martes, 9 de febrero de 2010



Meditación sobre la fiesta
de la Natividad de la Virgen María




Lev Gillet










El año litúrgico consta, además del ciclo de Domingos y el ciclo de las fiestas que conmemoran directamente a Nuestro Señor, de un ciclo de las fiestas de los santos. La primera gran fiesta de dicho ciclo de los santos, que encontramos luego del comienzo del año litúrgico, es la fiesta de la Natividad de la bienaventurada Virgen María, celebrada el 8 de Septiembre (1). Convenía que, desde los primeros días del nuevo año religioso, fuéramos puestos en presencia de la más alta santidad humana reconocida y venerada por la Iglesia: la de la Madre de Jesucristo. Los textos leídos y las oraciones cantadas en ocasión de esta fiesta nos iluminarán mucho sobre el sentido del culto que la Iglesia rinde a María.

Durante las vísperas celebradas la tarde de la víspera del 8 de Septiembre, leemos varias lecturas extraídas del Antiguo Testamento. En primer lugar, el relato de la noche pasada por Jacob en Luz (Gn. 28, 10-17). Mientras Jacob dormía, con la cabeza apoyada sobre una piedra, tuvo un sueño: vio una escalera levantada entre el cielo y la tierra, y los ángeles subiendo y bajando a lo largo de dicha escalera; y Dios mismo apareció y prometió a la descendencia de Jacob su bendición y su apoyo. Jacob, al despertar, consagró con aceite la piedra sobre la cual había dormido y llamó a ese lugar Bet-El, es decir, “morada de Dios”. María, cuya maternidad ha sido la condición humana de la Encarnación, es también una escalera entre el cielo y la tierra. Madre adoptiva de los hijos adoptivos de su Hijo, nos dice lo que Dios dijo a Jacob (tanto como una criatura puede hacer suyas las palabras del Creador): “Estoy contigo, te cuidaré en todo lugar donde vayas…”. Ella, que ha llevado a Dios en su seno, es verdaderamente aquel Bet-El en el cual Jacob puede decir: “No es nada menos que una morada de Dios y la puerta del cielo”. La segunda lectura (Ez. 43, 27-44, 4) se refiere al templo futuro que es mostrado al profeta Ezequiel; una frase de este pasaje puede aplicarse muy justamente a la virginidad y maternidad de María: “Este pórtico será cerrado. No se lo abrirá, y no se pasará por él, porque el Señor, el Dios de Israel, ha pasado por él. Por eso será cerrado” (2). La tercera lectura (Pr. 9, 1-11) pone en escena a la Sabiduría divina personificada: “La Sabiduría ha edificado su casa, ha erigido sus siete columnas… Ha enviado sus criadas y proclamado sobre las alturas de la ciudad…”. La Iglesia bizantina y la Iglesia latina, han ambas establecido una relación entre la divina Sabiduría y María (3).Ésta es la casa edificada por la Sabiduría; es, en supremo grado, una de las vírgenes mensajeras que la sabiduría envía a los hombres; es, después del mismo Cristo, la más alta manifestación de la Sabiduría en este mundo.

El Evangelio leído en los matutinos del 8 de Septiembre (Lc. 1, 39-49, 56) describe la visita hecha por María a Isabel. Dos frases de este evangelio expresan bien la actitud de la Iglesia para con María e indican por qué ésta ha sido, en cierto modo, puesta a parte y por encima de todos los de más santos. En primer lugar, está esta frase de María misma: “En adelante todas las generaciones me dirán bienaventurada, porque el Todopoderoso ha hecho por mi grandes cosas” (4). Y está esta frase dicha por Isabel a María: “Bendita eres entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre”. Cualquiera que nos reprochara reconocer y honrar el hecho que María sea “bendita entre las mujeres” se pondría en contradicción con la Escritura misma. Continuaremos, pues, como “todas las generaciones”, llamando a María “bienaventurada”. No la separaremos, por otra parte, jamás de su Hijo, y no le diremos jamás “tú eres bendita” sin añadir o al menos sin pensar: “bendito es el fruto de tu vientre”. Y si nos ha sido dado sentir a veces la proximidad graciosa de María, lo será de María llevando a Jesús en su seno, María en calidad de Madre de Jesús, y le diremos con Isabel: “¿Cómo me es dado que la madre de mi Señor venga a mí?”

En la liturgia del mismo día leemos, añadidos uno al otro (Lc. 10, 38-42 – 11, 27-28), dos pasajes del Evangelio que la Iglesia repetirá en todas las fiestas de María, y a las cuales dicha repetición misma da el valor de una declaración particularmente importante. Jesús elogia a María en Betania, sentada a sus pies y escuchando sus palabras, por haber escogido “la mejor parte que no le será quitada”, ya que “una sola cosa es útil”. No es que el Señor haya censurado a Marta, tan preocupada de servirlo, pero “se inquita y se agita por muchas cosas”. La Iglesia aplica a la vida contemplativa, como distinta (no decimos opuesta) a la vida activa, esta aprobación a María, madre del Señor, considerada como el modelo de toda vida contemplativa, pues leemos en otras sitios del Evangelio según Lucas: “María conservaba con cuidado todos estos recuerdos y los meditaba en su corazón… Y su madre guardaba fielmente todos estos recuerdos en su corazón” (Lc. 2, 19, 51). No olvidemos, por otra parte, que la Virgen María se había antes consagrado, como Marta, y más que marta, al servicio práctico de Jesús, puesto que había alimentado y criado al Salvador. En la segunda parte del Evangelio de este día, leemos que una mujer “elevó la voz” y dijo a Jesús: “Felices las entrañas que te han llevado y los pechos que te amamantaron”. Jesús respondió: “Feliz más bien aquellos que escuchan la palabra de Dios y la guardan”. Esta frase no debe ser interpretada como un repudio de la alabanza hecha a María por la mujer o como una subestimación de la santidad de María. Pero ella pone exactamente las cosas en su lugar: muestra en qué consiste el mérito de María. Que María haya sido la madre de Cristo es un don gratuito, es un privilegio que ha aceptado, en el origen del cual su voluntad personal no ha tenido parte. Al contrario, es por su propio esfuerzo que ella ha oído y guardado la palabra de Dios: en esto consiste la verdadera grandeza de María. Sí, buenaventura es María, pero no principalmente porque ha llevado y amamantado a Jesús; ella es sobre todo bienaventurada porque ha sido, en un grado único, obediente y fiel. María es la madre del Señor, es la protectora de los hombres: pero, en primer lugar y antes de todo esto, es aquella que ha escuchado y guardado la Palabra. Aquí está el fundamento “evangélico” de nuestra piedad hacia María. Un corto versículo, cantado luego de la epístola, expresa bien estas cosas: “¡Aleluya! Escucha, oh hija mía y mira, e inclina tu oído” (Sal. 45, 10).

La epístola de este día (Flp. 2, 4-11) no menciona a María. Pablo habla allí de la Encarnación: Jesús, “de condición divina… se anonadó a sí mismo, tomando condición de esclavo y volviéndose semejante a los hombres…”. Más es evidente que este texto tiene relaciones muy estrechas y ha sido hoy escogido a causa de ello. Porque es por medio de María que se ha vuelto posible el descenso de Cristo a nuestra carne. Volvemos, pues, en cierto modo, a la exclamación de la mujer: “¡Dichosas las entrañas que te han llevado!”. Y, a continuación, el Evangelio que hemos leído es como una respuesta y un complemento de la epístola: “Dichosos… aquellos que escuchan la palabra…”.

Uno de los troparios de este día establece un vínculo entre la concepción de Cristo-Luz, tan cara a la piedad bizantina, y la bienaventurada Virgen María: “Tu nacimiento, oh Virgen Madre de Dios, ha anunciado el gozo al mundo entero, ya que de ti ha surgido, radiante, el sol de justicia, Cristo, nuestro Dios”.

La fiesta de la Natividad de María es, en cierto modo, prolongada al día siguiente (9 de Septiembre) por la fiesta de san Joaquín y santa Ana, de los cuales una tradición incierta ha hecho los padres de la Virgen (5).




(1) Ignoramos absolutamente la fecha histórica del nacimiento de María. La fiesta del 8 de Septiembre parece haber tenido nacimiento en el siglo cuarto en Siria o en Palestina. Roma la adoptó en el siglo séptimo, habiéndose ya introducido en Constantinopla. Tenemos, a propósito de la Natividad, un himno de Romano el Méloda y varios sermones de san Andrés de Creta. Los coptos de Egipto y Abisinia celebran la Natividad de María el 1º de Mayo.

(2) Se sabe que la Iglesia Ortodoxa, como la Iglesia Católica, rechaza la hipótesis según la cual María, después del nacimiento de Jesús, habría tenido con José varios hijos. Esta teoría, sostenida en el siglo cuarto por Helvidio, fue combatida por san Ambrosio, san Jerónimo y san Agustín.

(3) Esta relación es totalmente independiente de las doctrinas “sofiológicas” que han sostenido ciertos filósofos y teólogos rusos (Soloviov, Bulgakov, etc.).

(4) No ignoramos que ciertos críticos modernos atribuyen el Magnificat a Isabel, no a María. Dicha atribución no nos parece probada de ningún modo. Que las palabras del Magnificat hayan sido literalmente pronunciadas por María es otra cuestión: basta que este cántico exprese de una manera fiel los sentimientos de María.

(5) Los evangelistas canónicos no dicen nada del padre y la madre de María. Las leyendas relativas a Joaquín y Ana tienen su origen en los evangelios apócrifos, particularmente en el evangelio llamado de Santiago, que la Iglesia ha rechazado y que son con razón dudosos. Sin embargo, no está excluido que ciertos detalles auténticos, no mencionados por los evangelios canónicos, hayan encontrado lugar en los apócrifos. La leyenda según la cual Ana habría dado a luz a María en una edad avanzada, parece haber sido influenciada por el relato bíblico sobre Ana, madre de Samuel. Nada indica que sea necesario identificar a la madre de la María con la Ana que profetizó en el Templo respecto de Jesús (Lc. 2, 36-38). Pero es cierto que la memoria de los padres de María, bajo el nombre de Joaquín y Ana, era honrada en Jerusalén desde el siglo cuarto. Cualquiera sean históricamente sus nombres y detalles biográficos, el honor rendido al padre y madre de la Santísima Virgen es seguramente legítimo.



Extracto de L’An de grâce du Seigneur. Éditions du Cerf, 1988. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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