viernes, 26 de febrero de 2010



La imagen de Cristo
no hecha por mano de hombre




Leonid Uspensky







En la controversia con los iconoclastas, la imagen de Cristo no hecha por mano de hombre era uno de los argumentos principales de los ortodoxos, los de Oriente y los de Occidente. Las representaciones del Señor históricamente conocidas, hechas por sus veneradores y que le eran más o menos contemporáneas (1) estaban lejos de tener, para los ortodoxos, el mismo significado que tenía la imagen no hecha por mano de hombre, a la cual la Iglesia debía consagrar una fiesta (el 16 de Agosto). “Es precisamente dicha imagen la que expresa por excelencia el fundamento dogmático de la iconografía” (2) y que es el punto de partida de toda la imaginería cristiana.

La leyenda de la imagen no hecha por mano de hombre está ligada al dogma por la tradición apostólica: “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que nuestras manos han tocado (...) y hemos visto y rendimos testimonio, y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al padre y que nos ha sido manifestada – lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (1 Jn. 1, 1-3), insiste el Apóstol.

La Iglesia guarda las tradiciones que, por su contenido, incluso expresadas bajo una forma legendaria, sirven para manifestar y afirmar las verdades dogmáticas de la economía divina. Así, la veneración de la Madre de Dios y casi todas las fiestas que le corresponden están fundadas sobre tradiciones. Dicho de otro modo, la Iglesia guarda las tradiciones que contribuyen a asimilar los fundamentos dogmáticos de la fe, que ayudan al espíritu humano a percibirlas. Es por ello que dichas tradiciones, como también aquella de la imagen no hecha por mano de hombre y del rey Abgar, están fijadas en las actas de los concilios y en los escritos patrísticos, y entran en la vida litúrgica ortodoxa.

La doctrina de la Iglesia ortodoxa sobre la imagen no ha sido elaborada solamente por los Santos Padres del periodo iconoclasta, “la enseñanza relativa a la imagen está resumida en el primer capítulo de la Epístola a los Colosenses, y es característico que ésta enseñanza sea expresada no como un pensamiento personal de Pablo, sino como un himno litúrgico de la primera comunidad cristiana: ‘Él es la imagen del Dios invisible, Primogénito de toda la creación’ (Col 1,15-18)” (3). Según el contexto, este pasaje del apóstol Pablo es, por su contenido, análogo a la oración eucarística (4).

Y si el Apóstol no indica aquí el vínculo directo entre el Hijo como Imagen del Padre y su representación, este vínculo es manifestado por la Iglesia: es este pasaje de la Epístola de san pablo el que prescribe leer en la liturgia de la fiesta consagrada a la imagen no hecha por mano de hombre. Dicha liturgia une la leyenda del rey Abgar “a el traslado a la ciudad imperial de la imagen no hecha por mano de hombre de Nuestro Señor Jesucristo”, que es el fundamento histórico de la fiesta. Una y otra conmemoración están situadas juntas en la liturgia de este día a causa del significado que dicha imagen tiene para la Iglesia.

Lo que impresiona en primer lugar en la leyenda de la imagen enviada al rey Abgar, es la desproporción entre el episodio mismo y la importancia que le otorga la Iglesia. Los Evangelios ni siquiera lo mencionan (5). Y, por otra parte, el hecho que Cristo haya aplicado un paño sobre su rostro imprimiendo en él sus rasgos no es muy comparable a sus otros milagros, como las curaciones y las resurrecciones. Además, los milagros no son una prueba de la divinidad de Cristo, puesto que también hombres, los profetas, los apóstoles…, realizan milagros. Y no se los considera, en general, como criterios en algún ámbito que no sea la vida de la Iglesia. Pero aquí no se trata simplemente del hecho de que el rostro de Cristo se haya impreso en un paño, se trata de algo esencial: dicho rostro es la manifestación del milagro fundamental de la economía divina en su conjunto: la venida del Creador a la creación. Es la imagen, fijada en la materia, de una Persona divina visible y tangible, el testimonio de la encarnación de Dios y la deificación del hombre. Es una imagen por medio de la cual se puede dirigir la oración a su prototipo divino. No se trata solamente de la veneración de la forma humana del Verbo divino. Se trata de una visión cara a cara: es “una imagen terrible que glorificamos, vueltos capaces de verlo cara a cara” (Stijira de vísperas).

Eso solo vuelve ya imposible toda confusión entre dicha imagen y el sudario de Turín, confusión que encontramos a veces hasta en los medios ortodoxos. Semejante identificación no es posible más que cuando se ignora o no se comprende la liturgia de la fiesta (6). La cuestión de la autenticidad del sudario de Turín como reliquia no nos concierne aquí. No insistimos tampoco sobre el absurdo, sobre el simple plano del sentido común, de una confusión entre un rostro vivo mirando al espectador con grandes ojos abiertos, y el de un cadáver; una confusión entre un sudario inmenso (4,36 x 1,10 m) con un pequeño lienzo empleado para secarse al lavarse. Sin embargo, no se puede pasar bajo silencio el hecho de que semejante confusión contradice la liturgia y, en consecuencia, el sentido mismo de la imagen. Ahora bien, dicha liturgia no se limita a hacer remontar la imagen a la historia del rey Abgar. Expresa su significación por la oración y la teología, subraya a menudo y con insistencia el vínculo entre dicha imagen y la Transfiguración. “Ayer en el monte Tabor la luz de la Divinidad inundó a los más grandes entre los apóstoles para confirmar su fe (…) Hoy (…) la imagen luminosa resplandece y confirma la fe de todos: allí está nuestro Dios que se ha hecho Hombre…” (Stijira, tono 4). Pero lo que es señalada particularmente aquí, es el alcance inmediato, directo para nosotros, fieles, de dicha luz divina aparecida en Cristo: “Celebramos como el salmista alegrándonos espiritualmente y clamando con David: ¡estamos marcados por la luz de tu rostro, Señor!” (Stijira, en pequeñas vísperas). Y aún: “Nos has dejado la representación de tu purísimo rostro para nuestra santificación cuando ya te preparabas a los sufrimientos voluntarios” (stijira de la litia).

La imagen del Padre no hecha por mano de hombre, que es Cristo mismo, imagen manifestada en el Cuerpo del Señor y vuelta, por consiguiente, visible, es un hecho dogmático. Es por ello que, de algún modo, entendemos la expresión “imagen no hecha por mano de hombre”, ya sea como la aparición en el mundo del mismo Cristo, como una imagen impresa milagrosamente por él mismo sobre un paño, o como una imagen fijada en la materia por manos humanas, e incluso si la diferencia es inmensa, nada cambia esencialmente. Es esto lo que la Iglesia expresa en el megalinario del día de la Santa Faz: “Te magnificamos, Cristo, Dador de vida, y veneramos la gloriosísima representación de tu rostro purísimo”. Dicha glorificación no puede, en ningún caso, referirse a la impresión de un cuerpo muerto, sino que se refiere a toda imagen ortodoxa de Cristo.

Toda imagen de Cristo contiene y muestra lo que está verbalmente expresado por el dogma de Calcedonia: la imagen de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que une en Ella, sin separación y sin confusión, las dos naturalezas, divina y humana. Esto es manifestado en el icono por la inscripción de dos nombres, el del Dios de la revelación veterotestamentaria: O ÔN (Él que es) y el del Hombre: Jesús (Salvador) Cristo (ungido). “En la imagen de Jesucristo venido en la carne no tenemos alguna parcela de la revelación, ni uno de sus aspectos entre otros, sino toda la revelación en su conjunto. Es en esta imagen justamente que nos es dado ver todo a la vez: la manifestación absoluta de la Divinidad y la manifestación absoluta del mundo devenido uno con la Divinidad. Es por esto que el Apóstol nos prescribe probar todo lo demás por dicha imagen de Cristo venido en la carne” (7).

“Dirige nuestros pasos a la luz de rostro a fin de que, marcahndo en tus mandamientos, seamos juzgados dignos de verte, Luz inaccesible” (Stijira de maitines).



(1) Véase la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea 7, 18.

(2) Véase Vladimir Lossky, “El Salvador arquiropoeta” en Le sens des icônes, Cerf, 2003.

(3) P. Nellas, “Théologie de l'image”, Contacts n° 84, 1978, pág. 255.

(4) Comparemos los dos textos: “Dad gracias a Dios que os ha llamado a la herencia de los santos en la luz, que nos ha librado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados. Él es la imagen de Dios invisible, el primogénito de toda la creación. Porque en Él han sido creadas todas las cosas que están en los cielos y sobre la tierra…” (Col 1, 12-16)

“Digno y justo es cantarte, bendecirte (…) A Ti y a tu Hijo único y a tu Santísimo Espíritu. De la nada nos has llevado al ser y, a nosotros que estábamos caídos, nos has levantado, y no has cesado de actuar hasta que nos hayas conducido al cielo y nos hayas donado tu Reino venidero. Por esto te damos gracias…” (Canon eucarístico de la Liturgia de san Juan Crisóstomo).

(5) El rey Abgar es venerado en la Iglesia Armenia. Dicha iglesia no conoce el acto oficial de canonización, pero la veneración de Abgar ha sido inscripta en el nuevo calendario compuesto en el concilio que ha decidido no aceptar el concilio de Calcedonia.

(6) Esta confusión se remonta probablemente a la obra de J. Wilson, Le Suaire de Turin, linceul du Christ? (París, 1978), donde la “identidad” de la imagen no hecha por mano de hombre (la Santa Faz) con la impresión del cuerpo muerto sobre el sudario, es demostrada con la ayuda de toda clase de figuras geométricas trazadas sobre el rostro de Cristo, o incluso por medio de detalles tales como el color de fondo de los iconos (a menudo marfil o amarillo claro) que corresponde al color del tejido. No es posible ni útil notar todos los errores de esta obra: son demasiado numerosos.

(7) E. Trubetskoy, El sentido de la vida, Berlín, 1922, pág. 228 (en ruso). Subrayado por el autor.



Publicado en Le Messager orthodoxe, número especial: “Théologie de l’icône”, Nº 112, 1989. Traducción del francés del dr. Martín E. Peñalva.

lunes, 15 de febrero de 2010



San Isidoro de Sevilla


G. Bareille








San Isidoro de Sevilla
Bartolomé Murillo
Catedral de Sevilla




I. VIDA.

Su niñez.

1. Su familia. Se ignora la fecha exacta y el verdadero lugar de su nacimiento; Las precisiones dadas más tarde por los autores españoles no son más que conjeturas. Sus padres eran católicos de raza hispano-romana. Su padre Severiano debió ocupar un rango distinguido en Cartagena: ¿cual? Sobrio en detalles sobre su familia, san Isidoro, hablando de su hermano en su De viris illustribus, XLI, se limita a esta frase: Leander genitus patre Severiano, carthaginensis provinciæ. ¿Era Severiano duque de Cartagena, como lo han sostenido posteriormente ciertos escritores españoles? Ni san Isidoro, ni ningún testimonio contemporáneo autorizan a afirmarlo; dicho título, en todo caso, no le hasido dado en los oficios de la Iglesia de Toledo. Durante la invasión de Agila, el año 587 de a era española, es decir, en 549, Severiano debió huir de su ciudad de origen, devastada por los godos arrianos, y se refugió en Sevilla. Tuvo cuatro hijos, todos inscriptos en el catálogo de los santos. Los dos primeros, Leandro y Florentina, habían nacido ciertamente en Cartagena, los otros dos, Fulgencio e Isidoro, nacieron probablemente en la capital de Bética, el último hacia el año 560. El padre y la madre, muertos poco después, habían confiado al cuidado de los dos hijos mayores al más joven y amado de sus hijos; es así que Isidoro, convertido en huérfano, fue criado por su hermano Leandro, quien llegó a ser arzobispo de Sevilla, y por su hermana Florentina, que abrazó la vida religiosa.

2. Su educación. Leandro, en efecto, trató siempre en adelante a Isidoro como su hijo, y veló con su hermana por su instrucción y educación. Florentina, habiendo manifestado un día el deseo de volver a ver los lugares de su infancia, Leandro la disuadió de ello, ya que Dios había juzgado bueno retirarla de Sodoma. Malum quod illa experta fuit, le escribió hablándole de su madre, tu prudenter evita; aquel suelo natal, por lo demás, había perdido su libertad, su belleza y su fertilidad. Era mejor, añadió, que permaneciera en su nido y que velara muy particularmente por el más joven de sus hermanos. Regula, XXI, P. L., t. LXXII, col. 892. Isidoro fue confiado, muy niño, a uno de los monasterios de la ciudad o los alrededores, donde realizó fuertes estudios y extrajo conocimientos verdaderamente sorprendentes para la época y el medio de donde vivió. No hay, en efecto, autor sagrado o profano, sobre todo entre los latinos, que no haya leído y sacado partido de sus obras. Pero no estudió únicamente por el vano placer de saber; persiguió un doble objetivo: ser útil a su país para sustraerlo de la barbarie y hacer triunfar la fe católica contra la herejía arriana.

3. Su proselitismo. España estaba casi completamente en poder los godos arrianos, y la dificultad era conducir a estos herejes a la verdadera fe. Hubo una luz de esperanza, cuando el hijo mayor del rey Leovigildo (569-585), Hermenegildo, que se había casado con la hija del rey franco Sigeberto y Brunegilda, pasó al catolicismo. Es verdad que debió luego huir a Sevilla o que fue exiliado en ella. Pero allí, lejos de las amenazas paternales, y muy probablemente bajo la inspiración de Leandro, buscó formar un partido para la conversión de España. Solicitó la colaboración del teniente del emperador de Bizancio y envió a Leandro en misión a Constantinopla; es allí, en efecto, que Leandro se encontró con el futuro Papa san Gregorio el Grande, que le escribía más tarde: Te illuc injuncta pro causis fidei Wisigothorum. Moral. epist., I, P. L., t. LXXV, col. 510. Durante esta misión, Isidoro, entonces mayor en más de veinte años, creyó que era el momento propicio realizar propaganda combatiendo abiertamente el arrianismo. No fue sin horror que en 585 conoció la emboscada tendida a Hermenegildo y el asesinato que fue su consecuencia. Pero sobrevenida casi enseguida la muerte del rey perseguidor, seguida de la llegada al trono de Recadero que, como su hermano, adjuró el arrianismo y acarreó por su ejemplo la conversión en masa de todo el reino godo. Este gran acontecimiento, tan conforme a los deseos de Isidoro, fue celebrado en el III Concilio de Toledo, en 589, donde residió y firmó, como metropolitano de Bética, san Leandro. Isidoro ingresó desde entonces en el claustro, como clérigo o monje, para continuar allí la lectura atenta de los autores y enriquecer cada vez más su colección de extractos.

Su episcopado.

1. Reemplaza a su hermano Leandro en la sede de Sevilla. A la muerte de Leandro, en tiempos del emperador Máximo († 602) y el rey Recaredo († 601), a más tardar en 601, Isidoro fue elegido para reemplazar a su hermano en la sede metropolitana de Bética. Es la fecha consignada por un contemporáneo y amigo de Isidoro, san Braulio, obispo de Zaragosa, en su Prænotatio in libros divi Isidori, P. L., t. LXXXI, col. 15-17. San Ildefonso añade que ocupó esta sede unos cuarenta años, De viris illustribus, IX, P. L., t. LXXXI, col. 28; exactemente hasta el comienzo del reino de Chintilla en 636, como se encargó de precisarlo un discípulo de Isidoro, que ha contado la muerte edificante de su maestro. P. L., t. LXXXI, col. 32. Este largo episcopado fue consagrado por Isidoro a los intereses de sus sede, de su provincia y de España. No fue infructuoso, y no retenemos de él más que los hechos principales.

2. Firma en un sínodo de la provincia de Cartagena. En 610, tuvo lugar en Toledo, en la corte del rey Gundemaro, un sínodo de la provincia cartaginesa, donde fue decidido que el título de metropolitano de dicha provincia no pertenecería más a la sede de Cartagena, sino a la de Toledo, la capital del reino. Aunque extranjero en dicha provincia, Isidoro, entonces huesped del rey, fue invitado a firmar primero este decreto, lo que hizo en estos términos: Ego Isidorus, Hispalensis ecclesiæ provinciæ metropolitanus episcopus, dum in urbem Toletanam, pro occursu regis, advenissem, agnitis his constitutionibus, assensum præbui et subscripi.

3. Convoca él mismo sínodos. En dos ocasiones, en 619 y 625, Isidoró convocó en Sevilla a los obispos de Bética para arreglar ciertos asuntos litigiosos y delicados. En el primero de dichos sínodos, zanjó en primer lugar la discrepancia sobrevenida entre su hermano Fulgencio, obispo de Astigi (Écija), y Honorio, obispo de Córdoba, sobre el tema de la delimitación de sus diócesis; después trató el asunto del obispo eutiquiano Gregorio, de la secta de los acéfalos, que, expulsado de Siria, había encontrado un refugio en España. Para evitar toda suspicacia y toda propaganda de error de su parte, Isidoro exigió de él una abjuración formal de la herejía monofisita y una confesión de fe ortodoxa. En el segundo, depuso al sucesor de Fulgencio, Marciano, y lo reemplazó por Habencio. Cf. Florez, España sagrada, t. X, pág. 106.

4. Preside el IV Concilio internacional de Toledo. A título del más antiguo metropolitano de España, Isidoro tuvo que presidir, en 633, el IV concilio nacional, que ha permanecido como el más célebre de la península, a causa de las decisiones que fueron tomadas allí tanto desde el punto de vista religioso y eclesíastico como civil y político. Fue verdaderamente el alma de él.

a) Desde el punto de vista religioso. El concilio comenzó en primer lugar por promulgar un símbolo; después impuso a toda España, así como a la Galia narbonesa, la uniformidad para el canto del oficio y los ritos de la Misa: Ut unus ordo orandi atque psallendi per omnem Hispaniam atque Galliam conservaretur, unus modus in missarum solemnitate, unus in matutinis vespertinisque officiis, canon 2. Reguló a continuación varios puntos de disciplina y liturgia (7-19). Recordó a los sacerdotes la obligación de la castidad (cánones 21-27), y a los obispos el deber de vigilar a los jueces civiles y denunciar sus abusos (canon 32). Declaró a todos los clérigos exentos de impuestos y cargas (canon 47).

b) En relación a los judíos. La cuestión judía, en 633, no era nueva en España y no habría de recibir pronto una solución definitiva, pero se imponía a la atención del poder civil y eclesiástico en interés de la paz y el bien público. Ya en 589, el III Concilio de Toledo se había ocupado de ello. Había prohibido a los judíos: toda función que les hubiera permitido dictar penas contra los cristianos; toda unión con una mujer cristiana, sea como esposa, sea como concubina, debiendo los hijos nacidos de tal unión ser bautizados; toda compra de esclavos cristianos, teniendo éstos derecho a la liberación gratuita si habían sido objeto de algún ritual judaico; así como medidas sabias que, sin lesionar a los judíos, protegían a los cristianos. Algunos años más tarde, Sisebuto obligó a los judíos a recibir el bautismo; es lo que anota simplemente Isidoro en su Chronicon, CXX, P. L., t. LXXXIII, col. 1056, pero censura con razón en su Historia de regibus Gothorum, LX, ibid., col. 1093, donde dice de Sisebuto: Initio regni judæos in fidem christianam promovens æmulationem, quidem habuit, sed non secundum scientiam, potestate enim compulit quos provocare fidei ratione oportuit. Así, teniéndose él mismo que ocupar de los judíos, mantuvo en primer lugar las decisiones tomadas en el III Concilio de Toledo, pero se encargó de hacer decretar que no se forzara más en adelante a ningún judío a hacerse cristiano. Los judíos permanecían excluidos de los empleos públicos y no podían más poseer esclavos cristianos; si uno de ellos se había casado con una mujer cristiana, era intimado a separarse de ella o a convertirse. Quedaba finiquitar el pasado y tomar medidas para el futuro; porque la mayoría de aquellos que habían sido obligados, bajo Sisebuto, a recibir el bautismo, habían vuelto a caer en el judaísmo; esos debían ser traídos a la fuerza a la verdadera fe; sus hijos, si estaban circuncisos, debían ser sustraídos a su autoridad para ser confiados a comunidades o fieles recomendables, y sus esclavos, si habían sido circuncidados por ellos, debían ser liberados enseguida. En adelante, todo judío bautizado, que llegara a renegar de su bautismo, sería condenado a la pérdida de todo sus bienes en provecho de sus hijos, si estos últimos eran cristianos, cánones 57-66.

c) En relación al Estado. Era este, a decir verdad, uno de los puntos más importantes a tratar, ya que se estaba en vísperas de una revolución: se trataba de poner término a las discordias civiles y asegurar la paz, zanjando el litigio sobrevenido entre Suintila y Sisenando. Sisenando, en efecto, había tomado las armas para destronar al rey reinante, y Suintila, ante la revuelta triunfante, había debido abandonar el poder. Sisenando, interesado en hacerse reconocer, se había mostrado lleno de deferencia respecto al episcopado y no ahorró pormesas. Lejos de ser inquietado por su revuelta y su elección, que tenían todos las características de una usurpación, fue aclamado y solemnemente reconocido como rey legítimo. En cuanto a Suitinla, fue condenado a la degradación y la pérdida de todos sus bienes. El concilio, disponiendo así de los asuntos del estado, amenazó de anatema a quienquiera que atentara contra la vida del nuevo rey, lo depojara del poder o usurpara su trono, y decidió que a la muerte de Sisenando su sucesor sería elegido por todos los grandes de la nación y los obispos, canon 74. Así se afirmaba, en españa, la acción política del clero y la unión estrecha de la Iglesia y el Estado.

d) En relación a la instrucción y educación del clero. Isidoro, que había aprovechado tanto su estancia en las escuelas monásticas y comprendía la importancia capital de la instrucción y educación para el clero, había fundado en Sevilla un colegio para los jóvenes clérigos bajo la dirección de un superior que fue a la vez un magister doctrinæ y un festis vitæ. Allí fue educado san Ildefonso. Se encargó además de hacer decretar que un establecimiento semejante sería instituido en cada diócesis, canon 24. Ver los cánones del IV Concilio de Toledo en Hefele, Histoire des conciles, trad. Leclercq, París, 1909, t. III, págs. 267-276.

Su muerte.

Isidoro no debía sobrevivir más que tres años al IV concilio de Toledo. Ya anciano y “sintiendo acercarse su fin, cuneta su discípulo, P. L., t. LXXXI, col. 30-32, redobló sus limosnas con tal profusión que, durante los últimnos seis meses de su vida, se veía ir a su casa, de todos lados, a una multitud de pobres desde la mañana hasta la noche. Algunos días antes de su muerte rogó a dos obispos, Juan y Eparcio, irlo a ver. Fue con ellos a la iglesia, seguido de una gran parte de su clero y pueblo. Cuando estuvo en medio del coro, uno de los obispos puso sobre él un cilicio, el otro ceniza. Entonces, levantando las manos hacia el cielo, oró y pidió en alta voz perdón por sus pecados. A continuación, recibió de la mano de dichos obispos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, se encomendó a las oraciones de los asistentes, perdonó las obligaciones a sus deudores e hizo distribuir a los pobres todo lo que le quedaba de dinero. De regreso a su aposento, murió en paz el 4 de Abril de 636” Cf. Ceillier, Histoire générale des auteurs sacrés et ecclés., t. XI, p. 711; Leclercq, L’Espagne chrétienne, París, 1906, p. 310.

Su celebridad.

1. La opinión de sus contemporáneos. Muy renombrado durante su vida, Isidoro ha quedado como una de las glorias de España. Ya su amigo, Braulio, tuvo cuidado de insertar su nombre en el De viris illustribus del mismo Isidoro y de redactar allí la lista de sus principales obras. Alaba allí su elocuencia, su ciencia, su caridad; lo considera como el más grande erudito de su época, como el restaurador de los estudios, como el hombre providencialmente suscitado por Dios para salvar los documentos de los antiguos, levantar a España e impedirle caer en la rusticidad. Prænotatio librorum divi Isidori, P. L., t. LXXXI, col. 15-17.

2. Su vasta erudicción. Este elogio entusiasta era merecido en gran parte; porque, sin ser un hombre de genio, Isidoro fue un gran erudito. Conocía una gran parte de las obras de las obras de la antigüedad sagrada y profana, y extrajo de ellas a manos llenas, trancribiendo textualmente, conforme a su múltiples lecturas, todo lo que le parecía digno de ser retenido, acumulando así para sus futuros trabajos extractos preciosos que no tenía más que poner en orden. Fue sobre todo un compilador, como lo muestra la expensión enciclopédica de sus citas.

Habiendo recogido así todo lo que toca a la exégesis, la teología, la moral, la gramática, la liturgia, la historia, a las ciencias cosmológicas, astronómicas y físicas, Isidoró se contentó, cuando tuvo que tratar un tema, con utilizar la colección de sus notas, expresando así, como un eco fiel, menos su propio pensamiento que el de sus predecesores. Y tal fue constantemente su método, así como se cuidó repetidas veces de prevenir lealmente de ello a sus lectores, P. L., t. LXXXII, col. 73; LXXXIII, col. 207, 737, 964; de modo que habría podido escribir al principio de cada una de sus numerosas obras lo que ha puesto en el prefacio de sus Quaestiones in Vetus Testamentum: Lector non nostra leget sed veterum releget, P. L., t. LXXXII, col. 209.

3. Su título de doctor de la Iglesia. Traduciendo el pensamiento de los contemporáneos, el VIII Concilio de Toledo, en 653, habla de Isidoro en estos términos: Doctor egregius, Ecclesiæ catholicæ novissimum decus, præcedentibus ætate postremus, doctrina et comparatione non infimus et, quod majus est, in sæculorum fine doctissimus. Mansi, Concil., t. X, col. 1215. Este mismo título de doctor le da aún el concilio de Toledo de 688. Por eso la Iglesia de Sevilla no vaciló en insertar en el oficio de su santo obispo la antífona: O doctor optime, y en la misa, el Evangelio propio de la fiesta de doctores: Vos estis sal terræ: oficio y misa que recibieron, para España y los países sometidos al rey católico, la aprobación de Gregorio XIII (1572-1585). Finalmente, este título fue reconocido por toda la Iglesia, el 25 de Abril de 1722, por Inocencio XIII. Cf. Benedicto XIV, De beati sanct., l. IV, part. II, c. XI, n. 15. Como sus dos hermanos, Leandro y Fulgencio, y como su hermana Florentina, Isidoro ha sido inscripto en el catálogo de los santos. Su fiesta está fijada el 4 de Abril. Acta sanctorum, aprilis, t. I, págs. 325-361.


II. OBRAS.

Durante su largo episcopado, Isidoro compuso un gran número de obras, de las cuales algunas no han llegado hasta nosotros. Braulio, en efecto, luego de haber señalado 17, añade estas palabras: sunt et alia multa opuscula. Prænotatio, P. L., t. LXXXI, col. 17. Aquellas que quedan son características en cuanto al género y método del santo. Giran sobre las materias más variadas; ya que, así como lo ha observado Arévalo, Isidoriana, parte I, c. I, n. 3, P. L., t. LXXXI, col. 11, no hay tema que Isidoro no haya abordado: nil intentatum reliquit. Dejando de lado lo que ha tratado sobre derecho canónico y liturgia, y que encontrará su lugar en los dccionarios consagrados a estas dos ciencias, nos limitaremos a recorrer sucintamente sus obras, no en su sucesión cronológica, ya que no hay más que cuatro o cinco que se pueden datar aproximadamente, sino en el orden de materias adoptado pr Arévalo, el último y mejor editor de las obras de san Isidoro.

Etymologiæ. Es la más larga y la principal obra de san Isidoro y trabajó en ella largo tiempo sin poder acabarla como hubiera querido. Pero solicitada varios años seguidos por Braulio para que se la enviara completa y en orden, terminó por ceder, hacia el año 630. La despachó a su amigo con una dedicatoria, pero tal como estaba aún, inemendatum, dejándolo al cuidado de enmendarla él mismo. Su título general es Etymologiæ, bajo la cual Isidoro la designa varias veces; pero como es calificada en el prefacio de opus de origine quarumdam rerum, Margarin de la Bigne y du Breul le han dado también el título de Origines. Su división actual en veinte libros, ¿es debida a Isidoro o a Braulio? No se sabría decir, ya que los manuscritos varían tanto por el número como por el orden de los libros.

He aquí el resumen: el I libro trata de la gramática; el II de la retórica y la dialéctica; estos dos libros están desarrollados en las Differentiæ, pero en el mismo espíritu, según el mismo plan y el mismo método; el III, de aritmética, geometría, música y astronomía; el IV, de la medicina; el V, de la leyes y los tiempos: este es un resumen o Chronicon, un compendio de historia universal, en seis épocas, desde los orígenes del mundo hasta el año 627 después de Jesucristo; el VI, de los libros y oficios dal Iglesia: se trata allí del ciclo pascual y está más desarrollado en el De officiis; el VII, de Dios, de los ángeles y las diferentes clases de fieles: es un resumen de teología; el VIII, de la Iglesia y las sectas; el IX, de las lenguas, pueblos, reinos, ejércitos, de la población civil, de los grados de parentesco; el X, de las palabras: es un índice alfabético de las más curiosas; el XI, del hombre y los monstruos; el XII, de los animales, del mundo y sus partes: es una suerte de cosmología general; el XIV, de la tierra y sus partes: es una geografía; el XV, de las piedras y metales; el XVI, del cultivo de los campos y jardines; el XVII, de la guerra y los juegos; el XIX, de las naves, las construcciones y los vestidos; el XX, de los manjares y bebidas, de los utensilios domésticos y los instrumentos de arado.

Hay allí, como se ve, una suerte de enciclopedia. Todo en ella es tratado de una manera uniforme, la etimología de las palabras sirven a la explicación de las cosas. Pero existe la etimología secundum naturam y la etimología secundum propositum. A falta de la primera, Isidoro recurre a la segunda. Ahora bien, algún ingenio se despliega en ello, y existe siempre lugar entonces para lo arbitrario. Por eso, al lado de etimologías pertinentes y a veces muy notables, ¡cuántas se prestan a risa o incluso parecen ridículas! Isidoro, es cierto, no las ha inventado, pero entonces, ¿para qué las transcribe sin tener en cuenta su inverosimilitud, ni incluso su contradicción o su absurdo? Arevalo ha intentado vanamente excusarlo cuando ha escrito: Scriptores collectaneorum magis excusandi sunt, si quædam aliquantutum absurda aut minus credibilia proferand. Propositum enim illis erat, non tam ut vera a falsis discernerent, quam ut aliorum dicta congererent et aliis dijudicanda proponerent. Isidoriana, parte II, c. LXI, n. 10, P. L., t. LXXXI, col. 386. Una elección más juiciosa se imponía. A decir verdad, en una obra de este género, Isidoro no ha sido más dichoso que Platón entre los griegos, Varrón entre los latinos y Filón entre los judíos. Pero aún así, su compilación no fue por ello menos, para toda la Eda Media, una mina de informaciones y un manual al alcance de todos.

. Differentiæ, sive de proprietate sermonum. Isidoro dice aquí haber tenido en vida el tratado correspondiente de Catón, pero ha extraído también de otros. Dividió su trabajo en dos libros. El I, De differentiis verborum, dispuesto por orden alfabético, comprende 610 diferencias, algunas sutiles y muy profundas; por ejemplo: entre aptum y utile; aptum, ad tempus; utiles, ad perpetuum; entre ante y antea; ante locum significat et personam; antea, tantum tempus; entre alterum y alium; alter de duobus dicitur; allius, de multis, etc. El II, De differentiis rerum, en 40 secciones y 170 párrafos, marca la diferencia de las cosas, como por ejemplo, entre Deus y Dominus, Trinitas y Unitas, substantia y essentia, animus y anima, anima y spiritus, etc. Es, de hecho, un auténtico pequeño tratado de teología sobre la Trinidad, el poder y la naturaleza de Cristo, el paraíso, los ángeles, los hombres, el libre albedrío, la caída, la gracia, la ley y el Evangelio, la vida activa y la vida contemplativa, etc.

Allegoriæ. Obra dedicada a Orosio, personaje desconocido, o más bien a Oroncio, que fue metropolitano de Mérida antes de 638, estas Alegorías forman una serie de interpretaciones o explicaciones espirituales, de apenas algunas líneas cada una, sobre nombres, características, y personajes de la Escritura: 129 para el Antiguo Testamento, de Adán a los Macabeos; 121 para el Nuevo Testamento, la mayor parte de éstas relativas a las parábolas y los milagros del Salvador. Hæc, dice Isidoro en su prefacio, P. L., t. LXXXIII, col. 97, non meo conservavi arbitrio, sed tuo commisi corrigenda judicio. Mismo espíritu y mismo método que en las Etymologiæ.

De ortu et habitu Patrum qui in scriptura laudibus efferuntur. Es una serie de muy cortas noticias biográficas sobre 64 personajes del Antiguo Testamento, de Adán a los Macabeos, y 22 del Nuevo Testamento, de Zacarías a Tito. Su atribución a san Isidoro, en su forma actual, no es aceptable, dice Mons. Duchesne, S. Jacques de Galice, págs. 156-157, en los Annales du Midi, 1890, t. XII, págs. 145-179. Es allí que se encuentra, en efecto, De ortu, LXI, P. L., t. LXXXIII, col. 151, el pasaje interpolado que, de Santiago el Mayor, hermano de san Juan, hace Apóstol de España, el autor de la Epístola y la víctima de Herodes el Tetrarca. Ahora bien, Santiago el Mayor no ha escrito la epístola en cuestión y fue ejecutado en Jerusalén por Herodes Agripa I.

In libros Veteris ac Novi Testamenti proæmia. Cortísimas introducciones a varios libros de la Biblia, incluidos Tobías, Judit y los Macabeos, precedidas de una introducción general igualmente corta. Es de observar simplmente que, en la lista de los libros del Nuevo Testamento, los Hechos son colocados al final de la Epístola de san Judas y el Apocalipsis de san Juan, Proæmia, XIII, P. L., t. LXXXIII, col. 160; es, por lo demás, el mismo lugar que Isidoro le asigna en su De officiis ecclesiasticis, I, XI, P. L., t. LXXXIII, col. 746.

Liber numerorum qui in sanctis Scripturis occurunt. Se trata en este pequeño tratado de diversos números que se encuentran en la Escritura, a saber: de 1 a 16, de 18 a 20, después de los números siguientes: 20, 30, 40, 46, 50 y 60. Isidoro da de ellos una explicación mística que conluye haciendo notar, siguiendo a san Agustín, que el número 153 es la suma de las diecisiete primeras cifras. Ahora bien, 153 es el número de peces atrapados en el episodio de la pesca milagrosa.

De Veteri et Novo Testamento quæstiones. De un interés más elevado que el precedente, este opúsculo, aunque mucho más corto (apenas cuatro páginas en Migne), nos proporciona un vistazo, en una sucesión de 41 cuestiones, de la sustancia y la enseñanza de la Escritura. Dic mihi qui est inter Novum et Vetus Testamentum? Vetus est peccatum Adæ, unde dicit Apostolus: Regnavit mors ab Adam usque ad Moysen, etc. Novum est Christus de Virgine natus; unde Propheta dicit: Cantate Domino canticum novum; quia homo novus venit; nova præcepta attulit, etc. Quæstiones, I, P. L., t. LXXXIII, col. 201.

Mysticorum expositiones sacramentorum, seu quæstiones in Vetus Testamentus. En este tratado bastante extenso, Isidoro da una interpretación mística de los principales acontecimientos relatados en los libros de Moisés, Josué, Jueces, Samuel, Reyes, Esdras y Macabeos: ve en ellos unas tantas figuras del porvenir. Es, según su constante método, una serie de imitaciones, que unas veces abrevia o modifica, y a las cuales aumenta en ocasiones. Veterum ecclesiasticorum sententias congregantes... veluti ex diversis prati flores lectos. . . et pauca de multis breviter perstringentes, pleraque etiam adjicientes vel aliqua ex parte mutantes. Præf., P. L., t. LXXXIII, col. 207. La alegoría está a menudo en ella desarrollada hasta el exceso, al menos con un tono muy moralizante.

De fide catholica ex Veteri et Novo Testamento contra judæos. Este título podría hacer créer en un tratado de apologética o de controversia. Sin duda, en su epístola dedicatoria a su hermana Florentina, Isidoro dice: Ut prophetarum auctoritas fidei gratiam firmet et infidelium judæorum imperitiam probet, lo que parece anunciar una tesis, pero añade: Hæc, sancta soror te petente, ob ædificationem studit tui tibi dicavi, P. L., t. LXXXIII, col. 449; es, en efecto, una exposición serena antes que una obra de polémica. En el primer libro, se trata, texto en mano, de la persona de Jesús, su existencia en el seno del Padre antes de la creación, su encarnación, su pasión, su muerte, su resurrección, su ascensión y retorno futuro para el Juicio, todo terminado por esta observación: Tenent ista omnia libri Hebræorum, legunt cuncta judæi sed non intelligunt. Cont. judæos, I, 62, P. L., t. LXXXIII, col. 498. En el segundo libro, se muestra las consecuencias de la encarnación, a saber: la vocación de los gentiles, la dispersión de los judíos y la cesación del sabbat; luego de lo cual viene simplemente esta exclamación: O infelicium judæorum defienda demential. Cont. judæos, II, 28; ibid., col. 536. Dicha manera de argumentar contra los judíos algún interés ofrece para la época, y está lejos de recordar el célebre Diálogo con Trifón, de san Justino.

10º Sententiarum libri tres. Dicho de otro modo, añade Braulio, De summo bono. He aquí un manual de doctrina y de práctica cristianas, tomadas sobre todo de san Agustín y san Gregorio el Grande. Está dividido en tres libros. En el I libro, se trata de Dios y sus atributos, la creación, el origen del mal, los ángeles, el hombre, el alma y los sentidos, Cristo, el Espíritu Santo, la Iglesia y las herejías, la ley, el símbolo y la oración, el bautismo y la comunión, el martirio, los milagros de los santos, el Anticristo, la resurrección y el juicio, el castigo de los condenados y la recompensa de los justos. En el II libro, de la sabiduría, la fe, la caridad, la esperanza, la gracia, la predestinación, el ejemplo de los santos, la confesión de los pecados y la penitencia, la desesperación de aquellos que Dios abandona, de la recaída, de los vicios y virtudes. En el III, que es de un gran utilidad práctica, se trata de los castigos de Dios y de la paciencia que es necesaria tener para soportarlos, de la tentación y de sus remedios, la oración, la lectura y el estudio, la ciencia sin la gracia, la contemplación, la acción, la vida de los monjes, las autoridades de la Iglesia, los príncipes, los jueces y los juicios, la brevedad de la vida y de la muerte.

11º De ecclesiasticis officiis. Dedicado a Fulgencio († 620), hermano del santo, este tratado de Isidoro contiene informaciones preciosas sobre el estado del culto divino y las funciones eclesiásticas en la Iglesia gótica del siglo séptimo. El primer libro, relativo al culto, pasa en revista los cantos, los cánticos, los salmos, los himnos, las antífonas, las oraciones, los responsorios, los oficios, el aleluia, los ofertorios, el orden y las oraciones de la Misa en la liturgia galicana, cf. Duchesne, Les origines du culte chrétien, 2º ed., París, 1898, pág. 189 y sigs., el símbolo, las bendiciones, el sacrificio, los oficios de tercia, sexta, nona, vísperas y completas, las vigilias, los maitines, el domingo, el sábado, la Navidad, Epifanía, el Domingo de Ramos, los tres últimos días de Cuaresma, las fiestas de Pascua, Ascensión, Pentecostés, mártires, de dedicación; los ayunos de Cuaresma, de Pentecostés, del séptimo mes, de calendas de Noviembre y Enero, la abstinencia. El segundo libro, relativo, a los miembros del clero y a las diversas categorias de fieles, trata de los clérigos: obispos, arzobispos, sacerdotes, diáconos, subdiáconos, lectores, cantores, exorcistas, acólitos, ostiarios; monjes, penitentes, vírgenes, viudas, personas casadas, catecúmenos, competentes, del símbolo y la regla de fe que preceden a la colación del bautismo, la crismación, la imposición de manos o la confirmación.

12° Synonyma, de lamentatione animæ peccatricis. Estos dos títulos, de los cuales el primero hizo más bien pensar en algún tratado de gramática, y el segundo en los gemidos de un pecador, se justifican igualmente, uno por la forma, el otro por el fondo. En efecto, cada idea es presentada varias veces por medio de expresiones diferentes, pero equivalentes: de allí el título de Synonyma. Pero como se trata de un pobre pecador que gime por su propio estado, el segundo explica la materia del tratado. Es una suerte de soliloquio o, más bien, de un diálogo íntimo entre el hombre y su razón. El hombre, bajo el peso de los males que lo oprimen, llega a desear la muerte; pero la razón interviene para realzar su coraje, devolverle la esperanza del perdón, volverlo a llevar al buen camino e impulsarlo a la cumbre de la perfección. Se equivoca, en efecto, al quejarse, ya que las pruebas tienen su utilidad: Dios las permite para nuestra nuestra enmienda, y son el justo castigo por nuestras faltas. Más vale, pues, luchar, convertirse, oponer los buenos hábitos a los malos, perseverar en el temor de morir como un impío e incurrir en los castigos eternos: tal es el objeto del primer libro, al comienzo del cual se lee esta sentencia: Melius est bene mori quam male vivere; melius est non esse quam infeliciter esse. Syn., I, 21, P. L., t. LXXXIII, col. 832. En el segundo libro, la razón continúa dando consejos apropiados y detallados para conservar la castidad, resistir a las tentaciones, practicar la oración, la vigilancia, la mortificación, y perseguir la conquista de los bienes celestiales, etc., y concluye: Donum scientiæ acceptum retine, imple opere quod didicisti prædicatione. Syn., II, 100, ibid., col. 868. Y el pecador seguidamente agradece a la razón. Esta obra de dirección moral es, desde el punto de vista de la piedad, la más interesante de san Isidoro.

13° Regula monachorum. Resumen de todo lo se encuentra disperso en las obras de los Padres relativo a la disposición y la distribución de un monasterio, a la elección del abad y la vida de los monjes.

14° Epistolæ. Aparte de las cartas que sirven de prefacio o dedicación a cinco de sus obras, no se han conservado de ellas más que algunas otras: tres a Braulio, obispo de Zaragoza; una a Leudefredo, de Córdoba, referente a los miembros y las funciones del clero en la Iglesia; una a Masona, de Mérida, sobre el reingreso, luego de la penitencia, de los clérigos caídos en pecado; una a Eladio, sobre la caída del obispo de Córdoba; una al duque Claudio, sobre sus victorias; una al archidiácono Redempto, sobre ciertos puntos de la liturgia; otra, finalmente, a Eugenio, sobre la eminente dignidad de los obispos, como sucesores de los Apóstoles, y más particularmente del Pontífice romano, cabeza de la Iglesia.

15° De ordine creaturarum. Este opúsculo, aceptado como auténtico por Arévalo, trata, en primer lugar, de la Trinidad, después de la criaturas espirituales, es decir, de los ángeles distribuidos en nueve coros, del diablo y los demonios, a continuación de las aguas superiores del firmamento, del sol, de la luna, del espacio superior e inferior, de las aguas y el océano, del paraíso y, finalmente, del hombre después del pecado, de la diversidad de pecadores y del lugar de su pena, del fuego del purgatorio y de la vida futura.

16º De natura rerum. Dedicado al rey Sisebuto, luego de haber sido compuesto a pedido suyo, este pequeño trabajo resume todo lo que los antiguos han escrito sobre el día, la noche, la semana, los meses, el año, las estaciones, el solsticio y el equinoxio, el mundo y sus partes, el cielo y los siete planetas entonces conocidos, el curso del sol y la luna, los eclipses, las estrellas fugaces y los cometas, el trueno y los relámpagos, el arcoiris, las nubes, la lluvia, la nieve, el granizo, los vientos, los terremotos, etc. Para las diversas fuentes, véase Becker, De natura rerum, Berlín, 1857.

17º Chronicon. Siempre fiel a su método, Isidoro resume en dicha crónica, en 122 párrafos seguidos, las seis edades de la historia del mundo, desde de la creación hasta el año 654 de la era española, es decir, hasta 616, extrayendo sus materiales de los trabajos de Julio el Africano, Eusebio, san Jerónimo y Victor de Tununa, y añadiéndole alguna información sobre la historia de España. Tiene cuidado, por fin, de recordar la victoria de Leovigildo sobre los suevos, el levantamiento de Hermenegildo, pero sin hacer la menor alusión a su muerte violenta; la conversión de Recadero y de todos los godos de España, y la parte que tuvo en este gran acontecimiento su hermano Leandro. Para las fuentes, ver Hertzberg, Ueber die Croniken des Isidorus von Sevilla, en Forschungen zur deutschen Geschichte, 1875, t. XV, p. 289-360.

18° Historia de regibus Gothorum, Wandalorum et Suevorum. Este resumen histórico, todo en honor de españa, de la cual celebra la riqueza, la fecundidad y la gloria, es de un valor inapreciable y constituye la fuente principal para la historia de los visigodos, desde su origen el quinto año del reino de Suintila, en 621, es decir, durante 256 años; para la historia de los vándalos, desde su entrada en España bajo Gunderico, en 408, hasta la invasión de África y la derrota de Gelimer, en 522; y, finalmente, para la historia de los suevos que, entrados en España al mismo tiempo que los alanos y los vándalos, se mantuvieron allí hasta 585, durante su incorporación al reino de los godos. Cf. Hertzberg, Die Historien und die Chroniken des Isidorus von Sevilla, Gotinga, 1874.

19° De viris illustribus. De una lista de 46 nombres de los que se trata en este tratado, trece pertenecen a autores españoles, que nos proporciona informaciones preciosas sobre varios obispos de España, anteriores al siglo séptimo. Se encuentra en él una sobria nota aobre la muerte de Osio y un merecido de Leandro a propósito de su influencia religiosa y de la parte que tuvo en la conversión de los godos.


III. DOCTRINA.

Observación preliminar.

Sobre la Escritura, el dogma, la disciplina y la liturgia, san Isidoro ha resumido la ciencia de su tiempo; pero es menos su pensamiento el que nos da que el de los demás. Se ha contentado con ser el eco de la tradición, de la que se ha cuidado de recoger y reproducir los testimonios y, desde este punto de vista, su obra es de los más preciada; es la obra de un discípulo muy enterado, de un testigo autorizado, pero no la de un iniciador o la de un maestro. Ateniéndose demasiado exclusivamente a su método de coleccionista y expositor, no ha dado, en alguna obra original e importante, toda la medida de su talento. En estas condiciones, sería dificil hablar de su enseñanza personal; bastará señalar algunos puntos particulares sobre los cuales es bueno recoger su testimonio o a propósito de los cuales ha sido objeto de acusaciones injustificadas.

Sobre la Escritura.

1. El canon. En tres ocasiones, san Isidoro ha dado el catálogo de los libros de la Biblia: Etym., VI, I; In libros Veteris et Novi Testamenti proæmia, prol. 2-13; De officiis ecclesiasticis, I, XI, P. L., t. LXXXIII, col. 150-160; 229; 746. Para el Antiguo Testamento, es la lista del Prologus galeatus. A las tres clases de protocanónicos: libros históricos, proféticos y hagiógrafos, Isidoro añade los deuterocanónicos: Sabiduría, Eclesiástico, Tobías, Judit y los dos libros de los Macabeos, ya que la Iglesia, dice, los tiene por libros divinos. Para el Nuevo Testamento, es el ordo evangelicus o los cuatro evangelios; el ordo apostolicus: las catorce Epístolas de san Pablo, las siete Epístolas católicas ordenadas en el siguiente orden: Pedro, Santiago, Juan y Judas, y por último los Hechos y el Apocalipsis. Este último libro era aún puesto en duda en España, pero Isidoro tuvo cuidado, en el IV Concilio de Toledo, de hacer efectuar este decreto: “La autoridad de varios concilios y los decretos sinodales de los pontífices romanos declaran que el libro del Apocalipsis es de Juan el Evangelista y ordenan recibirlo entre los libros divinos. Pero existe muchas personas que ponen en duda su autoridad y no quieren explicarlo en la Iglesia de Dios. Si en adelante alguien no lo recibe o no lo toma para texto de explicación durante la Misa, de Pascua a Pentecostés, será excomulgado” Canon 17.

2. La inspiración. San Isidoro afirma el hecho de la inspiración divina de todos los autores sagrados, pero sin especificar su naturaleza; se contenta con decir: Auctor earumdem Scripturarum Spiritus Sanctus esse credittur; ipse enim scripsit qui prophetis suis scribenda dictavit. De offic. eccle., I, XII, 13, P. L., t. LXXXIII, col. 750. En cuanto al rol y la parte del escritor sagrado en la redacción de su obra, no habla de ello, no habiendo sido aún dicha cuestión plenamente dilucidada.

3. La interpretación. Isidoro conoce el múltiple significado del texto sagrado; sabe que se lo puede interpretar en sentido literal y sentido espiritual, en sentido propio o metafórico. Scriptura non solum historialiter sed etiam mysterio sensu, id est spiritualiter, sentienda est. De fide cath., II, XX, 1, P. L., t. LXXXIII, col. 528. Scriptura sacra ratione tripartita intellegitur; en primer lugar secundum litteram sine ulla figurali intentione; después secundum figuralem intellegentiam absque aliquo rerum respectu; por último salva historica rerum narratione, mystica ratione. De ord. creat., X, 6-7, P. L., t. LXXXIII, col. 939. Para la inteligencia de los pasajes más oscuros recuerda a continuación a san Agustín, pero sin añadir allí las juiciosas reflexiones del obispo de Hipona en su De doctrina christiana, III, XXX-XXXVIII, 42-56, las siete reglas del donatista Ticonio. Sent., I, IXI, P. L., t. LXXXIII, col. 581-586.

Sobre el dogma.

Dos puntos de la doctrina han parecido reprensibles en san Isidoro: uno es sobre la predestinación, el otro sobre la transustanciación, ¿qué hay de ello?

1. La predestinación. San Isidoro habla en un pasaje de la gemina prædestinatio, sive electorum ad requiem, sive reproborum ad mortem. Sent., II, VI, 1, P. L., t. LXXXIII, col. 606. Hincmar de Reims, en el siglo noveno, ha concluido de ello que el obispo de Sevilla era un sucesor de los galos que había combatido san Agustín en su De prædestinatione sanctorum y su De bono perseverantiæ. Está muy equivocado, porque no hay prueba que el predestinacionismo haya aparecido en España, sea de proveniencia gala, sea de otra parte. El error de los predestinacionistas del siglo IX fue créer que Dios predestina a los pecadores, no solamente a la condenación, sino también al pecado. Ahora bien, san Isidoro distingue con razón una cosa de otra, y niega la predestinación al pecado; porque Dios no quiere el pecado, no hace más que permitirlo; y respecto del endurecimiento o la ceguera del pecador, es necesario ser cuidadoso sobre el rol negativo de Dios. Obdurare dicitur Deus hominem, non ejus faciendo duritiam, sed non auferendo eam, quam sibi ipse nutrivit. Non aliter et obcæcare dicitur quosdam Deus, non ut in eis eamdem ipse cæcitatem eorum ab eis ipse non auferat. Sent. II, V, 13, P. L., t. LXXXIII, col. 605. En cuanto a la predestinación de la pena, Isidora la enseña: Miro modo æquus omnibus Conditor alios prædestinando præeligit, alios in suis moribus pravis justo judicio derelinquit ; quidam enim gratissimæ misericordiæ ejus prævenientis dono salvantur, effecti vasa misericordiæ ; quidam vero reprobi habiti ad pœnam prædestinati damnantur, effecti vasa iræ. Different., II, XXXII, 117-118, P. L., t. LXXXIII, col. 88.

En el sentido propio y riguroso que tendrá en el lenguaje teológico, el término predestinación no se aplica más que a ciertas criaturas razonables que debe poseer la gloria del cielo en común. Es la preciencia, no de los méritos de la criatura, sino de los beneficios de Dios; es el plan eterno de Dios decidiendo en si mismo la obtención del cielo para aquellos que, en efecto, deben un día y por la eternidad, ser admitidos a esta suerte. No se aplica al pecador más que un sentido impropio, ya que la reprobación implica de parte de Dios dos cosas : primero, la permisión de la falta, después la voluntad de castigarla. Dios permite el pecado: ¿por qué? Es un gran misterio, del cual no está permitido pedir cuenta a Dios. Y Dios, muy justamente, castiga el pecado no perdonado y no expiado. Cf. Arévalo, Isidoriana, parte. I, c. XXX, n. 1-14, P. L., t. LXXXI, col. 150-157.

2. La transustanciación. Según Bingham, Origines eccles., l. XV, c. V, sect. 4, Londres, 1710-1719, t. VI, p. 801, san Isidoro habría negado la transustanciación. Si se trata de la palabra, es cierto que san Isidoro no la ha empleado, por la buena razón que no existía aún para expresar la naturaleza del cambio que se opera en el sacrificio de la Misa por la consagración; pero si se trata del sentido expresado, aunque en mayor parte, por el término trasustanción, no se puede sostener que Isidoro no la haya enseñado. Porque, en un pasaje, dice que se llama cuerpo y sangre de Cristo al pan y vino, cuando son santificados y se convierten en sacramento por la invisible operación del Espíritu Santo. Unde hoc, eo jubente corpus Christi et sanguinem dicimus, quod, dum sit ex fructibus terræ, sanctificantur et fit sacramentum operante invisibiliter Spiritu Dei. Etym., VI, XIX. ¿Permanecen el pan y el vino al convertirse en sacramento? En absoluto, porque, en otro pasaje, luego de haber dicho como san Pablo: panis, quem frangimus, corpus Christi est, añade: Hæc autem, dum sunt visibilia, sanctificata per Spiritum Sanctum, in sacramentum divini corporis transeunt. De offic. eccl., I, XVIII. Transeunt, ¿qué significa? Se trata de un cambio, de una transformación, ¿y no es esto el equivalente al término transustanciación? Cf. Arévalo, Isidoriana, parte I, c. XXX, n. 15-24, P. L., t. LXXXI, col. 157-160.

Sobre los sacramentos.

Bingham, Origines eccles., l. XII, c. I, acusa aún a san Isidoro de no haber hecho más que un solo sacramento del bautismo y la confirmación. En efecto, el obispo de Sevilla ha escrito: Sunt autem sacramenta baptismus et chrisma, corpus et sanguis. Etym., VI, XIX. De donde Bingham concluye: al igual que corpus et sanguis no designan más que un solo y mismo sacramento, del mismo modo baptismus et chrisma. Conclusión errónea, porque Isidoro, lejos de confundir el sacramento del bautismo con el de la confirmación, distingue uno de otro: Sicut in baptismo peccatorum remissio datur, ita per unctionem sanctificatio Spiritus adhibetur, y trata en otra parte, De offic. eccles., II, XXV-XXVIII, P. L., t. LXXXIII, col. 822-826, separada y claramente del bautismo, de la chrismatio y de la imposición de manos. Lo que se le puede reprochar a su lenguaje es, a lo sumo, una cierta falta de precisión, muy excusable en una época donde la teoría sacramental no estaba aún rigurosamente fijada. Cf. Arévalo, Isidoriana, parte I, c. XXX, n. 22-25, P. L., t. LXXXI, col. 160-162.

Sobre el origen del alma de los hijos de Adán.

El alma del niño que viene al mundo, ¿ha sido creada desde el origen, o no es creada por Dios más que en el momento de la concepción? O más aún, ¿no sería transmitida de padre a hijo por vía de generación? Una de tantas cuestiones suscitadas entre los Padres griegos y latinos y resueltas en sentidos diversos. San Agustín ha muerto sin haber podido encontrarle una solución que lo satisfaciera. San Isidoro no tiene nada que decir al respecto, recuerda las opiniones antiguas, constatando que la cuestión es de las más difíciles y no ha sido zanjada. Differ., II, XXX, 105; De offic. eccl., II, XXIV, 3; De ord. creat., XV, 10, P. L., t. LXXXIII, col. 85, 818, 952. Sin embargo, se pronuncia por la creación del alma en el momento en que debe animar un cuerpo humano: Animam non esse partem divinæ substantiæ, vel naturæ, nec esse eam priusquam corporis misceatur, constat; sed tunc creari eam quando et corpus creatur, cui admisceri videtur. Sent., I, XII, 4, P. L., t. LXXXIII, col. 562.


I. EDICIONES. Margarin de la Bigne fue el primero en publicar las obras del obispo de Sevilla bajo este título: S. Isidori Hispalensis episcopi opera omnia, París, 1580. Su edición era incompleta y dejaba que desear. Ceca de veinte años después, Drial dio otra edición mucho más cuidada, pero que está aún lejos de ser satisfactoria: Divi Isidori Hispalensis episcopi opera, Madrid, 1599, 2 vol. 1778. El benedictino Jacques du Breuil, aprovechando los trabajos de sus predecesores, mejoró la edición de Margarin de la Bigne y completó la de Grial sin volverla más correcta: S. Isidori Hispalensis episcopi opera omnia, París, 1601, Colonia, 1617. En el siglo dieciocho, Ulloa recogió la edición de Grial y la publicó en Madrid, en 1778, revisada, corregida y aumentada por las notas de Gómez. Pero quedaba por hacer un examen crítico de todas las obras, auténticas o supuestas, de san Isidoro: ésta fue la obra de Arévalo. Este último, gracias a un examen atento y a un conocimiento profundo del tema, pasó revista de los manuscritos y las ediciones y no retuvo como auténtico mlas que las obras cuyo análisis ha sido dado en este artículo, siguiendo el orden de la dignidad de materias y, en cada materia, el género primero, luego las especies; es hasta aquí la mejor de todas las ediciones: S. Isidori Hispalensis episcopi opera omnia, 4 vols., Roma, 1797-1803. Migne la ha reproducido: P. L., t. LXXXI-LXXXIV, añadiéndole la Collectio canonum atribuida a san Isidoro, así como la Liturgia mozarabica secundum regulam beati Isidori, P. L., t. LXXXV-LXXXVI. Desde entonces algunas obras de san Isidoro han sido objeto de nuevas ediciones críticas. La parte histórica, bajo este título: Isidori junioris Hispalensis historia Gothorum, Wandalorum, Sueborum ad annum 624, ha sido insertada en Monumenta Germaniæ historica. Auctores antiquissimi, Berlín, 1894, t. XI, págs. 304-390. G. Becker ha efectuado una edición crítica de De rerum natura, Berlín, 1857. K. Weinhold ha publicado algunos fragmentos en alemán antiguo del opúsculo contra los judíos: Die altdeutschen Bruckstücke des Tractats des Bischofs Isidorus von Sevilla De fide catholica contra judæos, Paderborn, 1874. G. A. Hench ha publicado un facsímil del codex de París: Der althochdeusche Isidor. Fac-Simile Ausgabe der Pariser Codex, nebst kritischen Texte der Pariser und Monseer Bruchstücke, Estrasburgo, 1893. Queda aún mucho por hacer. W. M. Lindsay, Isidori Hispalensis Etymologiarum seu Originum libri XX, 2 vols., Oxford, 1911; Beer, Isidori Etymologiarum cod. Toletanus phototypice editus, Leiden, 1909.


II. FUENTES. San Braulio, obispo de Zaragoza, contemporáneo y amigo de san Isidoro, Prænotatio librorum divi Isidori, P. L., t. LXXXI, col. 15-17; san Ildefonso, De viris illustribus, IX, ibid., col. 27-28; un relato de la muerte del obispo de Sevilla, ibid., col. 30-32; Acta sanctorum, abril, t. I, págs. 325-361.

III. TRABAJOS. Biografías han sido publicadas por Cayetano, Roma, 1616, por Dumesnil, 1843, por el padre Colombet, 1846. Sobre la vida y las obras de san Isidoro, Noël Alexandre, Historia ecclesiastica, París, 1743, t. X, p. 195, 411-413; Dupin, Nouvelle bibliothèque des auteurs ecclésiastiques, Mons, 1691, t. VI, págs. 1-6; Ceillier, Histoire générale des auteurs sacrés et ecclésiastiques, París, 1858-1868, t. XI, págs. 720-728; N. Antonio, Bibliotheca hispana vetus, Madrid, 1788, págs. 321 y sig.; Florez, España sagrada, Madrid, 1754-1777, t. III, págs. 101-109; t. V, págs. 417-420; t. VI, págs. 441-452, 477-482 ; t. IX, págs. 173, 406-412; Arévalo, Isidoriana, P. L., t. LXXXI; Bourret, L’école chrétienne de Séville sous la monarchie des Wisigoths, París, 1855; Gams, Die Kirchengeschichte von Spanien, Ratisbona, 1862-1874, t. II, sect. II, págs. 102-113; Ebert, Histoire générale de la littérature du moyen âge en Occident, trad. franc., París, 1883, t. I, págs. 621-636; Teuffel, Geschichte der römischen Litteratur, Leipzig, 1870; trad. franc., París, 1883, t. III, págs. 337-345; Dressel, De Isidori Originum fontibus, Turín, 1874; Hertzberg, Ueber die Chroniken des Isidorus von Sevilla, dans les Forschungen zur deutschen Geschichte, 1875, t. XV, págs. 289-360; Menendez y Pelayo, S. Isidore et l’importance de son rôle dans l’histoire intellectuelle de l’Espagne, trad. franc., en los Annales de philosophie chrétienne, 1882, t. VII, págs. 258-269; Manitius, Geschichte der christ.-latein. Poesie, Stuttgart, 1891, págs. 414-420; Klusmann, Excerpta Tertullianea in Isidori Hispa. Etymologiis, Hamburgo, 1892; Dzialowski, Isidor und Ildefons als Litterarhistoriker, Munster, 1899; Bardenhewer, Patrologie, 3º ed., Friburgo de Brisgovia, 1910, págs. 568 y sigs.; Realencyklopädie für protestantische Theologie und Kirche, 3º ed., Leipzig, 1901, t. IX, págs. 447-453; Leclercq, L’Espagne chrétienne, París, 1906, págs. 302-306; Kirchenlexicon, 2e ed., t. VI, págs. 969, 976; Smith et Wace, A dictionary of christian biography, t. III, págs. 305-313; U. Chevalier, Répertoire bio-bibliographie, t. I, págs. 2283-2285; Schwarz, Observationes criticæ in Isidori Hispalensis Origines, Hirschberg, 1895; Schulte, Studien über den Schriftstellerkatalog des h. Isidorus, en Kirchengeschitliche. Abhandlugen de Sdralek, Breslau, 1902, t. VI; Endt, Isidor und Lukasscholien, en Wiener Studien, 1909; Valenti, S. Isidoro, noticia de sua vida y escritos, Valladolid, 1909; Schenk, De Isidori Hispalensis de natura rerum libelli fontibus (diss.), Jena, 1909; C. H. Besson, Isidor Studien, Munich, 1913; J. Tixeront, Précis de patrologie, París, 1918, págs. 492-496.



Artículo del Dictionnaire de théologie catholique de A. Vacant – E. Mangenot, t. VIII, Létouzay et Âné editeurs, París, 1924. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

domingo, 14 de febrero de 2010


La capacidad de sufrir el pecado en María inmaculada



R. Garrigou-Lagrange, O.P.








Pietà
Rogier van der Weyden

(Museo del Prado, Madrid)




La bienaventurada Ángela de Foligno había hecho a menudo el Vía Crucis meditando este pensamiento: “Es a causa de nuestros pecados que Jesús y su Santa Madre han sufrido tanto”. Un día, tuvo sobre esta cuestión una inspiración especial muy profunda y exclamó: “Ahora he comprendido: el autor, la causa de la crucifixión era yo: son mis pecados los que han crucificado al Salvador”. Del mismo modo, san Bernardo decía: “¡Señor, Señor, soy yo quien os ha unido a la cruz!”. El santo Cura de Ars decía también: “Comprender que somos la obra de un Dios es fácil; pero que la crucifixión de un Dios sea nuestra obra, ¡he aquí lo incompresible!...”

Esta elevada verdad ilumina bien los problemas teológicos sobre los sufrimientos de Jesús y María, en particular el de la relación íntima que existe entre los sufrimientos de María y su plenitud de gracia y caridad que habría debido, parece, preservarla del dolor como la preservó de la concupiscencia y el error.

Por el privilegio de la Inmaculada Concepción, María ha sido preservada del pecado original y sus oprobiosas consecuencias, que son la concupiscencia y la inclinación al error.

El foco de concupiscencia ha estado desvinculado en María no solamente desde el seno de su madre, sino que jamás ha existido en ella. Ningún movimiento de su sensibilidad podía ser desordenado, anticiparse a su juicio y su consentimiento. Existió siempre en ella la subordinación perfecta de la sensibilidad a la inteligencia y la voluntad, y por eso a la voluntad de Dios, como en el estado de inocencia. Es así que María es Virgen de las vírgenes, torre de marfil, purísimo espejo de Dios, como le dicen sus letanías.

Del mismo modo, no ha estado jamás sujeta al error, a la ilusión; su juicio era siempre iluminado, siempre recto. Si no tenía aún la luz sobre una cosa, suspendía su juicio y evitaba la precipitación que hubiera sido causa de error. Es, causa de eso, la “Sede de la sabiduría, la Reina de los Doctores, la Virgen prudentísima, la Madre del buen consejo”. Todos los teólogos reconocen que la naturaleza le hablaba del Creador mejor que a los más grandes poetas, y que tuvo desde este mundo un conocimiento eminente y superiormente simple de lo que dice la Escritura sobre el Mesías, la Encarnación y la redención. Estuvo así perfectamente exenta de concupiscencia y error.


1. ¿Por qué María ha sufrido más?

¿Por qué el privilegio de la Inmaculada Concepción no ha sustraído a María del dolor y la muerte, que son también consecuencias del pecado original?

No podemos aquí más que repetir lo que hemos expuesto varias veces: en verdad, el dolor y la muerte en María, como en Jesús, no fueron como en nosotros consecuencias del pecado original que no les han rozado jamás. Fueron consecuencias de la naturaleza humana que, por si misma, como la naturaleza del animal, está sujeta al dolor y la muerte corporal. No es más que por un privilegio sobrenatural que Adán inocente estaba exento de todo dolor y de la necesidad de morir.

Jesús, para ser nuestro Redentor por su muerte en la cruz, ha sido virginalmente concebido en una carne mortal, in carne passibili, como dicen todos los teólogos, sean tomistas, escotistas o suaristas; y aceptó voluntariamente sufrir y morir por nuestra salvación. A su ejemplo, María aceptó voluntariamente el dolor y la muerte para unirse al sacrificio de su Hijo, para expiar con Él en nuestro lugar y rescatarnos como corredentora.

Y, cosa sorprendente, que es la admiración de los contemplativos, el privilegio de la Inmaculada Concepción y la Plenitud de la gracia, lejos de sustraer a María del dolor, aumentaron considerablemente en ella la capacidad de sufrir el más grande de los males, que es el pecado.

Para entenderlo bien, es necesario considerar el paralelismo que explica la capacidad de sufrir en María por la aún más grande que existió en Nuestro Señor Jesucristo.


2. La capacidad de sufrir el pecado en Nuestro Señor.

Nosotros soportamos las heridas hechas a nuestro cuerpo, o las experimentadas por nuestro amor propio. Sufrimos, desgraciadamente, demasiado poco el más grande de los males, es decir, el pecado mortal como ofensa a Dios.

Muy al contrario, la plenitud absoluta de la gracia causó en Jesucristo un gran dolor por el pecado y un ardiente deseo de la Cruz para el cumplimiento perfecto de su misión redentora. Si los Apóstoles, los fundadores de las órdenes, los grandes misioneros quisieron cumplir su misión lo mejor posible, con mayor razón Cristo redentor. Es por ello que decía: “Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré todo hacia mí. Decía esto, añade san Juan, para manifestar de qué muerte debía morir” (Jn XII, 32). Y se lee en la Epístola a los Hebreos X, 5: “Cristo, entrando al mundo, dice: “No habéis querido sacrificio ni oblación, pero me habéis formado un cuerpo… He aquí que vengo para hacer tu voluntad”. Dicha oblación de si mismo animó todos los actos de su vida terrena y fue consumada en la Cruz.

En el Calvario, dice santo Tomás (1), el sufrimiento de Nuestro Señor fue el más grande de todos los que se pueden soportar en la vida presente. La razón principal de ello es, dice el Santo Doctor, que Cristo no ha sufrido solamente la pérdida de la vida corporal (en horribles tormentos), sino que ha sufrido los pecados de todos los hombres, y dicho dolor sobrepasó en Él el de todos los corazones contritos, afligidos por sus propias faltas, porque provenía de una sabiduría más grande (que le mostraba mejor que a nadie la gravedad de todos los pecados mortales reunidos), y procedía también de un amor más grande (al Dios ofendido y a las almas que lo ofenden), amor que es en nosotros la medida de nuestra contrición. Por último, por todos los pecados que ha sufrido al mismo tiempo, según las palabras de Isaías, cap. 53: “Vere dolores nostros ipse tulit” (2).

Se vislumbra un poco la profundidad de estas palabras pensando en las almas que se han ofrecido como víctima por algunos pecadores y que tienen que sufrir a veces terriblemente por sus pecados, para detestarlos en su lugar y obtenerles la gracia de la conversión. Ahora bien, Jesús ha sufrido no solamente por algunos pecadores, sino por miles y millones, por los pecados de los hombres de todos los pueblos y de todas las generaciones.

La plenitud absoluta de la gracia y la caridad aumentó así considerablemente en Jesús la capacidad de sufrir el más grande de los males, mientras que el egoísmo, que nos hace vivir en la superficie de nosotros mismos, nos impide afligirnos y no nos deja sentir mucho más que las heridas que alcanzan nuestra sensibilidad y nuestro orgullo.

Los sufrimientos redentores del Salvador iluminan desde lo alto los de su santa Madre.


3. Corazón doloroso e inmaculado de María.

Se cuenta que cuando personas consagradas a Dios, pero en estado de pecado mortal, se acercaban a santa Catalina de Siena, veía sus pecados y sentía por ello tal nausea que era obligada a volver la cabeza.

Con mayor razón, la Santa Virgen veía el pecado en las almas culpables como vemos las llagas purulentas en un cuerpo enfermo. Ahora bien, la plenitud de la gracia y la caridad, que no había cesado de crecer en ella después de su inmaculada concepción, aumentaba proporcionalmente en su corazón la capacidad de sufrir el más grande de los males. Se sufre más, en efecto, cuanto más se ama a Dios, Soberano Bien, a quien el pecado ofende, y a las almas que el pecado mortal desvía de su fin último y vuelve dignas de una muerte eterna.

Sobre todo, María vio claramente prepararse y consumarse el más grande de los crímenes: el deicidio; vio el paroxismo del odio contra Aquel que es la Luz, la Bondad misma y el Autor de la salvación.

Para entrever lo que ha sido el sufrimiento de María, es necesario pensar en su amor natural y sobrenatural, en su amor teologal, por su Hijo único no solamente querido, sino legítimamente adorado, a quien amaba mucho más que a su propia vida, pues era su Dios. Ella lo había concebido milagrosamente, lo amaba con un corazón de Virgen, el más puro, el más tierno, el más rico en caridad que jamás hubo, después del corazón mismo del Salvador.

Comprendía incomparablemente mejor que nosotros la razón superior de la crucifixión: la redención de las almas pecadoras y, en el mismo momento se volvía más profundamente que nunca la madre espiritual de dichas almas a salvar.

Si Abrahán ha sufrido heroicamente disponiéndose a inmolar su hijo, no fue más que durante algunas horas, y un ángel descendió del cielo para impedir la inmolación de Isaac. Por el contrario, luego de las palabras del anciano Simeón, María no cesó de ofrecer a Aquel que debía ser Sacerdote y Víctima, y de ofrecerse con Él. Dicha dolorosa oblación duró años, y si un ángel descendió del cielo para detener la inmolación de Isaac, nadie lo hizo para impedir la de Jesús.

De allí la invocación “Corazón doloroso e inmaculado de María, ruega por nosotros”. En dicha invocación, la término “inmaculado” recuerda lo que María ha recibido de Dios, y “doloroso” todo lo que ella ha hecho y todo lo que ha sufrido con su Hijo, por Él y en Él por nuestra salvación. Con Él, ha merecido, con un mérito de conveniencia, no solamente la aplicación de los méritos del Salvador a tal o cual alma, como santa Mónica por san Agustín, sino que ha merecido con el Redentor “la liberación del género humano” o la redención objetiva, de donde el título de Corredentora, que le es reconocido por la Iglesia cada vez más (3).

Verdaderamente, la plenitud de la gracia y la caridad aumentó considerablemente en ella la capacidad de sufrir el más grande de los males. Ella, que había alumbrado a su Hijo sin dolor, ha dado a luz a los cristianos en medio de los más grandes sufrimientos. ¿A qué precio los ha comprado? “Le hemos costado su Hijo único”, dice Bossuet. “Era la voluntad del Padre eterno hacer nacer a los hijos adoptivos por la muerte de su verdadero Hijo” (4).



(1) IIIa, q.46, a.5 et 6.

(2) IIIa, q.46, a.6 ad 4um

(3) Se ha objetado: El principio del mérito no puede ser merecido. Ahora bien, María ha sido preservada del pecado por los méritos futuros de Cristo redentor. Pues ella no ha podido merecer la Redención objetiva o liberación del género humano.

Respuesta: Lo principal debe ser concedido. Pero es necesario distinguir lo secundario: María ha sido preservada del pecado por los méritos de Cristo relativos a ella: lo concedo; por los méritos de Cristo relativos a nosotros: lo niego. Es necesario distinguir, del mismo modo, la conclusión: María no ha podido merecer la redención preservadora relativa a ella, que es el principio eminente de sus méritos: lo concedo; la Redención liberadora relativa a nosotros, o la liberación del género humano: lo niego. Ella no ha podido merecer, ni los actos teándricos de Cristo, ni su propia redención preservadora que es el principio de sus méritos; pero una vez redimida por Cristo, ha podido merecer con el Salvador, por Él y en Él, nuestra redención objetiva o la liberación del género humano, y todas las gracias que recibimos.

Hay allí como dos instantes: en el primero, María es preservada del pecado; en el segundo, es corredentora.

Así, en el Cuerpo Místico, el Salvador es comparado a la cabeza y María al cuello; la cabeza envía el influjo nervioso al cuello primero, y por él a los miembros.

En resumen: es claro que María no ha podido merecer la Encarnación redentora, que es el principio eminente de sus méritos en ella. Pero, una vez redimida o preservada por los méritos futuros del Salvador, nos ha merecido por Él, con Él, y en Él, de un modo subordinado y con un mérito de conveniencia, todas las gracias que recibimos.

(4) Sermón sobre la Compasión de la santa Virgen.



Aparecido en Angelicum, vol. XXXI, fasc. 4, 1954. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.


El progreso espiritual en María


R. Garrigou-Lagrange, O. P.







La Inmaculada Concepción
El Greco
Museo Thyssen-Bornemisza (Madrid)



Fr. Réginald Garrigou-Lagrange O.P. fue un destacado filósofo y teólogo tomista del s. XX. Estudió en la Sorbona y en la Universidad de Friburgo y formó parte del equipo de profesores de Le Saulchoir. Asimismo, enseñó teología en el Angelicum durante muchos años, destacándose por su lucha contra el modernismo. Entre sus obras podemos mencionar: Dieu, son existente et sa nature, Les trois âges de la vie intérieure, Le sens común, la philosophie de l'être et les formules dogmatiques, Le sens du mystère et le clair-obscur intellectuel, La synthèse thomiste, Le réalisme du principe de finalité, Commentarium in Summam Theologiae S. Thomae Aquinatis, entre otras.

El presente ensayo, cuya traducción ofrezco, es una profunda meditación sobre el progreso espiritual en la Madre de Dios, inspirada principalmente en la doctrina del Doctor Communis Ecclesiae, santo Tomás de Aquino. Los católicos de rito bizantino veneramos la persona y la doctrina del Doctor Angélico, y hacemos nuestras las palabras de S.S. Pío XI: “Pues bien, así como en otros tiempos se dijo a los egipcios en extrema escasez de víveres: ‘Id a José’, a que él les proveyese del trigo que necesitaban para alimentarse, así a todos cuantos ahora sientan hambre de verdad, Nos les decimos: ‘Id a Tomás’, a pedirle el alimento de sana doctrina, de que él tiene opulencia para la vida sempiterna de las almas”
(Encíclica Studiorum Ducem
).

Martín E. Peñalva (traductor)






El progreso espiritual es, ante todo, el de la caridad que inspira, anima las demás virtudes y vuelve sus actos meritorios, por lo que todas las demás virtudes infusas, estando conexas con ella, se desarrollan proporcionalmente, como en el niño, dice santo Tomás, crecen a la vez los cinco dedos de las manos (1).

Conviene, pues, ver porqué y cómo la caridad se ha constantemente desarrollado aquí en María, y cuál ha sido el ritmo de dicho progreso.

El método que seguimos nos obliga a insistir sobre los principios, para recordar su evidencia y elevación, de modo de aplicarlos con seguridad a continuación a la vida espiritual de la Madre de Dios.


La aceleración de este proceso en la Santísima Virgen
.

¿Por qué la caridad ha debido incesantemente crecer en ella hasta la muerte?

En primer lugar, porque es conforme a la naturaleza misma de la caridad durante el viaje hacia la eternidad y conforme también al precepto supremo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu espíritu”, según la gradación ascendente expresada en Deuteronomio VI, 4, y en san Lucas X, 27. Según este precepto, que domina todos los demás y todos los consejos, todos los cristianos, cada uno según su condición, deben tender a la perfección de la caridad y, en consecuencia, de las demás virtudes, éste en el estado matrimonial, aquel en el estado religioso o en la vida sacerdotal (2). No están todos obligados a la práctica de los tres consejos, pero deben aspirar a poseer el espíritu de los consejos, que es el espíritu de desprendimiento de los bienes terrenales y de sí mismos, para que crezca en nosotros el apego a Dios.

Solamente en nuestro Señor no ha habido aumento o progreso de la gracia o la caridad, porque había recibido de ella, desde el instante de su concepción, la plenitud absoluta, consecuencia de la unión hipostática, por lo que el Segundo Concilio de Constantinopla afirma que Jesús no se ha vuelto mejor por el progreso de las buenas obras (3), aunque hubiera realizado sucesivamente los actos de las virtudes correspondientes a las diferentes edades de la vida

María, al contrario, se ha vuelto siempre mejor durante su vida terrenal. Más aún, ha habido en su progreso espiritual una aceleración maravillosa según un principio que ha sido formulado por santo Tomás a propósito de este pasaje de la Epístola a los Hebreos X, 25: “Exhortémonos los unos a los otros, tanto más, cuanto que veis acercarse el día”. El Doctor Angélico escribe en su Comentario sobre dicha Epístola en este sitio: “Alguien podría preguntar: ‘¿Por qué debemos progresar siempre más en la fe y en el amor?’ Es que el movimiento natural (o connatural) se vuelve tanto más rápido cuanto se acerca a su término (por el fin que capta). Es lo contrario del movimiento violento (de hecho, decimos hoy: la caída de los cuerpos es uniformemente acelerada, mientras que el movimiento inverso de una piedra lanzada al aire verticalmente es uniformemente retardado). Ahora bien, continua santo Tomás, la gracia perfecciona e inclina al bien a la manera de la naturaleza (como una segunda naturaleza); resulta, pues, que aquellos que están en estado de gracia deben crecer tanto más en la caridad cuanto se acercan a su fin último (y cuanto están más atraídos por él). Es por ello que se ha dicho en dicha Epístola a los Hebreos X, 25: ‘No abandonemos nuestras asambleas… sino exhortémonos los unos a los otros, tanto más, cuanto que veis acercarse el día’, es decir, el término del viaje. Se ha dicho en otro lugar: “La noche está avanzada, el día se acerca” (Rm., XIII, 12). ‘El camino de los justos es como la luz brillante de la mañana cuyo resplandor va creciendo hasta la mitad del día’”(Pr. IV, 18) (4).

Santo Tomás ha hecho este profundo comentario de un modo muy simple, antes del descubrimiento de la ley de gravitación universal, cuando no se conocía aún, más que de manera muy imperfecta, sin haberla medido, la aceleración de la caída de los cuerpos; ha visto de inmediato un símbolo de lo que debe ser la aceleración del progreso del amor de Dios en el alma de los santos que gravitan sobre el sol de los espíritus y la fuente de todo bien.

El santo doctor quiere decir que, para los santos, la intensidad de su vida espiritual se acentúa cada vez más, se dirigen tanto más pronta y generosamente hacia Dios cuanto más se acercan y son atraídos por Él. Tal es, en el orden espiritual, la ley de la atracción universal. Como los cuerpos se atraen, en razón directa de su masa, y en razón inversa del cuadrado de su distancia, es decir, tanto más cuanto se acercan, así las almas justas son atraídas por Dios tanto más cuanto ellas se acercan a Él.

Es por ello que la trayectoria del movimiento espiritual del alma de los santos se eleva hasta el zenit y no desciende más: no existe para ellos crepúsculo; son solamente el cuerpo y las facultades sensibles las que, con la vejez, se debilitan. En la vida de los santos, el progreso de amor es el mismo, es manifiesto, mucho más rápido durante sus últimos años que durante los primeros. Marchan espiritualmente no a un paso igual, sino a paso rápido, a pesar de la pesadez de la vejez; y “su juventud espiritual se renueva como la del águila” (Sal 102, 5).

Este progreso, siempre más rápido, existió sobre todo en la vida de la Santísima Virgen sobre la tierra, ya que, en ella, no encontraba ningún obstáculo, ninguna interrupción o desaceleración, ningún retraso en las cosas terrenales o en sí misma. Y este progreso espiritual en María era tanto más intenso cuanto la velocidad inicial o la gracia primera había sido más grande. Hubo así en María (sobre todo si, como es probable, por la ciencia infusa, conservó el uso de la libertad y el mérito durante el sueño) una aceleración maravillosa del amor a Dios, aceleración de la cual, la de la gravitación de los cuerpos, es una imagen lejana.

La física moderna enseña que si la velocidad de la caída de un cuerpo al primer segundo es de 20, al segundo es de 40, al tercero es 60, al cuarto de 80, al quinto de 100. Este es el movimiento uniformemente acelerado, símbolo del progreso espiritual de la caridad en un alma que nada retarda, y que se dirige tanto más deprisa hacia Dios cuanto que, acercándose a Él, es más atraída. Así, en dicha alma, cada comunión espiritual o sacramental es normalmente más ferviente, con un fervor de voluntad mayor a la precedente y, por consiguiente, más fructífera.

En contraste, el movimiento de una piedra lanzada al aire verticalmente, siendo uniformemente retardado hasta que cae, simboliza el progreso de un alma tibia, sobre todo si, por un apego progresivo al pecado venial, sus comuniones son cada vez menos fervientes o hechas con una devoción sustancial de voluntad que disminuye de día en día.

Estos principios nos muestran lo que ha dicho ser el progreso espiritual en María, después del instante de la Inmaculada Concepción, sobre todo si ha tenido, como es probable, el uso ininterrumpido del libre albedrío desde el seno materno (5). Como parece cierto, por otro lado, que la plenitud inicial de gracia en ella sobrepasaba ya la gracia final de todos los santos reunidos, la aceleración de dicha marcha ascendiente hacia Dios sobrepasa todo lo que podemos decir (6).

Nada la retardará, ni las consecuencias del pecado original, ni ningún pecado venial, ninguna negligencia o distracción, ni ninguna imperfección; ya que no fue jamás menos rápida a seguir una inspiración dada a manera de concejo. Cual un alma que, luego de haber hecho el voto más perfecto, fuera en ello plenamente fiel.

Santa Ana debía estar impresionada por la perfección singular de su santa hija; mas no podía, sin embargo, sospechar que ella era la Inmaculada Concepción, ni que estaba llamada a ser la Madre de Dios. Su hija era incomparablemente más amada por Dios de lo que santa Ana pensaba. Guardada toda proporción, cada justo es mucho más amado por Dios de lo que piensa; para saberlo haría falta conocer el valor de la gracia santificante, germen de la gloria, y para conocer todo el valor de este germen espiritual, haría falta gozar un instante de la beatitud celestial, al igual que para conocer el valor del germen contenido una bellota, hace falta haber contemplado un roble plenamente desarrollado que normalmente proviene de este germen tan pequeño. Las grandes cosas están a menudo contenidas en una semilla casi imperceptible, como el grano de mostaza, cual un río inmenso que proviene de débil arroyo.


El progreso espiritual en María por el mérito y la oración.

La caridad debía, pues, crecer incesantemente en la Santa Virgen, conforme al supremo precepto del amor. Pero, ¿cómo ha aumentado? Por el mérito, la oración y una comunión espiritual con Dios, presente en el alma de María desde el comienzo de su existencia.

Es necesario recordar, en primer lugar, que la caridad no aumenta precisamente en extensión, ya que, en su grado ínfimo, ama ya a Dios por encima de todo con un amor de estima, y al prójimo como a nosotros mismos, sin excluir a nadie, aunque después la bondad se extiende progresivamente. Es sobre todo en intensidad que la caridad crece, arraigándose cada vez más en nuestra voluntad, donde, para hablar sin metáforas, determina más la inclinación de ésta para alejarse de lo malo y también de lo menos bueno, y para dirigirse generosamente hacia Dios. Es un crecimiento de orden, no cuantitativo, como el de un montón de trigo, sino cualitativo, como cuando el calor se vuelve más intenso, o cuando la ciencia, sin extenderse a nuevas conclusiones, se vuelve más penetrante, más profunda, más unificada, más cierta. Así, la caridad, tiende a amar más perfecta, pura y fuertemente a Dios por encima de todo, y al prójimo y a nosotros mismos para que todos glorifiquemos a Dios en el tiempo y la eternidad. El objeto formal y el motivo formal de la caridad, como el de las demás virtudes, es así puesto cada vez más de relieve, por encima de todo motivo secundario o accesorio por el cual se detenía demasiado primeramente. Al comienzo, se ama a Dios a causa de los favores recibidos y esperados y poco por sí mismo, después se considera más que el benefactor es mucho mejor en sí mismo que todos los bienes que derivan de Él, y que merece ser amado por sí mismo a causa de su infinita bondad.

La caridad, pues, aumenta en nosotros como una cualidad, como el calor que se vuelve más intenso, y ello de diversas maneras: por el mérito, la oración, los sacramentos. Con más motivo, lo fue igualmente en María y sin ninguna imperfección.

El acto meritorio que procede de la caridad o de una virtud inspirada por ella, da derecho a una recompensa sobrenatural y, en primer lugar, a un aumento de la gracia habitual y de la caridad misma. Los actos meritorios no producen por si mismos directamente el aumento de la caridad, ya que ella no es una virtud adquirida producida y aumentada por la repetición de actos, sino una virtud infusa. Como sólo Dios puede producirla, puesto que es una participación de su vida íntima, solamente Él puede también aumentarla. Es por ello que san Pablo dice (I Co. III, 6): “Yo he plantado (por la predicación y el bautismo), Apolo ha regado, mas Dios ha hecho crecer”. (II Co. IX, 10): “Él hará crecer cada vez más los frutos de vuestra justicia”.

Si bien nuestros actos de caridad no pueden producir el aumento de dicha virtud infusa, contribuyen a dicho aumento de dos maneras: moralmente, mereciéndola; y físicamente en el orden espiritual, disponiéndonos a recibirla. El alma, por sus méritos, tiene derecho a recibir tal incremento que le hará amar a Dios más pura y fuertemente, y se dispone a recibir dicho incremento; en este sentido es que los actos meritorios marcan en cierto modo nuestras facultades superiores, las dilatan, para que la vida divina pueda penetrarlas mejor, y las elevan purificándolas.

Pero, en nosotros sucede a menudo que los actos meritorios quedan imperfectos, remissi dicen los teólogos, poco intensos (como cuando se dice calor poco intenso, fervor poco intenso), es decir, inferior al grado que hay en nosotros de la virtud de la caridad.

Teniendo una caridad de tres talentos, nos sucede a menudo actuar como si no tuviéramos más que dos, como un hombre bastante inteligente, que por negligencia, no aplicara más que muy débilmente su inteligencia. Estos actos de caridad imperfectos o poco intensos son aún meritorios, pero según santo Tomás y los teólogos antiguos, no obtienen inmediatamente el aumento de la caridad que merecen, ya que no disponen aún para recibirla (7). Aquel que, teniendo una caridad de tres talentos, obra solamente como su no tuviera más que dos, no se dispone a recibir inmediatamente un aumento de dicha virtud hasta cuatro talentos. No la obtendrá más que cuando haga un acto más generoso o más intenso de dicha virtud o de las otras virtudes inspiradas o imperadas por la caridad.

Estos principios iluminan mucho lo que ha sido en María el progreso espiritual por sus propios méritos. En ella, no hubo jamás acto meritorio imperfecto o poco intenso; esto hubiera sido una imperfección moral, una menor generosidad al servicio de Dios, y los teólogos, lo hemos visto, concuerdan en negar en ella dicha imperfección. Sus méritos obtenían, pues, inmediatamente, el aumento de la caridad merecida.

Además, para ver mejor el valor de dicha generosidad, hace falta recordar, como se lo enseña comúnmente (8), que Dios es más glorificado por un solo acto de caridad de diez talentos que por diez actos de caridad de un solo talento. Del mismo modo, un solo justo perfectísimo agrada más a Dios que muchos otros reunidos que permanecen en la mediocridad o en una tibieza relativa. La calidad predomina sobre la cantidad, sobre todo en este ámbito espiritual.

Los méritos de María eran, pues, siempre más perfectos; su corazón purísimo se dilataba, por así decir, cada vez más, y su capacidad divina se agrandaba según las palabras del Salmo CXVIII, 32: “He recorrido la senda de vuestros mandamientos, cuando dilatasteis mi corazón”.

Mientras nosotros olvidamos a menudo que estamos de viaje hacia la eternidad, y buscamos instalarnos en la vida presente como si fuera a durar siempre, María no cesaba de tener los ojos fijos en el fin último del viaje, en Dios mismo, y no perdía ni un minuto del tiempo que le era dado. Cada uno de los instantes de su vida terrena entraba así, por los méritos acumulados y siempre más perfectos, en el único instante de la inmóvil eternidad. María veía los momentos de su vida, no solamente en la línea horizontal del tiempo con respecto al porvenir terreno, sino en la línea vertical que los une siempre al instante eterno que no pasa.

Es necesario señalar además que, como enseña santo Tomás, no existe en la realidad concreta de la vida un acto deliberado indiferente; si tal acto es indiferente (es decir, ni moralmente bueno, ni moralmente malo) por su objeto, como ir a pasear, o enseñar matemáticas, ese mismo acto es, o moralmente bueno o moralmente malo en virtud del fin por el cual se lo hace, puesto que un ser razonable debe siempre obrar por un motivo razonable, por un fin honesto, y no solamente deleitable o útil (9). Se deduce que, en una persona en estado de gracia, todo acto deliberado que no es malvado, que no es pecado, es bueno; está, en consecuencia, virtualmente ordenado a Dios, fin último del justo, y es, pues, meritorio.

“In habentibus caritatem omnis actus est meritorius vel demeritorius” (10). De allí resulta que, en María, todos sus actos deliberados eran buenos y meritorios, y estando despierta, no ha habido en ella acto indeliberado o puramente mecánico, que fuera producido independientemente de la dirección de la inteligencia y la influencia de su voluntad vivificada por la caridad (11).

Es a la luz de estos principios ciertos que hay que considerar sobre todo los momentos principales de la vida terrestre de María y, puesto que hablamos aquí de aquellos momentos que han precedido la Encarnación del verbo, pensamos en su presentación en el Templo, cuando era aún niñita, y en los actos que realizó asistiendo allí en las grandes fiestas donde se leían las profecías mesiánicas, especialmente las de Isaías, que aumentaban su fe, su esperanza, su amor a Dios y la espera del Mesías prometido. ¡En qué grado penetraba ya aquellas palabras del profeta (Isaías IX, 5) sobre el Salvador venidero!: “Un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado, el imperio ha sido puesto sobre sus hombros, y se le da por nombre: Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz”.

La fe viva en la niña María, ya tan elevada, debía comprender la expresión “Dios fuerte” mejor que Isaías mismo la había entendido. Penetraba ya esa verdad que, en este niño, residirá la plenitud de las fuerzas divinas y que el Mesías será un rey eterno, que no muere y que será siempre el padre de su pueblo (12).


La vida de la gracia no se incrementa solamente por el mérito, sino también por la oración, que tiene una fuerza impetratoria distinta. Es así que pedimos todos los días crecer en el amor de Dios diciendo: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino (cada vez más en nosotros), hágase tu voluntad (que vuestros preceptos sean observados por nosotros cada vez mejor)”. La Iglesia nos hace decir también en la Misa: “Da nobis, Domine, fidei, spei et caritatis augmentum”, aumenta, Señor, nuestra fe, esperanza y caridad” (XIII Domingo después de Pentecostés).

Después de la justificación, el justo puede, pues, obtener el crecimiento de la vida de la gracia, por el mérito, que tiene relación con la justicia divina, como el derecho a una recompensa, y por la oración que se dirige a la infinita misericordia. Y la oración es tanto más eficaz cuanto más humilde, confiada y perseverante es, y cuando pide primero, no los bienes temporales, sino el aumento de las virtudes, según las palabras: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y el resto os será dado por añadidura”. Así, el justo, por una oración ferviente que es, a la vez, impetratoria y meritoria, obtiene, a menudo inmediatamente, más de lo que merece, es decir, no solamente el aumento de la caridad merecida, sino aquella que se obtiene especialmente por la fuerza impetratoria de la oración distinta del mérito (13).

En el silencio de la noche, una oración ferviente, que es al mismo tiempo una oración de petición y un mérito, obtiene a menudo inmediatamente un muy notable aumento de caridad, que hace a veces experimentar que Dios es inmensamente bueno; hay allí una comunión espiritual que tiene un sabor a vida eterna.

Ahora bien, la oración de María, desde su infancia, era no solamente muy meritoria, sino que tenía una fuerza impetratoria que nosotros no sabríamos apreciar, pues era proporcionada a su humildad, su confianza, la perseverancia de su generosidad no interrumpida y siempre en progreso. Obtenía así, constantemente, según estos principios certísimos, un amor a Dios siempre más puro y fuerte.

Obtenía, también, las gracias actuales eficaces, que no podrían ser merecidas, a no ser con un mérito de condignidad, como el que lleva a nuevos actos meritorios, y como la inspiración especial, que es el principio, por medio de los dones, de la contemplación infusa.

Es lo que sucedía cuando María decía, rezando, estas palabras del libro de la Sabiduría VII, 7: “He invocado al Señor y el espíritu de sabiduría ha venido a mi. Lo he preferido a los cetros y las coronas, y a su lado he valorado en nada las riquezas. Todo el oro del mundo a su lado no es más que un poco de arena, y la plata, no vale más que el barro”.

El Señor venía así a alimentarla espiritualmente de si mismo y se daba cada día más íntimamente a ella, incitándola a darse más perfectamente a Él.

Mejor que nadie después de Jesús, la Virgen ha dicho estas palabras del Salmo XXVI, 4: “Unam petii a Domino hanc requiram, ut inhabitem in domo Domini”. “Pido al Señor una cosa y la deseo ardientemente: habitar en su casa todos los días de mi vida y gozar de su bondad”. Cada día, veía mejor que Dios es infinitamente bueno para aquellos que lo buscan y más aún para aquellos que lo encuentran.

Antes de la institución de la Eucaristía, e incluso antes de la Encarnación, existió también en María la comunión espiritual, que es la oración más simple y más íntima del alma llegada a la vía unitiva, donde gozó de Dios presente en ella como en un templo espiritual: “Gustate et videte quoniam suavis est Dominus – Gustad y ved qué suave es el Señor” (Salmo XXXIIII, 9).

Si se ha dicho en el Salmo XLI, 2: “Como el ciervo suspira por las aguas vivas, así mi alma suspira por ti, Dios mío. Mi alma tiene sed del Dios vivo”, cuánta debió ser aquella sed espiritual en la Santa Virgen después del instante de su Concepción Inmaculada hasta el momento de la Encarnación.

María no ha merecido tampoco la maternidad divina, pues habría merecido así la Encarnación en sí misma; pero ha merecido el grado de santidad y caridad que era la disposición próxima a la maternidad divina. Ahora bien, si la disposición lejana, que era la plenitud inicial de la gracia, sobrepasaba ya la gracia final de todos los santos reunidos, ¡qué pensar de la perfección de dicha disposición próxima!

Los años vividos por María en el Templo han activado en ella el desarrollo de “la gracia de las virtudes y los dones” en proporciones de las cuales nosotros no podemos hacernos una idea, según una progresión y una aceleración que sobrepasa por mucho la de las almas más generosas y los más grandes santos.

Sin duda, se podría exagerar atribuyéndole a la Santa Virgen una perfección que no corresponde más que a su Hijo, pero manteniéndonos en su línea, no sabríamos hacernos una idea de la elevación del punto de partida de su progreso espiritual, y aún menos de la elevación de su punto de llegada.

Lo que acabamos de decir nos prepara, sin embargo, a comprender en cierta medida lo que debió ser el aumento considerable de gracia y caridad que se produjo en ella en el momento mismo de la Encarnación.




(1) Ia IIae, q. 65, et q. 66, a. 2.

(2) IIa IIae, q. 184, a. 3.

(3) Cf. II Concil. Constant. (Denz, 224: “Si quis defendit… Christum… ex profectu operum melioratum… A. S.”.

(4) Cf. S. Tomás, In Ep. ad Hebr., X, 25: “Motus naturalis quanto plus accedit ad terminum magis intenditur. Contrarium est de (motu) violento. Gratia autem inclinat in modum naturae. Ergo qui sunt in gratia, quanto plus accedunt ad finem, plus crescere debent”.

Véase también santo Tomás, In L. I de Caelo, ch. VIII, lect. 17, fin: “Terra, (vel corpus grave) velocius movetur quanto magis descendit”. IIa IIae, q. 35, a. 6: “Omnis motus naturalis intensior est in fine, cum appropinquat ad terminum suae naturae convenientem, quam in principio… quasi natura magis tendat in id quod est sibi conveniens, quam fugiat id quod est sibi repugnans”.

(5) Es la opinión, lo hemos dicho más arriba, de san Bernardino de Siena, Suárez, Contenson, el P. Terrier y, sobre todo, de san Francisco de Sales, que dice: “¡Cuánto hay más de apariencia en que la madre de verdadero Salomón tuvo el uso de la razón en su sueño! (Tratado del amor de Dios, 1, III, c. 8, a propósito de las palabras del Cantar de los Cantares: “Duermo, pero mi corazón vela”).

(6) Es necesario entender bien lo que significa la expresión “sobrepasa lo que podemos decir”. Sin duda, la gracia misma consumada en María permanece finita o limitada y sería una exageración inadmisible atribuirle una perfección que no puede pertenecer más que a Nuestro Señor. En este sentido, sabemos que, en ella, el progreso espiritual no puede ir más allá de ciertos límites; sabemos lo que María no puede hacer, lo que es negativo; pero no sabemos positivamente todo lo que ella puede, ni el grado preciso de santidad al cual ha llegado ni el que ha sido su punto de partida. Así, en otro orden, sabemos negativamente lo que las fuerzas de la naturaleza no pueden producir: no pueden producir la resurrección de un muerto, ni los efectos propios de Dios, pero no sabemos positivamente hasta dónde las fuerzas de la naturaleza pueden llegar, y se le descubren fuerzas desconocidas como las del radio, que producen efectos inesperados.

Del mismo modo, no podemos saber positivamente todo lo que pueden por sus fuerzas naturales los ángeles, sobre todo los más elevados; sin embargo, es cierto que el menor grado de gracia santificante sobrepasa ya todas las naturalezas creadas, incluidas las naturalezas angélicas y sus fuerzas naturales. Para conocer plenamente el valor del menor grado de gracia, germen de la gloria, sería necesario haber gozado un instante de la visión beatífica; máxime para conocer plenamente el valor de la misma plenitud inicial de gracia en María.

(7) IIa IIae, q.24, a. 6, ad. 1m.

(8) Cf. Salmanticenses: De Caritate; Disp. V dub. III, § 7, n° 76, 60, 85, 93.

(9) Cf. Santo Tomás Ia, IIae, q. 18, a. 9.

(10) Santo Tomás, De Malo, a. 5, ad 17.

(11) Es lo que enseña muy justamente el P. E. Hugon, Marie, pleine de grâce, 5º edición, 1926, pág. 77.

(12) Nadie puede afirmar con certeza que María, desde antes de la Encarnación, no ha visto, en el sentido literal de dicho anuncio mesiánico de Isaías, “Dios fuerte”, la divinidad del Mesías prometido; la Iglesia, iluminada por el Nuevo Testamento, ve dicha verdad en esas mismas palabras que repite en las Misas de Navidad; ¿Quién osaría afirmar que María no la ha visto desde antes de la Encarnación? El Mesías es el ungido del Señor, ahora bien, a la luz del Nuevo Testamento, comprendemos que, dicha unción divina está, en primer lugar, constituida por la gracia de unión que no es otra que el mismo Verbo que da a la humanidad de Jesús una santidad innata, sustancial e increada. Cf. S. Tomás, IIIa,. q. 6, a. 6 ; q. 22, a. 2, ad 3m.

(13) Es así que el justo puede obtener, por la oración, gracias que no podrían ser merecidas, como la de la perseverancia final, que no es otro que el principio mismo del mérito, o el estado de gracia conservado al momento de la muerte, cf. Ia IIae, q.114, a. 9. Del mismo modo, la gracia actual eficaz que, a la vez, preserva del pecado mortal, conserva en estado de gracia y lo hace crecer, no puede ser merecida; pero es, a menudo, obtenida por la oración. Igualmente, pues, la inspiración especial que es el principio, por los dones de la inteligencia y la sabiduría, de la contemplación infusa.


Publicado en La vie spirituelle n° 255, Julio de 1941. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.