sábado, 28 de agosto de 2010


Oración de Jesús y oración del corazón



Archimandrita Placide (Deseille)








Archimandrita Placide (Deseille)


El archimandrita Placide (Deseille) nació en 1926, y entró en la abadía cisterciense de Bellefontaine en 1942 a la edad de dieciséis años. Profundamente interesado en la tradición y el monaquismo oriental, funda en 1966 con varios monjes un monasterio de rito bizantino en Aubazine, Corrèze. En 1977 los monjes decidieron pasar a la Iglesia Ortodoxa, siendo recibidos el 19 de Junio de 1977 y, en Febrero de 1978, se convirtieron en monjes del monasterio de Simonopetras, en el monte Athos. Vuelto a Francia poco después, el padre Placide funda el monasterio san Antonio el Grande, en Saint-Laurent-en-Royans (Drôme), en Vercors, y se convierte en su higúmeno. Ha enseñado patrística en el Instituto de Teología Ortodoxa San Sergio (París). Fundador de la colección “Spiritualité orientale” de las ediciones de la abadía de Bellefontaine, es autor y traductor de diversas obras sobre espiritualidad y monaquismo oriental, entre las que se cuentan La spiritualité orthodoxe et la Philocalie, L'Évangile au désert, Nous avons vu la vraie lumière: la vie monastique, son esprit et ses textes fondamentaux, “Corps - âme – esprit par un Orthodoxe, entre otras.


Sucede frecuentemente que se emplea las expresiones “oración de Jesús” y “oración del corazón” como si fueran equivalentes. Ahora bien, si damos a estas expresiones su pleno significado, si las entendemos en toda su fuerza, no son equivalentes. La oración de Jesús puede ser, según nuestro grado de madurez espiritual, una oración “activa”, o una oración del corazón.

¿Qué es, en primer lugar, la oración de Jesús? Algunos prefieren hablar de “oración a Jesús”. Pienso que esto es confundirse respecto a la razón por la cual se habla de la “oración de Jesús”. Dicha oración no es simplemente una oración dirigida a Cristo. Muchas otras oraciones, en los libros litúrgicos o en los manuales de oraciones, son dirigidas a Cristo. Ellas no son, sin embargo, la “Oración de Jesús”.

Lo propio de la oración de Jesús es el estar compuesta principalmente por el nombre de Jesús, que es como la sustancia de ella. Es precisamente por esto que se la llama “oración de Jesús”. “Señor Jesucristo, ten piedad de mi” dicen, simple e incansablemente, los monjes de la Santa Montaña.

El nombre de Jesús es como un “icono verbal”. Por consiguiente, en efecto, así como un icono propiamente dicho representa la persona de Cristo, de la Madre de Dios o de un santo, la oración de Jesús se vuelve como un transmisor de su presencia, su resplandor y su intercesión en nuestro favor. El icono, seguramente, no es más que una tabla de madera, no tiene absolutamente nada de divino en sí mismo. Pero del hecho que representa a Cristo, a su Madre toda santa, o a tal o cual santo, nos beneficiamos por su intermedio de la irradiación espiritual, de la energía de Cristo resucitado, o de la presencia misericordiosa del santo o santa que intercede por nosotros de un modo muy particular cuando veneramos su imagen. Del mismo modo, cuando decimos la oración de Jesús, el nombre de Jesús que pronunciamos es, en cierto modo, un icono de Cristo, y a través de dicho nombre divino, aunque no sea en su sustancia más que una palabra humana, nos alcanza la energía deificante de Cristo resucitado. Es una suerte de sacramento, de realidad sensible totalmente penetrada de la presencia activa de Cristo. De allí viene la fuerza, el poder de la invocación de este Nombre dulcísimo de Jesús.

Pero, ¿cuándo dicha oración puede ser calificada de “oración del corazón”? Algunos pasajes de la décima novena Homilía espiritual (1) de san Macario de Egipto nos ayudarán a comprenderlo:

Cuando alguien se acerca al Señor, es necesario, en primer lugar, que se fuerce para realizar el bien, incluso si su corazón no lo quiere, aguardando siempre su misericordia con una fe inquebrantable. Que se fuerce para amar sin tener amor; que se fuerce para ser dulce sin tener dulzura; que se fuerce por ser compasivo sin tener un corazón misericordioso; que se fuerce por soportar el desprecio, por permanecer paciente cuando es despreciado, por no indignarse cuando es tenido por nada o es deshonrando, según estas palabras: “No hagáis justicia por vosotros mismos, queridos míos” (Rm., 12, 19). Que se fuerce por orar sin poseer la oración espiritual. Cuando Dios vea cómo lucha y se fuerza, aunque su corazón no lo quiera, le dará la verdadera oración espiritual, le dará la verdadera caridad, la verdadera dulzura, entrañas de compasión, la verdadera bondad. En una palabra, lo colmará de los dones del Espíritu Santo (§ 3).

Todo esto es muy esclarecedor. San Macario nos enseña que primero debemos practicar las virtudes y la oración sin sentir ganas de ello, animosamente, forzándonos a ello, solamente porque la Palabra de Dios nos lo pide. Esto no quiere decir que la gracia de Dios está ausente. Sin ella, no podríamos hacer nada. Pero su presencia no se hace sentir. Tenemos la sensación que todo depende de nuestro esfuerzo, que debemos remar para hacer avanzar nuestra barca. Y debemos proseguir esta labor, volver a las palabras de nuestra oración cada vez que nos damos cuenta, por un esfuerzo de la atención, que nuestro espíritu se pierde en la distracción.

Tal es la primera fase de la oración de Jesús misma. No se puede hablar aún de la “oración del corazón”. Es necesario forzarnos a decirla, “encerrando nuestro espíritu en las palabras”, según la expresión de san Juan Clímaco (La Santa escala, 28, 17) (2), es decir, dirigirnos al Señor pensando que está presente y que nos oye, y estando atentos a las palabras que le dirigimos, pero sin pensar en estas palabras, sin dejar expandirse nuestro pensamiento incluso sobre temas edificantes.

San Macario, más adelante del texto citado más arriba, insiste sobre el hecho que dicho esfuerzo debe extenderse a todos los dominios, y no solamente a la oración, que no puede estar aislado del conjunto de la vida espiritual:

Si alguien, sin poseer la oración, se fuerza solamente a orar, para obtener la gracia de la oración, pero sin forzarse para practicar la dulzura, la humildad, la caridad y los demás preceptos del Señor, sin aplicar su cuidado, su labor y sus luchas para adquirir dichas virtudes, en la total medida en que esto depende de su voluntad y de su libre albedrío, le será a veces otorgada parcialmente, según su pedido, una oración inspirada por la gracia, en la tranquilidad y la alegría del Espíritu. Pero, en cuanto a su comportamiento, permanece como era antes. Carece de dulzura, puesto que no ha hecho ningún esfuerzo por adquirirla, ni se ha preparado para recibirla. Carece de humildad, ya que no la ha pedido ni se ha forzado para obtenerla. No posee una caridad que se extiende a todos, puesto que no se ha preocupado y no ha luchado por ello en la oración, ni procurado practicarla. Carece de fe y confianza en Dios; desconociéndose a sí mismo, no asume su indigencia, y no se ha esforzado, en la tribulación, de pedir al Señor una fe firme en Él y una confianza verdadera (§ 4).

El conjunto de estos esfuerzos constituye lo que los Padres llaman, desde Evagrio el Póntico, la praxis, la fase activa de la vida espiritual. Cuando el hombre haya sido purificado de sus pasiones y sus vicios y haya alcanzado la verdadera humildad, y Dios lo juzgue oportuno, le concederá los dones de su Espíritu Santo. Entonces comenzará la segunda fase de dicha vida espiritual, la theoria o fase contemplativa. El hombre no tendrá entonces que remar más para hacer avanzar su embarcación, sino que deberá tender las velas, según una expresión otra vez de san Juan Clímaco (op. cit., 26, 5) para dejarse llevar por el soplo del Espíritu Santo, es decir, por las luces interiores y los instintos divinos que dicho Espíritu suscitará en su conciencia, permitiéndole obrar con espontaneidad, facilidad y alegría:

Aquel que quiere verdaderamente agradar a Dios, obtener de Él la gracia celestial del Espíritu, crecer y volverse perfecto en el Espíritu Santo debe, pues, forzarse para practicar todos los mandamientos de Dios y someter a ellos su corazón, que no lo quiere […] Y así, orando y suplicando al Señor, será enteramente satisfecho, recibirá la gracia de gustar de Dios y participará del Espíritu Santo, y así, hará crecer y aumentar la gracia que le ha sido dada y que encuentra su lugar de reposo en su humildad, en su caridad, en su dulzura. Es el Espíritu mismo el que le concede todo esto y el que le enseña la verdadera oración, la verdadera caridad, la verdadera dulzura, por las cuales se ha forzado […] El Espíritu mismo, en efecto, orará en nosotros, de tal modo que nos enseñará la verdadera oración, que no podemos poseer ahora, incluso forzándonos a ello (op. cit., § 7-9).

Es entonces solamente que se puede hablar de “oración del corazón”, de “oración espiritual” o de “adquisición del Espíritu Santo”. Bien entendida, esta fase de la vida espiritual conlleva aspectos diversos, y no excluye momentos de dejamiento y abandono pedagógico de parte del Señor. La oración de Jesús tiene aún allí su lugar, pero los demás estados de oración pueden también manifestarse, bajo la dirección del Espíritu.

Para acceder a ella, no puede existir método, ya que todo depende de la gracia de Dios, y de la humildad del hombre. Sin embargo, puede decirse que la oración de Jesús, practicada en la fase activa de la vida espiritual, puede preparar el alma a ello mejor que otras formas de oración. En efecto, ella conduce a un cierto empobrecimiento de la inteligencia discursiva, no incita al intelecto a reflexiones, a consideraciones múltiples. Es una simple súplica del alma de cara a Cristo, que aporta ya una gran simplificación de la actividad mental, y que por ello mismo, encamina al hombre hacia el descubrimiento de sus instintos profundos inscriptos en él por el Espíritu Santo, y que son la esencia misma de la oración.



San Isaac el Sirio, Discurso 21 (3).

1. Bienaventurado el hombre que conoce su propia debilidad, porque dicho conocimiento se vuelve para él el fundamento, la raíz y el principio de todo bien. Ya que cuando un hombre ha aprendido [a conocer] y ha sentido verdaderamente su propia debilidad, fortifica su alma contra el relajamiento que entenebrece su conocimiento e incrementa su vigilancia. Pero nadie puede sentir su propia debilidad, si no le ha sido dado, por poco que sea, sufrir las pruebas que afligen el cuerpo o el alma. Poniendo en frente entonces su debilidad y la ayuda de Dios, conocerá enseguida la grandeza de ésta. Cuando considere, en efecto, todos los esfuerzos que ha desplegado con la esperanza de dar confianza a su alma, siendo vigilante, continente, protegiéndola y rodeándola de cuidados, son conseguirlo, o cuando constate que su corazón tiene miedo y tiembla, privado de toda serenidad, debe entonces comprender que dicho temor que afecta su corazón significa y revela que tiene necesidad absolutamente de la ayuda de otro. Su corazón manifiesta ello interiormente, por el temor que lo ha embargado y provoca en él un combate interior, mostrando así que algo le falta. El hombre debe desde entonces reconocer que no puede establecerse [por si mismo] en una confiada seguridad. Está escrito que sólo la ayuda de Dios puede salvar (cf. Sal. 59, 13; 107, 13, etc.)

2. Cuando un hombre sabe que tiene necesidad del socorro divino, multiplica sus oraciones. Y cuanto más ora, más humilde se vuelve su corazón. Porque no se puede orar y pedir sin hacerse humilde. “Un corazón contrito y humillado, Dios no lo desprecia” (Sal. 50, 19). Mientras el corazón no se ha hecho humilde, le es imposible, en efecto, escapar a las distracciones. Porque es la humildad la que concentra el corazón. Cuando el hombre se ha hecho humilde, enseguida la misericordia [de Dios] lo rodea, y el corazón siente el socorro divino. Descubre que crece en él una fuerza que establece en la confianza. Cuando un hombre siente así la ayuda divina, cuando siente que está presente para ir en su ayuda, su corazón enseguida se llena de confianza, y comprende entonces que la oración es el refugio donde encuentra la ayuda, la fuente de la salvación, el tesoro de la confianza, el puerto donde resguardarse de la tormenta, la luz de aquellos que están en las tinieblas, la fuerza de los débiles, la protección en el momento de las pruebas, la ayuda en medio de la enfermedad, el escudo que salva en los combates, la flecha lanzada contra el Enemigo. En una palabra, la oración es la puerta por la cual entran en él todos estos bienes.

3. Encuentra en adelante sus delicias en una oración llena de fe. Su corazón es iluminado por la confianza. Está lejos de su ceguera de otro tiempo, y su oración [pronunciada] a desgano. Desde que ha comprendido todo esto, posee la oración en su alma como un tesoro. Y tan grande es su alegría que su oración se ha convertido en gritos de acción de gracias. Es lo que ha dicho aquel que ha dado la definición de cada aspecto de la vida espiritual: “La oración es una alegría que suscita la acción de gracias”. Habla aquí de aquella oración que presupone que se ha recibido el conocimiento de Dios, es decir, que viene de Dios. El hombre ora en adelante sin pena ni labor, como ocurría antes de que hubiera experimentado dicha gracia, pero en la alegría del corazón y la admiración, nacen sin cesar en él movimientos de acción de gracias, y se prosterna continuamente en silencio. Embargado de admiración y estupor ante la experiencia de la gracia de Dios, eleva repentinamente la voz, alaba y glorifica a Dios, y aumenta la acción de gracias y deja hablar su lengua, en extrema admiración.

4. Aquel que ha alcanzado verdaderamente, y no de modo imaginario, dicho estado, que ha observado todo esto en sí mismo, y que ha observado los diversos aspectos gracias a su gran experiencia, conoce de lo que hablo y sabe que no hay en ello nada contrario a la verdad. Que deje en delante de pensar en cosas vanas y permanezca con Dios por medio de una oración continua, lleno de temor y pavor por le pensamiento de ser privado de la abundancia de su ayuda.

5. Todos estos bienes vienen, para el hombre, del reconocimiento de su propia debilidad. En efecto, en su gran deseo de ayuda divina, el hombre se acerca a Dios, perseverando en la oración. Y en la medida misma en que se acerca a Dios por su disposición interior, Dios se acerca a él por sus dones, y no le niega su gracia, a causa de su gran humildad. Porque es como la viuda que no cesaba de demandar al juez con sus gritos para que le haga justicia con su adversario (Lc. 18, 15). Dios, lleno de compasión, espera para otorgarle sus gracias, a fin de que dicho retraso incite al hombre a aproximarse y permanecer, urgido por la necesidad, junto a Aquel que es la fuente de donde surge la ayuda. Dios concede sin embargo ciertos pedidos; aquellos, diría yo, sin los cuales el hombre no podría ser salvado. Pero existen otros a los cuales Dios tarda en responder. En ciertos casos, extingue y repele lejos de él las encendidas saetas del Enemigo. En otros casos, permite que el hombre sea tentado, para que dicha prueba lo conduzca y aproxime a Él, como lo he dicho, y para que la experiencia de las tentaciones lo instruya. Es lo que dice la Escritura: “El Señor ha permitido que numerosas naciones no sean destruidas ni sean entregadas a las manos de Josué, hijo de Nun, a fin de que sirva para la instrucción de los hijos de Israel y que las tribus de los hebreos aprendan a combatir (Jueces 2, 23 ss.).

6. Porque el justo que no tiene conciencia de su propia debilidad está sobre le filo de una espada y no está alejado de la caída ni del león feroz, quiero decir del demonio del orgullo. Quien no conoce su propia debilidad carece, en efecto, de humildad. Ahora bien, el que carece de humildad carece de perfección. Y aquel que carece de perfección está siempre en el temor. Porque su ciudad no está fundada sobre columnas ni bases de hierro, quiero decir, sobre las de la humildad. Nadie puede adquirir la humildad de otro modo que empleando en ello los medios que son apropiados, los cuales nos procuran un corazón quebrantado y destruyen los pensamientos de presunción. A menudo, en efecto, el Enemigo encuentra en nosotros puntos débiles que le permiten desviarnos del camino. Sin la humildad, es imposible al hombre llevar a la perfección su trabajo [espiritual]. El sello del Espíritu no podría ser puesto sobre su carta de liberación, sobre todo mientras permanece esclavo y, en su trabajo, no ha superado el temor. Porque nadie realiza bien su trabajo sin humildad; ahora bien, nadie puede ser educado de otro modo que por las pruebas, y sin dicha educación no se puede adquirir la humildad.

7. Es por ello que el Señor otorga a los santos los medios para adquirir la humildad, teniendo un corazón contrito y una oración ardiente, a fin de que aquellos que lo aman puedan acercarse a Él por dicha humildad. A menudo los amedrenta por medio de las pasiones naturales, por las caídas provocadas por los pensamientos vergonzosos e impuros. Con frecuencia también por los ultrajes, las injurias y los golpes infligidos por los hombres, a veces por las enfermedades y las indisposiciones del cuerpo. A menudo también por la pobreza y la carencia de lo necesario; en ocasiones, finalmente, a veces por el tormento de un miedo excesivo, por el abandono, por la guerra abierta llevada a cabo por el diablo, que le inspira terror; otras veces por muchas otras cosas temibles. Todo esto sucede para que los hombres tengan los medios para volverse humildes, y para que no se adormezcan en la negligencia. Puede tratarse de cosas que el combatiente tenga que sufrir actualmente, o de temor a cosas futuras. De todos modos, las pruebas son necesarias para la utilidad de los hombres.



(1) Les homélies spirituelles de saint Macaire, traducción francesa del padre Placide (Deseille), Abadía de Bellefontaine, 1984.

(2) Traducción del padre Placide (Deseille), abadía de Bellefontaine, 1993.

(3) En Discours ascétiques selon la version grecque, traducción francesa del padre Placide (Deseille), monasterio San Antonio el Grande et monasterio de Solan, 2006.


Conferencia efectuada el Jueves 6 de Marzo de 2008 en la parroquia San Serafín de Sarov y Protección de la Madre de Dios de París. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

jueves, 5 de agosto de 2010




El deber de reparación




Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.





R. Garrigou-Lagrange O.P.




Hablábamos recientemente del deber del reconocimiento, y conviene hablar también del de reparación. La reparación de la ofensa hecha a Dios es generalmente llamada en teología “satisfacción”. Los fieles instruidos conocen habitualmente bastante bien la doctrina del mérito, pero se conoce menos la doctrina de la satisfacción o reparación que se asemeja al mérito, pero que sin embargo difiere de él. Los fieles saben firmemente que Jesús ha satisfecho por nosotros en estricta justicia, que la Santísima Virgen ha satisfecho por nosotros con una satisfacción de conveniencia, pero se sabe menos el lugar que la satisfacción debe tener en nuestra propia vida.

Recordemos sobre este punto los principios: veremos después cómo el cristiano en estado de gracia puede satisfacer o reparar por sí o por el prójimo.


Principios de esta doctrina.

Los principios de esta enseñanza están expuestos en teología a propósito del misterio de la redención, luego en el tratado sobre el pecado, de la pena que le es debida, y en el de la penitencia. Estos principios son revelados y todo fiel adhiere a ellos firmemente por la fe. Se los puede resumir así.

Mientras que el mérito es el derecho a una recompensa, derecho para el justo, en tanto permanece en estado de gracia, a la vida eterna y a un aumento de la caridad, la satisfacción es una reparación por la ofensa hecha a Dios por el pecado. Dicha ofensa no quita a Dios su gloria esencial, su beatitud, sino su gloria exterior, su resplandor, su reino sobre nosotros.

El pecado mortal como ofensa niega prácticamente a Dios su dignidad infinita de fin último o soberano bien, pues prefiere un pobre bien finito. Se necesitó la Encarnación del verbo, y su acto de amor teándrico por el que hubo una satisfacción perfecta o adecuada de la ofensa hecha a Dios por el pecado mortal. Jesús ha satisfecho por nosotros en estricta justicia, ofreciendo a Dios sobre la cruz, dice santo Tomás, “un acto de amor que le agradaba más de lo que todos los pecados reunidos le desagradan”. Ha reparado así la ofensa hecha a Dios, y aquellos a los cuales sus méritos y su satisfacción son aplicados son reconciliados, justificados, su pecado es remitido, y también la pena eterna debida al pecado mortal. La Santísima Virgen ha satisfecho por nosotros con una satisfacción de conveniencia, fundada sobre la caridad o intimísima amistad sobrenatural que la unía a Dios Padre y a su Hijo. Todo buen cristiano conoce esta doctrina. Pero no se presta generalmente suficiente atención a la satisfacción o reparación que debe existir en la vida del justo, a quien sus pecados están ya remitidos.

El Concilio de Trento, sin embargo, enseña, y está íntimamente ligado a la doctrina revelada sobre el purgatorio que, incluso cuando el pecado mortal nos ha sido perdonado y con él la pena eterna que le es debida, queda a menudo una pena temporal por sufrir en esta vida o luego de esta vida en el purgatorio. Si no se la sufre sobre esta tierra mereciendo, o aprovechando las misas e indulgencias, será necesario sufrirla en el purgatorio sin merecer, sin crecer más en la caridad. Además, el purgatorio es, para hablar propiamente, una pena. No puede, pues, ser impuesto más que por una falta, que habría podido ser evitada, y que habría podido ser expiada en la tierra. Por eso, los mejores cristianos hacen una buena parte del purgatorio antes de su muerte.

Esta doctrina de la reparación se funda, como lo muestra santo Tomás tratando sobre la pena debida por el pecado, sobre la definición misma de pecado. Hay, en efecto, en el pecado cuando es mortal, dos aspectos. En primer lugar, por él el hombre se aparta de Dios, nuestro fin último, y desde entonces, si muere en dicho estado, merece ser privado de Dios eternamente. En otros términos: si se muere en este estado, el desorden habitual del pecado grave dura para siempre y, desde entonces, la pena de la privación de Dios, que le es debida, dura también para siempre. ¡Si, al contrario, el pecado mortal es perdonado por la conversión, que restituye en el estado de gracia, la pena eterna debida por el pecado es perdonada también!

Pero existe en el pecado mortal un segundo aspecto: no solamente se desvía de Dios, sino que se inclina hacia un bien perecedero al que se prefiere a Dios.

Existe allí, pues, un doble desorden moral, que exige una doble pena. El pecador, no solamente de desvía de Dios, sino que se prefiere a Dios, en el sentido de que prefiere su goce personal al Reino de Dios, y este último desorden demanda también una reparación. La justicia exige que el pecador que ha preferido un bien temporal a Dios, sea privado de un bien temporal o sufra una pena temporal.

El pecado venial que nos entretiene inmoderadamente en un bien perecedero, merece también una pena temporal del mismo género, pero más ligera.

Todo esto se concibe bastante fácilmente: la voluntad que se acuerda demasiado de ella misma, contra el orden divino, debe reparar dicha infracción para reconocer el valor de ese orden divino. Del mismo modo, la voluntad que ha violado el orden de la conciencia es punida por los remordimientos de conciencia. De igual manera aún, la voluntad que ha violado el orden social y sus leyes, debe sufrir una pena que inflige el magistrado guardián de dicho orden social. Esto es lo que enseña santo Tomás (1). También Platón, en uno de sus más bellos diálogos, el Gorgias, luego de haber demostrado que es mejor sufrir una injusticia que cometerla, añadía que la mayor desgracia de un criminal, después de su falta, es permanecer impune, porque así no entra en el orden de la justicia. Debería, dice Platón, ir a acusarse ante los jueces y pedir la pena que ha merecido para entrar en el orden de la justicia, luego de haberlo violado. Idea sublime inspirada por las tradiciones religiosas que anunciaban, por así decirlo, a lo lejos, lo que debía ser la reparación en el misterio de la Redención y en el sacramento de la penitencia.

En la vida del justo, la gracia santificante le da la posibilidad de satisfacer por sí mismo y por los demás dicha pena temporal debida al pecado ya remitido, y si lo hace abrevia mucho su purgatorio. ¿Cómo puede hacerlo, primero por sí mismo, y por el prójimo?


¿Cómo puede el justo satisfacer por sí mismo?

Puede hacerlo de dos maneras: en primer lugar, por la penitencia sacramental, por la asistencia a Misa, ganado indulgencias. Luego por sus propias buenas obras (ex opere operantis), cuando tienen en grados diversos un carácter penoso, requerido para la satisfacción, que se añade al mérito.

Primeramente, la penitencia sacramental realizada en estado de gracia produce enseguida su efecto de santificación, pero está proporcionada a nuestras disposiciones de fervor, y a menudo una parte de la pena temporal resta por sufrir aún.

La Misa a la cual asistimos o que es dicha por nosotros, obtiene ciertamente también la remisión total o parcial de la pena temporal debida a los pecados ya perdonados.

La obtención de indulgencias es también una obra satisfactoria, que sirve para saldar la deuda de la pena temporal por los pecados perdonados. Su principal valor proviene del poder de las Llaves de la Iglesia.


¿Cómo podemos en la tierra, además, satisfacer o reparar por medio de nuestras buenas obras (ex opere operantis)?

Es necesario, en primer lugar, que sean obras meritorias, es decir, moralmente buenas, libres, realizadas en estado de gracia y de peregrinación, por un motivo sobrenatural. Asimismo, para que sean satisfactorias, es necesario que además del mérito, tengan un carácter más o menos penoso, es decir, que conlleven una renuncia, una carga, un sacrificio. Santo Tomás lo explica muy bien: se trata de la satisfacción que se añade a los méritos de Cristo o a los de María, o el que se añade a nuestros propios méritos. Dice: “La satisfacción para reparar el pecado pasado, y obtener la remisión de la pena temporal que le es debida, debe ser penosa. El pecador ha quitado a Dios la gloria exterior que le es debida. Orden y justicia reclaman que a cambio le sea quitado algo, que una pena le sea impuesta” (2). Es necesario, pues, para satisfacer, algo penoso, llevar la cruz, morir a algo. Se lo olvidaba mucho estos últimos años, antes de la derrota; se las ingeniaba incluso para reducir la mortificación al estricto mínimo quizás para hacerla desaparecer totalmente. Entonces el Señor impone a los demás la guerra, y sería necesario hacer de necesidad virtud, haría falta sufrir mucho (3).

A igualdad de caridad, la obra más satisfactoria será la más penosa, aquella que recuerde mejor la cruz del Salvador. Sin embargo, si la disminución de la dificultad viene precisamente de una caridad más grande, no disminuye el valor de la satisfacción. En este último caso se trata de una dificultad subjetiva que es disminuida por el progreso de la caridad, no de una dificultad objetiva. Ésta deriva del carácter mismo del objeto que exige una gran generosidad, como sucede en el martirio.

Entre las obras penosas que la Iglesia recomienda como satisfacción o reparación, hay que contar el ayuno, la abstinencia, las vigilias, la paciencia en las contrariedades y las pruebas, soportar los sufrimientos, la aceptación de la muerte y las angustias que pueden acompañarla. “Dominar el alma en la paciencia” es obrar. Santo Tomás dice incluso que el acto principal de la fortaleza no es la ofensiva o el ataque, sino soportar perseverante los males, la constancia en la prueba, como se lo constata en los mártires.

Las cruces ocultas llevadas mucho tiempo en silencio son a menudo más meritorias y satisfactorias que las brillantes acciones heroicas de un momento. A propósito de esto, conviene aconsejar la bella oración de Pío X para aceptar por anticipado la muerte y todos los sufrimientos físicos y morales que la precederán y acompañarán (4).

Las buenas obras más o menos penosas disminuyen nuestro purgatorio y, por el mérito que conllevan, aumentan en nosotros la vida de la gracia y la felicidad del cielo. Es necesario sobre este tema recordar, que un acto generosísimo de caridad, de un valor de diez talentos, vale más que diez simples actos de un talento. Éstos últimos están, en efecto, más o menos impregnados de tibieza: la calidad prevalece aquí sobre la cantidad. El santo cura de Ars debía merecer y reparar más que todos sus feligreses juntos.


¿Cómo puede el justo satisfacer por el prójimo?

Todos los fieles conocen esta doctrina de fe: que el justo puede hacer celebrar Misas y ganar indulgencias por los difuntos, y que puede también saldar por otro justo la pena temporal debida a los pecados ya perdonados. San Pablo, en efecto, dice: “Llevad las cargas los unos de otros(5). Santo Tomás lo explica (6) y nota que si los acreedores humanos admiten que se les pague las deudas de otros, cuánto más lo admite el Señor, puesto que sufrir por el prójimo supone una caridad más grande que sufrir por sí mismo. Sufrir por el prójimo un fuerte dolor de cabeza de tres o cuatro horas es más satisfactorio que sufrir por si mismo una cosa más penosa.

Animándolo la caridad, el justo puede, pues, satisfacer por su prójimo.

Aquellos que realizan a María el abandono de todo lo que hay de comunicable en sus buenas obras meritorias y satisfactorias y en sus oraciones, le encargan hacer la distribución de ellas según su voluntad. Ella obra con mucha más sabiduría que nosotros, puesto que ve en Dios a aquellos parientes o amigos nuestros que sobre la tierra o en el purgatorio tienen particularmente más necesidad de ayuda.

Si no hemos hecho este acto y si no nombramos a ninguna persona, es probable que Dios aplique dichas satisfacciones a aquellos que nos son más queridos.

Es así que los justos pueden sufrir con provecho por el prójimo, y también participan en las satisfacciones de las almas más generosas, de las almas víctimas que, en las horas más trágicas, se multiplican en el mundo, para reparar sus faltas (7). Es el Señor el que las suscita, el que les da dicha vocación sublime, el que las sostiene durante veinte o treinta años sobre un lecho de sufrimientos, como lo muestra la vida del santo padre Gérard, de la diócesis de Sées, escrita por Myriam de G. bajo el título “Veintidós años de martirio”. Este santo sacerdote torturado durante tantos años por la tuberculosis ósea, ofrecía cada día sus sufrimientos por los sacerdotes de su generación y de su diócesis. Se lo llevó seis veces a Lourdes. Comprendió que la Santísima Virgen no lo curaría pero, a pesar de los grandísimos dolores del viaje, quiso ir allí seis veces aún, no para pedir su curación, sino por la conversión de los pecadores. Almas víctimas, más numerosas de los que pensamos, trabajan en este momento a ejemplo de Nuestro Señor y de María para la pacificación del mundo.

Los sufrimientos del justo deben así parecerse cada vez más a la cruz de Jesús. Existen tres clases de cruz bien diferentes: la del ladrón malo, que fue una cruz perdida. Existen muchos sufrimientos perdidos en el mundo, porque no son soportados cristianamente. La cruz del buen ladrón fue útil para él, y escuchó: “tú estarás conmigo esta tarde en el paraíso”. La cruz de Jesús fue redentora, no para Él, sino para nosotros. Y en cuanto más los santos se asemejan al Salvador, más sus cruces se parecen a la suya, más fecundas son, y en las horas más problemáticas como las que atravesamos, son ellos, por sus sufrimientos aceptados por amor, los que sostienen el mundo y le permiten durar.


La fecundidad de la vía reparadora no ha cesado de manifestarse entre los santos en el curso de los siglos. A ejemplo de Nuestro Señor, los Apóstoles han sellado su testimonio con su sangre, y durante los tres primeros siglos de la Iglesia la sangre de los mártires no ha cesado de suscitar nuevos cristianos.

En la Edad Media, san Francisco recibe los dolorosos estigmas de la Pasión del Salvador, santo Domingo se flagela tres veces cada noche por sus propios pecados, por los pecadores que debe evangelizar en el futuro y por las almas del purgatorio. Quiere reglas penitenciales en su Orden al lado del estudio, la oración y el apostolado.

Este mismo espíritu se encuentra entre los grandes reformadores del siglo XVI: san Carlos Borromeo, santa Teresa, san Juan de la Cruz, san Ignacio. San Vicente de Paul, incluso en medio de sus duras labores, acepta sufrir para librar a un teólogo de las dudas que lo torturan, y él mismo durante cuatro años debe superar heroicamente una fuerte tentación contra la fe, lo que aumenta sus fuerzas y afirma cada vez más su unión con Dios.

En el siglo XVIII, san Pablo de la Cruz funda la Orden de los Pasionistas consagrada a la reparación, y él mismo, aunque llegado ya a la edad de treinta años a una muy íntima unión con Dios, pasa durante cuarenta y cinco años por sufrimientos interiores ininterrumpidos por la conversión de los pecadores. En la misma época, san Gerardo Mayela, hijo espiritual de san Alfonso es avisado por una inspiración que tendrá la ocasión de convertirse en santo, y que debe estar atento a no perderla. Poco después es gravemente calumniado, lo que acarrea una medida muy severa para él: se lo priva de la comunión. Acepta todo por amor a Dios. Algunos meses después, la calumnia es descubierta, y su superior le dice: ¿Por qué no os habéis defendido? Él responde: “Está escrito, padre mío, en vuestra regla, que no es necesario excusarse incluso si se es injustamente reprendido”. Aún en la misma época, san Benito José Labre es un modelo consumado de vida reparadora.

A veces, son incluso los niños, que bajo una inspiración divina, entreven todo el premio del sufrimiento aceptado por amor. Estos últimos años en Roma, bajo el pontificado de Pío XI, una niña de seis años u medio, Antonietta Meo, cuya vida se ha escrito (8), enferma de un cáncer en la pierna, acepta generosamente la amputación por las grandes intenciones de la Iglesia, y dice a su padre, luego de la operación, aunque aún sufre mucho: “Papá: el dolor es como la tela. Cuanto más resistente es la tela, mejor es. Del mismo modo, cuanto más fuerte es el dolor, mejor es, cuando se lo acepta por amor para la conversión de los pecadores”.

Esto tres grandes ejemplos nos son dados de vez en cuando para salir de nuestra somnolencia, y para invitarnos a ofrecer más generosamente las contrariedades o penas que se nos presentan, para reparar la ofensa hecha a Dios por nuestras propias faltas, y para trabajar en la conversión de las almas en la medida en que el Señor lo ha querido para cada uno de nosotros desde la eternidad (9).


(1) Ia IIae, q. 87. De poena peccato debita.

(2) Supp., q. 15, a. 1.

(3) Al respecto, los scouts de Francia, el 15 de Agosto, han dado un gran ejemplo haciendo una gran parte de su peregrinación a Puy a pié, y descalzos, con una resistencia y una fe admirable, llena de promesas.

(4) “Señor, sea cual sea el género de muerte que os plazca reservarme, desde ahora, de todo corazón y con plena voluntad, lo acepto de vuestra mano, con todas sus angustias, penas y dolores”. Indulgencia plenaria en la muerte para aquellos que reciten dicha oración luego de la santa comunión.

(5) Gal., VI, 2.

(6) Supp., q. 13, a. 2.

(7) Recuérdese en L’Annonce à Marie de P. Claudel el personaje de Violaine, joven virgen enferma de lepra, que se ha ofrecido como víctima por Francia en la época del gran cisma.

(8)Fiaccola romana”, por Myriam de G., Berutti, Torino. Prefacio del cardenal Piazza.


(9) Al término de su peregrinación a Nuestra Señora de Puy, los guías de Francia decían en su vía crucis: “Señor, por nuestros pecados, aceptamos el hambre, el frío, la pobreza”.


Aparecido en Vie Spirituelle n° 277, Junio de 1943. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.