sábado, 13 de febrero de 2010



Breve vistazo
sobre la querella de las imágenes




Boris Bobrinskoy






Icono del Séptimo Concilio Ecuménico



1. El culto a las imágenes antes de la querella.

Desde los primeros siglos, los cristianos representaban gráficamente diversos temas del misterio de nuestra salvación. El arte de las catacumbas tiene un carácter simbólico o “significativo” (Weidlé), que describe la experiencia sacramental de la Iniciación cristiana y la Redención como, por ejemplo, el Buen Pastor, la paloma, el pez, la vid, la lira, el áncora, el arca, el barco y, sobre todo, la cruz. Los cristianos son llamados los “adoradores de la cruz” (Tertuliano).

En vísperas del periodo constantiniano, el Concilio de Elvira (300), en su canon 36, condena enérgicamente el empleo de imágenes en las iglesias, probablemente para no provocar las burlas y los ultrajes de los paganos, allí donde los lugares de culto no estaban a salvo durante las persecuciones.

Desde el triunfo del cristianismo bajo Constantino, se desarrolla la costumbre de representar a Cristo y los santos, y colocar estas imágenes en las iglesias. Ya san Basilio de Cesarea, en su panegírico del mártir Barlaam, exhortaba a los pintores cristianos a glorificar por sus obras a este gran santo: “Venid en mi ayuda, pintores célebres de heroicas hazañas. Realzad por vuestro arte la imagen imperfecta de este estratega; haced brillar con los colores de la pintura al atleta victorioso que he representado con muy poco brillo; desearía ser vencido por vosotros en el cuadro de la valentía del mártir: me alegraría ser hoy superado por vuestro talento. Mostradnos brillantemente al luchador en vuestra imagen; mostradnos a los demonios dando alaridos, ya que son hoy, gracias a vosotros, abatidos por las victorias de los mártires; enseñadles aún esta mano ardiente y victoriosa. Y representad también en vuestra obra a Aquel que preside los combates y da la victoria: Cristo” (Oratio in S. Barlaam P.G. XXXI, col. 488-489).

Otra frase de san Basilio tuvo una fortuna particular y se convirtió uno de los argumentos tradicionales más decisivos para los defensores de las imágenes sagradas: “El honor rendido a la imagen pasa a aquel al que la imagen representa” (De Spiritu Sancto, XVIII 45, P.G. 32, col. 149 C).

Del mismo modo, san Gregorio el Grande invitaba a Sereno, obispo de Marsella, a restablecer en las iglesias los iconos que había hecho quitar: “No es sin razón que la antigüedad ha permitido pintar en las iglesias la vida de los santos. Prohibiendo adorar dichas imágenes, merecéis elogio; destruyéndolas, sois dignos de censura. Una cosa es adorar una imagen, otra aprender por medio de la imagen a quien debe dirigirse nuestra adoración. Ahora bien, los que la Escritura es para aquellos que saben leer, la imagen lo es para los iletrados…” (San Gregorio, Epist. 1, 9. Epist. IX. P.L. LXXVII col. 949).

Vemos, pues, que la desconfianza para con las imágenes y el temor a la idolatría es aún frecuente. Eusebio de Cesarea tacha de costumbre pagana el hecho de tener imágenes portátiles de Cristo o los Apóstoles (Eusebio, Hist. eccl., 1, VII, c. XVIII, P.G. col. 680).

En el siglo VI, el culto a las imágenes es atestiguado por numerosos monumentos y testimonios de escritores eclesiásticos. Así Leoncio, obispo de Neápolis, en Chipre, escribía: “Represento a Cristo y su Pasión en las iglesias, las casas y los lugares públicos, y en imágenes, tela, en las cuevas, en las vestimentas, en todo lugar, para que viéndolas, nos acordemos… Porque nosotros, los cristianos, al poseer imágenes de Cristo, es a Cristo al que besamos interiormente, y a sus mártires… Aquel que teme a Dios honra, por consiguiente, venera y adora como Hijo de Dios a Cristo nuestro Dios, y a la representación de su cruz y las imágenes de sus santos” (citado por el Segundo Concilio de Nicea, P.G. XCVIII, col. 1600).

El Concilio Quinisexto in Trullo (692) declara a las imágenes venerables, pero prescribe no representar más a Jesucristo bajo la forma de un cordero: “… Decretamos representar en adelante en las imágenes a Cristo nuestro Dios en su forma humana (y no más bajo la forma de un cordero) a fin de considerar por dicha representación el nivel de la humillación del Verbo de Dios y recordar su vida en la carne, su pasión, su muerte salvadora y la Redención de todo el universo que ha resultado de ello” (Canon 82).

Desgraciadamente a menudo, el culto a las imágenes se mezcla con supersticiones y abusos que explicarán en parte la reacción iconoclasta: “Muchos piensan, dice Anastasio el Sinaíta, que el bautismo es suficientemente honrado por aquellos que entran en una iglesia, besando todos los iconos, sin prestar atención a la liturgia y al servicio divino”.

Una carta dirigida en 824 por el emperador Miguel el Tartamudo a Luis el Piadoso da cuenta de numerosos abusos en la piedad popular, remontándose a una época más antigua: “… Escogen las imágenes de los santos para servir de padrinos a sus hijos... Algunos sacerdotes han tomado el hábito de rascar el color de las imágenes, mezclando dicho polvo con las hostias y el vino, y distribuyen la mezcla a los fieles después de la Misa. Otros colocan el Cuerpo del Señor en las manos de las imágenes, donde aquellos que comulgan van a recibirlo” (Mansi, Conc. Ampliss. coll., t. XIV, pág. 240).


2. El primer período iconoclasta (723-780).

Las corrientes de opinión hostiles a las imágenes, a las cuales el carácter puramente espiritual del cristianismo parecía incompatible con su culto, eran sobre todo perceptibles en las regiones orientales del imperio donde se habían mantenido restos importantes de monofisitas… Pero fue necesario el contacto con el mundo árabe para encender el incendio iconoclasta… Los árabes, que surcaban Asia Menor, luego de decenas de años no habían solamente llevado la espada a Bizancio, sino también su cultura y, con ella, el horror propio del Islam a la representación del rostro humano. He aquí como la querella de las imágenes nació en las provincias orientales del Imperio de un cruce singular entre una fe cristiana ávida de pura espiritualidad y las doctrinas sectarias iconófobas, las concepciones de las viejas herejías cristológicas y, finalmente, las influencias de las religiones no cristianas: el judaísmo y, en particular el Islam. Luego de la victoria sobre la avalancha guerrera del Oriente, es un vinculación con las infiltraciones de la cultura oriental que comienza bajo la forma de la querella de las imágenes” (G. Ostrogorsky, Histoire de l’Etat byzantin, París, 1956, págs. 189-190).

El movimiento iconoclasta parte de Asia Menor, donde el califa Yezid publica en 723 un edicto ordenando destruir todas las imágenes “sea en los templos, las iglesias, o en las casas”. La campaña salvaje de destrucción se propaga rápidamente entre los obispados de las provincias orientales y alcanza la corte imperial de Bizancio.

Ante la resistencia al iconoclasmo del patriarca Germán (de 726 a 730), el emperador León III el Isáurico interviene personalmente y publica en 730 un edicto prohibiendo el culto de las imágenes y declarando que éstas son ídolos formalmente reprobados por la Escritura: “no se debe venerar, Dios lo prohíbe, lo que es hecho por mano del hombre, así como toda representación de lo que está en el cielo o sobre la tierra” (Hefele-Leclerc, Histoire des Conciles, París, 1910, t. III, pág. 664).

San Germán es depuesto y relegado al exilio. Despojándose de su palio, declara: “Sin la autoridad de un concilio no puedes, Basileus, cambiar en nada la fe” (citado por Evokimov: L'Orthodoxie, Neuchâtel - París, 1959, pág. 217).

La primera sangre se vierte durante un disturbio popular provocado por la destrucción del icono de Cristo en Calcopratia, sobre una de las puertas del palacio imperial. Resulta de ello una persecución violenta durante la cual numerosos partidarios del culto a las imágenes son torturados, desterrados o ejecutados, mientras se destruía sistemáticamente los iconos en las iglesias y casas.

En Roma, el Papa Gregorio II, así como su sucesor Gregorio III, se niega a someterse al edicto imperial: “Los dogmas de la Iglesia no son tu asunto, escribe el Papa a León III, deja tus locuras” (citado por Evdokimov: L’Orthodoxie, Neuchâtel - París, 1959, pág. 217).

Una decisión de un concilio romano reunido en 731, especifica que: “en el futuro, quienquiera que quite, destruya, deshonre o insulte a las imágenes del Señor o de su santa Madre o los Apóstoles, etc… no podrá recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor, y será excluido de la Iglesia” (Hefele-Leclerc, Op. cit., pág. 677).

Es en dicha época que san Juan Damasceno, monje de san Sabas en Palestina, escribe sus Tratados para la defensa de las santas imágenes, en los cuales proporcionó a los defensores de la fe una base teológica que será recogida por los teólogos ortodoxos después de él. Se declara que no incumbe al emperador zanjar la cuestión de la legitimidad de las imágenes: “es asunto de los concilios y no de los emperadores” (San Juan Damasceno, Tratado I en defensa de las santas imágenes. P.G. XCIV, col 1281).

No corresponde a los emperadores legislar en la Iglesia; la tarea de los reyes es el bienestar político, mientras que la organización de la Iglesia es la obra de los pastores y doctores” (Tratado II en defensa… 12, P.G. XCIV, col. 1296).

El fundamento del culto a las imágenes es, según san Juan Damasceno, el dogma cristológico. La salvación está vinculada a la Encarnación del Verbo divino y, por consiguiente, a la materia, porque la salvación es realizada por la unión en Cristo de la divinidad y la carne humana: “antiguamente Dios, el Incorporal e Invisible, no era jamás representado. Pero, ahora que Dios se ha manifestado en la carne y ha habitado entre los hombres, yo represento lo visible de Dios. No adoro la materia, sino adoro al Creador de la materia, Aquel que se ha hecho materia por causa mía, Aquel que ha querido habitar la materia y, por la materia, me ha salvado” (Op. cit. 1, 6, P.G. XCIV, col.1245).

Cuando lo Invisible se hace visible según la carne, entonces puedes representar la semejanza de lo que has visto. Cuando Aquel que no tiene cantidad ni tamaño, que es incomparable en razón de la superioridad de su naturaleza, siendo la imagen de Dios, cuando Él asume la forma de un esclavo y se humilla grandemente, adoptando una forma corporal; entonces grávalo en una tabla y asciende a la contemplación de Aquel que se ha dignado ser visto. Representa su condescendencia inefable, su nacimiento de la Virgen, su bautismo en el Jordán, su transfiguración en el Tabor, su pasión que comunica la impasibilidad, sus milagros, símbolos de su naturaleza divina, realizados por intermedio de su carne, el sepulcro salvífico de nuestro Liberador, su ascensión a los cielos; describe todo esto, por la palabra y los colores, en los libros y sobre las tablas” (Op. cit. III, 8. P.G. XCIV, col. 1328-1329).

La persecución iconoclasta alcanza su paroxismo bajo el reinado de Constantino V Coprónimo (741-775), hijo de León III. Se lo ha considerado como el enemigo más peligroso y más acérrimo de culto a las imágenes, pero no es más que después del concilio iconoclasta de Hieria (754), que la persecución se intensifica a pesar de una resistencia encarnizada, en particular de parte de los monjes exhortados por san Esteban el Joven, higúmeno del monasterio del monte San Auxencio. Ante la resistencia ortodoxa, el mismo emperador compone un tratado teológico contra las imágenes en el cual todas las tendencias iconoclastas son llevadas al extremo y del cual lo esencial ha sido repetido en las actas del concilio iconoclasta. Del mismo modo que los ortodoxos, los iconoclastas quieren depender en su argumentación del dogma de Calcedonia, pero en la suya falta la nítida distinción en Jesucristo entre la naturaleza y la persona. Es imposible e impío, dicen, representar la naturaleza divina; en las imágenes, los pintores no representan más que la carne de Cristo, y la separan de su divinidad. No existe tercera posibilidad: “estamos convencidos, concluyen los obispos reunidos en Hieria, que el censurable arte de la pintura constituía una blasfemia para el dogma fundamental de nuestra salvación, es decir, para la encarnación de Cristo... Quienquiera que haga una imagen de Cristo representa la divinidad, que no debe ser representada, y la mezcla con la humanidad (como hacen los monofisitas), o aún representa el cuerpo de Cristo como no estando deificado, como separado, y como una persona distinta, tal como lo hacen los nestorianos. La única representación autorizada de la humanidad de Cristo es el pan y el vino de la Santa Cena. Él ha escogido esta forma y no otra, este tipo y no otro, para representar su humanidad… El cristianismo ha derribado al paganismo entero; por consiguiente, no solamente a los sacrificios paganos, sino también a las imágenes paganas. Los mismos santos, después de su muerte, han iniciado junto a Dios una vida que no tendrá fin; por consiguiente, quienquiera que pretenda luego de su muerte recordarlos en la vida por un arte muerto en sí mismo e imitado de los paganos, será culpable de blasfemia… Apoyándonos, pues, en la Sagrada Escritura y en los Padres, declaramos unánimemente, en nombre de la Santísima Trinidad, que condenamos, rechazamos de la Iglesia cristiana, con todas nuestras fuerzas, toda imagen, de cualquier manera que sea, hecha con el censurable artificio de la pintura. En el futro, quienquiera que osara hacer pintura semejante, o venerarla, o colocarla en una iglesia, o en una casa particular, o incluso poseer a escondidas una de dichas imágenes, deberá, si es obispo, sacerdote o diácono, ser depuesto, y, si es monje o laico, ser anatematizado; caerá, además, bajo el poder de las leyes civiles, como adversario de Dios y enemigo de los dogmas que los Padres nos han enseñado” (Hefele-Leclerc, Op. cit., págs. 698-701).

Al final de dicho concilio, fue pronunciado el anatema contra aquellos que veneraban los iconos y contra los defensores de su culto, san Germán de Constantinopla, san Juan Damasceno y san Jorge de Chipre.

Fuerte por la sanción de un concilio denominado “ecuménico”, Constantino pone en aplicación sus decisiones por medio del fuego y la espada. Es sobre todo entre los monjes que se organiza una oposición encarnizada y que encontramos la mayoría de los mártires por la fe. Particularmente, el santo higúmeno y ermitaño del monte Auxencio, Esteban el Joven, relegado en primer lugar a la isla de Proconeso, es llevado a Constantinopla donde finalmente es despedazado por la multitud el 28 de Noviembre de 764.

La persecución de los iconoclastas tomó con el tiempo, cada vez más, el carácter de una campaña contra el monaquismo… Los monjes ya no fueron solamente perseguidos en razón del culto que rendían a las imágenes, sino por el simple hecho de su condición monástica; se les exigió renunciar a su género de vida. Se cerró los monasterios, cuando no se los convertía en cuarteles, baños u otros edificios públicos; sus inmensas propiedades pasaron a la Corona. En resumen, el iconoclasmo, en su apogeo, entabló la lucha contra el poder del monaquismo y de los monasterios bizantinos” (G. Ostrogorsky, Essai sur la théologie des icônes dans l'Eglise orthodoxe, vol. 1, París, 1960, pág. 138, nota 1).

La ofensiva iconoclasta no se limita a las santas imágenes, sino que ataca a las reliquias de los santos; el emperador va hasta prohibir el culto de los santos y la Madre de Dios.

En esta época que un gran número de monjes emigran a Occidente y, sobre todo, a Italia, donde son calurosamente acogidos por los Papas posteriores al período iconoclasta. Éstos se muestran fervientes defensores del culto a las imágenes. Es entonces, en particular, que es decorada Sancta Maria Antiqua, reconstruida la catedral de San Marcos, construidas y adornadas las iglesias de Sancta Maria in Dominica, Santa Práxedes y Santa Cecilia (cf. L. Uspensky. Essai sur la théologie des icônes dans l'Eglise Orthodoxe, vol. 1, París, 1960, pág. 138, nota 1). Diversos concilios occidentales se pronunciaron en dicha época a favor del culto a las imágenes (Gentilly en 767 y Letrán en 769).

La persecución se interrumpe bruscamente en 775, a la muerte de Constantino V. Bajo su hijo y sucesor, León IV el Khazar (775-780), aunque es un iconoclasta convencido, la persecución disminuye en violencia y cesa totalmente cuando, luego de su muerte, la regencia es asegurada por su viuda, Irene (780-802).


3. El VII Concilio Ecuménico (787) y el restablecimiento de las santas imágenes (780-813).

Irene estaba enteramente consagrada a la causa de las imágenes sagradas. Pero, a pesar de la lentitud y todas las medidas de circunspección de las que el gobierno se había rodeado, el primer ensayo de reunir un concilio en Santa Sofía de Constantinopla resultó en un fracaso debido a la insurrección de tropas fieles al iconoclasmo “tradicional”. No es más que en otoño de 787 que el VII Concilio Ecuménico pudo reunirse en Nicea, en la misma ciudad donde había tenido lugar el Primer Concilio Ecuménico bajo Constantino el Grande. Bajo la presidencia del nuevo patriarca Tarasio, numerosos obispos y monjes llegados de toda la cristiandad tomaron parte en las sesiones del Concilio. Éste restableció el culto de las imágenes y lo proclamó dogma.

Desde la segunda sesión, los Padres del Concilio se declararon a favor del culto a las imágenes señalando con fuerza, no obstante, la distinción fundamental entre el “culto relativo”, por el cual son veneradas las imágenes sagradas, y la adoración, en el sentido propio que conviene sólo a Dios.

La cuarta sesión estuvo destinada a restablecer no solamente el culto de las imágenes, sino también a la legitimidad de la intercesión de los santos y la Madre de Dios: “Acogemos las palabras del Señor, de los Apóstoles, de los profetas, que nos enseñan a honrar y ensalzar, en primer lugar, a quien es en verdad la Madre de Dios, superior a todas las potencias celestiales; después a estas mismas potencias celestiales, a los Apóstoles, mártires, doctores y todos los santos, a pedirles su intercesión, capaces como son de conseguirnos el favor de Dios si, no obstante, guardamos los mandamientos y vivimos de manera virtuosa” (Mansi, t. XII, col. 1.086).

Aquí están, por último, los principales pasajes del decreto dogmático sobre le culto de las imágenes, tal como fue promulgado por los Padres del Concilio:

Así pues, marchando sobre el camino real y siguiendo la enseñanza divinamente inspirada de nuestros santos Padres y la Tradición de la Iglesia Católica… Decidimos, con toda exactitud y luego de un examen completo que, al igual que la santa y vivificante cruz, los santos y preciosos iconos pintados con colores, hechos de pequeñas piedras o de cualquier otra materia correspondiendo a este fin, deben ser colocados en las santas iglesias de Dios, en los vasos y vestimentas sagradas, en los muros y tablas, en las casas y caminos, se trate de los iconos de Nuestro Señor Dios y Salvador Jesucristo, o de nuestra soberana sin mancha, la santa Madre de Dios, o de los santos ángeles y hombres santos y venerables. Porque, cada vez que se ve su representación por medio de la imagen, cada vez que se es incitado por ello, contemplándolos, a recordar los prototipos, se adquiere más amor por ellos y se es más incitado a rendirles homenaje, besándolos y testimoniando su veneración, no la verdadera adoración que, según nuestra fe, conviene a la única naturaleza divina, sino de la misma manera que rendimos homenaje a la imagen de la preciosa y vivificante cruz, al Santo Evangelio y a otros objetos sagrados a los cuales se rinde homenaje por la incensación y los cirios, según la piadosa costumbre de los antiguos. Porque el honor rendido a la imagen va a su prototipo, y aquel que venera los iconos, venera la persona que está representada…” (Ibid., col. 377-380, trad. franc. de Uspensky, Op. cit., págs. 157-159).

Si, en lo más fuerte de la persecución contra el culto a los iconos, la Ortodoxia había encontrado en la persona de los pontífices romanos partidarios valientes y determinados de las imágenes, muy paradójicamente, no ocurrió más lo mismo durante el triunfo de la Ortodoxia en Bizancio.

Las actas del Concilio de Nicea llegaron a Occidente en una traducción tan grosera e inexacta (en particular, veneración de los iconos fue traducido por adoración), que provocaron la violenta reacción e incluso la hostilidad de parte de Carlomagno y sus teólogos francos. A pesar de todas sus exhortaciones, es finalmente el Papa Adriano I quien debió ceder ante la obstinación de Carlomagno. El Concilio de Frankfurt en 794 quiso ponerse en árbitro entre el concilio iconoclasta de 754 y el Séptimo Concilio Ecuménico, y prescribió por eso no destruir los iconos mas, sin embargo, no venerarlos. El rol de las imágenes fue limitado a una pedagogía de enseñanza y edificación moral, desprovisto de todo fundamento soteriológico: “ni uno ni otro concilio no merece seguramente el título de Séptimo: unidos a la doctrina ortodoxa que quiere que las imágenes no sirvan más que para la ornamentación de las iglesias y memoria de las acciones pasadas… no queremos prohibir las imágenes con uno de los concilios ni adorarlas con el otro, y rechazamos los escritos de este concilio ridículo” (Hefele-Leclerc, Op. cit., p. 1068).

En 825, el Concilio de París ratificó las decisiones del concilio de Frankfurt y se puede decir que Occidente ha prácticamente ignorado (al menos hasta época reciente) la teología ortodoxa de los iconos, fundada en el misterio de la Encarnación y el dogma cristológico.


4. La reacción iconoclasta (813-842).

A pesar de la victoria de la Ortodoxia en el terreno dogmático, el iconoclasmo estaba lejos de estar definitivamente eliminada del seno de la administración y del ejército y se recuperó con nuevo vigor bajo el reinado del emperador León V el Armenio (813-820). Juan el Gramático estuvo encargado de componer una selección de textos utilizando las decisiones del concilio iconoclasta de 754.

La resistencia se organizó de nuevo bajo el impulso del patriarca de Constantinopla Nicéforo y de los monjes de Studion dirigidos por su higúmeno san Teodoro. Durante una entrevista con el emperador y sus partidarios, no solamente Nicéforo y Teodoro defendieron las decisiones del Séptimo Concilio Ecuménico, sino que impugnaron nuevamente la competencia del emperador en materia religiosa:

Más claramente aún que en siglo VII, el segundo periodo de la querella de las imágenes recalca el fondo político del movimiento iconoclasta: los esfuerzos del poder imperial por someter la vida de la Iglesia, y la resistencia persistente de la Iglesia, sobre todo de su ala intransigente, a dichos esfuerzos” (G. Ostrogorsky, Op. cit., pág. 231).

En 815, Nicéforo fue depuesto y exiliado a la rivera asiática del Bósforo, y es san Teodoro quien aseguró desde entonces la defensa de los santos iconos. El Domingo de Ramos del mismo año, los mil monjes de Studion descendieron a las calles de la capital en una inmensa procesión, llevando estandartes y santos iconos. El desafío al emperador era lanzado y éste reaccionó con rigor extremo. Poco después de Pascua, un concilio se reunía en Santa Sofía, rechazaba el concilio de Nicea y se adhería a las decisiones del concilio iconoclasta de 754.

Este sínodo subrayaba, es cierto, que no consideraba a las imágenes como ídolos, pero no ordenaba menos por ello la destrucción. Si sobre el plano doctrinal, este concilio dio prueba de una impotencia total, por el contrario, las persecuciones no fueron por ello menos violentas. Es, en primer lugar, el Studion el que fue objeto de la venganza imperial. El mismo san Teodoro fue llevado a prisión, flagelado cruelmente repetidas veces, y luego deportado a Esmirna donde fue víctima de los maltratos del obispo iconoclasta. Un extracto de su carta al Papa Pascual I da cuenta de la persecución: “el patriarca está prisionero, los metropolitas y los obispos son desterrados, los monjes y las religiosas están encarcelados, bajo la amenaza de la tortura y la muerte; la imagen del Salvador, ante la cual los mismos demonios tiemblan, se ha vuelto un objeto de burla; los altares y las iglesias están devastadas y mucha sangre ha sido ya derramada” (San Teodoro Estudita, Carta al Papa Pascual I, Epist. II, 12. P.G. XCIX, col. 1152-1153).

La sangrienta persecución tuvo más víctimas que la de Coprónimo: decenas de obispos fueron deportados, monjes fueron ahogados cosidos en sacos o torturados hasta la muerte en los calabozos. Las persecuciones continuaron, con menos violencia, bajo los sucesores de de León V, Miguel II (820-829) y sobre todo Teófilo (829-842). Entre las víctimas del furor iconoclasta, mencionamos al cronista Teofano y su hermano Teodoro: ellos fueron no solamente fustigados sino que se les grabó sobre la frente versos injuriosos; así recibieron posteriormente el sobrenombre de “marcados”.


5. El Triunfo de la Ortodoxia.

La victoria definitiva de la Ortodoxia no fue efectiva más que después de la muerte de Teófilo, cuando su viuda, Teodora, asumió la regencia. Bajo el patriarca Metodio, uno de los confesores de la fe, un concilio restableció definitivamente en 842 en Constantinopla el culto de las imágenes, reafirmando las decisiones promulgadas por el Concilio de Nicea; lanzó igualmente el anatema contra los iconoclastas. El primer Domingo de Cuaresma, el 11 de Marzo de 843, fue proclamado en Santa Sofía e restablecimiento del culto a las imágenes. Desde entonces, la Iglesia conmemora cada año en este día el “Triunfo de la Ortodoxia” sobre los iconoclastas, al mismo tiempo que sobre las herejías anteriores.

He aquí, extraído del Oficio del Domingo de la Ortodoxia, un canto debido a la pluma de Teofano el Marcado, confesor de la fe bajo León V: “guardando las leyes de la Iglesia observadas por nuestros padres, pintamos las imágenes de Cristo y todos los santos, las veneramos con nuestra boca, con nuestro corazón, con nuestra voluntad. El honor y la veneración dirigidos a la imagen se remontan al prototipo: es la doctrina de los Padres inspirados por Dios, que nosotros seguimos…” (Canto 6 del Canon de Matutinos).

El kontakio de este Domingo, escrito sin duda por un contemporáneo, es aún más característico y más rico en sustancia dogmática: “el Verbo indescriptible del Padre se ha hecho descriptible, encarnándose en Ti, oh Madre de Dios; y, habiendo restablecido la imagen manchada a su antigua dignidad, la unió a la belleza divina. Y confesando la salvación, representamos esto por la acción y la palabra” (la traducción francesa de este kontakio está tomado de la obra de L. Uspensky, pag. 180).

Este kontakio dirigido a la Madre de Dios es más explícito en la lectura del siguiente razonamiento de san Teodoro el Estudita, que funda precisamente la representación del Dios-Hombre sobre la humanidad de su Madre: “puesto que Cristo ha nacido del Padre Indescriptible, no puede tener imagen… Pero desde el momento en que Cristo ha nacido de una Madre descriptible, tiene naturalmente una imagen que corresponde a la de su Madre. Y si Él no podía ser representado por el arte, eso querría decir que ha nacido solamente del Padre y no se ha encarnado. Pero esto es contrario a toda la economía divina de nuestra salvación” (San Teodoro el Estudita, 3º Refutación, cap. II, .G. XCIX, col. 417 C).


Aparecido en Contacts. T. XII, N° 32, 1960. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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