jueves, 11 de febrero de 2010



La enseñanza de san Basilio sobre el Espíritu Santo




Panagiotis Christou







Icono de San Basilio Magno



1. Los pneumatómacos.

Durante la primera fase de la controversia arriana, los teólogos estaban exclusivamente preocupados por el problema de la situación del Hijo en la Trinidad. Y aunque fuera evidente que negando la divinidad de la naturaleza del Hijo, los arrianos negarían aún más la divinidad el Espíritu, los partidarios del dogma de Nicea se tomaron el trabajo de combatir en el frente donde el ataque era más grave. La pneumatomaquia hizo su aparición cuando se distinguió de grupos de tendencias variadas en el campo de los arrianos, en particular cuando algunos entre ellos comenzaron a admitir la divinidad del Hijo, así como la fórmula homousios, pero en perífrasis.

Como primeros pneumatómacos, aparecen hacia el año 360, los tropicistas de Egipto y los anomeos de Asia Menor. Estos últimos, sin embargo, tenían una misma humilde opinión del Hijo y del Espíritu. Los pneumatómacos irreductibles se alían desde 370 en una facción particular dirigida por Eustacio de Sebaste y que une a los homeos y los homeusianos. Estos son aquellos a los que se llama propiamente los pneumatómacos porque, con respecto a los anomeos, tenían una concepción más elevada del Hijo.

San Basilio tenía tendencia a suponer que los pneumatómacos, cuando procuraban disminuir la posición eminente del Espíritu, eran conducidos por presuposiciones lógicas. Pero, en realidad, diversos motivos determinaban su manera de pensar. En primer lugar, la ausencia de una mención explícita de la divinidad del Espíritu en la Biblia, da la impresión que los partidarios de la divinidad del Espíritu introducen en la Iglesia una divinidad que no está allí demostrada y que es, por consiguiente, inaceptable. En segundo lugar, la concepción de la trascendencia absoluta de Dios excluye también la divinidad del Espíritu, y sus intervenciones en los hombres y en el mundo. En tercer lugar, la concepción lógica pretende que, si el Espíritu es también Dios, nos hundimos en el triteísmo.

Aquellos que niegan la divinidad del Espíritu podrán responder a la cuestión: “¿qué es exactamente el Espíritu? de la misma manera que los monarquianistas dinámicos, para quienes el Espíritu no es una persona, sino simplemente un poder (dynamis). San Basilio no se ha enfrentado con esta respuesta. Es más: ellos pueden responder también que es una persona, pero que no es divina. Aquellos que responden así parten del principio de que los seres existen, sea como inengendrados, como Dios, sea como engendrados, como el Hijo, sea, por último, como criaturas. El Espíritu, no perteneciendo ni a la primera ni a la segunda de estas categorías, está necesariamente situado entre las criaturas. Sin embargo, frente a las objeciones de los ortodoxos, han encontrado una posición entre Dios y la criatura, de manera de situar al Espíritu al nivel de un ser a medias divino (1). Dicho de otro modo, el Espíritu no es un servidor, como es el caso de los seres creados, y no es tampoco un señor como lo es Dios: más bien es una tercera realidad, independiente (2). Ellos han formulado dicha opinión teológica y litúrgicamente señalando al Padre, como creador, el ex hou (del cual), al Hijo, como servidor, el di’ hou (por el cual), y al Espíritu, como el que encierra en sí mismo el tiempo y el espacio, el en (en que) (3).

Un tercer grupo, sin considerar al Espíritu como Dios, lo caracteriza como divino, mas lo subordina colocándolo en el tercer puesto después del Padre y el Hijo (4).


2. Las fuentes de san Basilio relativas a la doctrina del Espíritu Santo.

Del lado ortodoxo, los primeros hombres que han abordado el problema del Espíritu santo de manera específica, en el curso de este periodo, son Atanasio el Grande y Dídimo el Ciego. Los escritos auténticos de Dídimo sobre este problema aparecen posteriormente al año 360 y tienen en cuenta, por consiguiente, a las sectas pneumatómacas más tardías. Sin embargo, incluso si han sido difundidos luego de 381, incluyen probablemente materias que ha enseñado anteriormente en la escuela teológica de Alejandría. Tanto Gregorio el Teólogo como Basilio el Grande conocían probablemente sus opiniones sobre el Espíritu antes de la publicación en sus escritos, porque habían verosímilmente seguido sus cursos. Eso explica en parte la similitud de sus demostraciones con respecto a las pruebas de su maestro alejandrino.

Basilio ha consagrado a este problema un escrito especial, De Spiritu Sancto ad Amphilochium, que justifica la forma simétrica de la doxología (Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo) empleada comúnmente con la fórmula asimétrica dominante (Gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo) y que presenta una enseñanza de conjunto sobre el Espíritu. La doctrina de Basilio está igualmente completada lo que dijo en el tercer libro de su obra contra Eunomio, el tratado Contra Sabellium et Arium y en algunas de sus Cartas.

Como todos los ortodoxos, Basilio ha sido acusado por los herejes de ser un innovador reconociendo la divinidad del Espíritu. Más también ha sido acusado con virulencia de introducir una nueva forma simétrica de doxología. Defendiéndose contra esta acusación, Basilio ha sido absolutamente sincero, ya que era perfectamente cierto que su pneumatología derivaba directamente de la tradición y la vida de la Iglesia: ¿Cómo sería un innovador, un creador de nuevas fórmulas, cuando cito como autores y campeones de la Palabra, naciones enteras, ciudades, usos que se remontan más allá de toda memoria humana, a hombres que han sido los pilares de la Iglesia e ilustres por sus conocimientos y su poder espiritual? (5).

En el Nuevo Testamento, Basilio no encontraba solamente la fórmula bautismal en la cual la personalidad y la divinidad del Espíritu estaban libremente significadas. Puesto que ha puesto a un lado las fórmulas paulinas que tienen relación con el Espíritu (6), hallaba nombres como “paráclito, santo, ungido, Señor, Dios” que dan testimonio de la comunión (7) con Dios y las energías del Espíritu que no convienen más que a Dios, como el conocimiento de las profundidades de Dios, por ejemplo (8).

Basilio no se contenta con la simple cita de la Escritura, puesto que sus adversarios también invocan su autoridad. La defensa de una doctrina por la invocación de la tradición se imponía más que en ninguna otra época. Anteriormente, las discusiones dogmáticas se habían limitado al Padre y al Hijo a propósito de los cuales había abundantes testimonios escriturarios; mientras que, cuando el interés se concentró sobre el Espíritu, los testimonios escriturarios eran insuficientes.

Según Basilio, toda la tradición de la Iglesia, que tenía un valor igual al de la Escritura –porque expresa su espíritu (9)- explicita la divinidad del Espíritu: “No separéis al Espíritu Santo del Padre y del Hijo; reverenciad la tradición. Es de esta manera que el Señor ha enseñado, que los apóstoles han predicado, que los Padres han conservado y los mártires confirmado” (10). Entre los Padres, Basilio menciona el nombre de Ireneo, de Clemente de Alejandría, de Dionisio de Roma y Dionisio de Alejandría, de Orígenes, de Gregorio el Taumaturgo y de “Atenógenes” como testigos de la tradición kerigmática conocida a propósito de la doctrina del Espíritu Santo como persona divina (11).

Sin embargo, Basilio insiste más sobre la tradición dogmática no escrita. Según su punto de vista, que coincide en un alto grado con el punto de vista de la escuela antigua de Alejandría, los apóstoles y los Padres han conservado una parte de la verdad oculta en los sacramentos y ritos en general. “El dogma es una cosa y el kerigma es otra. Si el primero está conservado en el silencio, el segundo es proclamado” (12). El kerigma contenido en las Escrituras y en los escritos de los Padres es trasmitido a los miembros de la Iglesia y a los de afuera por la predicación. El dogma no contradice al kerigma; es su interpretación y da de él una inteligencia más profunda, pero no es formulado. Es una experiencia viva de las verdades de fe en la vida general y sacramental de la Iglesia. Así comprendido, el dogma no forma parte de una tradición secreta, oculta a la gran masa de los fieles, ya que es la propiedad común de todos aquellos que participan en la vida de la Iglesia, incluso si hubo una cierta disimulación a través de los siglos, disimulación acentuada por la lectura secreta de oraciones litúrgicas y por la erección del iconostasio para disimular la mesa santa. En todo caso, las Escrituras, la enseñanza de los Padres, la confesión de la fe, los sacramentos y el culto en general constituyen partes vinculadas cuya formulación total sobre un tema específico se debe tener en cuenta: “Debemos ser bautizados y glorificar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo tal como lo creemos” (13). Por primera vez, el culto de adoración que se despliega en un lugar defendido se volvía un medio de defensa.

Existen dos medios de conducirnos a la salvación: la fe y el bautismo. El primero es atestiguado por la confesión unificada del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo que el bautizado (14) hacía y que es justamente la precursora de la doxología trinitaria simétrica (15). Aquellos que niegan al Espíritu trasgreden naturalmente toda la confesión de fe, porque todo bautizado asumir la fe entera o renunciar al nombre de cristiano (16). El segundo medio de salvación, el bautismo, es igualmente dado en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (17). El bautismo persigue dos objetivos: la muerte del cuerpo del pecado, efectuada por la inmersión y la recepción de la vida nueva suscitada por el Espíritu de vida (18). Los que separan al Espíritu del Padre y del Hijo vuelven, por un lado, el bautismo incompleto y hacen, por otro lado, de la confesión de fe una realidad inadecuada (19). Es ciertamente imposible ser bautizado al mismo tiempo en nombre de dos seres divinos y de un ser creado (20).

De estos extractos, resulta claramente que Basilio atribuye una grandísima importancia a la experiencia pneumatológica del cristiano. Dicha experiencia comienza con la participación del cristiano en el sacramento del bautismo. Las necesidades espirituales de los cristianos exigen la divinidad del Espíritu y su experiencia lo confirma. Si el Espíritu fuera una criatura, la doctrina de la Trinidad y la posibilidad de una deificación del hombre serían destruidas. La consecuencia sería que toda la estructura de la Iglesia se desmoronaría. Es por ello que Gregorio el Teólogo exclama: “Si el Espíritu Santo no es Dios, es necesario que Dios lo deifique primero y que después me deifique como su igual” (21).


3. El doble aspecto de la doctrina del Espíritu Santo.

Todo aquello que concierne a Dios permanece fuera del alcance del espíritu humano. En efecto, Dios participa de una esfera de existencia en la cual el hombre no puede penetrar. Todo conocimiento religioso sería imposible a menos que hubiera habido revelación. San Basilio refuta los principios fundamentales de la enseñanza de los pneumatómacos y los arrianos, la imposibilidad natural para Dios de entrar en la esfera humana, por ciertas distinciones que jugarán un rol importante en las discusiones teológicas diez siglos más tarde, Si el hombre no puede entrar por sí mismo en el dominio de Dios, Dios puede entrar en el dominio del mundo que es su propia creación. Dios penetra allí por su revelación, que es la manifestación de su propia persona en el mundo, por medio de sus energías. Si bien ignoramos a Dios en su esencia inaccesible, lo conocemos a través de sus energías que descienden hasta nosotros (22). Las energías que percibimos por medio de nuestro sentido espiritual, contribuyen a la formación de una suerte de conocimiento empírico respecto de las hipóstasis de la Trinidad.

Así, la doctrina del Espíritu Santo puede referirse ya sea a su existencia eterna, ya sea a su actividad en el mundo. En el primer caso, el Espíritu está situado al lado del Padre y del Hijo; en el segundo, está también con los hombres: “Cuando consideramos al Espíritu, lo vemos exaltado con el Padre y el Hijo; cuando evocamos la gracia comunicada a sus participantes, vemos que el Espíritu Santo está en nosotros” (23). Por estas razones, las preposiciones sun (con) y en (en) son intercambiables, así, las formas doxológicas ambas correctas: la simétrica expresa el lugar del Espíritu en la Trinidad, y la asimétrica expresa su actividad en la economía divina.

En su teología del Espíritu, san Basilio –como Atanasio en su teología del Hijo- parte de este segundo aspecto. ¿Dónde podemos situar al Espíritu? Los herejes han seguido el esquema “no-engendrado, engendrado, creado”. Pero san Basilio refuta este esquema afirmando que estas categorías no se aplican al Espíritu, ya que es el “Espíritu Santo”, un nombre que expresa todas las cosas. Hay una línea de separación entre Dios y la creación, y el Espíritu debe ser situado en una de las dos zonas: “En los pares de nombres Dios-creación, Señorío-esclavitud, energía santificante y seres santificados, ¿de qué lado colocar al Espíritu?” (24). Es ciertamente imposible a aquel que santifica y a aquel que tiene necesidad de ser santificado, a aquel que enseña y a aquel que es enseñado, a aquel que revela y a aquel que tiene necesidad de una revelación, ser de la misma naturaleza (25). La creación es esclava, mientras que el Espíritu libera la personalidad humana y la vuelve perfecta; no se puede, pues, concebirlo más que como naturaleza divina. Nadie puede concebir la santificación y la perfección por medios creados.

En el movimiento hesicasta del siglo XIV, reencontramos una vez más los mismos argumentos, esa vez más desarrollados. Los hesicastas, impugnando la posibilidad de una regeneración y una deificación del hombre por medios creados, las atribuyen a la energía increada y natural del Espíritu solamente.


4. Existencia eterna del Espíritu.

San Basilio, como muchos otros Padres griegos de la misma época, reduce la teología a una triadología, y no desarrolla la triadología como un producto del pensamiento filosófico, sino como una verdad empírica. Parte de las hipóstasis concretas, activas en el mundo, para desembocar en la unidad de Dios.

Las hipóstasis divinas se manifiestan de diversas maneras y en diversos sitios, pero han aparecido en actividades particulares de una manera más plena: el Padre en la creación, el Hijo en la obra de la regeneración y el Espíritu en la vida de la Iglesia. El Hijo y el Espíritu han venido al mundo en un sentido real. Ciertos Padres, como Cirilo de Jerusalén (26) y Gregorio el Teólogo (27), por ejemplo, hablan de la venida o de la encarnación del Espíritu. Basilio habla también del descenso y la permanencia en el hombre del Espíritu, aunque no usa el mismo vocabulario.

La causalidad provoca en Dios la distinción de las personas que ocupan un cierto lugar en la Trinidad. El Padre es no-engendrado, el Hijo es engendrado y el Espíritu procede (28); sus atributos distintivos correspondientes son la paternidad, la filiación y la santificación (29). Pero mientras que el término gennasthai expresa globalmente un modo de derivación de manera comprensible, no es idéntico al término ekporeuesthai, ya que este término no describe precisamente el origen del Espíritu. Es la razón por la cual san Basilio afirma que el Espíritu procede de manera inefable (30) del Padre; la procesión designa la familiaridad y preserva un modo de existencia inexpresable, mas él no duda jamás de la personalidad del Espíritu.

En ninguna época, los Padres, sea cuales sean, han declarado que el Espíritu procede también del Hijo. Ciertos pasajes de Cirilo de Alejandría, hablando de la derivación del Espíritu del Hijo, hacen alusión, no a la causa, sino a su misión: la Trinidad entera participa en su misión por una energía común, porque todas las energías divinas son comunes al conjunto de la Trinidad (30 bis). El hecho de que las dos hipóstasis deriven del Padre solo crea la fácil impresión de disipar de la monarquía la hipóstasis del Padre. Pero las propiedades del Hijo y del Espíritu no son ciertamente consideradas como inferiores a las del Padre. Ellas no son, en efecto, distinguidas más que en relación con la causa que debe permanecer rigurosamente única para evitar todo dualismo, pero no lo son en relación a la naturaleza increada. Las hipóstasis no son primera, segunda y tercera, sino de igual valor –y no numeradas- y son designadas por su nombre santo: un solo Dios: el Padre, un solo engendrado: el Hijo, un solo Espíritu Santo. Toda subordinación conduce al politeísmo (31).

Dichas hipóstasis distintas están unidas de modo que ninguna puede ser concebida sin las otras y que cada una presupone las otras dos, y que ellas constituyen tres personas perfectas, inseparablemente unidas: “porque donde el Espíritu Santo está presente, allí está también Cristo, y donde está Cristo, el Padre está también presente” (32). De suerte que quienquiera que no cree en el Espíritu, no puede ciertamente creer en el Hijo, y quien no cree en el Hijo no puede ciertamente creer en Dios Padre (33). ¿En qué consiste la unidad de las hipóstasis? En primer lugar, puede consistir en la ousia común. Según Aristóteles, ousia puede significar dos cosas: a) lo que es común a todos y no puede ser objeto de percepción más que por el intelecto y b) la existencia individual. En algunas de sus cartas, san Basilio emplea expresiones aristotélicas para definir la ousia (en el primer sentido) y la hipóstasis (ousia en el segundo sentido) (34). No está enteramente satisfecho por dichas categorías, porque la lógica aristotélica exige divisiones y clasificaciones que rechaza absolutamente como inaplicables a Dios. A veces, caracteriza a las hipóstasis como siendo de la misma ousia, homoousios (35). Se ajusta al dogma de Nicea, pero se trata de integrar dicha noción en las estructuras de la triadología de la escuela de Capadocia, en la cual ousia no es una cosa más elevada que las personas, una especie de fuente de la cual las personas obtendrían su origen.

El término ousia, además, da a primera vista la impresión de una cosa material y creada, aunque su uso en teología haya hecho de él un término particular. La manera en que san Basilio evita aplicar el término homoousios al Espíritu Santo puede explicarse por sus dudas en presencia de la palabra ousia, por las razones mencionadas y por otra razón: era utilizada por los pneumatómacos para designar una subordinación. San Basilio no se sirve de dicho término más que cuando es absolutamente indispensable. Sus principios teológicos no le permitían insistir demasiado sobre el homoousios. No quiere dar la impresión que Dios consiste en tal o cual ousia, porque Él es incomprensible y no puede ser definido. No ha explicado el homoousios identificando la esencia y la hipóstasis, lo que establecía la distinción de las personas. Así, en tanto ousia, la visión sin límite e incomprensible de Dios permanece. Para evitar todo malentendido, san Basilio descarta deliberadamente el término homoousios en lo que concierne al Espíritu Santo, como lo hará ulteriormente el segundo concilio ecuménico. Según esta óptica, la Trinidad no está compuesta de una o varias ousias, sino que está constituida por tres personas definidas. Porque las personas tienen su valor y su dignidad individuales –las mismas para las tres– el Espíritu Santo posee el mismo honor que las otras personas de la Trinidad, es homotimos.

San Basilio está más cómodo empleando los términos de physis y theotes: “El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen la misma naturaleza y son un solo Dios” (36). El Espíritu Santo es una “naturaleza divina y santa” (37). Naturaleza es una palabra que conviene mejor a la persona, porque no describe la constitución material de una cosa, sino caracteriza el modo de existencia.

San Basilio no atribuye al Espíritu el nombre de Dios. Atanasio ha motivado este rechazo en nombre de la dispensación de la oikonomia y Gregorio el Teólogo la ha justificado por razones de prudencia. Mas este último ha sido a veces turbado por dicha reserva y se le ha preguntado hasta cuándo ocultaría la luz bajo el celemín (38). Otros han considerado han considerado a Basilio como modernista por razones contrarias. Las opiniones, según las cuales san Basilio ha formulado su enseñanza trinitaria, sea por razones de oportunismo político, sea por simpatía por los homoiusianos no parecen responder a una situación de hecho. Hay otras razones teológicas de importancia. En el sistema teológico de Basilio, encontramos a Dios (= el Padre), Dios de Dios (= el Hijo) y el que procede de Dios(= el Espíritu). No duda que los tres sean Dios; pero si llama con lógica Dios a las tres personas, teme ser acusado de adoptar tres dioses, porque estaría obligado a colocarlos en un cierto orden, como primero, segundo y tercero; teme más aún destruir el carácter único de la causalidad en la Trinidad. Por esta razón, prefiere dar a las tres personas divinas los nombres que les distinguen: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El nombre del Espíritu Santo significa varias cosas , entre otras que es Dios, lo que basta para caracterizarlo. Es indiscutible que Basilio considera al Espíritu Santo como Dios, así como acepta que sea homoousios, lo que ha declarado claramente en conversaciones privadas, según lo afirma Gregorio el Teólogo (39). Además, lo que ha dicho del Espíritu era aún demasiado. Otros, de hecho, llamaban al Espíritu Santo Dios, sin emplear la fórmula syn to pneumati en la doxología. Porque si bien es muy importante llamar Dios al Espíritu Santo, en ciertas condiciones, ¡el hombre también es llamado Dios! Lo que es más importante es dirigirle oraciones como a Dios.

La unidad de las hipóstasis de la tríada está felizmente expresada por la identificación de poder, energía y voluntad. Una corriente indivisa de energía existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu: “Así, el modo de conocer a Dios viene del único Espíritu por el Hijo y va al Padre único; y a la inversa, la bondad natural, la santificación y el oficio real vienen del Padre por el Hijo único hacia el Espíritu” (40). La actividad de la Trinidad es común, aunque ciertas energías aparezcan separadamente en razón de las hipóstasis. En la creación, por ejemplo, el Padre es la causa inicial de todo lo que es creado en el mundo, el Hijo es la causa creadora y el Espíritu la causa perfectiva, pero la fuente es única. Sin duda, ninguna de las hipóstasis tiene una actividad imperfecta de modo que la ayuda de las otras sea necesaria. Se trata allí de una voluntad unificada: cada hipóstasis tiene la voluntad de actuar de acuerdo con las otras (41). Pero sobre todo, la unidad de las hipóstasis es expresada por su fuente común, que es el Padre, como ha sido dicho más arriba.

San Basilio caracteriza al Espíritu por una perífrasis, como imagen del Hijo (42), porque en Él y por Él, los hombres ven al Hijo. Las hipóstasis se hacen cada una la reveladora de las otras a los hombres: el Espíritu refleja en sí mismo la imagen del Hijo, el Hijo la del Padre. Así, el itinerario del conocimiento de Dios parte del Espíritu, a través del Hijo para llegar al Padre. Mas en la Trinidad, no existe imagen del Espíritu, de modo que permanece menos conocido que las otras hipóstasis. El Hijo ha hablado del Padre y ha sido manifestado por el Espíritu que ha hablado en el pasado a los profetas como habla hoy en la Iglesia. Encontramos en las Escrituras abundantes testimonios sobre estas dos personas, el Padre y el Hijo. Además, su obra es objetiva –la creación del mundo y la institución de las condiciones de la regeneración del hombre– y cae inmediatamente bajo los sentidos. En cuanto al Espíritu, no es más que ocasionalmente que la Escritura lo menciona. Sin duda, habita en la Iglesia y se hace conocer por sus energías, pero la experiencia espiritual que los iluminados adquieren es a menudo poco precisa y no permite una comprensión completa de su personalidad. Por esta razón, los Padres han evitado precisar sus orígenes. Incluso el término “procesión”, como se ha dicho en otro lugar, no disipa nuestra ignorancia sobre el modo de su existencia, ignorancia que san Basilio considera, por otra parte, como sin importancia (43). Esta es la razón por la cual, interpretando el origen del Espíritu Santo en términos no bíblicos, hemos procedido con prudencia: “Ya que es típico del hombre piadoso no decir nada del Espíritu Santo de lo que las Escrituras hagan silencio, y ello porque es nuestra convicción que la experiencia y la comprensión al respecto residen para nosotros en el mundo venidero” (44). Era también prudente cuando caracterizaba al Espíritu como homoousios y Dios, tal como lo hemos dicho. La Iglesia ha tenido y conservado siempre esta actitud de prudencia; aunque haya compuesto himnos al Espíritu Santo, no ha compuesto oraciones que le fueran dirigidas, a excepción de una sola. En sus oraciones a Dios, en general, denomina sin embargo al Espíritu Santo co-eterno, de valor idéntico, de igual gloria y homoousios. La himnología de la Iglesia refleja la enseñanza de Gregorio el Teólogo, que era más audaz en su manera de presentar la divinidad del Espíritu, mientras que las oraciones de Pentecostés reflejan la enseñanza de Basilio el Grande.


5. La economía del Espíritu.

Las acciones del Espíritu, inefables en su amplitud e innumerables (45), se relacionan con la enseñanza, la adopción filial y en particular con la distribución de los carismas. Ningún carisma es concedido a la criatura sin la acción del Espíritu (46). San Basilio resume sus frutos en los términos de confirmación, santificación y perfección. Define así la actividad de las hipóstasis en la creación de las potencias angélicas: “Por consiguiente, el número tres viene del espíritu: el Señor ordena, el Logos que crea y el Espíritu que afirma. Ahora bien, no hay más que afirmar, sino que es perfecto en santidad. Designando seguramente esta palabra el hecho de estar firme, inmutable y sólidamente fijado en el bien. No hay santificación sin el Espíritu” (47).

Dichas energías se han manifestado desde toda la eternidad: antes del mundo invisible y más allá del tiempo. Cubren todas las épocas de la historia del ser racional. Basilio parece excluir de la actividad del Espíritu a la criatura desprovista de razón, justamente porque solo los seres dotados de razón y personalidad tienen la necesidad y la capacidad de perfección por su elevación al rango de personalidades. Es significativo que san Basilio, en el pasaje de su segunda homilía sobre el Hexaemeron, donde está obligado a interpretar el texto: “Y el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas”, no presenta una interpretación de su opinión sino apela a la autoridad unánime para mostrar que dicha frase bíblica significa la vivificación de la naturaleza del agua por el Espíritu. Él ha vuelto perfectas a las potencias angélicas por la santificación, durante la creación del mundo. En el curso de la progresiva restauración de la humanidad, ha dado uno de sus carismas más importantes: la profecía (48), y al momento de la verdadera restauración, estaba presente y activo con Cristo (49). En la vida de la Iglesia, crea su ornamentación (50) y, durante el Juicio Final, estará junto al Juez (51). Desde un cierto punto de vista, la actividad por excelencia del Espíritu es la conservación continuamente activa de la Revelación y su reparto individual a los seres particulares.

El Espíritu habita en la Iglesia y es poseído simultáneamente por el conjunto de sus miembros como por cada uno en particular. Es el vínculo que une sus miembros en el tiempo y en el espacio (52). Los ministros de la Iglesia son iluminados para volverse buenos pastores, y los fieles son fortalecidos para convertirse en un buen rebaño. En ambos casos, la actividad del Espíritu se refiere a la personalidad de aquel que es su portador.

La actividad del Espíritu es más personal en la vida privada del creyente. Descendido sobre todos los creyentes, toca solamente a aquel que es puro de corazón, como el sol no toca más que el ojo con buena salud (53). En este punto, se toma conciencia de las tendencias ascéticas de Basilio.

La iluminación del Espíritu toca más el alma y el cuerpo que al intelecto. Su gracia, inefablemente unida a la personalidad y la existencia humana, es un poder de regeneración permanente en ellas que las vuelve espirituales y portadoras del Espíritu (54). También el Espíritu puede ser designado como eidos (55), que confiere una forma al hombre natural, lo libera de la esclavitud de los poderes y necesidades naturales, y hace de él una personalidad libre por medio de una metamorfosis llena de fuerza (56). El hombre espiritual está hecho conforme a la imagen de Dios y es, de algún modo, la imagen del Espíritu (57) que, aunque no se la encuentra en la Trinidad, aparece en la humanidad.

Residiendo en los santos, el Espíritu es visto por ellos místicamente y así, la ignorancia original es superada existencialmente. No se manifiesta solamente a ellos, sino que manifiesta también la gloria del Hijo y la visión arquetípica. “Puesto que vemos la belleza de la imagen invisible de Dios en el espectáculo sobrenatural de los arquetipos, encontramos en ello también, inseparablemente unido a Dios, el Espíritu de conocimiento que ofrece en sí mismo a los iniciados en la verdad el poder de ver la imagen… Manifiesta así el conocimiento de Dios a los verdaderos adoradores (58). El objetivo de la peregrinación del hombre espiritual es la visión del Dios tríadico. Ello quiere decir que ya ha alcanzado tal grado de perfección que puede habitar con Dios, ser semejante a Él y llegar a ser Dios (59). Por la actividad de Espíritu Santo, la humanidad es unida a la Trinidad.



(1) SÓCRATES, Hist. eccl., 2, 45; PG 67, 360.

(2) De Spir. Sancto, Cap. 20, 51; ΡG 32, 161.

(3) Cap. 2, 4; PG f 32, 73.

(4) Cap. 6, 13; PG 32, 88.

(5) Cap. 29, 75; PG 32, 208 C.

(6) 2 Cor. 13, 13. Cap. 25, 59; PG 32. 177.

(7) Contra Eun. 3, 3. ΡG 29, 661. De Spir. Sancto 24, 52; ΡG 32, 164.

(8) Cap. 24, 56; ΡG 32, 172.

(9) Cap. 7, 16; ΡG 32, 93.

(10) Contra Sab. et Ar. et Anom. 6; PG 31, 612 B.

(11) De Spir. Sancto, cap. 29, 72; ΡG 32, 201-208.

(12) Cap. 27, 66; PG 32, 189.

(13) Epist. 125, 3; PG 32, 549.

(14) De Spir. Sancto, cap. 10, 26; PG 32, 113.

(15) Cap. 27, 68; PG 32, 193.

(16) Cap. 11, 27; PG 32, 113-116.

(17) Cap. 12, 28; PG 32, 117.

(18) Cap. 15, 35; PG 32, 129.

(19) Contra Sab. et Ar. et Αnοm. 5; ΡG 31, 609.

(20) Epist. 125, 3; ΡG 32, 549.

(21) Sermo 34, 12; ΡG 36, 252.

(22) Epist. 234, 1; PG 32, 869. Loeb, 3, p. 370-2.

(23) De Spir. Sancto, cap. 26, 63; ΡG; 32, 184.

(24) Contra Εun. 3, 2; ΡG 29, 660.

(25) Ibid. 3, 6; PG 29, 668.

(26) Catech. 16, 4; ΡG 33, 921-924.

(27) Oratio 41, 5; ΡG 36, 436.

(28) Epist. 125, 3; PCi 32, 549.

(29) Epist. 236, 6; PG 32, 884. Loeb, 3, p. 402. De Fide 4; PG 31, 685 ss.

(30) Contra Sab. et Ar. et Anom. 7; ΡG 31, 616.

(30 bis) Esta afirmación del autor no es exacta. Si bien es cierto que los Padres nunca han afirmado que existan dos principios de espiración del Espíritu Santo (lo cual implicaría un error dogmático) admiten, sin embargo, una cierta dependencia eterna del Espíritu respecto del Hijo, pero sin profundizar en la cuestión del sentido y extensión de dicha dependencia. Sintetizando la doctrina patrística, san Juan Damasceno afirma: “Nosotros no decimos que el Hijo es causa, nosotros no decimos que es Padre... Nosotros no decimos que viene del Hijo (ekporeuetai), sino que nosotros decimos que es el Espíritu del Hijo... Es el Espíritu del Padre como procedente de Él... pero también es llamado Espíritu del Hijo no como (procedente) de Él, sino procedente por medio de Él del Padre. Sólo el Padre es causa (aitia)”. De este modo atribuye al Hijo un cierto puesto en la condición eterna del Espíritu Santo (Nota del traductor).

(31) De Spir. Sancto, cap. 18, 44-47; ΡG 32, 148-153.

(32) Contra Sab. et Ar. et Anom. 5, ΡG 31, 609.

(33) De Spir. Sancto, cap. 11, 27; PG 32, 116.

(34) Epist. 214, 4; PG 32, 789; Epist. 236, 6; ΡG 32, 884, Loeb, 3.

(35) Ibid. 214, 4; PG 32, 789.

(36) Epist. 210, 4; ΡG 32, 773.

(37) Epist. 125, 3; PG 32, 549.

(38) Epist. 58; PG 37, 116.

(39) Oratio 43, 69; ΡG 36, 589.

(40) De Spir. Sancto, cap. 18, 47; PG 32, 153.

(41) Cap. 16, 38; Ρ 32, 136. Cf. también 8, 21; ΡG 32, 105. Epist. p. 402.

(42) De Spir Sancto, cap. 9, 23; ΡG 32, 109, 26, 64; ΡG 32, 185. 18, 47; ΡG 32, l53.

(43) Contra Sab. et Ar. et Anam. 6; PG 31, 613.

(44) Contra Εun. 3, 7; ΡG 29, 669.

(45) De Spir. Sancto, cap. 18, 48; PG 32, 156.

(46) Cap. 24, 55; Ρ 32, 172.

(47) Cap. 16, 38; ΡG 32, 136.

(48) Cap. 16, 38; PG 32, 137.

(49) Cap. 18, 42; PG 32, 157.

(50) Cap. 16, 39; PG 32, 140.

(51) Cap. 16, 40; PG 32, 141.

(52) Cap. 26, 61; PG 32, 181.

(53) Cap. 9, 23; PG 32, 109.

(54) Ibid.

(55) Cap. 21, 52; PG 32,165.

(56) Cap. 26, 61; PG 32, Ι80.

(57) Cap. 26, 61; PG 32, 180.

(58) Cap. 18, 47; PG 32, 153.

(59) Cap. 9, 23; PG 32, 109.


Aparecido en Verbum Caro Nº 89 (1969). Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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