viernes, 12 de febrero de 2010



El Espíritu Santo en la Revelación y en la Iglesia


Dumitru Staniloae







Dimitru Staniloae



Nacido el 16 de noviembre de 1903 en la región de Brasov, el Padre Dimitru Staniloae hizo sus estudios en el Instituto de teología ortodoxa de Cernauti, y luego en la Facultad de teología de Atenas. Profesor del Instituto de teología de Sibiu, luego en el Instituto de teología de Bucarest, es ordenado sacerdote en 1932. Bajo el régimen comunista, es arrestado y encarcelado durante varios meses. No será reintegrado al Instituto de teología de Bucarest mas que en 1964. Es autor de una obra teológica impresionante, en la cual se esfuerza por ofrecer una visión universal de la ortodoxia, en afán de superar los provincianismos que la afectan a menudo, y de restaurar la plenitud de la Tradición auténtica. Numerosos son aquellos que, en Rumania, como en Grecia y Occidente, lo consideran como uno de los más grandes especialistas de la teología dogmática de nuestro siglo.

Olivier Clément




El Espíritu Santo, introduciendo la energía divina en lo profundo de la criatura, suscita al mismo tiempo, en la medida que esta energía viene enteramente de Cristo, una sensibilidad por Dios, por la presencia y la acción divinas en la vida humana y en el mundo. “Sin el Espíritu, escribe san Atanasio, somos extraños a Dios y estamos lejos de Él. Por el Espíritu participamos de Dios. Pues estar en Dios no depende de nosotros, sino del Espíritu que está en nosotros y reside en nosotros, mientras lo conservamos en nosotros por la confesión (de la fe)” (Or. III contra Arianos, PG 26, 373). En el Espíritu Santo, y por consiguiente en Cristo, Dios deifica la criatura, porque el Espíritu la vuelve transparente a Dios. “En él (el Espíritu), nota de nuevo san Atanasio, el Verbo glorifica la criatura y, deificándola, la presenta al Padre. Así Aquél que unifica la criatura con el Verbo no podría ser el mismo una criatura” (Ep. ad Serapionem, PG 26, 589).

Esta sensibilidad es, en primer lugar, la capacidad que recibe el alma de percibir a Dios más allá de todo. Mas aquél al que vuelve sensible a Dios, lo vuelve también a sus semejantes: ve a Dios en ellos y los ve en Dios. Tal sensibilidad por Dios vuelve, pues, al hombre, plenamente humano.

El primer grado de dicha sensibilidad es la fe. A medida que ella se desarrolla, la intuición de la realidad trascendente y, sin embargo, omnipresente de Dios, no cesa de aumentar en el hombre. El que tiene tal sensibilidad ve a Dios en todas partes, en todas las cosas. Implantada en el alma por el Espíritu, esta sensibilidad es, a la vez, por el Espíritu Santo y por el hombre. Este sentimiento de estar siempre y en todas partes en presencia de Dios impulsa a una oración incesante.

Dicha sensibilidad es, al mismo tiempo, un profundo afecto y un sentimiento agudo de responsabilidad para con Dios. Los Padres griegos la llamaron aisthêsis toû noos, “sensibilidad del Espíritu” (Diodoco de Fotice, Sermón ascético, 34, 36, 37, 39)

La responsabilidad puede tomar la forma de temor, de obediencia a una misión, de la obligación de evitar el pecado, de llevar una vida pura. Toda esta gama de sentimientos es producida por el Espíritu Santo. En el ser humano, criatura ínfima, la responsabilidad para con Dios que suscita el Espíritu toma la forma de adoración si es afecto puro, o de temor y temblor si se asocia a la conciencia del pecado, o aún de una misión interior si descubre la obligación absoluta de cumplir la voluntad de Dios. Sólo el Espíritu puede despertar en nosotros la respuesta al amor y al llamado del Padre, que el mismo Espíritu nos trae. Sólo el Espíritu puede dar a dicha respuesta su carácter de fervor y gozo. Sólo el espíritu puede hacernos participar de la sensibilidad y la responsabilidad del Hijo para con su Padre.

Todas estas actitudes aparecen en aquellos que reciben la Revelación. Si en las primeras etapas de la Revelación, el Espíritu de Dios ha sobre todo impresionado a los hombres con manifestaciones de poder, en medio de actos exteriores extraordinarios, a partir de los profetas su acción se expresa más bien por la fuerza espiritual y moral que les ha dado, así como a otros hombres de Dios. Y tal don implica la colaboración del hombre, su esfuerzo por profundizar su relación con Dios, por cumplir la misión que le ha sido confiada, por llevar una vida conforme a la voluntad divina.

La inhabitación y la operación en el alma caracterizan al Espíritu Santo porque el alma, por naturaleza, está preparada para dicha acción en ella del Espíritu. Como expresión de la hipostasis humana, el alma es una imagen del Logos divino y, por la atracción que siente naturalmente para con el Dios personal y las personas humanas, tiene en sí misma desde el principio el Espíritu de Dios. Debilitando dicha tendencia en la relación con la Persona suprema y con las demás personas humanas, el pecado ha puesto al alma en un estado contrario a su naturaleza. La inhabitación del Espíritu restablece y fortalece el alma en su capacidad de relación con Dios y el prójimo; de ese modo la restaura en el estado conforme a su naturaleza –pros to ek phuseôs kallos– como dice san Basilio el Grande (De Spiritu Sancto, PG, 109).

El Espíritu Santo, justamente porque representa la perfección de la relación entre la persona del Hijo y la del Padre, tiene la capacidad de fortalecer la relación del sujeto humano, como imagen del divino Hijo, con Dios y con cada sujeto personal.

Es así que el alma se vuelve transparente a Dios y Dios se vuelve transparente para el alma. La santidad es el estado de transparencia del Espíritu volviéndose como la interioridad del alma, al mismo tiempo que la transparencia del alma se vuelve como la interioridad de Dios. Es solamente unificando su subjetividad con la subjetividad del Espíritu, santo por esencia, que el hombre puede santificarse. Unificado con el Espíritu, el alma se vuelve transparente, ve al Hijo y al Padre, hace resplandecer a Dios alrededor suyo. Es el Espíritu, en tanto que Tercero, quien abre al hombre con Dios y al hombre con el hombre, porque es él mismo capacidad suprema de apertura.

Incluso antes de la encarnación, el Espíritu Santo irradiaba del Verbo. Sin embargo, es en Cristo que se realiza el pleno retorno del Espíritu Santo en el ser humano. Cristo, siendo la hipostasis que ha hecho suya la naturaleza humana, lleva en su propia humanidad el Espíritu en plenitud. En la encarnación del Hijo, el Espíritu se encuentra hipostáticamente unido a aquél como lo está desde toda la eternidad. Cristo, como hombre, recibe así por siempre el Espíritu como lo han recibido los grandes conductores y profetas de Israel. Mas él recibe al mismo tiempo el Espíritu enteramente, como aquellos no lo han recibido. Es Espíritu como hipostasis reposa permanentemente sobre el Hijo durante su encarnación también. Esto es lo que se revela en el Bautismo, cuando el Espíritu aparece entre el Padre y el Hijo encarnado, uniéndolos en cierto modo y moviéndose del uno al otro. El Padre nombra a todos al Hijo encarnado, sobre el cual planea el Espíritu bajo la forma de una paloma: Este es mi hijo amado, en quien tengo puesto todo mi afecto (Mt. 3, 17)

La encarnación del Hijo permite esta manifestación. En tanto hombre, el Hijo responde en nombre nuestro al amor del Padre con un amor obediente hasta el sacrificio de la cruz; tal respuesta permanente la da en el Espíritu que reside entre él y el Padre. Cristo, en tanto hombre, eleva al más alto grado la sensibilidad humana para con el Padre y la responsabilidad humana para con todos los hombres. Es por eso que eleva también al más alto grado la oración que dirige al Padre en favor de todos sus hermanos en humanidad y por toda la creación. De allí viene que recibe, en tanto hombre, el poder más alto de parte del Padre: el poder sobrenatural del amor, poder capaz de transformar las almas y sobrepasar los límites de la naturaleza.

Sin embargo, dicho pleno poder sobre las almas, por el cual las vuelve sensibles a Dios y provoca, sin destruir las leyes de la naturaleza, efectos que no provienen de ésta, Cristo lo manifiesta solamente en el momento de su resurrección y, sobretodo, en el de la ascensión de su cuerpo, cuando su naturaleza humana, completamente deificada, se vuelve plenamente transparente para el Padre y para los hombres, cuando realiza, en tanto hombre también y de una manera integral, su capacidad de comunión con el Padre y con los hombres.

El Señor promete a los apóstoles que el Espíritu Santo los llenará también de su fuerza. Cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, recibiréis una fuerza (Hch. 1, 8). Sin la fuerza del Espíritu, es decir, sin Pentecostés, la Iglesia no habría llegado a la existencia concreta y no habría durado. La Revelación no sería impuesta como una evidencia. Mi palabra y mi predicación, escribe Pablo a los Corintios, no tenían nada del lenguaje persuasivo de la sabiduría, sino el Espíritu se manifestaba con poder, para que vuestra fe fuera fundada, no sobre la sabiduría de los hombres, sino sobre el poder de Dios (1 Col. 2, 4-5; cf. 1 Ts. 1, 5).

Se puede, pues, considerar que el Espíritu está implicado en todas las partes donde la Escritura evoca el poder con el cual el Evangelio se ha extendido. Ya que la Buena Nueva es poder de Dios para aquel que cree (1 Co. 1, 16). La Iglesia, como Reino de Dios en marcha, comienza con la penetración en las almas de aquel Evangelio de poder, después dura y se desarrolla por él: porque el Reino de Dios no consiste en la palabra, sino en el poder (1 Co. 4, 20). El Espíritu Santo, descendido en Pentecostés, no funda solamente la Iglesia, sino permanece en ella con el torrente de sus energías increadas, invisibles pero operantes.

La Escritura, señalando que el Reino de Dios consiste en el poder, ha indicado por ello que el Espíritu y su fuerza se manifiestan en la Iglesia. La Iglesia es la revelación de Dios en Cristo, cuya eficacia prosigue por el Espíritu y su poder. Ella continua la Revelación en Cristo, no como un incremento de su contenido, sino como actualización en el Espíritu de la presencia activa de Cristo que se ha plenamente revelado por sus actos y palabras y por la de los apóstoles.

Por el Espíritu, tomamos conciencia de nuestra unidad con Cristo y entre nosotros, en tanto cuerpo de Cristo. Por la experiencia del poder del Espíritu, Cristo se nos vuelve transparente.

Es también por el Espíritu, que Dios mantiene el mundo, actúa en él y, a través del misterio de la Iglesia, lo conduce hacia su telos, hacia su realización. Es por el Espíritu Santo que los hombres acogen la Revelación de Dios: y que Dios, en ellos, puede actuar. Es en las aguas vivas que manan del Espíritu Santo que la Iglesia abreva sus raíces, y en las que sus miembros extraen la fuerza, la fe, el progreso en la santidad. Es por el Espíritu Santo que se actualiza y despliega la comunión de aquellos que ponen en Cristo toda su fe.

Así, igual que en la Trinidad, el Espíritu Santo muestra que el Padre y el Hijo son distintos, mas uno en esencia, unidos por el amor; del mismo modo el Espíritu Santo nos consagra como personas enteramente distintas edificándonos en la Iglesia, uniéndonos por la alegría de una entera comunión. Por el Espíritu Santo entramos en el amor del Padre y del Hijo, sentimos, incluso en la distinción, todo el fuego del amor del Padre para con su Hijo y para con nosotros en la medida en que estamos unidos al Hijo; el Espíritu Santo es el fuego –fuego distinto, hipostático- que irradia del Hijo vuelto nuestro Hermano, que arde en nosotros volviéndose nuestro propio amor filial por el Padre. Por el Espíritu Santo nos sentidos unidos en Cristo y orientados hacia el Padre, y así formamos la Iglesia: Ubi Spiritus Sanctus, ibi ecclesia (donde está el Espíritu Santo está la Iglesia) decía san Ireneo, y este adagio puede invertirse: Ubi ecclesia, ibi Spiritus Sanctus (donde está la Iglesia está el Espíritu Santo). Mas san Ireneo precisa: “Donde está el Espíritu Santo está la Iglesia, y donde está la Iglesia, está la verdad”. Yo diré que la verdad es la plenitud de la realidad. Y la plenitud de la realidad es Dios hecho hombre, es la comunión con Él.

Y semejante es la Iglesia. La experiencia de la plena comunión personal se ha hecho posible para nosotros por la Encarnación. No hay comunión más que con una persona, y la persona perfecta, que se vuelve plenamente accesible en su misterio infinito –y conservando enteramente dicho misterio- es Dios encarnado, es Cristo. No hay verdadera vida, verdadero gozo, mas que en nuestra comunión con Cristo y en él, es decir, en la Iglesia.

Mas Cristo no puede hacer brillar en nosotros dicha comunión más que porque él mismo vive en la comunión infinita, perfecta, de las Personas de la Trinidad. Dándonos el Espíritu Santo, Cristo nos da el Espíritu de dicha perfecta comunión trinitaria.

El hombre agoniza cuando es privado de toda comunión con otro hombre. Mas la comunión entre personas humanas agoniza cuando no encuentra su fuente y su fundamento en Dios, Persona infinita o, mejor dicho, Unidad infinita de Personas divinas.

La relación entre persona y persona es la única vía de la realidad y del misterio. Es la profundización plena del amor de una persona en otra, y solamente esto procura la vida y la alegría. Mas no se puede obtener la revelación del otro como profundidad que brota, como fuente de una vida sin límites, mas que si el Espíritu Santo nos muestra al otro en Dios, en el misterio del Dios personal que se revela. La única persona de la cual brotan inagotablemente la vida y la luz es Cristo. Las experiencias místicas que buscan hoy en día los jóvenes en el yoga o en la metafísica hindú están condenadas al fracaso si no desembocan en la comunión personal con Cristo, en la inagotable profundidad y calor de su persona divino-humana. Es solamente en la persona divino-humana de Cristo, conocida gracias al fuego del Espíritu, que la persona humana se salva del infierno de la soledad. Porque no es más que en comunión plena e inagotable con la persona de Cristo, y únicamente en Jesucristo, que encontramos al Espíritu de una incansable comunión entre los hombres, encontramos la Iglesia.

Por todas estas razones el Espíritu Santo es la Persona que hace del hombre una zarza ardiente, que nos llena de la luz de Cristo si intentamos sin cesar vivir en Cristo teniendo siempre en nuestro pensamiento el nombre de Jesús. Mas sólo la Iglesia puede sustentar en nosotros la oración incesante la oración incesante a Jesús. Como dice Olivier Clément, la Iglesia es en el mundo la gran zarza ardiente cuya fuego infinito no es otro que el Espíritu Santo.


Aparecido en Contacts, vol. XXVI, nº 87 (1974). Reproducido en Prière de Jésus et expérience du Saint-Esprit, DDB (Théophanie), 1991. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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