lunes, 8 de febrero de 2010



EL ESPÍRITU SANTO EN LA LITURGIA





Pavel Evdokimov

















1. Los sacramentos.

La enseñanza de los Padres nos introduce en la acción operativa del Espíritu Santo manifestada en los sacramentos y en la Liturgia. El Oriente, teocéntrico, antes de considerar a los sacramentos remedio supremo a nuestras miserias, ve en ellos la Epifanía, manifestación de Dios, y la efusión de las energías deificantes.

En su coloquio con Nicodemo, el Señor dijo: “si uno no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios (Jn. 3, 5). El bautismo es una auténtica regeneración que exige, por consiguiente, la intervención del Principio santificador en la persona. Él hace del agua bautismal el vehículo de la energía divina, el signo sensible de la potencia vivificante, creadora de la nueva vida; ella se infunde y se transmite a cada uno. Según san Dionisio, la fuente bautismal se erige en “matriz de la filiación”, ya que restituye al Padre su hijo.

La confirmación o unción crismal, es el sacramento que confiere por excelencia los dones del Espíritu Santo. El día de Jueves Santo tiene lugar el oficio episcopal de la consagración del santo crisma, compuesto de aceite y bálsamo; la oración sobre el crisma es análoga a la epíclesis eucarística. Afirma san Cirilo de Jerusalén: “Del mismo modo que el pan eucarístico no es más, después de la epíclesis, pan ordinario sino el cuerpo de Cristo, así el santo crisma no es más un aceite ordinario” (36); del mismo modo san Gregorio de Nisa: “El aceite y el pan, después de la santificación mediante el Espíritu tienen cada uno su energía divina” (37). Es importante subrayar que todos los sacramentos, del mismo modo que todos los actos eclesiásticos, tienen su propia epíclesis y operan por el descenso de las energías del Espíritu Santo. La epíclesis del sacramento del matrimonio hace de él el Pentecostés nupcial. Hipólito describe la epíclesis al momento de la ordenación de un ministro. Durante la imposición de las manos se impone silencio a los que asisten, propter descensum Spiritus. Todos se callan durante el descenso del Espíritu Santo.

La eucaristía conlleva el rito del zeon: el diácono vierte un poco de agua caliente en el cáliz exactamente antes de la comunión, diciendo: “Fervor de la fe, colmada del Espíritu Santo”. Aquí se comunica a la sangre calor, pneumatizado, vivificado por el Espíritu Santo. Del mismo modo, después de la fracción del Cordero, metiéndolo en el cáliz, el sacerdote dice: “Plenitud del Espíritu Santo”. El Espíritu se encuentra presente y es administrado con el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Nicolás Cabasilas ve en el rito del zeon la expresión del Pentecostés eucarístico. El agua caliente sintetiza el simbolismo del agua y del fuego: “Habiendo los dones eucarísticos alcanzado su última perfección, se les añade el signo de Pentecostés” (38). “Aquel que come este cuerpo con fe, come con él el fuego del Espíritu Santo”, comenta san Efrén el Sirio (39).

2. La liturgia.

Según la bella expresión de san Ireneo, la liturgia es la “copa de la síntesis” (40); “no se puede ir más allá”, nota san Juan Crisóstomo; ella nos coloca de repente en la plenitud, en la presencia de las Tres Divinas Personas, y es propiamente por esto que la liturgia tiene inicio con la solemne proclamación trinitaria: “Bendito sea el Reino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. También este es el tema de la oración de acción de gracias que canta “la vivificante Trinidad”: “Bueno y justo es adorar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo” – “Tu y tu Hijo único y tu Santo Espíritu…Tú no cesas de hacer “todo” para darnos el Reino futuro”, y el reino es el Espíritu Santo. Cristo ha intercedido ante el Padre, y por la brecha en el cielo… el Dador-Paráclito no cesa de descender.

La lex credendi de la teología patrística se transmite a la liturgia y forma la lex orandi. El Espíritu reposa sobre la humanidad de Cristo deificada y saturada de las energías divinas. El Pentecostés eucarístico nos hace comulgar este cuerpo glorioso del Señor, y el Espíritu manifiesta, “bajo un velo aún”, la deificación del hombre, su participación en Cristo Pantocrátor y Cosmócrator. La Iglesia toma conciencia de ello u en la anáfora forma la oración doxológica articulada sobre la eucaristía: acción de gracias al Padre ante todo por la Creación y la Providencia, después por el sacrificio del Hijo ofrecido en la Cena del Señor, finalmente por el cumplimiento de la salvación que la epíclesis –el descenso del Espíritu- cumple y actualiza para todos.

En su tratado sobre el Espíritu Santo, san Basilio insiste sobre el “Espíritu de comunión”. Se trata antes de todo de la comunión de las Personas divinas en su naturaleza una; ahora, desde Pentecostés, dice Orígenes, “la Iglesia está llena de la Trinidad”, y esto hace de todas las Iglesias una comunión a imagen del Dios Uno y Trino. Es por esto que la liturgia insiste en modo totalmente particular sobre el Espíritu de comunión, de la cual la petición es frecuentísima: “Él nos una en la comunión de un solo Espíritu”, comunión que se cumple en la bendición plena: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo sea con todos vosotros” (41).

Al final de la liturgia, el alcance de esta comunión se despliega claramente: todos confiesan la epíclesis recibida y cantan: “Hemos recibido el Espíritu celestial, hemos visto la luz verdadera, hemos encontrado la fe auténtica, adorando a la Trinidad indivisible, pues ella nos ha salvado”. Es la armonía final de la Epifanía trinitaria radiante de luz y que ilumina el sentido último del descenso del Espíritu Santo sobre los fieles: el Espíritu establece y sella la comunión en el Hijo, nos hace a todos miembros de Cristo, coherederos y por consiguiente hijos adoptivos, y nos pone a todos, así, en la comunión del Padre.

La oración luego de la eucaristía pide: “Oh Cristo… concédenos estar en comunión contigo más íntimamente, en el día sin ocaso de tu Reino”. En el siglo futuro, a través de la humanidad deificada de Cristo, “antorcha de cristal”, el Padre comunicará en el Espíritu Santo la irradiación de la gloria de su naturaleza inaccesible. Mas ya el Espíritu dice en y con nosotros: “¡Abba, Padre!” y anticipa así la plenitud del Reino.

3. La epíclesis.

Para Oriente, más allá de las investigaciones arqueológicas y de los comentarios de sus textos litúrgicos, se trata antes de todo, en la epíclesis (42), de la confesión litúrgica de la verdad vivida, de la aplicación orante de la teología del Espíritu Santo. La tradición patrística de Oriente, en su unanimidad, atribuye la potencia operativa, en todos los “ritos sagrados”, a la intervención hipostática de la tercera persona de la Trinidad.

Antes de la epíclesis propiamente dicha, la liturgia comienza a través de la epíclesis preliminar, elevándose gradualmente hacia la fórmula final. Ya el pequeño oficio que precede a la liturgia, la proscomedia o prótesis, tiene inicio con la oración: “Oh Rey del Cielo, oh Paráclito…, ven y habita en nosotros”; la misma oración se sitúa en los umbrales de la liturgia de los catecúmenos. La oración sobre los fieles invoca “la gracia del Espíritu Santo sobre los dones que están por ser ofrecidos” y la plegaria del ofertorio pide: “Que tu Espíritu Santo descienda sobre estos dones y sobre tu pueblo”.

Es evidente que no es ni justo ni correcto aislar el instante preciso en el cual se opera el milagro eucarístico, la metabolé, puesto que la liturgia toda entera, y desde el principio, representa un solo Acto que se cumple en la epíclesis. A su invocación global, recibe la respuesta del Dios filántropo, amigo de los hombres, y la epíclesis es como el acorde final de la única y entera sinfonía. En este todo indivisible no se puede fijar cuál es el momento después del cual el sacramento es considerado como completo: “Se ha acabado y cumplido aquí, tanto como está en nuestro poder, Cristo Dios nuestro, el misterio de tu economía”. Los fieles cantando nos rinden testimonio: “Hemos recibido el espíritu celestial”.

La epíclesis se sitúa en los umbrales de toda comunión con Dios, ya que, según los Padres, no se tiene acceso al Padre excepto por el Hijo; del mismo modo no se tiene acceso al Hijo excepto por el Espíritu Santo. “Dador de vida y tesoro de gracia”, santificador en su esencia, el Espíritu Santo se revela como principio activo de toda operación divina.

La anáfora oriental se dirige al Padre para que el Espíritu Santo manifieste a Cristo, y es esta plenitud trinitaria la que exige y establece la epíclesis.

Cristo nos hace el don de la comunión a la vida misma de la Trinidad, don que expresa el himno a la “Trinidad consubstancial e indivisible”. La gran oración de la oblación se dirige al Padre, pero es interrumpida por el Sanctus trinitario, ya que la adoración se eleva indivisiblemente hacia los Tres. Del mismo modo, es por la bendición del “Tres veces santo” que provienen las palabras institucionales (“la noche en la cual fue traicionado”) seguidas de la elevación: “Lo que es tuyo, recibiéndolo de Ti, te lo ofrecemos, ‘por todo’ y ‘en todo’”, y que se resuelve como acorde final e la epíclesis. El sacerdote solicita al “Padre de las luces” el envío del Espíritu a fin de que se manifieste el Hijo. Es, por consiguiente, toda la sagrada Uni-Trinidad, son las Tres Personas consubstanciales las que actúan y se insertan aquí en el cuadro histórico de la economía de la salvación. Es por esto que la acción de gracias recapitula todos los beneficios acordados por Dios a la humanidad. La Iglesia agradece al Padre que nos da su Hijo unigénito y que nos envía el Espíritu manifestante del Hijo en el sacrificio incruento del altar.

La oración del ofertorio “por los preciosos dones ofrecidos”, condensa en algunos términos lo esencial: “A fin de que nuestro Dios filántropo, que ha recibido estos dones en su invisible y celestial altar, nos envíe de vuelta el don del Espíritu Santo”.

Remontándonos hacia el fin del siglo cuarto se observa que las anáforas orientales invocan al Espíritu Santo a fin de que descienda a cambiar los dones en Cuerpo y Sangre de Cristo (43). San Juan Damasceno, según su costumbre, sintetiza claramente la muy firme tradición patrística: “La mutación del pan en Cuerpo de Cristo se efectúa por el poder del Espíritu Santo” (44).

La necesidad de su intervención se explica a través del significado y el rol particular del sacerdocio. Para el Oriente el único verdadero sacerdote es Cristo: “Haz que nos sea dada la gracia de recibir de tu mano poderosa tu Cuerpo inmaculado y tu preciosa sangre”, reza el sacerdote; y del mismo modo, durante el canto del Querubikón, pide: “He aquí que me acerco a Ti, con la cabeza inclinada, y te suplico: no vuelvas de mí tu rostro, no me rechaces del número de tus siervos, sino dígnate de aceptar que estos dones te sean ofrecidos por mi, tu siervo pecador e indigno, ya que eres Tú el que ofrece y es ofrecido, quien recibe y eres distribuido, Oh Cristo nuestro Dios…”.

San Juan Crisóstomo dice claramente: “Tenemos el rol de servidores: quien santifica y transforma es Él” (45). Y aún más: “El sacerdote no lleva la mano sobre los dones sino después de haber invocado la gracia de Dios…; no es el sacerdote el que obra alguna cosa…, es la gracia del Espíritu que llegando y cubriendo con sus dos alas, completa este sacrificio místico” (46). Por otra parte, es toda la asamblea la que reza con el sacerdote: “Te rogamos, te suplicamos…”.

De acuerdo con esta concepción, el sacerdote no se identifica con Cristo; él no pronuncia las palabras: “Esto es mi cuerpo” in persona Christi, sino se identifica con la Iglesia y habla in persona Ecclesiae e in nomine Christi. Para que las palabras de Cristo memorizadas por el sacerdote adquieran la eficacia divina, el sacerdote invoca al Espíritu Santo en la epíclesis. En las palabras de la anámnesis “tomó el pan…lo dio a sus discípulos… diciendo… esto es mi cuerpo”, el Espíritu realiza la anámnesis epifánica, manifiesta la intervención de Cristo mismo que identifica las palabras pronunciadas por el sacerdote con sus propias palabras, y la eucaristía celebrada con su Santa Cena, y es este el milagro de la metabolé, de la conversión de los dones. San Juan Crisóstomo explica: “Es el mismo sacrificio que ofrecemos, uno hoy, otro mañana… Creo que se produce hoy el mismo banquete que se produjo en el momento en el cual Cristo estaba en la mesa, y que este banquete no es diferente a aquél” (47).

La epíclesis eucarística es la tradición firme y unánime en Oriente; san Basilio habla de su “origen apostólico” (48). Sin una creencia inicial, aún en germen, en la acción del Espíritu Santo, la epíclesis sería incomprensible e inimaginable. La historia de la conciencia litúrgica no conoce ninguna revolución similar ni el surgir espontáneo de una afirmación dogmática de tal importancia. La epíclesis expresa la “lex orandi” litúrgica, a la cual responde el consensus de los Padres, su doctrina trinitaria y su teología del Espíritu Santo.

La liturgia siria de Santiago rinde testimonio de ello: “¡Cuan augusta es esta hora y cuán formidable este momento, hermanos míos! Puesto que el Espíritu Santo vivificador desciende de las alturas del cielo y posándose sobre esta eucaristía, la consagra”. Del mismo modo, la liturgia de san Juan Crisóstomo: “Te suplicamos que envíes tu Santo espíritu sobre nosotros y sobre estos dones… cambiándolos por medio de tu Santo Espíritu”. Y la de san Basilio: “Plazca a tu bondad que venga tu Santo Espíritu sobre nosotros y sobre estos dones, que Él los bendiga, los santifique y manifieste este pan como el Cuerpo de Nuestro Señor… y este cáliz como la venerable y misma sangre de Nuestro Señor…”.

Los Padres colocan la relación dinámica del Espíritu Santo sobre la humanidad de Cristo. Su pneumatización deificante continúa en aquellos que participan de la “carne consagrada”; ellos son no sólo configurados por Cristo, sino cristificados., verbificados de hecho, “asociados a su plenitud” (Col. 2, 9), “co-corporales y co-sanguíneos con Cristo” (49). San Juan Crisóstomo advierte que “los comulgantes son como leones” (50), figuras de invencible poder. No se trata de la “prenda”, sino de la participación en el fuego del amor divino y de la comunicación de idiomas: a la Encarnación de Dios, a la humanización, responde la deificación, “por la gracia”, del hombre. San Máximo lo acentúa: “La eucaristía transforma en sí misma y hace similar… de modo que los fieles pueden ser llamados “dioses”, puesto que Dios todo entero los colma enteramente” (51). Por un auténtica transferencia de energía deificante, afirma Nicolás Cabasilas, “el barro se transforma en sustancia del Rey” (52).

Comentando la epíclesis a sus fieles, san Máximo el Confesor subraya su acción dinámica: “Todos los que participamos del mismo pan y el mismo cáliz estamos unidos los unos con los otros en nuestra comunión del único Espíritu Santo” (53). Rogamos por el envío del Espíritu Santo, explica san Cirilo de Jerusalén, puesto que universalmente lo que el Espíritu toca es cambiado” (54). Así, luego de haber cambiado los dones, el Espíritu obra la “mutación” de los mismos comulgantes. Es este otro aspecto de la eucaristía, que los hombres espirituales llaman el “sacramento del hermano”. Y san Cirilo de Alejandría, en su canto, insiste fuertemente sobre la unidad que “la eulogía mística” produce entre los fieles (55).

“El Espíritu y la Esposa dicen: ¡ven, Señor!”. Es el sentido esjatológico y parusíaco de la epíclesis extendido sobre las bodas místicas de Cristo con la Iglesia, pero también con toda alma, personalmente, nominativamente. Como dice Teodoreto de Ciro: “Consumiendo la carne del Novio y su sangre, entramos en la koinonía nupcial” (56).



(36) CIRILO DE JERUSALÉN, Catechesis 25, Mystagogica 3, 3: PG 33, 1090-1091.

(37) GREGORIO DE NISA, In Baptismum Christi: PG 46; 581 D.

(38) NICOLÁS CABASILAS, Litugiae expositio: PG 150.

(39) Cfr. HAMMAN, La Messe, París, 1964, p. 94.

(40) IRENEO, Contra Haereses, 3, 16: PG 7/1, 926.

(41) Cfr. 2 Cor. 13, 13.

(42) Parece que actualmente la cuestión de la epíclesis es para el diálogo ecuménico tan importante como la del Filioque, ya que es sobretodo a la luz de la epíclesis que se podría juntos re-situar correctamente el Filioque. La epíclesis clarifica las relaciones entre el Hijo y el Espíritu, y través de la invocación dirigida al Padre, se remonta a la teología trinitaria. Sin reducir la economía de la salvación a la sola economía del Hijo o del Espíritu Santo, es necesario abrirlas la una a la otra, y ambas a la economía final y monárquica del Padre y de la Trinidad del Reino.

(43) Esta afinidad de estructura se encuentra en todas las antiguas familias litúrgicas tanto en Roma –oraciones de oblación de la Tradición Apostólica– como en Edesa: la liturgia de Addai y Mari. Cfr. BRIGHTMANN, Liturgies, Oxford, 1896; CABROL, La Messe en Occident, París, 1932; S. SALAVILLE, Epiclèse en Dictionnaire de Théologie catholique, págs. 194-300.

(44) JUAN DAMASCENO, De fide orthodoxa, 4, 13: PG 94, 1145 B.

(45) JUAN CRISÓSTOMO, In Matthaeum, Homilía 82: PG 58, 744.

(46) IDEM, De Sancta Pentecoste, Homilía 1, 4: PG 50, 459.

(47) IDEM, In Epistola II ad Timotheum, Homilía 45: PG 62; In Epistola ad Haebraeos, Homilía 17: PG 63; In Epistola I ad Cor., Homilía 27: PG 61.

(48) BASILIO, Liber de Spiritu Sancto, 27: PG 32, 188. Cfr. CONNOLY, The Liturgical Homelies de Narsaï, Cambridge, 1909; Archimandrita P. L’HUILLIER, Théologie de l’épiclèse en Verbum Caro.

(49) CIRILO DE JERUSALÉN, Catechesis 22, 3: PG 33, 1099.

(50) JUAN CRISÓSTOMO, In Joannem Homilia 46, 3: PG 59, 261.

(51) MÁXIMO EL CONFESOR, Mystagogia, 21: PG 91, 697.

(52) NICOLÁS CABASILAS, De vita in Christo libri septem (vers. fr., S. BROUSSALEUX, La vie en Jesús-Christ, pág. 97).

(53) MÁXIMO EL CONFESOR, Mystagogia, 24: PG 91, 703.

(54) CIRILO DE JERUSALÉN, Catechesis 23, Mystagogica 5, 7: PG 33, 1114.

(55) CIRILO DE ALEJANDRÍA, In Joannis Evangelium Lib. II: PG 74, 557.

(56) Eucharistie et Cantique des Cantiques en Irenikon, 1950, p. 274.


Extracto de Lo Spirito Santo nella tradizione ortodossa, Edizione Paoline, Roma, 1983. Traducción del italiano del Dr. Martín E. Peñalva

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