por Isaac Luria, véase especialmente G. Scholem, Major Trends in Jewish Mysticism, New York, 1946, p. 260 y ss.; Mons. C. Journet había ya señalado el interés que presenta para el teólogo cristiano: Connaissance et Inconnaissance de Dieu, Fribourg, 1943, p. 31 y ss.
(52) Que la creación sea un misterio particularmente difícil de penetrar se ajusta a la resistencia que le opone el pensamiento filosófico: así, en J. P. Sartre, como lo señalaba recientemente M. Beigbeder, L’homme Sartre, p. 28.
(53) Es porque es sacada de la nada, que la criatura, ángel u hombre, puede pecar: san Agustín, C. Iul, Op. imp. V, 39, P. L. t. XLV, c. 1475-1476, desarrollando el De nupt. et concup. 11, 28 (48), P. L. t. XLIV, c. 464)
Aparecido en Satán, Études Carmelitaines, París, Desclée de Brower. 1948. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.