martes, 9 de febrero de 2010

Panaguía:
la Toda-Santa





Vladimir Lossky








Fallecido en 1958, Vladimir Lossky fue uno de los teólogos ortodoxos más destacados del siglo veinte. Entre su obra podemos enumerar Essai sur la théologie mystique de l’Église d’Orient (un auténtico clásico de la teología ortodoxa moderna), Der Sinn des Ikonen (en colaboración con L. Ouspensky), Théologie négative et connaissance de Dieu chez Maître Eckhart, Vision de Dieu, Théologie dogmatique, La paternité spirituelle en Russie aux XVIIIème et XIXème siècles (con Nicolás Arseniev), y À l'image et à la ressemblance de Dieu, entre otras. De ésta última ofrezco aquí la traducción de uno de sus capítulos.




La Theotokos.

La Iglesia Ortodoxa no ha hecho de la mariología un tema dogmático independiente: ella permanece inherente al conjunto de la enseñanza cristiana, como un leitmotiv antropológico. Fundado sobre la cristología, el dogma de la Madre de Dios recibe un fuerte acento pneumatológico y, por la doble economía del Hijo y del Espíritu Santo, se encuentra indisolublemente ligado a la realidad eclesiológica.

A decir verdad, si fuera necesario hablar de la Madre fundándose exclusivamente sobre los datos dogmáticos en el sentido más estricto de este término, es decir, sobre las definiciones de los concilios, no encontraríamos, finalmente, más que el nombre de Theotokos, por el cual la Iglesia ha confirmado solemnemente la maternidad divina de la Virgen (el término “siempre Virgen” (aei parthenos), que se encuentra en las actas conciliares a partir del Quinto Concilio, no ha sido especialmente explicitado por los concilios que lo han utilizado).

El tema dogmático de la Theotokos, afirmado contra los nestorianos, es, ante todo, cristológico: lo que se defiende aquí contra aquellos que niegan la maternidad divina es la unión hipostática del Hijo de Dios devenido Hijo del Hombre. Es, pues, la cristología la que es apuntada directamente. Pero, al mismo tiempo, indirectamente, la devoción de la Iglesia hacia aquella que dio a luz a Dios según la carne encuentra una confirmación dogmática, de modo que todos aquellos que se levantan contra el epíteto de Theotokos, todos aquellos que niegan a María dicha cualidad que la piedad le atribuye, no son verdaderos cristianos, porque se oponen por ello al dogma de la Encarnación del Verbo. Esto debería mostrar el vínculo estrecho que une el dogma y el culto, inseparables en la conciencia de la Iglesia.

Sin embargo, conocemos casos en que los cristianos, aunque reconociendo la maternidad divina de la Virgen por razones puramente cristológicas, se abstienen, por las mismas razones, de toda devoción particular a la Madre de Dios, no queriendo conocer otro Mediador entre Dios y los hombres que el Dios-Hombres, Jesucristo. Esta constatación es suficiente para ponernos en presencia de un hecho innegable: el dogma cristológico de la Theotokos, tomado in abstracto, fuera del vínculo vivo con la devoción que la Iglesia ha consagrado a la Madre de Dios, no sería suficiente para justificar el lugar único –más allá de todo ser creado- reservado a la Reina del Cielo, a la cual la liturgia ortodoxa le atribuye “la gloria que conviene a Dios” (theopretis doxa). Es imposible, por consiguiente, separar los bases estrictamente dogmáticas y las de la devoción en una exposición teológica sobre la Madre de Dios. Aquí el dogma deberá aclarar la vida, poniéndola en relación con las verdades fundamentales de nuestra fe, mientras que ella alimentará al dogma por la experiencia viva de la Iglesia.

Hacemos la misma constatación remitiéndonos a los datos escriturarios. Si quisiéramos considerar los testimonios de las Escrituras haciendo abstracción de la devoción de la Iglesia hacia la Madre de Dios, estaríamos reducidos a algunos pasajes del Nuevo Testamento relativos a María, la Madre de Jesús, con una sola referencia directa al Antiguo Testamento: la profecía de Isaías sobre el nacimiento virginal del Mesías. En cambio, si consideramos las Escrituras a través de dicha devoción o, por utilizar el término exacto, en la Tradición de la Iglesia, los libros sagrados del Antiguo y Nuevo Testamento nos proporcionan textos innumerables que la Iglesia utiliza para glorificar a la Madre de Dios.

Algunos pasajes de los Evangelios, considerados con los ojos externos, fuera de la Tradición de la Iglesia, parecen contradecir de una manera flagrante dicha glorificación extrema, dicha veneración que no tiene límites. Citamos dos ejemplos. Cristo, rindiendo testimonio de san Juan Bautista, lo llama el más grande entre los que han nacido de mujer (Mt. 11, 11; Lc. 7, 28). Es, pues, a él, y no a María, que convendría el primer lugar entre los seres humanos. En efecto, encontramos al Bautista con la Madre de Dios, al lado del Señor, en los iconos bizantinos de la deisis. Sin embargo, es necesario remarcar que jamás la Iglesia ha exaltado a san Juan el Precursor más allá de los serafines, ni colocado su icono en el mismo rango que el de Cristo, a los dos costados del altar, como lo hace con el icono de la Madre de Dios.

Otro pasaje del Evangelio nos muestra a Cristo oponiéndose públicamente a la glorificación de su Madre. En efecto, a la exclamación de una mujer en la multitud: ¡Feliz el seno que te ha llevado y los pechos que te han amamantado! Él respondió: Felices más bien aquellos que escuchan la palabra de Dios y la guardan (Lc. 11, 27-28). Sin embargo, es justamente este pasaje de san Lucas, que parece rebajar el hecho de la maternidad divina de la Virgen ante la calidad de aquellos que reciben y guardan la Revelación, es este texto del Evangelio el que es leído solemnemente durante las fiestas de la Madre de Dios, como si, bajo una forma aparentemente negativa, encerrara una glorificación tanto más grande.

La Madre de Dios y la Tradición.

Nos encontramos de nuevo ante la imposibilidad de separar el dogma y la vida de la Iglesia, la Escritura y la Tradición. El dogma cristológico nos obliga a reconocer la maternidad divina de la Virgen. El testimonio escriturario nos enseña que la gloria de la Madre de Dios no reside únicamente en una maternidad corporal, en el hecho de haber dado a luz y alimentado al Verbo encarnado. Finalmente, la Tradición de la Iglesia –memoria sagrada de aquellos “escuchan y guardan” las palabras de la Revelación- da a la Iglesia esa seguridad con la cual exalta a la Madre de Dios, asignándole una gloria ilimitada.

Fuera de la Tradición de la Iglesia, la teología quedará muda al respecto y no sabrá justificar dicha gloria sorprendente. Es por ello que las comunidades cristianas que rechazan toda noción de Tradición permanecerán también ajenas al culto de la Madre de Dios.

El vínculo estrecho que une todo lo que concierne a la Madre de Dios con la Tradición no es debido únicamente al hecho de que los acontecimientos de su vida terrestre –tales como su Natividad, su Presentación en el Templo y su Asunción, celebradas por la Iglesia- no son mencionadas en las Escrituras. Si el Evangelio hace silencio sobre dichos hechos, cuya ampliación poética es debida a las fuentes apócrifas, a veces bastante tardías, el tema fundamental que señalan pertenece al misterio de nuestra fe y permanece inalienable para la conciencia de la Iglesia. En efecto, la noción de Tradición es más rica de lo que se piensa habitualmente. La Tradición no consiste solamente en la transmisión oral de hechos susceptibles de completar la narración de las Escrituras. Es el complemento de las Escrituras y, ante todo, el cumplimiento del Antiguo Testamento en el Nuevo, del cual la Iglesia se hace consciente. Es Ella la que confiere la comprensión del sentido de la Verdad revelada (Lc. 24-25), no solamente de lo que hay que recibir, sino también y sobretodo cómo hay que recibir y guardar lo que se escucha. En este sentido general, la Tradición implica una operación incesante del Espíritu Santo que no puede tener su pleno florecimiento y producir sus frutos más que en la Iglesia, luego de Pentecostés. No es más que en la Iglesia que nos encontramos aptos para descubrir la conexión íntima de los textos sagrados que hace de las Escrituras –del Antiguo y Nuevo Testamento- el cuerpo único y vivo de la Verdad, donde Cristo está presente en cada palabra. No es más que en la Iglesia que la semilla de la palabra no permanece estéril, sino que produce su fruto, y ésta fructificación de la verdad, tanto como la facultad de hacerla fructificar, se llama Tradición. La devoción ilimitada de la Iglesia hacia la Madre de Dios que, a los ojos del exterior, puede parecer en contradicción con los datos escriturarios, se ha desarrollado en la Tradición de la Iglesia. Es el fruto más precioso de la Tradición.

No es solamente el fruto: es también el germen y el tronco de la Tradición. En efecto, puede descubrirse una relación concreta entre la persona de la Madre de Dios y lo que llamamos la Tradición de la Iglesia. Intentamos, estableciendo esta relación, entrever la gloria de la Madre de Dios bajo el silencio aparente de las Escrituras. El examen de los textos, en su conexión interna, nos guiará en este sentido.

La Madre de Dios en la Escritura.

San Lucas, en un pasaje paralelo al que hemos citado, nos muestra a Cristo renunciando a ver a su Madre y sus hermanos, declarando: Mi Madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen (Lc. 8, 19-21). El contexto de dichas palabras es evidente: según san Lucas, en el momento en que la Madre de Dios deseaba ver a su Hijo, este venía de exponer la parábola del Sembrador (según san Mateo (13, 13) y san Marcos (4, 1-20), la parábola del Sembrador sigue inmediatamente al episodio con la Madre de y los hermanos del Señor. El vínculo es por ello evidente): la semilla arrojada en tierra buena, son aquellos que, habiendo escuchado la palabra, la guardan en su corazón bueno y puro y producen fruto en silencio. Quien tenga oídos para escuchar, escuche (Lc. 8, 15). Y más adelante: Tened, pues, cuidado de la manera en que escucháis, porque se dará a quien tiene, pero a quien no tiene, se le quitará lo que crea tener (Lc. 8, 18). Ahora bien, es justamente dicha facultad de escuchar y guardar en un corazón puro y bueno las palabras referentes a Cristo, facultad que, por otro lado (Lc. 11, 28), Cristo había exaltado por encima del hecho de la maternidad corporal, que no es atribuida por el Evangelio a otra persona más que a la Madre del Señor. San Lucas lo señala con una especie de insistencia, en dos pasajes, en el relato de la infancia de Cristo: Y María conservaba todas estas palabras, poniéndolas en su corazón (2, 19 y 51). Aquella que dio a luz a Dios según la carne guardaba en su memoria todos los testimonios sobre la divinidad de su Hijo. Podría decirse que tenemos ya allí una expresión personificada de la Tradición de la Iglesia, antes de la Iglesia, si san Lucas no hubiera especificado que María y José no habían comprendido las palabras del Niño que debía estar en lo que incumbía a su Padre (2, 49-50). Pues las palabras que la Madre de Dios guardaba fielmente en su corazón no habían sido aún plenamente actualizadas en su conciencia.

Antes de la consumación de la obra de Cristo, antes de Pentecostés, antes de la Iglesia, incluso Aquella sobre la cual el Espíritu Santo ha descendido para volverla apta para servir a la Encarnación del Verbo, no ha aún alcanzado la plenitud que su persona estaba llamada a realizar. Sin embargo, es ya posible la relación entre la Madre de Dios, guardando y reuniendo las palabras proféticas, y la Iglesia, guardiana de la Tradición. Es el germen de la misma realidad. Sólo la Iglesia, complemento de la humanidad de Cristo, podrá guardar la plenitud de la Revelación que, si hubiera sido consignada por escrito, no podría ser contenida por el universo entero (cf. Jn. 21, 25).

Sólo la Madre de Dios, que fue elegida para llevar a Dios en su seno, podrá realizar plenamente en su conciencia todo lo que conllevaba el hecho de la Encarnación del Verbo, que fue también el hecho de su maternidad divina. Las palabras de Cristo que parecen tan duras para su Madre, exaltan esa cualidad que ella tiene en común con los hijos de la Iglesia. Pero mientras que estos últimos, guardando la Tradición, no podrán volverse conscientes de la Verdad y hacerla fructificar más que en una medida más o menos grande, la Madre de Dios, en virtud de la relación única en la cual su persona se encuentra cara a cara con el Dios que puede llamar su Hijo, podrá elevarse desde este mundo hasta la conciencia total de todo lo que el Espíritu Santo comunica a la Iglesia, realizando en su persona dicha plenitud. Ahora bien, dicha conciencia plena de la Divinidad, dicha adquisición de la plenitud de la gracia, propia del siglo futuro, no puede tener lugar más que en un ser deificado. Esto nos pone ante una nueva cuestión, a la cual procuraremos responder para comprender mejor el carácter particular de la devoción de la Iglesia Ortodoxa a la Soberana de los Cielos.

Cristo, rindiendo testimonio de san Juan Bautista, lo llama el más grande entre los que han nacido de mujer (Mt. 11, 11; Lc. 7, 28), pero añade: El más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él. Aquí, la santidad del Antiguo Testamento es comparada a la que podrá realizarse luego del cumplimiento de la obra redentora de Cristo, cuando “la promesa del Padre” (Hch. 1, 4) –el descenso del Espíritu Santo, colmará a la Iglesia de la plenitud de la gracia deificante. San Juan, “más que un profeta”, ya que bautizó al Señor y vio el cielo abierto y al Espíritu Santo descendiendo sobre el Hijo del Hombre bajo la forma de una paloma, ha muerto sin haber recibido la promesa, como todos aquellos que dieron un buen testimonio en la fe, de los cuales el universo entero no era digno pero que, según el plan divino, no podrán conseguir su perfección final sin nosotros (Hb. 11, 38-40), es decir, sin la Iglesia de Cristo. No es más que por la Iglesia que la santidad del Antiguo Testamento podrá recibir su cumplimiento en el siglo futuro, dicha perfección que permanecía oculta, inaccesible para la humanidad antes de Cristo.

Indudablemente, quien fue elegida para ser la Madre de Dios ha representado la cumbre de la santidad del Antiguo Testamento. Si san Juan Bautista fue llamado el más grande antes de Cristo, es porque la grandeza de la Toda Santa pertenecía, no solamente al Antiguo Testamento, donde ella permanecía oculta, no aparente, sino también a la Iglesia, donde se realizó en su plenitud y se manifestó para ser glorificada por todas las generaciones (Lc. 1, 48). La persona de san Juan permanece en el Antiguo Testamento; la de la Santísima Virgen pasa del Antiguo al Nuevo, y dicha transición, en la persona de la Madre de Dios, nos hace comprender cuánto el segundo es “el cumplimiento” del primero.

El Antiguo Testamento no es únicamente una serie de prefiguraciones de Cristo, que se vuelven descifrables luego de la Buena Nueva. Es, ante todo, la historia de la preparación de la humanidad a la venida de Cristo, donde la libertad humana se encuentra constantemente puesta a prueba por la voluntad de Dios.

La obediencia de Noé, el sacrificio de Abrahán, el éxodo del pueblo de Dios conducido por Moisés a través del desierto, la Ley, los profetas, una serie de elecciones divinas, donde los seres humanos unas veces permanecen fieles a la promesa, otras fallan y sufren castigos (cautividad, destrucción del primer templo): toda la tradición sagrada de los judíos es la historia de un encaminamiento lento y laborioso de la humanidad caída hacia la “plenitud de los tiempos”, cuando el ángel será enviado para anunciar a la Virgen elegida la Encarnación de Dios y recoger de sus labios el asentimiento humano para que el divino plan de salvación se cumpla. Así, según las palabras de san Juan Damasceno, el “nombre de la Madre de Dios contiene toda la historia de la economía divina en este mundo” (De fide orth. III).

Dicha economía divina, preparando las condiciones humanas para la Encarnación del Hijo de Dios, no es unilateral: no es una voluntad divina haciendo tabula rasa de la historia de la humanidad. En su economía salvífica, la Sabiduría de Dios se adapta a las fluctuaciones de las voluntades humanas, a las respuestas humanas al llamado divino. Es así que Ella edifica a través de las generaciones de justos del Antiguo Testamento su casa, es decir, la naturaleza purísima de la Santa Virgen, por la cual el Verbo de Dios se volverá connatural a nosotros. La respuesta de María al anuncio hecho por el arcángel: He aquí la sierva de Dios, hágase en mí según tu palabra (Lc. 1, 38), resuelve la tragedia de la humanidad caída. Todo lo que Dios exigía de la libertad humana después de la caída es cumplido. Ahora la obra de la Redención, que sólo el Verbo encarnado podrá efectuar, puede tener lugar. Nicolás Cabasilas decía en su homilía sobre la Anunciación: “La Encarnación fue no solamente la obra del Padre, de su Virtud y de su Espíritu, sino también la obra de la voluntad y la fe de la Virgen. Sin el consentimiento de la Inmaculada, sin la colaboración de la fe, este propósito era tan irrealizable como sin la intervención de las mismas tres Divinas Personas. No es más que después de haberla instruido y persuadido, que Dios la toma por Madre y acoge la carne que ella quiere ofrecerle. Del mismo que Él se encarnaba voluntariamente, igualmente quería que su Madre lo diera a luz libremente, y con su plena voluntad” (ed. Jugie, Patr. Orient. XIX, 2)

Madre de Dios y de la Iglesia.

Ya hemos hecho un acercamiento entre la persona de la Madre de Dios y la Iglesia, hablando de la Tradición que ella personificaba, por así decir, antes de la Iglesia. Aquella que dio a luz a Dios según la carne, guardaba también en su corazón todas las palabras reveladoras de la divinidad de su Hijo. Es un testimonio sobre la vida espiritual de la Madre de Dios. San Lucas nos la muestra no solamente como un instrumento, habiendo voluntariamente servido a la Encarnación, sino como una persona que tiende a concluir en su conciencia el hecho de su maternidad divina. Luego de haber ofrecido su naturaleza humana al Hijo de Dios, procura recibir de Él lo que no posee aún en común con Él: la participación de la Divinidad. Es en su Hijo que la Divinidad habita corporalmente (Col. 2, 9). El vínculo natural que la une al Dios-Hombre no ha aún conferido a la persona de la Madre de Dios el estado de criatura deificada, a pesar del descenso del Espíritu Santo el día de la Anunciación que la volvió apta para cumplir su rol único. En este sentido, la Madre de Dios, antes de la Iglesia, antes de Pentecostés, se relaciona aún con la humanidad del Antiguo Testamento, a aquellos que esperan la promesa del Padre, el bautismo del Espíritu Santo (Hch. 1, 4-5).

La Tradición nos muestra a la Madre de Dios en medio de los discípulos el día de Pentecostés, recibiendo con ellos el Espíritu Santo comunicado a cada uno en una lengua de fuego. Esto concuerda con los testimonios del libro de los Hechos: los Apóstoles, luego de la Ascensión, permanecían unánimemente en oración con algunas mujeres y María, Madre de Jesús, y sus hermanos (1, 14). Estaban todos unánimemente juntos el día de Pentecostés (2, 1). Con la Iglesia, la Madre de Dios ha recibido la última condición que le faltaba para poder crecer en el hombre perfecto, en la medida de la plena madurez de Cristo (Ef. 4, 13). Aquella que, por el Espíritu Santo, recibió en sus entrañas la Persona divina del Hijo, recibe ahora el Espíritu Santo enviado por el Hijo.

Vocación y santificación.

Se puede comparar, en un cierto sentido, estos dos descensos del Espíritu Santo sobre la Santa Virgen con las dos concesiones del Espíritu Santo a los Apóstoles: en la tarde de Resurrección y el día de Pentecostés. La primera les concedió el poder de atar y desatar, una función independiente de sus cualidades subjetivas, debida únicamente a una determinación divina que se les impuso para cumplir este rol en la Iglesia. La segunda dio a cada uno de ellos la posibilidad de realizar su santidad personal, lo que dependerá siempre de las condiciones subjetivas. Sin embargo, las dos concesiones del Espíritu Santo, funcional y personal, se completan mutuamente, como se puede verlo en el caso de los Apóstoles y sus sucesores: no se puede cumplir la función propia en la Iglesia, si uno no se esfuerza en adquirir la santidad; y, por otra parte, es difícil de alcanzar la santidad descuidando la función en la cual uno ha sido establecido por Dios. Las dos deben coincidir cada vez más durante la vida: la función se vuelve, normalmente, un medio por el cual se adquiere la santidad personal, olvidándose de sí mismo.

Algo de análogo se puede ver en el caso, por otro lado único, de la Madre de Dios: la función objetiva de la maternidad divina, en la cual fue establecida el día de la Anunciación, será también el modo subjetivo de su santificación. Ella realizará en su conciencia y en toda su vida personal el hecho de haber llevado en su seno y alimentado a Dios Hijo. Es aquí que las palabras de Cristo, que parecían rebajar a su Madre ante la Iglesia (Lc. 11, 28) reciben su sentido de alabanza suprema: bienaventurado aquella que no solamente fue la Madre de Dios, sino que realizó también en su persona el grado de santidad correspondiente a dicha función única. La persona de la Madre de Dios es exaltada más que su función, la consumación de su santidad más que sus comienzos.

La función de la maternidad divina está ya cumplida en el pasado, mas la Santa Virgen, permaneciendo sobre la tierra luego de la Ascensión de su Hijo, sigue siendo como siempre la Madre de Aquel que, con su humanidad gloriosa, tomada de la Virgen, sentado a la derecha del Padre, por encima de todo principado, poder, virtud y dominación, por encima de todo nombre que puede ser pronunciado no solamente en este siglo, sino también en el siglo futuro (Ef. 1, 21). ¿Cuál es el grado de santidad realizable en este mundo que podrá corresponder a esta relación única de la Madre de Dios con su Hijo, Cabeza de la Iglesia, residente en los cielos? Sólo la santidad total de la Iglesia, complemento de la humanidad gloriosa de Cristo, conteniendo la plenitud de la gracia deificante que el Espíritu Santo no cesa de comunicarle después de Pentecostés. Si los miembros de la Iglesia pueden convertirse en familiares de Cristo, su madre, hermanos y hermanas (Mt. 12, 50), según el grado alcanzado en su vocación. Sólo la Madre de Dios, por la cual el Verbo se hizo carne, podrá recibir la plenitud de la gracia, alcanzar una gloria sin límites, realizar en su persona toda la santidad que la Iglesia puede tener.

La Madre de Dios y el Esjaton.

El Hijo de Dios ha descendido de los cielos y se hizo hombre por medio de la Virgen, para que los hombres puedan elevarse hacia la deificación por la gracia del Espíritu Santo. “Poseer por la gracia lo que Dios tiene por naturaleza”: esa es la vocación suprema de los seres creados, el fin último al cual los hijos de la Iglesia aspiran en este mundo, en el devenir histórico de la Iglesia. Este devenir está ya consumado en la persona divina de Cristo, Cabeza de la Iglesia resucitado y ascendido al cielo. Si la Madre de Dios ha podido verdaderamente realizar en su persona humana y creada la santidad que correspondía a su rol único, no podía no alcanzar en este mundo, por la gracia, todo lo que su Hijo poseía en virtud de su naturaleza divina. Mas de ser así, el devenir histórico de la Iglesia y del mundo ha sido ya consumado no solamente en la persona increada del Hijo de Dios, sino también en la persona creada de su Madre. Es por ello que san Gregorio Palamás denomina a la Madre de Dios “el límite de lo creado y de lo increado”. Al lado de una hipóstasis divina encarnada, existe una hipóstasis humana deificada.

Hemos dicho más arriba que en la persona de la Madre de Dios se podía ver la transición de la más grande santidad del Antiguo Testamento hacia la de la Iglesia. Mas si la Toda-Santa ha consumado la santidad de la Iglesia, toda santidad posible para un ser creado, se trata ahora de otra transición: del mundo del devenir hacia la eternidad del Octavo Día, de la Iglesia hacia el Reino de los Cielos. Esta gloria última de la Madre de Dios, el esjaton realizado en una persona creada, antes del fin del mundo, debe colocarla desde ahora más allá de la muerte, de la resurrección y del Juicio Final. Ella participa de la gloria de su Hijo, reina con Él, preside a su lado los destinos de la Iglesia y el mundo que se despliegan en el tiempo, e intercede por todos junto a Aquel que vendrá a juzgar a vivos y muertos

La transición suprema, por la cual la Madre de Dios alcanza la gloria celestial de su Hijo, es celebrada por la Iglesia el día de la Asunción: una muerte que, según la convicción íntima de la Iglesia, no podía no ser seguida de la resurrección y la asunción corporal de la Toda-Santa. Es difícil hablar, y no menos difícil pensar, en los misterios que la Iglesia guarda en el fondo profundo de su conciencia interior. Aquí toda palabra proferida parece grosera, toda tentativa de formular parece un sacrilegio. Los autores de los escritos apócrifos han a menudo tocado con imprudencia los misterios sobre los cuales la Iglesia ha guardado un silencio prudente por reserva hacia los del exterior. La Madre de Dios no ha sido jamás objeto de la predicación apostólica. Mientras que Cristo es predicado sobre los tejados, proclamado al conocimiento de todos en una catequesis que se dirige al universo entero, el misterio de la Madre de Dios se revela en el interior de la Iglesia a los fieles que han recibido la palabra y tienden hacia la vocación suprema de Dios en Cristo Jesús (Flp.. 2, 14). Más que un objeto de nuestra fe, es un fundamento de nuestra esperanza: fruto de la fe, madurado en la Tradición.

Callemos, pues, y no intentemos dogmatizar sobre la gloria suprema de la Madre de Dios. No seamos demasiado locuaces con los gnósticos que, queriendo decir más de lo necesario –más de lo que podían- han mezclado la cizaña de sus herejías en el trigo puro de la tradición cristiana.

Escuchemos mejor a san Basilio, que define lo que pertenece a la Tradición, diciendo que se trata de una “enseñanza impublicable e inefable, la cual fue conservada por nuestros padres en un silencio inaccesible a toda curiosidad e indiscreción, ya que ellos han sido sanamente instruidos para proteger la santidad del misterio por el silencio. No sería conveniente, en efecto, publicar por escrito la enseñanza sobre los objetos que no deben ser presentados a las miradas de aquellos que no han sido iniciados en los misterios. Además, la razón de una tradición no escrita es esta: examinando varias veces seguidas el contenido de dichas enseñanzas, algunos correrían el riesgo de perder la veneración a fuerza del hábito. Porque una cosa es la enseñanza, y otra cosa, la predicación. Las enseñanzas son guardadas en silencio, las predicaciones son manifestadas. Una cierta oscuridad en las expresiones, de las cuales las Escrituras hace a veces uso, es también una manera de guardar silencio, con el fin de hacer difícilmente inteligible el sentido de las enseñanzas, para la utilidad más grande de aquellos que leen” (Tratado del Espíritu Santo, XXVII).

Si la enseñanza sobre la Madre de Dios pertenece a la Tradición, no es más que a través de la experiencia de nuestra vida en la Iglesia que podremos adherirnos a la devoción sin límites que la Iglesia ha consagrado a la Madre de Dios. Y el grado de dicha adhesión será la medida de nuestra pertenencia al Cuerpo de Cristo.



Extracto de À l’Image et à la ressemblance de Dieu, Aubier-Montaigne, 1967. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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