miércoles, 23 de octubre de 2019



Un hesicasta en Occidente:

San Juan Casiano


Jean-Yves Leloup




                              Icono de san Juan Casiano

        
Con Agustín de Hipona, Casiano de Marsella era entre 425 y 430 una de las principales figuras de la Iglesia. Se lo consideraba como un representante autorizado de la tradición, y particularmente de la tradición que había recibido en Constantinopla de san Juan Crisóstomo y en los diferentes desiertos de Egipto y de Siria. Desde 470 la santidad de Casiano era reconocida por todos (1).
Cuando Genadio compuso su De viris illustribus, lo calificó simplemente de “Sanctus Cassianus”. Varios obispos de Roma, y no de los menores, han tenido el mismo lenguaje. San Gregorio que, en una carta dirigida a una abadesa de Marsella, Restecta, manifiesta que su monasterio había sido consagrado “en honor de san Casiano”; el bienaventurado Urbano V y Benedicto XIV finalmente, quien va a declarar que no está permitido poner en duda su santidad. Paralelamente a estas autoridades, la tradición se expresa en los martirologios galicanos y los menologios griegos: ella es unánime. Su fiesta se celebra en Oriente el 28 o 29 de Febrero, en Occidente en la diócesis de Marsella el 23 de Julio, el día siguiente a la fiesta de María Magdalena. Por todas estas razones, pero también por la fundación de numerosos monasterios de Galia y el rigor de su doctrina que mantiene una justa “sinergia” entre la libertad del hombre y la gracia de Dios, ¿no merece el nombre de “Padre de la Iglesia de Francia”?
Elementos de biografía.
A pesar de la incertidumbre de los historiadores en cuanto a su origen, sabemos por su propio testimonio que Casiano nació en una familia religiosa y rica. Siguió con éxito, en las escuelas, el curso de estudios clásicos (Inst. 1,5, c.35; Coll. 14, c.9) pero no nos dice nada de su lugar de nacimiento. Actualmente, se duda entre la Escitia menor (la actual Dobroudja) y la Galia meridional de las regiones provenzales. En cuanto a la fecha de su nacimiento, sería posible situarla sin demasiados riesgos de error hacia el año 365.
Lo que es seguro es que, una vez terminados sus estudios, Casiano, arrastrado por su amigo Germán, vio nacer en él el deseo de la vida monástica.
“Hermanos no por el nacimiento, sino por el espíritu”, parten ambos hacia Palestina no solamente para visitar los lugares santos sino, según los términos del mismo Casiano, “en vistas de formarse en la milicia espiritual”. Fueron recibidos en una de las celdas del monasterio de Belén. Probablemente, su curiosidad los condujo a los cenobitas de Palestina, de Siria, quizás incluso de la Mesopotamia, cuyos usos son descritos en el Libro de las Instituciones. Casiano debía estar aún en la flor de la edad cuando llegó a Belén, ya que nos dice que “es desde el tiempo de su infancia que vivió entre los monjes, desde una tierna edad, que fue instruido para concebir grandes resoluciones” (Coll. II, c. l): semejantes expresiones permiten pensar que tenía entonces entre diecisiete o dieciocho años. Estaríamos en los años 382 o 383.
“Luego de haber recibido los primeros rudimentos de la fe, escribe Casiano, y obtener algún provecho experimentamos el deseo de una perfección más alta y resolvimos ganar inmediatamente Egipto” (Inst. 1, 36). Escogiendo la ruta del mar, más rápida y más segura, atracarán en Themens, situada sobre una de las bocas orientales del Nilo, no lejos de la actual Damieta. Por consejo de Arquebio, obispo de Panefisis, decidieron reunirse con los solitarios que vivían no lejos de su ciudad episcopal, en oasis rodeados de salinas. Casiano nombra tres de ellos: Queremón, Heresto y José. Atraídos por un desierto más profundo partieron otra vez en búsqueda de los anacoretas que habitaban más acá del Nilo, “en un sitio limitado por un lado por el río, del otro por la inmensidad del mar, y formando una isla inhabitable para cualquiera que no sea un monje en búsqueda de soledad” (Coll). Hicieron ellos mismo allí una prueba a la cual podría relacionarse la conferencia 24 de abbas Abrahán. Habían conocido allí primero a abbas Piamm, de quien Casiano se dice deudor de los primeros principios de la vida solitaria de los cuales habría de adquirir después, en Scete, un conocimiento más perfecto (Coll. 10, c. 2). Los misteriosos desiertos del interior acosaban aún el pensamiento de nuestros dos amigos. Remontaron pues hacia el sur hasta la parte más próxima de la soledad de Scete, a los horizontes desolados y el agua marcada con un sabor a asfalto. Allí permanecía la congregación del padre Pafnucio. Estaba la primera fundación de Macario el Egipcio.

Macario es, a los ojos de Casiano, “el gran hombre” (Coll. 3, c. 1). Pero Pafnucio también conquistó enteramente su admiración: “Entre ese coro de santos, astros puros que relucían en la noche de este mundo, vimos brillar al bienaventurado Pafnucio, de quien la ciencia arrojaba un resplandor más intenso, como una gran luminaria” (Coll. 6, c. 1)
Casiano debió visitar igualmente el desierto de Nitria para ver allí a Evagrio el Póntico (Inst. I-II, c. 18; cf. 1, 12; c. 20). Regresó a Belén, luego partió para Constantinopla; es allí que encontró a san Juan Crisóstomo. No sin añorar su vida monástica, se dejaron consagrar por él: Germán se hizo sacerdote, y Casiano diácono.
El genio oratorio y la belleza de la doctrina de Juan Crisóstomo produjeron sobre Casiano una imborrable impresión; lo amó igualmente con el corazón y le profesó, desde entonces, un culto de docilidad, de veneración y de ternura que no se desmintió jamás. Sobre el fin de su vida gustará decir que “tiene de él todo lo que sabe”. Sin embargo, preso de los conflictos dogmáticos y políticos que oponían a Teófilo al patriarca de Constantinopla, Casiano debió emprender la huida. Se trasladó a Roma y según ciertos testigos, se hizo amigo del futuro papa san León. Es en Roma igualmente que fue consagrado sacerdote. Enriquecido con semejante herencia, portador de los frutos de tantas experiencias y encuentros, se trasladó hacia el 415 a Marsella para fundar dos monasterios, uno de monjes, otro de vírgenes (cf. Genadio, De viris ill., c. 62).
Se le pidió después compartir con cenobitas y anacoretas su conocimiento del monaquismo. Asumió sin dudar, a pesar de su gusto por la soledad y el silencio, dicha misión de padre y maestro.
El rol de primer plano que tendrá en las disputas sobre la gracia muestra su conciencia de tener que transmitir lo que ha recibido y su afán de fidelidad a la tradición. A Agustín, prefigurando a Lutero, cuando afirmaba que “el hombre no puede nada sin la gracia de Dios”, responderá con las palabras de Atanasio: “No os dejéis asustar, cunado escucháis hablar de la virtud, y no hagáis de esta palabra un esperpento. Ella no está lejos de nosotros; basta querer… el alma ha sido creada buena y en una perfecta rectitud, se conforma a la naturaleza cuando permanece lo que es… guardemos nuestra alma al Señor, como un depósito recibido de Él, a fin de reconozca su obra, viéndola tal como la ha creado” (Vita Antonii, 20).
San Juan Damasceno dirá más tarde que “la conversión es el retorno a la naturaleza, de lo que le es contrario, hacia lo que le es propio”. El hombre, por sí mismo, no es incapaz de todo bien, poner en duda la libertad que Dios le ha dado, es dudar del poder del Creador de crear a “alguien más que a sí mismo”
            Casiano se sitúa bien en esta tradición que repetirá que el pájaro “tiene necesidad de volar con sus dos alas”; la gracia y la naturaleza trabajan conjuntamente en la divinización del hombre. Los últimos años de la vida de Casiano fueron ensombrecidos por las polémicas de san Próspero, en su Contra collatorem, pero no entró en la polémica, prefiriendo la contemplación y el silencio. Murió probablemente en 435.

El objetivo de la vida monástica.
            Casiano señala que en todo arte y en toda profesión existe un objetivo que se quiere alcanzar y un camino a seguir para llegar a él: “Todo arte, toda disciplina tiene su objetivo particular y un fin que le es propio; quienquiera que quiera seriamente destacarse en ello se lo propone sin cesar, y en esta proyecto sufre todas las labores, los peligros y las pérdidas, de una alma igual y alegre”.
            Casiano emplea en latín dos palabras tomadas del griego: “telos” y “scopos”; entre los estoicos “telos” indica la recompensa, “scopos” el trayecto en un estadio, pero en los léxicos se da generalmente el mismo sentido a esas dos palabras: el objetivo, el fin.
            Sin embargo, Casiano distinguirá estos dos términos: “telos” será el objetivo final, “scopos” el camino que permite alcanzar el objetivo. Para hacerse comprender mejor, Casiano pone en la boca de abbas Moisés algunas comparaciones: “He aquí el labrador: desafiando una tras otro los rayos de un sol tórrido, luego las escarchas y las heladas, rasga infatigablemente la tierra, da vuelta y vuelve a darla, con la ayuda del arado, la gleba indócil, fiel a su objetivo, que es purgarla de las zarzas, hacer desaparecer de ella las malas hierbas, y volverla, a fuerza de trabajo, tan fina y blanda como la arena. No piensa obtener de otro modo su fin, es decir, una cosecha abundante y siegas copiosas, por donde vive en adelante al abrigo de la necesidad o puede aumentar haber. Se lo ve aún vaciar de buen grado sus graneros repletos de grano, y en una labor encarnizada confiar la semilla a los surcos mullidos; la perspectiva de siegas futuras lo vuelve insensible a la pérdida presente. Considerad aún a aquellos que comercian, como no temen correr los azares del mar y no se asustan de ningún peligro. Sobre las alas de la esperanza, ellos vuelan al grano, allí está su fin.
            “Igualmente, aquellos que siguen la carrera de las armas. Ardiendo de ambición, el lejano perfil de honores y poder los vuelve insensibles a los peligros y a las mil muertes de largos trayectos; ni sufrimientos ni guerras del presente consiguen abatirlos, a costa de las grandezas que codician obtener” (C., t. 1, p.79)
            Ya sea en un labrador, un comerciante o un oficial, Casiano constata la misma actitud: es necesario saber lo que se quiere antes de hacer lo que se puede. En la vida espiritual, “nuestra profesión”, es el mismo proceso que está en acción: “Ella también tiene su objetivo y su fin particular; y para conseguirlo, sufrimos todos los trabajos que se encuentran allí sin dejarnos desanimar, mejor aún, con alegría; ni los ayunos ni el hambre nos fatigan; encontramos placer en las fatigas de las vigilias; la asiduidad en la lectura y la meditación de las Escrituras no nos hastían; el trabajo incesante, la desnudez, la privación de todo, el horror mismo a esa infinita soledad no tienen nada que nos atemorice.
            Es dicho mismo fin, sin duda, que os ha hecho despreciar el amor de vuestros parientes, el suelo de la patria, las delicias del mundo, y atravesar tantos países, para venir a buscar la compañía de personas hechas como somos, brutos e ignorantes, perdidos entre los horizontes desolados de este desierto. ¿Cuál es, dime, el objetivo, cuál es el fin que os provoca soportar con tan buen corazón todas estas pruebas? (C., t. 1, pág. 80).
            A esta pregunta de abbas Moisés, Casino y Germán terminan por responder: “Es el Reino de los Cielos”. Para los ancianos, el Reino, es el Reino del Espíritu sobre todas nuestras facultades, “en la tierra como en el cielo”, porque es el mismo y Único Espíritu que está en Dios y que está en el hombre. El Reino, es además el reino dl amor en un ser humano, el amor que informa las demás facultades y las dirige.
            ¿Qué es lo que reina sobre nosotros?, se preguntaban a menudo los ancianos. ¿El pasado? ¿Nuestros recuerdos? ¿Nuestras ambiciones? ¿Nuestros remordimientos? ¿Nuestros deseos? “Buscad primero el Reino de Dios”. Para ver claro es necesario buscar primero la luz, para ver a Dios es necesario buscar primero el amor, porque “aquel que permanece en el amor permanece en Dios”. Su Espíritu, su energía, reinan entonces en nosotros. El Reino es, finalmente, el reinado y el poder de Cristo, “en todo y en todos”, es la encarnación del amor, la encarnación de la inaccesible luz.
            Pero, ¿cuál es el camino hacia ese Reino? ¿Cuál es el “scopos”, el método para alcanzar dicho fin? Para Casiano –y aquí está un tema sobre el cual volverá a menudo- el “scopos” es la purificación del corazón; sin pureza de corazón el reinado de Dios no puede establecerse en nosotros: “El fin de nuestra profesión, como lo hemos dicho, consiste en el Reino de Dios o Reino de los Cielos, es verdad, pero nuestro objetivo es la pureza de corazón, sin el cual es imposible que nadie alcance dicho fin. Deteniendo, pues, nuestra mirada en este objetivo, para tomar nuestro rumbo hacia allí, corremos rectamente hacia él, como por una línea claramente determinada. Que si nuestro pensamiento se aleja un poco, nos acordamos de ella en el acto, y corregimos por él nuestro desvío, como por medio de una regla. Esta norma, apelando a todos nuestros esfuerzos por converger hacia este punto único, no dejará de advertirnos enseguida por poco que nuestro espíritu se desvíe de la dirección que se habrá propuesta” (C., t. 1, pág. 81).
            Se encuentra así en Casiano la distinción cara a Evagrio el Póntico entre gnosis y praktiké.
          El objetivo de la vida cristiana es la “gnosis”, la visión de Dios, participación en la vida trinitaria, reinado del Ser-Amor, el medio es la “praktiké”, la purificación de las pasiones y los pensamientos (“logismoi”), la purificación del corazón. “El fin de la praktiké es purificar el espíritu y el corazón y hacerlos libres respecto de las pasiones” (literalmente respecto de las “pathes” – esa palabra de la que derivará “patología”). Como en Evagrio, la pureza del corazón es para Casiano un estado de libertad y no apego, y se complace en describir las dificultades que se puede encontrar  en este camino de liberación: el apego a todas  las pequeñas cosas puede ser tanto una traba como el apego a las grandes; se podría añadir que el apego a las cosas “sutiles”: prácticas espirituales, doctrinas, sensaciones celestiales, etc., puede ser tanto una traba como el apego a las coas “ordinarias” como la fortuna, la reputación o una cierta cocina.
            Aquellos que olvidan guardar puro el espejo de su corazón, que se apegan a las imágenes y a los reflejos que pasan por él, no verán la luz pura, pues la pureza del corazón no es jamás adquirida “de una vez por todas”, cada mañana se trata de limpiar el espejo de todas sus marcas.
            “Algunos, que habían despreciado fortunas considerables, sumas enormes de oro y plata y dominios magníficos, se han dejado, después, turbar por un raspador, por un punzón, por una aguja, por una caña para escribir. Si hubieran considerado constantemente la pureza de corazón, no habrían caído nunca por bagatelas, luego de haber preferido despojarse de bienes considerables y preciosos, en vez de en encontrar allí el motivo de faltas muy parecidas.

            Porque con frecuencia los hay que son tan celosos de un manuscrito, que no pueden sufrir que otro pose siquiera los ojos sobre él o lo tome con la mano. Y esa ocasión, que los invitaba a ganar en recompensa dulzura y caridad, se les vuelve una ocasión de impaciencia y de muerte. Después de haber distribuido todas sus riquezas por amor de Cristo, retienen su antigua pasión y la ponen en futilidades, prontos a la cólera por defenderlas. No teniendo la caridad de la que habla San Pablo, su vida está afectada de esterilidad total. El bienaventurado Apóstol preveía en es­píritu este mal: ‘Si yo distribuyera todos mis bienes para alimento de los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, de nada me sir­ve todo’, decía él.
Prueba evidente de que no se alcanza de golpe la perfección por la sola desnudez, la renuncia a toda riqueza y el desprecio de los honores, si no une a ello esa caridad de la cual el Apóstol describe los diversos elementos. Ahora bien, la caridad no está más que en la pureza de corazón. Porque no conocer la envidia, ni la hinchazón, ni la cólera; no actuar por frivolidad; no buscar el propio interés; no complacerse en la injusticia; no tener en cuenta el mal y el resto: ¿qué otra cosa es que ofrecer continuamente a Dios un corazón perfecto y purísimo, y guardarlo intacto en todo movimiento pasional?” (C., t. 1, págs. 83-84).
Dicha búsqueda de pureza de corazón no es solamente búsqueda del paraíso perdido, de la inocencia perdida, retorno a la integridad de nuestra verdadera naturaleza, es la búsqueda del Reino en el sentido en que es el amor quien vuelve puro y purifica todas las cosas. Hacer algo sin amor, he aquí lo que hace al hombre impuro, introducir el amor en todos nuestros actos, es lo que los transforma y los purifica desde dentro, como el fuego, dicen los antiguos alquimistas –“cuando ha penetrado en el corazón del plomo éste se vuelve oro”. “La pureza de corazón será, pues, el término único de nuestras acciones y nuestros deseos. Es por ella que debemos abrazar la soledad, sufrir los ayunos, las vigilias, el trabajo, la desnudez, entregarse a la lectura y a la práctica de las demás virtudes, no teniendo intención, por ellas, más que de volver y guardar nuestro corazón invulnerable a todas las malas pasiones, y ascender, como por muchos peldaños, hasta la perfección de la caridad” (C., t. 1, pág. 84).
Marta y María.
            Casiano, luego de haber mostrado cuál es el objetivo de la vida monástica, insiste ilustrándolo por el episodio evangélico que pone en escena a Marta agitada en su preocupación de servir bien mientras su hermana permanece sentada a los pies de Jesús: “Debe ser el primer objetivo de nuestros esfuerzos, el inmutable propósito y la pasión constante de nuestro corazón adherir siempre a Dios y a las cosas divinas. Todo lo que se aleja de allí, por grande que pueda ser, no debe tener en nuestra estima más que el segundo o incluso el último rango, incluso ser considerado como un peligro.

            De este espíritu y de esta manera de actuar, el Evangelio nos da una bellísima figura en la persona de Marta y María.

            Era un santísimo ministerio por al cual Marta se abnegaba, puesto que servía al Señor mismo y a sus discípulos. Sin embargo María, atenta solamente a la doctrina espiritual, permanecía sentada a los pies de Jesús, que ella cubría  de besos y ungía del perfume de una generosa confesión. Ahora bien, es a ella a la que el Señor prefiere, porque ha escogido la mejor parte, y una parte que no habría de serle quitada” (C., t. 1, págs. 85-86).
            En términos próximos a lo de Evagrio, Casiano dirá que María representa la “gnosis” o la “theoria” y Marta la “praktiké”, dos hermanas inseparables, “las dos mejillas de un mismo rostro”, pero es necesario recordar que el objetivo de la praktiké, el objetivo de la acción es la contemplación. Es esto lo que permanece “la mejor parte que no será quitada”.
            Casiano presenta las objeciones extraídas tanto del Evangelio como las que se le podría aportar: “¿Qué pues?, exclamamos, la labor de los ayunos y la asiduidad en la lectura, las obras de la misericordia y la justicia, la abnegación fraterna y la hospitalidad: ¿hay allí un tesoro que nos es arrebatado y no subsiste con aquellos que lo han creado? Pero es por lo que el Señor mismo promete el reino de los cielos en recompensa: ‘Venid, benditos de mi Padre, entrad en posesión del reino que os ha sido preparado desde el origen del mundo. He tenido hambre, y me habéis dado de comer; he tenido sed, y me habéis dado de beber’; y el resto! ¿Cómo podría pues sernos quitado lo que nos introduce en el Reino de los cielos?” (C., t. 1, pág. 87).
            El abba, interrogado por Casiano, responde a dicha objeción que el ejercicio de estas obras desaparecerá con esta vida: la praktiké está en el tiempo, practicamos, pues, las obras sabiendo que nuestro objetivo no está en el tiempo. El rol de los contemplativos es recordar que existe en el mundo otra cosa que el mundo, que el objetivo de la vida humana no es solamente humano. La contemplación es el objetivo y el sentido del trabajo como el día del Shabat es el objetivo y el sentido de los días de la semana. 
            Lo que permanece de nuestros actos presentes, es la dimensión de amor y conciencia que hemos introducido en ellos, es la parte de eternidad, lo “único necesario” que no puede sernos quitado.
            Al tratar acción y contemplación, no se debería oponerlas, lo que Jesús pide a Marta es amarlo en su servicio, como María lo ama en su meditación. Todo lo que se hace sin amor es del tiempo perdido. Todo lo que se hace con amor es de la eternidad recobrada.

            La oración perpetua.
          Para mantenerse en este estado de vigilancia y amor, Casiano, siguiendo a los padres del desierto, recuerda no tenemos otro medio que la oración perpetua. Orar sin cesar y ser puro de corazón son una única y misma bienaventuranza que permite “ver a Dios”, es decir, experimentar en nuestros límites algo de su amor sin límites. “Todo el fin del monje y la perfección del corazón consisten en una perseverancia ininterrumpida de la oración. Tanto como le es dado a la fragilidad humana, es un esfuerzo hacia la tranquilidad imperturbable del alma y una pureza perpetua (C., t. 2, pág. 40).
            Dicha “tranquilidad del alma” es lo que los griegos llaman la hesychia, fruto de la oración y la pureza del corazón.
            Para alcanzar esta oración perpetua o ese “estado de oración”, Casiano, como más tarde los monjes del Athos, aconseja una fórmula corta, en la cual el espíritu pueda recogerse y volver de su dispersión: “Es un secreto que los escasos sobrevivientes de los padres de la primera época nos han enseñado, y no lo entregamos igualmente más que un pequeño número de almas que tiene verdaderamente sed de conocerlo. A fin, pues, de que tengáis siempre en el pensamiento a Dios, debéis continuamente proponeros esta fórmula de piedad:
            “¡Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme!”
            “No carece de razón que este corto versículo haya sido escogido particularmente de todo el cuerpo de las Escrituras. Expresa todos los sentimientos de los cuales la naturaleza humana es susceptible; se adapta favorablemente a todos los estados y es conveniente en todas las clases de tentaciones.
            “Se encuentra allí un llamado a Dios contra todos los peligros; una humilde y piadosa confesión, la vigilancia de una alma siempre en vela y penetrada de un temor continuo, la consideración de nuestra fragilidad: expresa también la confianza de ser complacido y la seguridad del socorro siempre y en todas partes presente, porque aquel que no cesa de invocar a su protector está muy seguro de tenerlo cerca suyo. Es la voz del amor y la caridad ardientes; es el grito del alma que tiene el ojo abierto sobre las trampas que le han tendido; que tiembla frente a sus enemigos; y viéndose asediada por ellos noche y día, confiesa que no sabría escapar, si su defensor no la socorre” (C., t. 2, pág. 86).
            ¿No hay allí una bella definición de lo que más tarde se llamará la oración del corazón?
            Casiano habla igualmente de “secreto bien guardado”; ¿no es recordar que la transmisión de la energía contenida en esta corta invocación se hace “de mi corazón a tu corazón”, de persona a persona?
            Meditando las conferencias, encontraríamos los diversos elementos y “signos” que acompañan la experiencia profunda de la oración: lágrimas, fuego, humildad, gozo, etc., así como el llamado a que estos “signos aún demasiado sensibles, aún demasiado conscientes” deben ser dejados atrás ya que “no es perfecta la oración, decía Antonio, en la que el monje tiene conciencia de sí y conoce que ora”.
            Un camino de alegría.
            Si Casiano habla a menudo de arrepentimiento y de consciencia de sus faltas (cf. el tema del “penthos” entre los griegos), insiste igualmente en la alegría de los monjes; son hombres felices, “hombres en fiesta” y es en este sentido igualmente que no son más del mundo que es “el reino de la tristeza y la desesperación”. Para ellos, su reino es “Gozo y Paz en el Espíritu Santo”: “El reino de Dios, dice el Evangelista, no vendrá de tal manera que se pueda percibirlo con los ojos. No se dirá: está aquí, está allá. En verdad os digo, el reino de Dios está dentro de vosotros”. Ahora bien, en nosotros, no puede haber más que el conocimiento o la ignorancia de la verdad y el amor al vicio o a la virtud; por lo que damos el reino de nuestro corazón o al diablo, o a Cristo, El Apóstol, a su vez, describe así la naturaleza de este reino: “El reino de Dios no está en comer ni beber; es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”.
            Si, pues, el reino de Dios está dentro de nosotros, y como consiste en la justicia, la paz y el gozo, cualquiera que permanezca en estas virtudes está, sin ninguna duda, en el reino de Dios; y cualquiera que vive, por el contrario, en la injusticia, la discordia y la tristeza que produce la muerte es súbdito del reino del diablo, del infierno, de la muerte; puesto que es en estas señales que se discierne los dos reinos (C., t. 1, pág. 91). Cuando habla de “tranquilidad constante y gozo eterno”, Casiano parece temer que se lo trate de soñador, de utópico o peor, que se lo acuse de hedonismo; es por ello que puntualiza que se trata allí “de una gozo y una paz que el mundo no puede dar”, no euforizantes. Especifica siguiendo al Apóstol que se trata del gozo en el Espíritu Santo, que es diferente de aquella alegría de la cual está escrito “Desgracia para vosotros  que reís, porque lloraréis”. Este gozo está más allá de los contrarios y no depende de coincidencias o circunstancias favorables. Es el gozo del Ser; la risa, el júbilo, el buen humor natural, no son aún este “gozo que sobreabunda en medio de las tribulaciones”, gozo ontológico, apertura del corazón a otra conciencia.
            De este “gozo diferente”, fruto de la oración perpetua y la confianza en Dios, Casiano nos dice que “somos capaces de él”, y no hace al respecto más que recordarnos lo que nos está prometido en las Escrituras: “Quiero que tengáis de la verdad de mis palabras otra garantía que mis conjeturas personales: la autoridad del Señor mismo. Escuchad describiendo en trazos de luz la naturaleza y las condiciones del mundo venidero: “He aquí, dice, que creo nuevos cielos y una tierra nueva; las cosas antiguas se desvanecerán de la memoria, y no revivirán más en el secreto del corazón; pero experimentaréis un gozo y un júbilo eternos en lo que yo voy a crear”; y nuevamente: “Se encontrará allí el gozo y el júbilo, la acción de gracias con los cantos de alabanza, de mes en mes y de Shabbat en Shabbat”; y otra vez más: “El gozo y el júbilo serán su parte, el dolor y el gemido se irán”. Si deseáis más claridad aún sobre lo que son la vida y la ciudad de los santos, escuchad lo que dice la voz del Señor, dirigiéndose a la Jerusalén celestial: “Te daré por supervisor la paz, y por magistrados la justicia”.
            De iniquidad nunca más se oirá hablar sobre la tierra, de estrago ni de ruinas en tus fronteras. La salvación estará sobre tus muros; la alabanza, a tus puertas. Para ti, no habrá más sol para brillar durante el día, la luna no te iluminará más con su esplendor: es el Señor quien será para ti una luz eterna, tu Dios quien será tu gloria. Tu sol no tendrá en adelante poniente; y tu luna, menguante: sino el Señor será pata ti una luz eterna, y se habrán acabado los días de tu luto’” (C., t. 1, pág. 92).
            El sol sin poniente, es el corazón que por la oración se ha establecido en el Amor y, a imagen del Viviente Justo y Misericordioso, “brilla sobre los buenos y los malos. Conoce la paz (hesychia, quies) de aquel que no tiene nada más que hacer sobre esta tierra más que amar. Peregrino y viajero en los meandros de lo oscuro, está en la claridad y “muchos se regocijan en su luz”.

           (1) Chadwick Owen, John Cassian. A Study in Primitive Monasticism, Cambridge, 1950.

             Leloup Jean-Yves, Écrits sur l'hésychasme: une tradition contemplative oubliée, Éditions Albin Michel, París, 1990, págs. 74-90. Traducción del francés de Martín Enrique Peñalva.




lunes, 22 de agosto de 2011




Un ángel caído,
un ángel sin embargo…




Henri-Irénée Marrou









Aquello que se denomina “examen de conciencia” no se aplica mucho, de ordinario, más que a la vida moral; sería, no obstante, instructivo ver tal ejercicio espiritual extenderse al dominio de la fe: por medio de una técnica psicológica apropiada, uno se esforzaría por formular y llevar a la conciencia clara las creencias realmente aceptadas y vividas, que serían el objeto de un acto de fe positivo; el Credo profesado, no de una manera teórica e implícita, sino verdaderamente: aquel del cual se alimenta la vida espiritual.

Semejante práctica, si fuera o se convirtiera en un uso general, revelaría pronto hechos curiosos: dicha fe efectiva no está siempre conforme a la doctrina de la Iglesia de la cual el fiel hace profesión, incluso muy sinceramente, de adherir: ella no es, a menudo, más que un reflejo parcial o deformado. Mejor aún, semejante esfuerzo de toma de conciencia descubriría fenómenos psicológicos complejos, análogos a aquellos que el psicoanálisis nos ha hecho familiares en el dominio de la vida afectiva: en el plano dogmático, se observan también inhibiciones, rechazos, de los cuales se vuelve singularmente instructivo buscar las causas.

Si abordamos, desde este punto de vista, el problema que aquí nos ocupa, el de la creencia en el demonio, estoy persuadido que semejante “análisis de la creencia” pondría en evidencia una dificultad general, ante la cual tropiezan la mayor parte de las conciencias de nuestro tiempo. Puestos aparte, por supuesto, los teólogos de profesión, esos profesores habituados a recorrer a paso regular y metódico la enciclopedia del dogma, tratado por tratado y cuestión por cuestión; puestas aparte, igualmente, las almas privilegiadas, bastante avanzadas en el camino de la perfección y la vida del espíritu para conocer, si se puede decir experimentalmente todos los aspectos, se puede asegurar que son muy raros, entre los cristianos de nuestro tiempo, aquellos que creen realmente, efectivamente, en el demonio, para quienes dicho artículo de fe es un elemento activo de su vida religiosa.

Incluso, insisto en ello, entre aquellos que se dicen, se piensan y se quieren fieles a la enseñanza de la Iglesia, se encontrará muchos que no tienen dificultad de reconocer que no aceptan creer en la existencia de “Satán”. Otros no se deciden a ello más que a condición de interpretar en seguidamente dicha creencia de modo simbólico, identificando al demonio con el mal (a las fuerzas malvadas, al pecado, a las tendencias perversas de la naturaleza caída), a las cuales confieren de este modo una existencia propia, desligada de todo agente, de todo ser personal subsistente. A un número mayor, este tema parecerá molesto: no hay que ver más que las precauciones oratorias que toman, antes de hablar de ello, los escritores mejor intencionados. Es un tema que minimizan sistemáticamente, si no lo pasan simplemente bajo silencio, la apologética contemporánea e incluso la catequesis, vuelta tan pusilánime, tan atenta a no exigir demasiado. Dicha impresión de molestia y disgusto que causa la idea de la existencia del diablo al común de los hombres de hoy es fácil de observar en todo lector, por ejemplo, de la literatura antigua relativa a los Padres del desierto, tan familiares con la presencia cotidiana de los demonios (1). Incluso André Gide exaspera a menudo a su público, por la insistencia con la cual utiliza la noción de demonio; no es sin embargo en él más que un tema mitológico, pero, incluso reducido al estado de mito, nuestros contemporáneos no gustan escuchar hablar de Satán.

Es necesario inquirir con más atención sobre la motivación de semejante rechazo, porque efectivamente se trata de un rechazo: tocamos aquí un punto doloroso sobre el cual la conciencia no gusta mucho verse interrogada, resiste a menudo a todo esfuerzo de explicación, busca desechar el problema…

Propondré, para rendir cuentas de ello, una hipótesis, simple aplicación, por otra parte, de un hecho de observación muy general: a menudo las dificultades que se oponen por un desconocimiento profundo del objeto real de dicha fe, las objeciones que se le oponen, perfectamente válidas y fundadas, se dirigen en realidad no a la verdadera fe sino a una imagen deformada hasta la caricatura, a un “fantasma”, phantasma, para retomar una frase de san Agustín (2).

Si tantos de nuestros contemporáneos, hablo de los cristianos, se niegan a creer en el diablo, es muy a menudo porque se hacen una idea falsa de él, y realmente contraria a la esencia de la fe, de modo que no solamente es normal, sino de cierto modo legítimo ver su conciencia religiosa reaccionar con violencia e irritarse contra dicho error.

En el análisis, uno se da cuenta, en efecto, que la idea que los modernos se hacen comúnmente del demonio es menos cristiana que “maniquea” (para hablar la lengua tradicional de los heresiólogos, decimos, de exigirlo un vocabulario históricamente más preciso, “gnóstico” o “dualista”): el Satán al cual nuestros contemporáneos no pueden avenirse, o no se deciden más que difícilmente a creer es un suerte de Ahrimán, un ser personal en quien se encarna el Principio del Mal, concebido como terriblemente real, y que responde antitéticamente al Principio del Bien actualizado, por otra parte, en Dios; tan poderoso, por lo demás, que es no solamente un antagonista sino un rival de Dios: puntualmente, un Contra-Dios, Antitheos (3).

Se advertirá, como síntoma característico de este estado de espíritu, que se trata más a menudo menos de los demonios que del Demonio: esta concepción monárquica del Poder de las Tinieblas es, sin duda, por una parte, sugerida por la tradición de la Iglesia: ya en el Nuevo Testamento, Satán, el Príncipe de este mundo, el Príncipe del Poder del aire, aquél que tiene el imperio de la muerte, el Diablo, se opone sintéticamente a Cristo (san Pablo, 2 Cor., 4, 4, llega hasta aventurar la expresión “el dios de este siglo”). Este modo de presentación ha sido a menudo recogido, en un movimiento oratorio, por los Padres y, en particular, por los latinos de África: ya Tertuliano opone, en un equilibrio simétrico, Dios, bondadosísimo, optimus, y el diablo, malísimo, pessimus (De patientia, 5). San Agustín más a menudo aún, según quien, se ha observado con frecuencia, la antítesis no es solamente un recurso estilístico, una receta heredada de Gorgias, sino como una categoría fundamental del pensamiento: muy a menudo en él, y de modo a veces abusivo, en su papel y su persona misma, el demonio es puesto en paralelo con Cristo (4).

Pero entre los modernos, estos textos (o al menos el eco, tan indirecto a veces, de su enseñanza) no son (o no es) ya comprendidos como deberían serlo, como un resumen sorprendente, un modo cómodo, o emocionante, de presentar las cosas, que reunen todas las fuerzas infernales alrededor de su jefe para oponer mejor su rol al de nuestro único Salvador, pero sin, por tanto, negar la existencia de las demás potencias, o espíritus malvados (5).

Tal como se los comprende, o se los retiene, estos textos “monárquicos” inclinan peligrosamente la reflexión (si se puede calificar así al embrión de pensamiento teológico con el cual se satisfacen los hombres de hoy) hacia un dualismo puro y simple: existe Dios de un lado y Satán de otro; la realidad de éste parece inseparable de la realidad, positiva, ontológica y sustancial, del mal, del cual es el vehículo y como el símbolo.

Ahora bien, sea cual sea el rol eminente que una exacta teología reconocerá, entre los demonios, a Lucifer, a Satán, su príncipe, queda que el pensamiento moderno (hablo siempre del pensamiento real, aquel que, aunque a menudo implícito, anima la vida espiritual) ignora profundamente la verdadera doctrina ortodoxa sobre el diablo, la única aceptable para un alma cristiana, ya que sólo ella salvaguarda la omnipotencia, la unicidad de Dios, esa joya de nuestra fe: el monoteísmo.

A saber: que Satán, como los demás demonios, porque no es más que uno de ellos, aunque el primero, es un ángel. Ángel rebelde, prevaricador y caído; un ángel, sin embargo, creado por Dios con y entre los demás espíritus celestiales y a quien su caída misma, la decadencia que ella le ha comportado, no ha podido quitar dicha naturaleza angélica que define su ser.

Para el teólogo, los demonios son de la jurisdicción del tratado De angelis (6). Allí hay una doctrina que pertenece a la tradición más solidamente establecida: aparece, netamente expresada, desde los apologistas del siglo II (7). La Iglesia no ha cesado de reafirmar con fuerza, cada vez que un rebrote de peligro dualista (una de las tentaciones perennes del espíritu humano) la ha llevado a precisar su frontera de este lado: desde el final del siglo II, con tra los gnósticos con san Ireneo (Adv. Haer. V, 24, 3), en 563, en el concilio de Braga contra las infiltraciones maniqueas del priscilianismo (Denzinger, 17º ed., pág. 237), en 1215, en el IV Concilio de Letrán, contra los cátaros (Denz., 428).

No es necesario insistir por mucho más tiempo: se trata de una doctrina bien conocida. El hecho de lo cual hay que dar cuenta es precisamente que dichas verdades, triviales, esparcidas en la conciencia de todo fiel por el catecismo elemental, en un sentido siempre presentes, tengan hoy tan poco de proyección, de eficacia de acción. Nuestro análisis de la psicología dogmática de los modernos debe hacer aquí un paso más: si, alrededor de nosotros, cuesta tanto trabajo creer en el demonio, es que, de hecho, no se piensa mucho en los ángeles.

Una vez reservado, aquí aún, el caso de los teólogos y las almas espirituales, ¿cómo no constatar la eliminación del rol de los ángeles en el pensamiento y la vida cristianas de nuestro tiempo? Sólo la devoción del ángel guardián conserva quizás alguna vitalidad, pero aparece como en estado aislado, desvinculada del resto de la teología de los ángeles. ¡Considérese lo que ha sido, por ejemplo, en la Edad Media, el culto de san Miguel, todos los testimonios que conservan de él nuestros monumentos, la toponimia, el onomástico, el folklore! La fiesta del 29 de Septiembre es siempre catalogada, por nuestros liturgistas, “doble de 1º clase”, pero, ¿qué significa ella, en general, para el cristiano, sobre todo instruido, de nuestros días? Existe allí, ciertamente, un efecto del “materialismo” característico de medio cultural de nuestra época. Decimos, más precisamente, del valor demasiado exclusivo dado a la sola experiencia sensible en detrimento de todo lo que atañe al mundo interno, inteligible, espiritual. El pueblo cristiano canta cada domingo el símbolo de Nicea y pretende profesar su fe en un Dios creador “de todas las cosas, visibles e invisibles” pero, de hecho, no piensa seriamente en la existencia, en la realidad, de las criaturas espirituales de dicho mundo invisible. Tocamos, aquí también, un aspecto de la fe fácilmente rechazado en lo implícito.

Es dicho sentimiento, no confesado pero profundo, el que explica la molestia que observamos más arriba, experimentada por los lectores, incluso creyentes, incluso simpatizantes, de la literatura del desierto. Ellos se asombran y a menudo se escandalizan del carácter tan natural, tan normal, de las relaciones que los buenos monjes de Egipto, por cierto, mantenían con esto seres invisibles (¡ellos no estaban, me atrevo a decir, más que ante sus ojos!). Es un hecho, que el historiador debe primero registrar: para los hombres del siglo IV de nuestra era, la existencia de los ángeles, buenos y malos, sconcerníaa no solamente a la convicción más firme y explícita sino que, es necesario ir hasta allí, a la experiencia más concreta, más vivida, más cotidiana. Les parecía así natural repetir con el Salmista: In conspectu Angelorum psallam Tibi (8), como admirar a los héroes de la ascesis que se iban al desierto (9) a combatir los demonios (10).

Es del modo más concreto, más realista, que los cristianos de ese tiempo entendían la enseñanza de san Pablo: no tenemos que luchar contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo de tinieblas, contra los Espíritus malvados esparcidos en el aire (Ef. 6, 12). Escuchemos, según san Atanasio (11) al gran san Antonio, Padre de los monjes, comentar este versículo: “Numerosa es su tropa en el aire que nos rodea, no están lejos de nosotros…”. No es esta una opinión aislada: abbas Sereno aseguró al mismo Juan Casiano que la multitud de los espíritus malvados que se agitan entre el cielo y la tierra es tan numeroso que es necesario dar gracias a la Providencia el habernoslo vuelto habitualmente invisibles (12) y abbas Isidoro, para tranquilizar a su discípulo Moisés de Petra, le hizo aparecer, de un lado, en Occidente, la multitud de demonios que se agitan y se preparan para el combate y, del otro, en Oriente, el ejército, mucho más numeroso, de los santos ángeles, “glorioso y más resplandeciente que la luz del sol” (13). Lejos de minimizar, como tenemos inconscientemente tendencia a hacerlo, la importancia del mundo invisible en relación al de los sentidos, los cristianos de los primeros siglos insistían sobre este carácter innumerable, anarithmetos (14), de las cohortes angélicas: es una opinión muy frecuente entre los Padres el evaluar en 99 a 1 la relación del número de los ángeles al del conjunto de todos los hombres pasados, presentes y venideros (se aplicaría a este problema la parábola evangélica de la oveja perdida, la humanidad, y las 99 ovejas fieles, los buenos ángeles). Y si, en la misma línea de especulación numérica (15), invocando esta vez el texto del Apocalipsis, 12, 4 (el dragón haciendo caer del cielo el tercio de las estrellas), se calculaba que el número de los demonios debía representar solamente la mitad del de los ángeles fieles. ¡Cuán desproporcionado resultaría este número al de una generación humana!

Pero más que estas aproximaciones inciertas, los que nos llama la atención, frecuentando los escritos de la antigüedad cristiana, es el profundo sentimiento de la realidad de ese mundo invisible que allí se expresa: es todo tan natural que san Agustín hace comenzar la historia paralela de la Ciudad de Dios y, oh paradoja, de la ciudad “terrena” en la caída de Lucifer (16), porque los ángeles y los hombres, a sus ojos, participan del mismo Soberano Bien, y no forman más que una misma sociedad, una misma Ciudad (17). Basta leer, sin idea preconcebida, los testimonios tan concretos que nos quedan de la vida de los Padres, para constatar con qué familiaridad nuestros antiguos monjes vivían con este doble mundo de los espíritus angélicos que de tantas maneras les parecía manifestarse. Pensemos en los versos de Fr. Thompson:

O world invisible, we view thee,
O world intangile, we touch the...

Como el poeta, los relatos de los antiguos Padres parecen decirnos: no sabéis sentir más la presencia de los ángeles, verlos, ni escucharlos, pero es porque no os atrevéis más a creer en su realidad: ¡siempre están allí sin embargo!

The drift of pinions, would we hearken,
Beats at our clay-shutterded doors.
The angels keep their ancient places:
Turn but a stone, and start a wing!
'Tis ye, 'tis your estranged faces,
That miss the many-splendoured thing.

Pero, para comprender el valor de este testimonio, es necesario recordar que este sentimiento de realidad no era, para los cristianos de los primeros siglos, un artículo de fe, de su fe cristiana. Compartían dicha creencia en un mundo de espíritus invisibles, unos buenos, otros malos, con todos los hombres de su tiempo: estaba allí uno de los bienes comunes a toda la civilización mediterránea de la época helenística o imperial, sea de expresión griega o latina, más o menos influenciada por las infiltraciones “orientales”. La historia de dicha demonología antigüa no ha sido dilucidada de modo completamente satisfactoria (18). Del mismo modo, fijan fácilmente como morada de los demonios las capas inferiores de la atmósfera, y citan a propósito de esto la autoridad de san Pablo (así, Ef., 6, 14). Pero, de hecho, como ya sin duda en san Pablo mismo, existe allí un eco directo de todo un conjunto de creencias, de las cuales F. Cumont ha rescrito la historia que, en la antigüedad, consideraban el aire en general y a veces más especialmente el aire tenebroso, el cono de sombra proyectado por la tierra en el espacio del lado opuesto al sol, como la morada normal de las almas liberadas, por la naturaleza o la muerte, del cuerpo carnal (19).

Pero en el interior de este marco extraido del medio cultural de su tiempo, se evidencia, en los doctores de la Iglesia antigüa, una enseñanza propiamente revelada. No es tanto lo que afirman como lo que han sido llevados a negar lo que se tiene la posibilidad de develar. Denunciar en la creencia judía, luego cristiana, en los demonios, un préstamo al dualismo mazdeista es una de las tesis favoritas de la historia de las religiones: no tengo que discutir aquí la realidad de este préstamo ni la evolución seguida por la Revelación para evidenciarse en la historia: nuestro análisis se apoya sobre observaciones más precisas que dicha analogía de conjunto. Importa poco que a los ojos del lógico el cristianismo aparezca manchado de un cierto aspecto dualista (pues hace sitio, al lado de Dios, a la criatura). Históricamente, constatamos sobre todo que la ortodoxia se ha mostrado siempre muy vigilante respecto al peligro representado por las herejías o las religiones propiamente dualistas: es, lo he señalado de paso, frente a este peligro siempre renaciente que la doctrina de los demonios se ha encontrado llevada a formularse.

Desde sus primeras confrontaciones doctrinales con el gnosticismo, la Iglesia siempre ha proclamado con fuerza que el origen y el ser mismo de los demonios no podían provenir de un Principio del Mal, extraño a Dios; que Satán, y con él los demás demonios, eran, al igual que los Ángeles, criaturas de Dios, del único Creador, Dios, infinitamente bueno y todopoderoso: “Sabemos bien, hace decir san Atanasio a san Antonio (20), que los demonios no han sido creados demonios: Dios no ha hecho nada malo”. Ellos también fueron creados buenos –como los demás ángeles-, y si se han vuelto malos, “caidos de la sabiduría celestial”, es por su propia culpa, por el mal uso que ha hecho de su libertad (21). Tertuliano ha gustado en señalarlo con su énfasis africano: rigurosamente, es necesario decir que Dios no ha creado al diablo; había creado un ángel que, alejándose de Dios, por un acto libre, se ha hecho a sí mismo demonio (22).

Deriva de ello una cosecuencia importante: creados buenos, los demonios no se han arruinado totalmente: están “caídos”, lo que no significa que su ser dependa en adelante de otro Principio que aquel del cual derivan todas las demás criaturas. Ontológicamente, son siempre ángeles: este sentimiento, que se manifiesta en particular por medio de la expresión característica de “ángeles malos” (23), se aclara de modo muy explícito en varios Padres de la Iglesia. Así, san Agustín nos explica que si los maligni angeli subsisten y viven, es por Aquel que vivifica todas las cosas (24). Ellos han conservado no solamente la vida sino con ella ciertos atributos de su primer estado, y en primer lugar la razón, aunque esté ahora entre ellos descarriada (25).

San Gregorio el Grande, por su parte, se pregunta, comentando el prólogo de Job (1, 6), cómo Satán ha podido presentarse a la corte celestial entre los Ángeles elegidos; es, nos explica, porque, aunque haya perdido la beatitud, ha conservado la naturaleza, que él posee en común con ellos, naturam tamen eis similem non amisit (26).

Dicha doctrina encuentra una ilustración considerable en el arte cristiano antiguo. Estamo demasiado habituados, desde el arte romano, a ver a los demonios representados bajos los trazos de monstruos horribles. Dicha tradición iconográfica que, plásticamente, encontrará su apogeo en las creaciones, de una inspiración cuasi surrealista, de los pintores flamencos, puede invocar la autoridad de textos que se remontan a la más auténtica tradición del desierto, y ya de la fuente primera de toda su literatura, la Vida de Antonio de san Atanasio: “los demonios, leemos allí, si ven a los cristianos y sobre todo a los monjes trabajar y progresar… buscan asustarlos metamorfoseándose e imitando mujeres, bestias, serpientes, grandes cuerpos, tropas de soldados… a fin de poder sobornar por estas apariciones monstruosas a aquellos que no han podido engañar por medio de los pensamientos” (27). De hecho, la Vida de Antonio (28) y todos los escritos del mismo orden (29), están llenos de relatos describiéndonos a los demonios apareciendo bajo el aspecto de monstruos y bestias. Pero es necesario remarcar que, en todos estos textos, se trata de apariencias revestidas momentáneamente por los diablos para asustar a los solitarios: semejantes representaciones no son, pues, legítimas en el arte cristiano más que en la puesta en escena de tales tentaciones y no cuando se trata de representar al demonio mismo, fuera de este rol, momentáneo, de esperpento.

El arte de la Spätantike nos ofrece una imagen mucho menos envilecida, mucho más noble, del ángel caído. E. Kirchbaum lo ha reconocido recientemente (30), en un mosaico de san Apolinar Nuevo de Ravena, que data de alrededor del año 520, bajo los rasgos de un bello joven nimbado, provisto de grandes alas, noblemente vestido, que sólo su color violeta oscuro, azul oscuro, distingue del buen ángel que le corresponde simétricamente del otro lado del Cristo representado en la escena del Juicio Final, separarando las ovejas de los cabritos. El ángel azul se opone al ángel rojo, color del fuego (el mismo color, violeta o rojo, se extiende al nimbo, a los cabellos, a la carne, a las alas, ala túnica y al manto): hay allí una representación simbólica muy clara de la doctrina generalmente recibida que atribuía a los ángeles un cuerpo de fuego (sutil) (31) y a los demonios un cuerpo de aire “oscuro” o “espeso”: cambiar por éste su cuerpo de fuego, elemento de una naturaleza superior es una de las manifestaciones de su decadencia y, en un sentido, un aspecto de su castigo (32).

Se podría quizás dudar aún sobre el valor de esta representación, en tanto dicha figura hierática, pacífica y calma en su frontalidad, ofrece poco aspecto “demoníaco”, pero otros monumentos son de una interpretación perfectamente clara. Me bastará remitir al lector a una magnífica miniatura del célebre manuscrito de san Gregorio de Nacianzo de la Biblioteca Nacional (33). Ha sido ejecutada hacia el 880, pero refleja un arquetipo mucho más antiguo que se remonta al siglo VI, sino más atrás. Vemos allí representados, a continuación una de otra sobre el mismo registro horizontal, las tres escenas de la tentación de Cristo según san Mateo. Tres veces, al lado de Cristo, aparece el personaje de Satán, representado aquí también bajo los rasgos de un adolescente lleno de gracias, munido de grandes alas, noblemente vestido, como un filósofo, con un manto corto (a diferencia del mosaico ravenense no lleva túnica); se lo tomaría por un ángel: el color malva no se encuentra uniformemente extendido en su carne, sus cabellos y sus alas (cuyo penacho es realzado con trazos negros), color inesperado cuyo contraste armonioso con el azul ultramar mantenido de fondo y el azul grisáceo, muy pálido, de los paños, no produce ciertamente un efecto muy “satánico”.

Esta miniatura se encuentra hoy en bastante mal estado. No ha sufrido solamente los maltratos del tiempo; parece evidente que haya sido intencionalmente mutilada: sobre los tres grupos, el rostro del demonio ha sido picado (34) —precaución apotropaica—, pero también, si está permitido conjeturarlo, reacción indignada de algún piadoso lector bizantino que no comprendía cómo se pudiera prestar tanta nobleza, tanta belleza, a la figura del Enemigo…

Es siempre difícil proveer una representación figurada de un testimonio doctrinal: sin embargo, a la luz de los textos de san Agustín o san Gregorio el Grande que se han evocado más arriba, parece ser que hubiera en ello más que un efecto del horror helenístico por lo feo; más bien la expresión de dicha verdad fundamental: el demonio permanece ángel y en su decadencia conserva los privilegios de su naturaleza inalterada, donde transparenta siempre su grandeza original.

De tales monumentos acarrean, una vez más, la reflexión sobre el problema, tan fundamental para toda alma religiosa, de la naturaleza del mal. La oposición, tan constante, tan profunda, que separa el cristianismo ortodoxo de sus herejías dualistas, se reduce en definitiva a un rechazo a reconocer al mal un carácter positivo, de hacer de él un principio real, una sustancia.

Se hace honor a menudo a san Agustín por dicha doctrina de la no sustancialidad del mal. Pero ella es tan esencial al pensamiento cristiano que la tradición doctrinal de la Iglesia griega no la ha ignorado: la encontramos netamente, aunque brevemente formulada, fuera de todo vínculo con el pensamiento agustiniano, en san Basilio y san Gregorio de Nisa. El primero ha consagrado un Sermón para establecer que Dios no es el autor del mal. Dice allí particularmente (35): “No te imagines que el mal tiene subsistencia propia, hypostasis: la perversidad no subsiste como si fuera algo vivo. No se pondrá nunca ante los ojos su sustancia, ousia, como verdaderamente existente, porque el mal es privación del bien”.

Del mismo modo, Gregorio de Nisa, en su célebre Discurso catequético, expone que el mal no tiene a Dios por autor, sino que tiene nacimiento dentro de nosotros, por la libre elección de nuestra voluntad, cuando nuestra alma se retira de algún modo fuera del bien. Al igual que la ceguera es la privación de una actividad natural, la vista, del mismo modo la génesis del mal no puede comprenderse más que como ausencia, apousia, del Bien: mientras el Bien está presente en nuestra naturaleza, el mal es, por sí, inexistente, anyparkton, y no aparece más que a consecuencia de la retirada, anachôrèsis, del Bien (36). El bien y el mal no se oponen en el orden susutancial, kath’hypostasin, sino como el ser al no ser: el mal no existe por sí mismo, sino se concibe como la ausencia de lo mejor (37).

Sermón, catequesis: se habrá notado el carácter de los discursos de los cuales han sido extraídos los textos. Es, pues, que dicha deifinición “apofática” del mal era considerada, en Capadocia, en la segunda mitad del siglo IV, como una doctrina garantizada que los obispos estimaban útil de llevar al conocimiento del pueblo cristiano, y que formaba parte de la enseñanza oficial de la Iglesia.

Efectuada esta advertencia, queda reconocer en verdad que es san Agustín quien, en el curso de la larga polémico que lo ha opuesto a sus antiguos correligionarios maniqueos, ha dado su expresión más profunda y más elaborada a dicha doctrina clásica de la no sustancialidad del mal. Esta doctrina no era para él un problema de escuela, planteado especulativamente: lo ha vivido y descubierto dolorosamente en los difíciles debates interiores que lo han conducido, tardiamente, pero en la plena madurez de su genio, del dualismo de su juventud a la aceptación de la fe ortodoxa. No es necesario exponer aquí detalladamente dicha doctrina de la génesis: una y otra son bien conocidas (38). Bastará a nuestro propósito insistir sobre algunos puntos.

Decir que el mal no es una sustancia (39), una realidad, decir que es “una nada” (40), no es, sin embargo, negar su existencia. Se tiene a veces la tendencia a considerar esta doctrina como una escapatoria, una posición demasiado fácil, que cierra los ojos al objeto del cual se trata de rendir cuenta. Semejante acusación no es admisible en lo que concierne a san Agustín: toma a la ligera el testimonio de toda una obra, de toda una vida. ¿Quién más que san Agustín, ese pecador arrepentido, ha tenido, y a veces hasta la obsesión, el sentimiento de la terrible y trágica presencia del mal en el mundo, en el hombre, en su vida?

No, decir que el mal no es en sí y para sí algo positivo no es, sin embargo, afirmar que no existe. El mal no atañe al orden del ser: es del no ser, lo que no es lo mismo que la nada. Hemos aprendido a efectuar esta distinción delcada, pero tan iluminadora, en el Sofista de Platón (41). Dicha referencia se impone, para dar un sentido al debate. La doctrina agustiniana pierde, en efecto, todo significado si se la coloca en una perspectiva estrictamente eleática (el ser es, el no ser no es: proposiciones fundamentales en que se resume el pensamiento de un Parménides): la enseñanza de san Agustín se desarrolla en la órbita de lo que Ét. Gilson ha propuesto llamar (42) “la teología de la esencia” (por oposición a la teología existencial).

No hay que simplemente concebir de un lado la existencia y del otro la nada. Existen grados en el ser, y una jerarquía de los seres. Sólo Dios es en sentido verdadero y pleno del término: vere est, summe est. De todos los demás seres es necesario aceptar que en todo rigor no son ni no son, omnio esse, nec omnio non esse (43): todos los seres creados son porque participan del Ser de Dios, y son más o menos según cuánto se relacionen con Él.

En esta perspectiva, el mal aparece como una disminución del ser en el ser creado (y, por tanto, mutable) donde se introduce. El pecado, la decadencia que entraña en el ángel, como en el hombre, lo reduce a “menos ser que el que poseía cuando estaba estrechamente unido a Aquel que (únicamente) es plenamente”, ut minus esset quam erat cum Ei qui summe est inhaerebat (44). El ser del ángel (o del hombre) caído está disminuido, más no completamente, porque todo lo que es, es bueno, y si el bien de la criatura fuera totalmente eliminado, sería destruída (45).

Querríamos poder disponer de una imagen para ilustrar esta doctrina delicada (estamos en el límite del lenguaje humano). Sin duda omne simile claudicat, pero estoy sorprendido de lo inadecuado de la comparación que utiliza san Gregorio de Nisa: el demonio, fraudulentamente, introducido el mal en la libre voluntad del hombre, como cuando se apaga la intensa luz de una lámpara vertiendo agua en el aceite que la alimenta (46). Imagen desafortunada, porque el agua es una realidad, al igual que el aceite.

Habría que describir la naturaleza corrompida del demonio, o la del hombre después de la Falta, como una mezcla de ser y nada: decimos que dicha naturaleza presenta en cierto modo una estructura fisurada, cavernosa, como un trozo de dolomía o piedra moleña, o mejor como una esponja (47). El mal corresponde a los agujeros, a las lagunas: es el vacío, la no plenitud: si la esponja existe, es por la partes de ella que son, por el tejido sólido. El mal no es el ser, es una corrupción del ser, un defecto, una afección mórbida, un desorden, malus modus, vel mala species, vel malus ordo (48).

Sí, más precisamos, es una enfermedad que afecta a un ser: es esencial darse cuenta que para que el mal exista, le es necesario el soporte de una naturaleza creada que, en tanto subsiste, disminuye, en efecto, por esta intromisión del no ser, alejada por esta privación de una perfección más grande; no es el mal, sino permanece como un bien (49). Es, en particular, el caso del demonio: el ángel de las tinieblas no subsiste más que porque permanece, sin embargo, un ángel. Escuchemos a san Agustín: “condenando la naturaleza caída, Dios no le ha quitado todo lo que le había dado, porque entonces habría sido aniquilada… La naturaleza del diablo mismo no subsiste más que por la acción de Aquel que siendo plenamente el ser, crea todo lo que, de algún modo, es, ut ipsius quoque diaboli natura subsistat, Ille facit qui summe est et facit esse quidquid aliquo modo est (50).

A algunos, semejante actitud parece de especulación “fácil”. Sin embargo, repensada en su contexto espiritual, dicha doctrina del mal, concebida como impureza del ser, aparece cargada valores profundamente trágicos. No es separable, en efecto, del drama que se ha jugado en el seno de la creación. Proveniente del pecado, el mal se revela como la contraparte regativa del don noble entre todos aquellos que el Creador ha dado a sus criaturas racionales que tiene el nombre de libertad. Su posibilidad reposa, en último análisis, en el misterio mismo de la creación, en esa Contracción, Tsimtsum (para recoger el bello concepto elaborado por los cabalistas galileos del siglo XVI) (51), de esa Contracción del Ser que, aunque sea todo Plenitud, no ha querido llenar todo y en un acto creador cuya originalidad insondable rechaza nuestro análisis (52) ha dejado lugar a la criatura y su libertad.

Existe en esta visión propiamente judía y cristiana del mal, y del Bien infinitamente precioso que su posibilidad condiciona, algo mucho más inquietante que la simple aceptación de su realidad con la cual se contenta el dualismo: el mal es lo que habría podido no existir, es el resultado de una historia, imprevisible como todo acontecimiento –y más trágica que toda historia, porque revela en toda su profundidad y ambivalencia el misterio de la libertad: Satán es ese ser libre, ese ángel que, primero, ha escogido alejarse de la fuente de todo ser y acercarse a la nada de donde había sido sacado (53).


(1) Así, bajo la pluma de Henri Bremond, tan simpático sin embargo a los viejos relatos del desierto de Egipto: “En verdad, muchas historias de diablos, menos de lo que se ha supuesto, un poco más sin embargo de lo que querríamos, son menos dañinas de lo que se creería en primer lugar, incluso casi muy beneficiosas…” (Introducción al libro de Jean Bremond, Les Pères du Désert (Col. Les moralistes chrétiens), t. 1, p. XXVII.

(2) Conf. IV, 4 (9). Ya sabemos el contexto: entre los dieciocho y veinte años, san Agustín llora por la muerte de su amigo: “Preguntaba a mi alma… Ella no sabía que responderme y si le decía: “espera en Dios”, no obedecía y tenía razón: el hombre queridísimo que había perdido era más real y mejor que el fantasma que le ordenaba esperar”, quam phantasma in quod sperare jubebatur (trad. franc. de de Mondadon); cf. aún Conf. VII, 17 (23).

(3) Tomo prestado el término del apologista Atenágoras (c. 24) que, sin embargo, no lo emplea más que como adjetivo y en un contexto que limita su proyección: “una Potencia opuesta a Dios, no de modo que Dios tenga su contrario, como el odio se opone a la amistad según Empédocles, y la noche al día…”.

(4) Así, para no tomar más que un ejemplo, en el De Trinitate, 1, IV, c. 10 (13) - 13 (18).

(5) Es interesante, por ejemplo, releer la Epístola a los Efesios, 6, 11-18: se verá en ella alternar el singular y el plural: el diablo… el Maligno, oponiéndose allí a las menciones de los Principados, las Potencias, de los Amos de este mundo de tinieblas, de los Espíritus de maldad.

(6) Así, santo Tomás, 1a, qu. 63-64; Salmaticenses, Curs. Theol. VII, disp. 12; Suarez, De angelis, VII-VIII.

(7) Justino, Apol. II, 5, etc.; Taciano, 7; Atenágoras, 24.

(8) Sal. 137 (LXX o Vulg.) 1; buena ocasión de sorprender la vacilante fe de los modernos. Se sabe que el hebreo (Sal. 138, 1) habla aquí de elohim: la versión Crampon (siguiendo en ello a san Jerónimo y las traducciones griegas de Aquila, Símmaco y “Quinta”) nos propone: “en presencia de los dioses” (de la arqueología). Segond interpreta, y elude la dificultad “en la presencia de Dios”. El nuevo Salterio latino, por fin tradicional, mantiene in conspectu Angelorum.

(9) Sobre el desierto, como morada de los demonios, es necesario, antes de referirse al folklore antiguo, recordar la Escritura: Lv. 16, 10 y ss.; Tb., 8, 3; Is. 13, 21; Mt. 12, 43.)

(10) Así, san Atanasio, Vit. Anton. 49-53.

(11) Id. 21.

(12) Juan Casiano, Coll., VIII, 12, 1.

(13) Heráclides, Parad., 7.

(14) Cf. San Cirilo de Jerusalén, Catequesis XV, 24, P. G. t. XXXIII, c. 904 B.

(15) Se encontrarán los textos esenciales sobre estos dos puntos en Diction. de Théol. Cath. t. 1, 1, c. 1205-1206 (véase Ange d’après les Pères); t. IV, 1, c, 353 y ss. (véase, Démon d’après les Pères).

(16) Ciudad de Dios, XI, 1, p. 462, Dombart-Kalb: de duarum civitatum, terrenae scilicet et caelestis... exortu et excursu et debitia finibus... disputare... adgrediar, primunmque discam quem ad modum exordis durarum istarum civitatum in angelorum diversitate praecesserint.

(17) Ciudad de Dios, XII, 9, p. 525: habent... inter se sanctam societam, et sunt una civitas Dei.

(18) Me basta remitir a los artículos clásicos d’Andres, en Pauly-Wissowa, Suppl. III, s. vv. Angelos, Daimon, y a los datos reunidos por F. Cumont, Les religions orientales dans l’Empire Romain, (4º ed.), p. 278-281, por el P. K. Prümm, Religions-geschichtliches Handbuch für den Raum der altchristlichen Umwelt, p. 386-392); añádase los trabajos más recientes como el de G. Soury, La démonologie de Plutarque, París, 1942.

(19) Recherches sur le symbolisme funéraire des romains, París, 1942, p. 104-146, y particularmente p. 115, n. 1; 143, n 6-7; y, del mismo modo, F. Cumont, ap. Pisciculi (Mélanges F. Dölger), p. 70-75.

(20) Vit. Anton. 22.

(21) Cf. ya en Judas, 6.

(22) Adversus Marcionem II, 10; cf. igualmente San Jerónimo, In Eph. 1, 2, v. 5, P. L. t. XXVI, c. 467.

(23) La expresión proviene del Salmo 77 (LXX), 49, cuyo sentido literal no es claro; más el Nuevo Testamento aplica comúnmente el nombre de ángeles a los demonios; Mt. 25, 41; 2 Co. 12, 7; cf. 1 Co. 6, 3; 2 P. 2, 4; Judas 6; Ap. 12, 9; etc.

(24) De Trinitate, XIII, 12 (16), P. L. t. 42, c. 1626.

(25) Ciudad de Dios, XI, 11, p. 477, 1. 25.

(26) Moralia, II, 4, P. L. t. LXXV, c. 557; cf. aún IV, I, c. 641, y ya Genadio de Marsella, De Eccles. Dogmat. 12, P. L. t. LVIII, c. 984.

(27) San Atanasio, Vit. Anton. cap. 23.

(28) Id. cap. 9; 53...

(29) Así, Casiano, Coll. VII, 32; Paladio, Hist. Laus. XVI, 6, Aparte de estas formas bestiales, la literatura del desierto evoca muy a menudo al demonio bajo los trazos de un “horrible hombre muy negro”.

(30) L’Angelo rosse e l'angelo turchino, Rivista di Archeologia Cristiana, t. XVII (1940) p. 209-227.

(31) Por referencia al Salmo 103, 4, según los LXX (y la Vulgata) citado por la Epístola a los Hebreos, 1, 7: “Tú que haces de tus ángeles vientos y de tus servidores un fuego ardiente”.

(32) Véase, por ejemplo, san Agustín, De Gen. ad litt. III, 10 (15), P. L. t. XXXIV, c. 285, o Fulgencio de Ruspe, De Trinitate, 9, P. L. t. LXV, c. 505.

(33) Manuscrito griego 510, f° 165, 2º registro a partir de arriba; ver la buena reproducción (desgraciadamente en negro) de da de ella Omont, Les miniatures des plus anciens manuscrits grecs de la Bibliothèque Nationale, pl. 35.

(34) Un examen atento del manuscrito me ha persuadido del carácter intencional de esta triple mutilación; sobre el rostro del último demonio, a la derecha, se puede constatar que sus labios, como los de Cristo, estaban realzados con carmín y que su cabellera, sino estaba, como en Ravena, rodeada con un nimbo, estaba orlada o recalcada con algunos toques de oro (el nimbo crucífero de Cristo y los flecos de su túnica de púrpura están igualmente revestidos de oro.

(35) P. G. t. XXXI, c. 341B; cf. ya antes de él san Atanasio, Contra Gentes, 6, P. G. t. XXV, c. 12D.

(36) Catequ. 5, 11-12, p. 32, Méridier.

(37) Id. 6, 6, p. 38.

(38) Me es suficiente remitir, por ejemplo, al pequeño libro de R. Jolivet, Le problème du mal d’après saint Augustin, París, 1936, que, en particular, muestra bien cómo la doctrina agustiniana se distingue de la teoría de Plotino (En. 1, 8: el mal es la materia primera), aunque la lectura de Plotino haya jugado un rol decisivo en su elaboración: Jolivet, p. 137; Confesiones, VII, 11 (17); Enéadas, III, 6, 6)

(39) Conf. VII, 12 (18).

(40) Solil. 1, 1 (2), P. L. t. XXXII, c. 869.

(41) Platón, Sof., 258B, etc.

(42) Le Thomisme (4º éd.) p. 71, sq. Pero no nos apresuremos en calificar demasiado pronto esta posición de platónica: san Agustín nos enseña a leer Platón a la luz del Éxodo. Así, Ciudad de Dios, VIII, 11, p. 338, 1, 10.

(43) Conf. VII, 11 (17).

(44) Ciudad de Dios, XIV, 13, p. 32, 1. 27 (se trata de Adán).

(45) Conf. VII, 12 (18).

(46) Discurso catequético, 6, 11, p. 43.

(47) La imagen de la esponja se encuentra mucho bajo la pluma de san Agustín, Conf. VII, 5 (7), pero con un alcance diferente: se sirve de ella para representar cómo, en los tiempos de sus errores maniqueos, concebía el mundo penetrado o como embebido en Dios (el mundo y Dios eran entonces para él realidades de orden “corporal”): piensa en una esponja viviente, sumergida en el mar. Pido al lector imaginar una esponja seca, e identificar el tejido sólido con lo real, el aire con la nada.

(48) De natura boni, 23; cf. 48 y ss.

(49) Conf. VII, 12 (18).

(50) Ciudad de Dios, XXII, 24, p. 610, 1. 16.

(51) Sobre la teoría del Tsimtsum, elaborada en la escuela de Sabed por Isaac Luria, véase especialmente G. Scholem, Major Trends in Jewish Mysticism, New York, 1946, p. 260 y ss.; Mons. C. Journet había ya señalado el interés que presenta para el teólogo cristiano: Connaissance et Inconnaissance de Dieu, Fribourg, 1943, p. 31 y ss.

(52) Que la creación sea un misterio particularmente difícil de penetrar se ajusta a la resistencia que le opone el pensamiento filosófico: así, en J. P. Sartre, como lo señalaba recientemente M. Beigbeder, L’homme Sartre, p. 28.

(53) Es porque es sacada de la nada, que la criatura, ángel u hombre, puede pecar: san Agustín, C. Iul, Op. imp. V, 39, P. L. t. XLV, c. 1475-1476, desarrollando el De nupt. et concup. 11, 28 (48), P. L. t. XLIV, c. 464)


Aparecido en Satán, Études Carmelitaines, París, Desclée de Brower. 1948. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

sábado, 13 de agosto de 2011




El ángel del bautismo en Tertuliano




Émile Amann








En su tratado De baptismo, que suscita tantas cuestiones interesantes, Tertuliano hace mención en varias ocasiones, sea cuando habla del acto mismo del bautismo, sea cuando explica las ceremonias preparatorias, de un ángel que interviene y que podremos, para simplificar, llamar simplemente el ángel de bautismo (De baptismo, cap. 4 ad finem; cap. 5 toda la segunda mitad; cap. 6) (1).

El rol que corresponde al ángel del bautismo está precisado al comienzo del capítulo 6. “No es más que en las aguas (del bautismo) que recibimos el Espíritu Santo, mas purificados en el agua bajo el ángel, somos preparados (para recibir) el Espíritu Santo. Non quod in aquis spiritum sanctum consequamur, sed m aqua emundati sub angelo spiritui sancto praeparamur. Aquí una figura ha precedido (la realidad), la de Juan, precursor del Señor y quien le preparó los caminos. Del mismo modo también, el ángel dispensador del bautismo prepara los caminos al Espíritu Santo que debe venir, por la purificación de las faltas que obtienen la fe sellada (con el sello), del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Ita et angelus baptismi arbiter superventuro Spiritui Sancto vias dirigit ablutione delictorum quam fides impetrat, obsignata in Patre et Filio et Spiritu Sancto”.

Según este texto, que es capital para juzgar las ideas de Tertuliano sobre los efectos del bautismo, la acción sobrenatural del sacramento es, ante todo, remitir los pecados. Dicha remisión de los pecados es netamente distinguida de la infusión del Espíritu Santo en el alma del bautizado. Es en un segundo momento de la iniciación cristiana, decimos, para hablar como los modernos, en el sacramento de la confirmación, que el Espíritu Santo será conferido. Luego que ha recibido la unción del óleo santo (cap. 7) al neófito se le imponen las manos, y dicha bendición invoca sobre él el Espíritu Santo “dehinc manus imponitur, per benedictionem advocans et invitans Spiritum Sanctum” (cap. 8). Para decirlo al pasar, se remarcará cuán favorable es el conjunto de la demostración de Tertuliano a la tesis eclesiástica que distingue netamente los dos sacramentos del bautismo y la confirmación.

Por el momento retenemos solamente que, según Tertuliano, el efecto propio del bautismo, es purificar al catecúmeno de sus pecados. Y dicho efecto es producido por la intervención del ángel del bautismo. ¿Quién es este ángel del bautismo? A primera vista, parece que debe tratarse de un agente de orden sobrenatural. Encargado de producir un efecto invisible, la purificación de los pecados, pertenece al mismo dominio suprasensible que el Espíritu Santo, del cual su función es justamente preparar los caminos. Nos movemos aquí en plena región inmaterial. Y desde entones la explicación más simple, más clara es hacer del ángel del bautismo, un ángel en el sentido más ordinario de este término en el lenguaje cristiano, uno de esos espíritus inferiores a Dios, superiores al hombre, ministros de Dios para la ejecución de sus designios misericordiosos en relación al hombre.

Sin duda dicha intervención directa de un ángel en un caso tan notable perturba un tanto nuestras categorías de teólogos modernos. Se ha hecho, pues, el esfuerzo, por reducir el texto de Tertuliano al esquematismo de nuestros tratados de los sacramentos y la gracia. El ángel del bautismo se vuelve entonces el hombre ministro del bautismo, el obispo, si se quiere, que confiere el sacramento. Se ve aparecer esta idea, en el comentario, por otra parte notable, que en el siglo XVIII Dom Thomas Corbinien escribió sobre el De baptismo (P. L., t. II, col. 1160) “Innuere videtur ministrum baptismi”. Pasa de ahí al estudio del P. d’Alès La Théologie de Tertullien (p. 325, nota 4). El P. d’Alès, es verdad, no hace más que indicar dicha opinión de Dom Thomas Corbinien, sin decir si se suma a ella; y el modo en que remite a continuación al ángel de la penitencia en Hermas, indicaría quizás que no se adhiere personalmente a la exégesis del docto benedictino. Porque, con toda la buena voluntad del mundo, es imposible transformar en obispo al personaje misterioso que aparece muchas veces en el Pastor. Me he sorprendido mucho, estudiando con toda la atención que merece el libro reciente de M. de Backer, Sacramentum, le mot et l'idée représentée par lui dans les œuvres de Tertullien, de encontrar en él un ensayo de demostración de la hipótesis enunciada por Dom Corbinien. “Pensamos, dice el autor, que este ángel designa al ministro del bautismo, que bendice el agua destinada al sacramento, es decir, que por una invocación a Dios, hace descender el Espíritu divino, que le dará la virtud santificadora. Es él, pues, quien cumple la ceremonia ritual (in aqua emundati sub angelo) y pronuncia la fórmula sacramental” (p. 163).

Esta hipótesis me parece absolutamente insostenible. M. de Backer “basa, dice, su opinión, sobre la comparación de dos textos, De bapt. 6: in aqua emundati sub angelo spiritui sancto praeparamur y De Corona militis, 4: sub antistitis manu, contestamur nos renuntiare diabolo”. Es suficiente poner el signo de igualdad entre las dos expresiones sub antistitis manu, y sub angelo, para tener angelus = antistes. Como, por lo demás, en la continuación del capítulo el ángel del bautismo es llamado arbiter baptismi, y como no es difícil encontrar en Tertuliano textos que hacen del arbiter el sinónimo de sacerdote (p. 164, nota 1) se llega a la misma conclusión: el ángel de bautismo es quien preside la ceremonia del bautismo, el obispo.

No insistiría sobre la fragilidad de dicha construcción si semejante hipótesis no tuviera el fallo de esconder un punto curioso de la teología de Tertuliano. Sería lamentable que un vano amor por la simetría nos hiciera destruir uno de esos detalles arcaicos que confieren precisamente todo su interés al estudio de la antigua literatura cristiana.

Desestimo, en primer lugar, la prueba que se quiere extraer de la comparación entre los dos textos: De bapt., 6 y De corona, 3. En la ecuación sub angelo emundati = sub antistitis manu contestamur, no hay más que un término en común, la preposición sub; es demasiado poco para extraer la identidad angelus = antistes. Remitámonos, en efecto, al contexto. Ambos pasajes nos describen dos momentos diferentes de la iniciación bautismal. Se sabe que el De corona quiere mostrar que un buen número de ritos y prácticas eclesiásticas no pueden reclamarse de un texto escriturario, y que su autoridad reposa solamente sobre la tradición. Lo que es fácil de ver, dice Tertuliano, en la administración del bautismo; por ejemplo, el rito de la renuncia a Satán no tiene testimonio en la Escritura, ¿es una razón para omitirlo? “Antes, pues, de descender en el agua, y en la iglesia (por oposición quizás con el baptisterio) (inclinados) bajo la mano del obispo afirmamos por juramento renunciar al diablo, a sus pompas y a sus ángeles. Después somos sumergidos tres veces”. Se trata aquí de una ceremonia anterior al bautismo mismo. En De baptismo, al contrario, se trata del instante preciso de la inmersión bautismal. En ese momento, el bautizado está en el agua, o más exactamente, si no acordamos del rito de bautismo por inmersión, está bajo el agua y, por consiguiente, también bajo el ángel, sub angelo, ya que, como quiero demostrarlo, el ángel está íntimamente ligado al agua del bautismo, o por lo menos está extendido sobre el baptisterio.

Remitámonos, en efecto, al capítulo que precede inmediatamente (De bapt., 5). Los paganos, dice nuestro autor, conocen también contramodos del bautismo. En diversos ritos de misterios, el demonio pretende purificar a los iniciados. ¡Cosa extraña en verdad, que el espíritu inmundo pueda purificar y destruir su obra lavando las faltas que él mismo ha inspirado! Más dicha pretensión Tertuliano quiere señalarla, sin embargo, como un argumento ad hominem contra aquellos que se niegan a creer a creer en los milagros divinos, aunque aceptan los contramodos imaginados por el rival de Dios. Vamos más lejos, continúa: no es solamente en estos falsos sacramentos que los espíritus inmundos van a incubar las aguas, aquas incubant, para hacerlas servir a sus maleficios. ¿No están en todas partes, en las fuentes oscuras, los arroyos que se pierden, los baños, las piscinas, los canales? Están sin duda en sus imágenes, es decir, en las estatuas de los dioses, las diosas, las ninfas, pero estas imágenes no son más que el signo exterior de una presencia más íntima. Los demonios están allí, en esas mismas aguas; y la prueba es que a veces matan, o al menos hacen perder la razón. ¿Y por qué, continúa Tertuliano, por qué contar todo esto? Para que no sea demasiado difícil creer que el ángel santo de Dios se introduce en las aguas para la salvación de los hombres, aunque el ángel malo multiplica los comercios impuros con el mismo elemento para perder al hombre”. Señalemos la fuerza de las expresiones latinas: el ángel santo aquis temperandis adest; el ángel malo profanum commercium frequentat ejusdem elementi.

Más para hacer admitir a los cristianos dicha acción natural del ángel en el agua del bautismo, Tertuliano dispone de un argumento mucho más sólido. Recuérdese aquella piscina de Betsaida (Jn. V, 4-5), (2) que el ángel iba a hacer borbotear cada año, y que devolvía la salud al primero que descendía allí por la intervención del ángel: nueva figura del tratamiento espiritual que ha aportado la fe cristiana “ya que por los progresos del favor divino en la humanidad, las aguas y el ángel toman (en adelante) una mayor importancia, plus aquis et angelo accessit. Ellas que curaban (nótese en latín la expresión qui remediabant: las dos realidades mezcladas, el agua y el ángel, y el pronombre en masculino plural) las enfermedades del cuerpo, curan ahora el alma. Ellas que proporcionaban la salud temporal, dan la salud eterna. Ellas que liberaban por año a un solo hombre, salvan ahora todos los días a pueblos enteros, encontrándose la muerte destruida por la purificación de las faltas”.

En otros términos, sucede en el baptisterio cristiano, en el momento de los misterios de iniciación, el mismo milagro que se producía en la piscina de Betsaida. El ángel de Dios viene a introducirse en las aguas y esta mezcla de agua y espíritu, si puedo así decirlo, es el remedio de las enfermedades del alma: In aquae mundati sub angelo spiritui sancto praeparamur. Es lo que indica no menos claramente la frase que termina el capítulo 4: Igitur medicatis quodammodo aquis per angeli interventum et spiritus in aquis corporaliter diluitur et caro in eisdem spiritaliter mundatur. “Del hecho que las aguas han recibido en cierto modo por la intervención del ángel el poder de curar, el alma es lavada corporalmente en el agua y, del mismo modo, la carne es purificada espirtualmente por ella”. Mi traducción refleja muy imperfectamente las dos palabras medicatis aquis. Medicata vina, son los vinos a los que se ha infundido sustancia medicinales, y Tertuliano tiene tanta conciencia que su expresión es ligeramente chocante, que añade un quodammodo de corrección. Medicatae aquae son las aguas son de ha infundido, si puedo decirlo, la sustancia angélica. Se forma una suerte de sustancia mixta donde de unen sustancia corporal y sustancia espiritual.

Por otra parte, Tertuliano mismo de ha cuidado de precisar dicha compenetración del agua con la naturaleza angélica. No es cosa nueva: no es más que ela renovación de lo que pasó en los orígenes del mundo. Entonces el espíritu del Señor se encontraba sobre las aguas (De bapt., 3). Y la Escritura ha señalado con cuidado, en vista del bautismo futuro, estas relaciones recíprocas entre el agua y el espíritu de Dios. “Lo que es santo era llevado sobre lo que es santo, o (más exactamente) el elemento que llevaba extraía la santidad de lo que era llevado sobre él. Porque toda materia puesta sobre algo que la domina debe necesariamente tomar las cualidades de ella, muy especialmente una materia corporal debe tomar así una cualidad espiritual, porque esta penetra y se introduce más fácilmente por la sutileza misma de su sustancia” (De baptismo, I). Es difícil ser más claro. Si se recuerda que para Tertuliano todo lo que existe es materia, materia corporal y materia espiritual, no cuesta representarse su visión sobre el origen de las cosas. Sobre las aguas primordiales se extiende el espíritu de Dios (que no hay que precipitarse de traducir por Espíritu Santo). Es una especie de vapor, de gas, que flota sobre la superficie del abismo, y este gas, si se me permite esta expresión pedida prestada a la física, posee una tensión tal que se disolverá forzosamente en el agua. No creo añadir mucho al pensamiento de Tertuliano suministrando dicha imagen, aunque conviene no olvidar que dicho ser gaseiforme es un agente del mundo sobrenatural, si no es el Espíritu Santo mismo. Sobre esta última cuestión volveré luego, pero no carece de interés observar cómo el autor del De baptismo pasa de las aguas primordiales a las aguas del baptisterio. De este primer contacto con el espíritu del Señor, todas las aguas, en virtud de su unidad genérica, han guardado el poder de santificar: Omnes aquae de pristina originis praerogativa sacramentum sanctificationis consequuntur invocato deo. Es necesario para actualizar este poder santificador una invocación a Dios, una epíclesis semejante a la de la liturgia eucarística. Terminada la epíclesis, “sobreviene enseguida de los cielos el espíritu, se extiende sobre las guas, las santifica por sus propias virtudes, y así santificadas las aguas se penetran de fuerza santificadora: Vim sanctificandi combibunt”. Se observará una vez más la materialidad de la expresión, y se la cotejará con las palabras medicatae quodammodo aquae que se encuentran algunas líneas más abajo. Del mismo modo, valdría la pena estudiar el modo de acción de esta mixtura de agua y espíritu sobre el compuesto humano, carne y espíritu. Se verá allí oscilar el pensamiento de Tertuliano entre dos teorías de la eficacia (o, como dicen los teólogos, de la causalidad) sacramental. Por lo demás, el autor termina por atenerse a una especie de operación física (yo diría material, tomando el término materia en el sentido en que lo entiende) que se traduce por la fórmula paradójica: spiritus (el alma) in aquis corporaliter diluitur et caro in eisdem spiritaliter mundatur.

La comparación atenta entre ambas frases de esta misma exposición no puede dejar duda sobre la personalidad del espíritu que se introduce en las aguas bautismales. Invocato deo supervenit spiritus de caelis et aquis superest, leemos en la página 623, línea 9, y 1, 18. Igitur medicatis quodammodo aquis per angeli interventum. Es necesario absolutamente concluir que en esta exposición spiritus Dei y angelus son exactamente sinónimos. Diremos pues también que el angelus Dei sanctus aquis temperandis del cap. 5, p. 625, línea 1, y el ángel bajo el cual somos preparados para la recepción del Espíritu Santo, cap. 6, p. 625, línea 21, representan un solo y único personaje, de la misma familia, por otra parte, que el ángel de la piscina de Betsaida.

Este angelus Dei, este spiritus Dei no puede ser el Espíritu Santo, ya que su rol es precisamente preparar el alma del neofito para la recepción de dicha persona divina. Este ángel, que es el señor del bautismo, baptismi arbiter, es pues una criatura encargada por Dios para la ejecución de las grandes cosas que suceden en la piscina bautismal. Que este sea el sentido a dar aquí al la palabra arbiter, antes que el sentido de testigo, es algo de lo cual M. de Backer no disentirá, él que ha estudiado tan bien los diversoso sentidos de la palabra. Y es por ello que he traducido más arriba como “dispensador del bautismo”. Es conveniente cotejar su rol con el del ángel de la oración (De oratione, 16, Oehler I, p. 568) cuya función es transmitir a Dios nuestras súplicas; el ángel del bautismo es también el hermano de aquél que anuncia al Padre celestial el matrimonio de los esposos cristianos: felicitas matrimonii quod ecclesia conciliat, et confirmat oblatio, et obsignat benedictio, angeli renuntiant, pater rato habet (Ad uxorem, II, 8; Oehler, I, p. 696).

Los personajes celestiales que son tratados aquí juegan un rol que llamaremos sobrenatural en el sentido más estricto del término. Tertuliano conoce otros cuya actividad se ejerce de una manera más concreta. Y puesto que el bautismo es para él un nuevo nacimiento, una regeneración en el sentido etimológico del término, convendrá sin duda cotejar al ángel del bautismo, autor del nacimiento espitirual, con los ángeles que presiden el nacimiento corporal. El texto es curioso y vale la pena ser citado: De anima, 37, Oehler, II, p. 617. “Todo este trabajo, que en el seno materno prepara, ordena, forma al hombre futuro, es alguna potencia, ministro de la voluntad divina, quien lo lleva a cabo aliqua utique potestas divinas voluntatis ministra modulatur”. No se trata aquí de un poder, de un a fuerza impersonal; la continuación lo muestra bien, ya que Tertuliano declara que la superstición romana se aprovecha de esta idea verdadera para confiar a toda una serie de divinidades los cuidados que correspondían a dicha potencia, delegada por el Creador. “Nosotros, dice, creemos que estos funcionarios divinos son ángeles. Nos officia divina angelos credimus”.

Así, pues, el ángel del bautismo es el ministro divino (officium divinum) encargado de la gran obra del renacimiento espiritual. Extendido sobre las aguas bautismales, disolviéndose en ellas, por así decir, les comunica el poder de santificación, sacramentum sanctificationis, y se comprende desde entonces la frase que nos ha servido de punto de partida: in aqua emundati sub angelo spiritui sancto praeparamur.

Queda una última cuestión: el ángel del bautismo, el espíritu de Dios que, en la oración de la Iglesia, se extendía sobre y en las aguas del baptisterio, ¿es idéntico al espíritu del Señor que en los orígenes del mundo incubaba las aguas primordiales? ¿O bien hay que asimilar al Espíritu Santo a ese espíritu fecundante, que en los orígenes del mundo secundaba la acción creadora de Dios? Se sabe que los Padres están lejos de ser unánimes en su respuesta a esta última cuestión, y se encontrará, en el comentario ya citado de Dom Corbinien un repaso suficiente, aunque sumario, de las diversas interpretaciones del pasaje genesíaco (P. L., t. II, col. 1145, sq.). No habría duda que en la segunda parte de su vida Tertuliano no haya considerado este espíritu de Dios como una criatura, distinta del Espíritu Santo. Dos textos de este periodo son característicos: leemos en el tratado Adversus Marcionem IV, 26, Oehler, II, p. 223: “En la hipótesis marcionita, ¿a quien dirigiré mi oración? ¿A quien diré: Padre nuestro? ¿A alguien que no me ha hecho, del cual no saco mi origen, o bien a aquel que me ha engendrado haciéndome y organizándome? ¿A quien pediré el Espíritu Santo? ¿A aquel que no tiene incluso a su disposición el espíritu cósmico, o bien a aquel que ha creado los ángeles espíritus, y cuyo espíritu al comienzo se encontraba sobre las aguas? A quo Spiritum Sanctum postulem? a quo nec mundialis spiritus praestatur, an a quo fiunt etiam angeli spiritus, cujus et in primordio spiritus super aquas ferebatur?” Me parece bastante claro que los angeli spiritus (alusión a quien facit angelos suos spiritus, Sal. CIII, 4, Vulg.) son puestos sobre el mismo plano que el spiritus super aquas latus, que bien podría ser, por otra parte, el mismo que el mundialis spiritus de la frase precedente.

Pero aquí están, para sacar todas las dudas, los capítulos 30 y siguientes del tratado Adversus Hermogenem (Oehler, II, p. 366) que dan la exégesis completa de los primeros versículos del Génesis, trata de demostrar en contra de los herejes que la materia no coexiste desde toda la eternidad con Dios, sino que ha sido creada por Él al comienzo de los tiempos. La prueba que administra de ello Tertuliano quiere decir que la materia primera se encuentra implicada en las palabras cœlum y terram del versículo 1, cuya creación es explícitamente atribuida a Dios. Ahora bien, las diversas entidades, enumeradas en los versículos siguientes: las tinieblas, el abismo, el espíritu, las aguas, todo esto debe ser considerado como criatura de Dios, estando encerrado en las palabras caelum y terram, como las partes en el todo. Nada más claro, continúa Tertuliano, Dios, que es llamado creador del conjunto, es llamado también creador de los miembros: proinde membra erant caeli et terrae, abyssus et tenebrae, spiritus et aquae. Sin embargo, para uso de los imbéciles y discutidores, la Escritura no ha dejado de insistir en otros sitios sobre el carácter creado de cada uno de estos elementos. Siguen los textos que vienen en apoyo de la afirmación, y puesto que no hablamos más que del espíritu, muestran que dicho espíritu, dicho soplo, que se encontraba sobre las aguas es una criatura eum spiritum conditum ostendens qui in terras conditas deputabatur, qui super agitas ferebatur, librator et adflator et animator universitatis non, ut quidam putant, ipsum deum significans spiritum, quia deus spiritus; neque enim aquae dominum sustinere sufficerent. Inútil insistir más sobre el carácter creado del espíritu que se encontraba sobre las aguas.

De todo esto, ¿tenemos el derecho de concluir que durante la composición del De baptismo Tertuliano ya interpretaba del mismo modo el texto genesíaco? Con un autor como este, siempre dominado por la preocupación del momento, por el deseo de asestar un buen golpe al adversario, es bueno tenerlo en cuenta dos veces. Releemos, pues, el capítulo 3 de nuestro tratado. “¿Qué le ha valido al agua, dice el autor, dicha dignidad soberana de servir hoy a la regeneración espiritual? Es que el agua es uno de los elementos primitivos que, antes de toda la organización del mundo, ante omnem mundi suggestum, cuando éste era aún informe, estaban ahí a la disposición de Dios”. Sigue el texto del Génesis I, 1-2. “¡Oh hombre!, continúa Tertuliano, encuentras aquí una primera razón para respetar las aguas: la antigüedad de dicha sustancia. La segunda es el honor que ha tenido de ser la sede del espíritu divino, con preferencia a los demás elementos que existían entonces. En el momento en que las tinieblas eran completas, sin estrellas para embellecerlas, el abismo triste, la tierra sin ornato, el cielo sin ornamento, el agua sola, materia siempre perfecta, agradable, simple, pura, servía a Dios de digno vehículo”. A la primera lectura de este pasaje parece evidente que el espíritu del Señor del cual se trata en el Génesis, el espíritu divino que domina las aguas no es otro que el Espíritu Santo. Y es por ello que se puede decir de las aguas que proporcionaban a Dios mismo un digno vehículo, dignum vectabulum Deo subjiciebant. Subsisten, sin embargo, algunas dificultades en esta forma de traducir. Me parece haber remarcado bastante que Tertuliano, cuando habla de la tercera persona de la Trinidad, emplea de ordinario el término Spiritus Sanctus y no spiritus Dei, spiritus Domini. No puedo proponer que haya allí una regla absoluta. Sería necesario para establecerlo un léxico completo de las obras de Tertuliano del que carecemos. Por otra parte, hemos visto que en el capítulo 4, el spiritus de caelis está bien identificado con el angelus baptismi. Finalmente, las últimas líneas del capítulo 5 nos ofrecen de la expresión Dei spiritus una nueva traducción. “En el bautismo el hombre recibe este espíritu de Dios, que en otro tiempo había recibido del aliento divino, pero que había perdido después por el pecado. Recipit illum dei spiritum, quem tunc de adflatu ejus acceperat, sed post amiserat per delictum”. Y es luego de haber enunciado dicha afirmación que Tertuliano continúa: no es que recibamos en las aguas bautismales el Espíritu Santo. Todo esto muestra al menos que es necesario dudar antes de traducir divinus spiritus por Espíritu Santo.

Es verdad que Tertuliano habla de las aguas que proporcionan a Dios un digno vehículo dignum vectabulum Deo subjiciebant. Si estuviéramos seguros de dicha enseñanza no habría que vacilar sobre el pensamiento de Tertuliano en el pasaje que nos ocupa. Pero precisamente esta enseñanza no presenta todas las garantías. En la primera edición del De baptismo, Gagny había puesto entre corchetes la palabra subjiciebat, y la línea que sigue; prueba que el manuscrito del que disponía no le parecía proporcionar un texto seguro. Dada la desaparición compelta de los manuscritos del De baptismo, es imposible verificar el valor de la enseñanza que, de Gagny, ha pasado a todas las demás ediciones. Quiero decir solamente que es imposible encontrar en este texto una desestimación para oponer a la hipótesis que propongo.

Por otra parte, la explicación del rol del ángel en el bautismo es finalmente independiente de dicha hipótesis particular sobre la naturaleza creada del espíritu que se encontraba sobre las aguas primordiales. Que se la acepte o se la rechace no quita que Tertuliano hace jugar en el bautismo un rol considerable a un personaje invisible, al que llama el ángel del bautismo (3). No es en el capítulo del “ministro de los sacramentos”, sino más bien en el de la “causalidad sacramental” que convendrá, me parece, estudiar este rol.



(1) Las referencias serán hechas regularmente de la edición Oehler, t. 1.

(2) Es, observémoslo, el primer testimonio de la enseñanza occidental.

(3) Esta concepción de Tertuliano ha perseverado mucho tiempo en África. Optato de Mileve replica a los donatistas la posesión del ángel del bautismo: unde vobis angelum (habetis), qui apud vos possit fontem movere aut inter ceteras dotes ecclesiae numerari? (Contra Parmenianum, II, 6; edición Ziwsa, p. 43.)



Publicado en Revue des sciences religieuses 1 (1921), págs. 208-221. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.