Oración de Jesús y oración del corazón
Archimandrita Placide (Deseille)
Archimandrita Placide (Deseille)
El archimandrita Placide (Deseille) nació en 1926, y entró en la abadía cisterciense de Bellefontaine en 1942 a la edad de dieciséis años. Profundamente interesado en la tradición y el monaquismo oriental, funda en 1966 con varios monjes un monasterio de rito bizantino en Aubazine, Corrèze. En 1977 los monjes decidieron pasar a la Iglesia Ortodoxa, siendo recibidos el 19 de Junio de 1977 y, en Febrero de 1978, se convirtieron en monjes del monasterio de Simonopetras, en el monte Athos. Vuelto a Francia poco después, el padre Placide funda el monasterio san Antonio el Grande, en Saint-Laurent-en-Royans (Drôme), en Vercors, y se convierte en su higúmeno. Ha enseñado patrística en el Instituto de Teología Ortodoxa San Sergio (París). Fundador de la colección “Spiritualité orientale” de las ediciones de la abadía de Bellefontaine, es autor y traductor de diversas obras sobre espiritualidad y monaquismo oriental, entre las que se cuentan La spiritualité orthodoxe et la Philocalie, L'Évangile au désert, Nous avons vu la vraie lumière: la vie monastique, son esprit et ses textes fondamentaux, “Corps - âme – esprit” par un Orthodoxe, entre otras.
Sucede frecuentemente que se emplea las expresiones “oración de Jesús” y “oración del corazón” como si fueran equivalentes. Ahora bien, si damos a estas expresiones su pleno significado, si las entendemos en toda su fuerza, no son equivalentes. La oración de Jesús puede ser, según nuestro grado de madurez espiritual, una oración “activa”, o una oración del corazón.
¿Qué es, en primer lugar, la oración de Jesús? Algunos prefieren hablar de “oración a Jesús”. Pienso que esto es confundirse respecto a la razón por la cual se habla de la “oración de Jesús”. Dicha oración no es simplemente una oración dirigida a Cristo. Muchas otras oraciones, en los libros litúrgicos o en los manuales de oraciones, son dirigidas a Cristo. Ellas no son, sin embargo, la “Oración de Jesús”.
Lo propio de la oración de Jesús es el estar compuesta principalmente por el nombre de Jesús, que es como la sustancia de ella. Es precisamente por esto que se la llama “oración de Jesús”. “Señor Jesucristo, ten piedad de mi” dicen, simple e incansablemente, los monjes de la Santa Montaña.
El nombre de Jesús es como un “icono verbal”. Por consiguiente, en efecto, así como un icono propiamente dicho representa la persona de Cristo, de la Madre de Dios o de un santo, la oración de Jesús se vuelve como un transmisor de su presencia, su resplandor y su intercesión en nuestro favor. El icono, seguramente, no es más que una tabla de madera, no tiene absolutamente nada de divino en sí mismo. Pero del hecho que representa a Cristo, a su Madre toda santa, o a tal o cual santo, nos beneficiamos por su intermedio de la irradiación espiritual, de la energía de Cristo resucitado, o de la presencia misericordiosa del santo o santa que intercede por nosotros de un modo muy particular cuando veneramos su imagen. Del mismo modo, cuando decimos la oración de Jesús, el nombre de Jesús que pronunciamos es, en cierto modo, un icono de Cristo, y a través de dicho nombre divino, aunque no sea en su sustancia más que una palabra humana, nos alcanza la energía deificante de Cristo resucitado. Es una suerte de sacramento, de realidad sensible totalmente penetrada de la presencia activa de Cristo. De allí viene la fuerza, el poder de la invocación de este Nombre dulcísimo de Jesús.
Pero, ¿cuándo dicha oración puede ser calificada de “oración del corazón”? Algunos pasajes de la décima novena Homilía espiritual (1) de san Macario de Egipto nos ayudarán a comprenderlo:
Cuando alguien se acerca al Señor, es necesario, en primer lugar, que se fuerce para realizar el bien, incluso si su corazón no lo quiere, aguardando siempre su misericordia con una fe inquebrantable. Que se fuerce para amar sin tener amor; que se fuerce para ser dulce sin tener dulzura; que se fuerce por ser compasivo sin tener un corazón misericordioso; que se fuerce por soportar el desprecio, por permanecer paciente cuando es despreciado, por no indignarse cuando es tenido por nada o es deshonrando, según estas palabras: “No hagáis justicia por vosotros mismos, queridos míos” (Rm., 12, 19). Que se fuerce por orar sin poseer la oración espiritual. Cuando Dios vea cómo lucha y se fuerza, aunque su corazón no lo quiera, le dará la verdadera oración espiritual, le dará la verdadera caridad, la verdadera dulzura, entrañas de compasión, la verdadera bondad. En una palabra, lo colmará de los dones del Espíritu Santo (§ 3).
Todo esto es muy esclarecedor. San Macario nos enseña que primero debemos practicar las virtudes y la oración sin sentir ganas de ello, animosamente, forzándonos a ello, solamente porque la Palabra de Dios nos lo pide. Esto no quiere decir que la gracia de Dios está ausente. Sin ella, no podríamos hacer nada. Pero su presencia no se hace sentir. Tenemos la sensación que todo depende de nuestro esfuerzo, que debemos remar para hacer avanzar nuestra barca. Y debemos proseguir esta labor, volver a las palabras de nuestra oración cada vez que nos damos cuenta, por un esfuerzo de la atención, que nuestro espíritu se pierde en la distracción.
Tal es la primera fase de la oración de Jesús misma. No se puede hablar aún de la “oración del corazón”. Es necesario forzarnos a decirla, “encerrando nuestro espíritu en las palabras”, según la expresión de san Juan Clímaco (La Santa escala, 28, 17) (2), es decir, dirigirnos al Señor pensando que está presente y que nos oye, y estando atentos a las palabras que le dirigimos, pero sin pensar en estas palabras, sin dejar expandirse nuestro pensamiento incluso sobre temas edificantes.
San Macario, más adelante del texto citado más arriba, insiste sobre el hecho que dicho esfuerzo debe extenderse a todos los dominios, y no solamente a la oración, que no puede estar aislado del conjunto de la vida espiritual:
Si alguien, sin poseer la oración, se fuerza solamente a orar, para obtener la gracia de la oración, pero sin forzarse para practicar la dulzura, la humildad, la caridad y los demás preceptos del Señor, sin aplicar su cuidado, su labor y sus luchas para adquirir dichas virtudes, en la total medida en que esto depende de su voluntad y de su libre albedrío, le será a veces otorgada parcialmente, según su pedido, una oración inspirada por la gracia, en la tranquilidad y la alegría del Espíritu. Pero, en cuanto a su comportamiento, permanece como era antes. Carece de dulzura, puesto que no ha hecho ningún esfuerzo por adquirirla, ni se ha preparado para recibirla. Carece de humildad, ya que no la ha pedido ni se ha forzado para obtenerla. No posee una caridad que se extiende a todos, puesto que no se ha preocupado y no ha luchado por ello en la oración, ni procurado practicarla. Carece de fe y confianza en Dios; desconociéndose a sí mismo, no asume su indigencia, y no se ha esforzado, en la tribulación, de pedir al Señor una fe firme en Él y una confianza verdadera (§ 4).
El conjunto de estos esfuerzos constituye lo que los Padres llaman, desde Evagrio el Póntico, la praxis, la fase activa de la vida espiritual. Cuando el hombre haya sido purificado de sus pasiones y sus vicios y haya alcanzado la verdadera humildad, y Dios lo juzgue oportuno, le concederá los dones de su Espíritu Santo. Entonces comenzará la segunda fase de dicha vida espiritual, la theoria o fase contemplativa. El hombre no tendrá entonces que remar más para hacer avanzar su embarcación, sino que deberá tender las velas, según una expresión otra vez de san Juan Clímaco (op. cit., 26, 5) para dejarse llevar por el soplo del Espíritu Santo, es decir, por las luces interiores y los instintos divinos que dicho Espíritu suscitará en su conciencia, permitiéndole obrar con espontaneidad, facilidad y alegría:
Aquel que quiere verdaderamente agradar a Dios, obtener de Él la gracia celestial del Espíritu, crecer y volverse perfecto en el Espíritu Santo debe, pues, forzarse para practicar todos los mandamientos de Dios y someter a ellos su corazón, que no lo quiere […] Y así, orando y suplicando al Señor, será enteramente satisfecho, recibirá la gracia de gustar de Dios y participará del Espíritu Santo, y así, hará crecer y aumentar la gracia que le ha sido dada y que encuentra su lugar de reposo en su humildad, en su caridad, en su dulzura. Es el Espíritu mismo el que le concede todo esto y el que le enseña la verdadera oración, la verdadera caridad, la verdadera dulzura, por las cuales se ha forzado […] El Espíritu mismo, en efecto, orará en nosotros, de tal modo que nos enseñará la verdadera oración, que no podemos poseer ahora, incluso forzándonos a ello (op. cit., § 7-9).
Es entonces solamente que se puede hablar de “oración del corazón”, de “oración espiritual” o de “adquisición del Espíritu Santo”. Bien entendida, esta fase de la vida espiritual conlleva aspectos diversos, y no excluye momentos de dejamiento y abandono pedagógico de parte del Señor. La oración de Jesús tiene aún allí su lugar, pero los demás estados de oración pueden también manifestarse, bajo la dirección del Espíritu.
Para acceder a ella, no puede existir método, ya que todo depende de la gracia de Dios, y de la humildad del hombre. Sin embargo, puede decirse que la oración de Jesús, practicada en la fase activa de la vida espiritual, puede preparar el alma a ello mejor que otras formas de oración. En efecto, ella conduce a un cierto empobrecimiento de la inteligencia discursiva, no incita al intelecto a reflexiones, a consideraciones múltiples. Es una simple súplica del alma de cara a Cristo, que aporta ya una gran simplificación de la actividad mental, y que por ello mismo, encamina al hombre hacia el descubrimiento de sus instintos profundos inscriptos en él por el Espíritu Santo, y que son la esencia misma de la oración.
San Isaac el Sirio, Discurso 21 (3).
1. Bienaventurado el hombre que conoce su propia debilidad, porque dicho conocimiento se vuelve para él el fundamento, la raíz y el principio de todo bien. Ya que cuando un hombre ha aprendido [a conocer] y ha sentido verdaderamente su propia debilidad, fortifica su alma contra el relajamiento que entenebrece su conocimiento e incrementa su vigilancia. Pero nadie puede sentir su propia debilidad, si no le ha sido dado, por poco que sea, sufrir las pruebas que afligen el cuerpo o el alma. Poniendo en frente entonces su debilidad y la ayuda de Dios, conocerá enseguida la grandeza de ésta. Cuando considere, en efecto, todos los esfuerzos que ha desplegado con la esperanza de dar confianza a su alma, siendo vigilante, continente, protegiéndola y rodeándola de cuidados, son conseguirlo, o cuando constate que su corazón tiene miedo y tiembla, privado de toda serenidad, debe entonces comprender que dicho temor que afecta su corazón significa y revela que tiene necesidad absolutamente de la ayuda de otro. Su corazón manifiesta ello interiormente, por el temor que lo ha embargado y provoca en él un combate interior, mostrando así que algo le falta. El hombre debe desde entonces reconocer que no puede establecerse [por si mismo] en una confiada seguridad. Está escrito que sólo la ayuda de Dios puede salvar (cf. Sal. 59, 13; 107, 13, etc.)
2. Cuando un hombre sabe que tiene necesidad del socorro divino, multiplica sus oraciones. Y cuanto más ora, más humilde se vuelve su corazón. Porque no se puede orar y pedir sin hacerse humilde. “Un corazón contrito y humillado, Dios no lo desprecia” (Sal. 50, 19). Mientras el corazón no se ha hecho humilde, le es imposible, en efecto, escapar a las distracciones. Porque es la humildad la que concentra el corazón. Cuando el hombre se ha hecho humilde, enseguida la misericordia [de Dios] lo rodea, y el corazón siente el socorro divino. Descubre que crece en él una fuerza que establece en la confianza. Cuando un hombre siente así la ayuda divina, cuando siente que está presente para ir en su ayuda, su corazón enseguida se llena de confianza, y comprende entonces que la oración es el refugio donde encuentra la ayuda, la fuente de la salvación, el tesoro de la confianza, el puerto donde resguardarse de la tormenta, la luz de aquellos que están en las tinieblas, la fuerza de los débiles, la protección en el momento de las pruebas, la ayuda en medio de la enfermedad, el escudo que salva en los combates, la flecha lanzada contra el Enemigo. En una palabra, la oración es la puerta por la cual entran en él todos estos bienes.
3. Encuentra en adelante sus delicias en una oración llena de fe. Su corazón es iluminado por la confianza. Está lejos de su ceguera de otro tiempo, y su oración [pronunciada] a desgano. Desde que ha comprendido todo esto, posee la oración en su alma como un tesoro. Y tan grande es su alegría que su oración se ha convertido en gritos de acción de gracias. Es lo que ha dicho aquel que ha dado la definición de cada aspecto de la vida espiritual: “La oración es una alegría que suscita la acción de gracias”. Habla aquí de aquella oración que presupone que se ha recibido el conocimiento de Dios, es decir, que viene de Dios. El hombre ora en adelante sin pena ni labor, como ocurría antes de que hubiera experimentado dicha gracia, pero en la alegría del corazón y la admiración, nacen sin cesar en él movimientos de acción de gracias, y se prosterna continuamente en silencio. Embargado de admiración y estupor ante la experiencia de la gracia de Dios, eleva repentinamente la voz, alaba y glorifica a Dios, y aumenta la acción de gracias y deja hablar su lengua, en extrema admiración.
4. Aquel que ha alcanzado verdaderamente, y no de modo imaginario, dicho estado, que ha observado todo esto en sí mismo, y que ha observado los diversos aspectos gracias a su gran experiencia, conoce de lo que hablo y sabe que no hay en ello nada contrario a la verdad. Que deje en delante de pensar en cosas vanas y permanezca con Dios por medio de una oración continua, lleno de temor y pavor por le pensamiento de ser privado de la abundancia de su ayuda.
5. Todos estos bienes vienen, para el hombre, del reconocimiento de su propia debilidad. En efecto, en su gran deseo de ayuda divina, el hombre se acerca a Dios, perseverando en la oración. Y en la medida misma en que se acerca a Dios por su disposición interior, Dios se acerca a él por sus dones, y no le niega su gracia, a causa de su gran humildad. Porque es como la viuda que no cesaba de demandar al juez con sus gritos para que le haga justicia con su adversario (Lc. 18, 15). Dios, lleno de compasión, espera para otorgarle sus gracias, a fin de que dicho retraso incite al hombre a aproximarse y permanecer, urgido por la necesidad, junto a Aquel que es la fuente de donde surge la ayuda. Dios concede sin embargo ciertos pedidos; aquellos, diría yo, sin los cuales el hombre no podría ser salvado. Pero existen otros a los cuales Dios tarda en responder. En ciertos casos, extingue y repele lejos de él las encendidas saetas del Enemigo. En otros casos, permite que el hombre sea tentado, para que dicha prueba lo conduzca y aproxime a Él, como lo he dicho, y para que la experiencia de las tentaciones lo instruya. Es lo que dice la Escritura: “El Señor ha permitido que numerosas naciones no sean destruidas ni sean entregadas a las manos de Josué, hijo de Nun, a fin de que sirva para la instrucción de los hijos de Israel y que las tribus de los hebreos aprendan a combatir (Jueces 2, 23 ss.).
6. Porque el justo que no tiene conciencia de su propia debilidad está sobre le filo de una espada y no está alejado de la caída ni del león feroz, quiero decir del demonio del orgullo. Quien no conoce su propia debilidad carece, en efecto, de humildad. Ahora bien, el que carece de humildad carece de perfección. Y aquel que carece de perfección está siempre en el temor. Porque su ciudad no está fundada sobre columnas ni bases de hierro, quiero decir, sobre las de la humildad. Nadie puede adquirir la humildad de otro modo que empleando en ello los medios que son apropiados, los cuales nos procuran un corazón quebrantado y destruyen los pensamientos de presunción. A menudo, en efecto, el Enemigo encuentra en nosotros puntos débiles que le permiten desviarnos del camino. Sin la humildad, es imposible al hombre llevar a la perfección su trabajo [espiritual]. El sello del Espíritu no podría ser puesto sobre su carta de liberación, sobre todo mientras permanece esclavo y, en su trabajo, no ha superado el temor. Porque nadie realiza bien su trabajo sin humildad; ahora bien, nadie puede ser educado de otro modo que por las pruebas, y sin dicha educación no se puede adquirir la humildad.
7. Es por ello que el Señor otorga a los santos los medios para adquirir la humildad, teniendo un corazón contrito y una oración ardiente, a fin de que aquellos que lo aman puedan acercarse a Él por dicha humildad. A menudo los amedrenta por medio de las pasiones naturales, por las caídas provocadas por los pensamientos vergonzosos e impuros. Con frecuencia también por los ultrajes, las injurias y los golpes infligidos por los hombres, a veces por las enfermedades y las indisposiciones del cuerpo. A menudo también por la pobreza y la carencia de lo necesario; en ocasiones, finalmente, a veces por el tormento de un miedo excesivo, por el abandono, por la guerra abierta llevada a cabo por el diablo, que le inspira terror; otras veces por muchas otras cosas temibles. Todo esto sucede para que los hombres tengan los medios para volverse humildes, y para que no se adormezcan en la negligencia. Puede tratarse de cosas que el combatiente tenga que sufrir actualmente, o de temor a cosas futuras. De todos modos, las pruebas son necesarias para la utilidad de los hombres.
(1) Les homélies spirituelles de saint Macaire, traducción francesa del padre Placide (Deseille), Abadía de Bellefontaine, 1984.
(2) Traducción del padre Placide (Deseille), abadía de Bellefontaine, 1993.
(3) En Discours ascétiques selon la version grecque, traducción francesa del padre Placide (Deseille), monasterio San Antonio el Grande et monasterio de Solan, 2006.
Conferencia efectuada el Jueves 6 de Marzo de 2008 en la parroquia San Serafín de Sarov y Protección de la Madre de Dios de París. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.