martes, 9 de febrero de 2010



De la utilidad y peligros de la ascesis corporal




San Ignacio Brianchaninov











Icono de san Ignacio Brianchaninov



En el Paraíso, luego de la trasgresión del mandamiento de Dios por nuestros ancestros, la maldición de la tierra figura entre los castigos a los cuales el hombre fue sometido. Maldito sea el suelo a causa de ti, dijo Dios a Adán. A fuerza de penas obtendrás de él subsistencia, todos los días de tu vida. Producirá para ti espinas y cardos, y comerás la hierba de los campos. Con el sudor de tu rostro comerás tu pan (Gn. 3, 17-19).

Esta maldición pesa hasta el presente sobre la tierra, como cada uno puede darse cuenta. La tierra no cesa de producir cizaña aunque ella no sirve de alimento para la persona. La tierra es regada por el sudor del campesino, y no es más que al precio de una labor ardua, que a menudo hace correr la sangre, que produce aquellas hierbas cuya semilla alimentan al hombre, el trigo del que es hecho el pan.

El castigo pronunciado por Dios tiene también un sentido espiritual. En efecto, el decreto divino castigando al hombre se cumplió rigurosamente tanto sobre el plano espiritual como sobre el plano material. (Cf. Marcos el Asceta, Tratados, 70, Sobre el ayuno y la humildad; Macario el Grande, Homilías, XXVI, 21). Los santos Padres comprenden el término “tierra” en el sentido de “corazón”. Debido a la maldición que la ha herido, la tierra no cesa de producir de si misma, de su naturaleza corrompida, espinas y cardos; lo mismo el corazón, envenenado por el pecado, no cesa de engendrar de si mismo, de su naturaleza corrompida, sentimientos y pensamientos pecaminosos. Al igual que una persona no se preocupa de sembrar o de plantar cizaña sino que la naturaleza pervertida la produce espontáneamente, lo mismo los pensamientos y los sentimientos pecaminosos son concebidos y crecen por si mismos en el corazón del hombre. Si el pan material se obtiene con el sudor de la frente, es por una labor ardua de alma y del cuerpo que es sembrado en el corazón del hombre el trigo celestial que nos procura la vida eterna; es aún por un intenso esfuerzo que crece, que se lo siega, que se lo vuelve apto para el consumo y que se lo conserva.

El trigo celestial es la Palabra de Dios. El trabajo de sembrar la palabra de Dios en el corazón exige de tales esfuerzos que se lo llama “hazaña ascética”. El hombre está condenado a comer de la tierra, en medio de aflicciones, todos los días de su vida terrena, y conseguir su pan con el sudor de su frente. Aquí, por el término “tierra”, se debe entender la sabiduría carnal por la cual el hombre separado de Dios se dirige habitualmente durante su vida sobre la tierra; guiado por ella, está sometido a continuas preocupaciones y reflexiones concernientes a las cosas terrenales, a incesantes aflicciones y decepciones, a una constante agitación. Sólo un servidor de Cristo se alimenta durante su vida sobre la tierra del pan celestial con el sudor de su frente, luchando continuamente contra la sabiduría carnal y trabajando sin cesar en cultivar las virtudes.

Para cultivar la tierra, se tiene necesidad de diversas herramientas de hierro –arados, rastrillos y layas- con las cuales el suelo es removido, mullido y ablandado; lo mismo nuestro corazón, sede de sentimientos y sabiduría carnales, tiene necesidad de ser trabajado por el ayuno, las vigilias, las genuflexiones y otras obras agobiantes para el cuerpo, para que el predominio de los sentimientos carnales y pasionales ceda el paso a los sentimientos espirituales, y para que la influencia de los pensamientos carnales y pasionales sobre el espíritu pierda ese irresistible poder que tiene en aquellos que rechazan la ascesis o la descuidan.

¿Quién tendría la idea de sembrar en una tierra no trabajada? Sería muy simplemente perder sus semillas, sin sacar de ello el menor provecho, y causarse un daño seguro. Tal es aquel que, antes de haber refrenado los impulsos carnales de su corazón y los pensamientos carnales de su espíritu por una ascesis corporal adecuada, se decidiera a ocuparse de la oración mental y de plantar en su corazón los mandamientos de Cristo. No solamente haría esfuerzos vanos, sino que correría aún el riesgo de sufrir un desastre psíquico, caer en la ceguera espiritual y en la ilusión demoníaca, y atraer a sí la cólera divina, como el hombre que había ido a un festín nupcial sin llevar el vestido de boda (cf. Mt. 22, 12).

Una tierra cuidadosamente cultivada, bien abonada, finamente mullida, pero dejada sin sembrar, producirá cizaña con un vigor redoblado. Igualmente, un corazón cultivado por prácticas ascéticas corporales pero que no ha asimilado los mandamientos evangélicos, hará crecer aún más vigorosamente la cizaña de la vanidad, el orgullo y la lujuria. Cuanto más cultivada y abonada está la tierra, más capaz es ella de producir la cizaña frondosa y llena de sabia. Cuanto más intensa es la ascesis corporal del monje que descuida los mandamientos del Evangelio, más grande y más incurable será su presunción.

Un campesino que posee numerosas y excelentes herramientas agrícolas, y que está encantado de ello, pero no las utiliza para cultivar la tierra, no hace más que cegarse y engañarse, sin sacar de ello el menor provecho. Del mismo modo, el asceta que practica el ayuno, las vigilas y otras observancias corporales, pero que descuida examinarse y guiarse a la luz del Evangelio, se engaña fundando vanamente y sin razón todas sus esperanzas sobre sus labores ascéticas. No cosechará ningún fruto, no acumulará ninguna riqueza espiritual.

El hombre al que se le metiera en la cabeza cultivar su tierra sin utilizar sus herramientas agrícolas, tendría que realizar un gran trabajo, y lo haría en vano. Igualmente, aquel que pretende adquirir las virtudes sin esfuerzos ascéticos corporales, trabaja en vano: pierde irrevocablemente su tiempo que no volverá más, agota sus fuerzas psíquicas y físicas, y no ganará nada en absoluto. El hombre que está siempre trabajando su tierra sin sembrar allí nada, no cosechará nada. Del mismo modo, aquel que no se ocupa más que de la ascesis del cuerpo pierde la posibilidad de ocuparse de la ascesis del alma, de plantar en su corazón los mandamientos evangélicos que, a su tiempo, producirían frutos espirituales.

La ascesis corporal es necesaria para volver a la tierra del corazón apta para recibir las simientes espirituales y para producir frutos de la misma especie. Abandonar o descuidar las labores ascéticas, es volver al suelo inepto para ser sembrado y producir fruto. Exagerarlas o colocar la esperanza en ellas es igualmente dañino o incluso más que abandonarlas. El abandono de las observancias ascéticas corporales vuelve al hombre semejante a un animal, dando rienda suelta y ofreciendo un vasto campo de acción a las pasiones del cuerpo, pero su exageración lo vuelve semejante a los demonios, ya que favorece y refuerza la predisposición a las pasiones del alma. Aquellos que relajan la ascesis corporal se esclavizan a la glotonería, la lujuria y la cólera en sus formas groseras. Aquellos que practican una ascesis corporal excesiva, que hacen de ella un uso poco razonable o que ponen en ella toda su esperanza con la idea de que les confiere mérito y dignidad a la mirada de Dios, caen en la vanidad, la presunción, la arrogancia, el orgullo, el endurecimiento, el desprecio del prójimo, la denigración y la condena de los demás, el rencor, el odio, la blasfemia, el cisma, la herejía, la ceguera espiritual y la ilusión demoníaca.

Estimamos en su justo valor las prácticas corporales –son instrumentos indispensables para adquirir las virtudes- pero nos cuidamos de tomar dichas herramientas por virtudes, por miedo a caer en la ceguera y privarnos de progresos espirituales por una falsa concepción del obrar cristiano.

La ascesis corporal es necesaria incluso a los santos que se han convertido en templos del Espíritu Santo, a fin de que, dejado sin freno, su cuerpo no vuelva a los movimientos pasionales y no sea la causa de la aparición en un hombre santificado, de sentimientos y pensamientos obscenos, tan inconvenientes para un templo espiritual de Dios, “no hecho por mano del hombre”. Esto es lo que ha manifestado el santo apóstol Pablo cuando dice de si mismo: Trato duramente mi cuerpo y lo tengo sometido, por miedo que después de haber proclamado el mensaje a los demás, no sea yo mismo eliminado (1 Col. 9, 27)

San Isaac el Sirio dice que la dispensa, es decir, el hecho de abandonar el ayuno, las vigilias, el silencio de la soledad y las otras observancias corporales –ayudas para la vida espiritual- y otorgarse constantemente descanso y placeres, perjudica incluso a los ancianos y perfectos (Discursos ascéticos, 90).



Extracto de Introduction à la tradition ascétique de l’Église d’Orient: Les miettes du festin. Éditions Présence, 1978. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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