Un hesicasta en Occidente:
San Juan Casiano
Jean-Yves Leloup
Jean-Yves Leloup
Icono de san Juan Casiano
Con
Agustín de Hipona, Casiano de Marsella era entre 425 y 430 una de las
principales figuras de la Iglesia. Se lo consideraba como un representante
autorizado de la tradición, y particularmente de la tradición que había
recibido en Constantinopla de san Juan Crisóstomo y en los diferentes desiertos
de Egipto y de Siria. Desde 470 la santidad de Casiano era reconocida por todos
(1).
Cuando
Genadio compuso su De viris illustribus,
lo calificó simplemente de “Sanctus Cassianus”. Varios obispos de Roma, y no de
los menores, han tenido el mismo lenguaje. San Gregorio que, en una carta
dirigida a una abadesa de Marsella, Restecta, manifiesta que su monasterio
había sido consagrado “en honor de san Casiano”; el bienaventurado Urbano V y
Benedicto XIV finalmente, quien va a declarar que no está permitido poner en
duda su santidad. Paralelamente a estas autoridades, la tradición se expresa en
los martirologios galicanos y los menologios griegos: ella es unánime. Su
fiesta se celebra en Oriente el 28 o 29 de Febrero, en Occidente en la diócesis
de Marsella el 23 de Julio, el día siguiente a la fiesta de María Magdalena.
Por todas estas razones, pero también por la fundación de numerosos monasterios
de Galia y el rigor de su doctrina que mantiene una justa “sinergia” entre la
libertad del hombre y la gracia de Dios, ¿no merece el nombre de “Padre de la
Iglesia de Francia”?
Elementos de biografía.
A
pesar de la incertidumbre de los historiadores en cuanto a su origen, sabemos
por su propio testimonio que Casiano nació en una familia religiosa y rica.
Siguió con éxito, en las escuelas, el curso de estudios clásicos (Inst. 1,5,
c.35; Coll. 14, c.9) pero no nos dice nada de su lugar de nacimiento.
Actualmente, se duda entre la Escitia menor (la actual Dobroudja) y la Galia meridional
de las regiones provenzales. En cuanto a la fecha de su nacimiento, sería
posible situarla sin demasiados riesgos de error hacia el año 365.
Lo
que es seguro es que, una vez terminados sus estudios, Casiano, arrastrado por
su amigo Germán, vio nacer en él el deseo de la vida monástica.
“Hermanos
no por el nacimiento, sino por el espíritu”, parten ambos hacia Palestina no
solamente para visitar los lugares santos sino, según los términos del mismo
Casiano, “en vistas de formarse en la milicia espiritual”. Fueron recibidos en
una de las celdas del monasterio de Belén. Probablemente, su curiosidad los
condujo a los cenobitas de Palestina, de Siria, quizás incluso de la
Mesopotamia, cuyos usos son descritos en el Libro de las Instituciones. Casiano
debía estar aún en la flor de la edad cuando llegó a Belén, ya que nos dice que
“es desde el tiempo de su infancia que vivió entre los monjes, desde una tierna
edad, que fue instruido para concebir grandes resoluciones” (Coll. II, c. l):
semejantes expresiones permiten pensar que tenía entonces entre diecisiete o
dieciocho años. Estaríamos en los años 382 o 383.
“Luego
de haber recibido los primeros rudimentos de la fe, escribe Casiano, y obtener
algún provecho experimentamos el deseo de una perfección más alta y resolvimos
ganar inmediatamente Egipto” (Inst. 1, 36). Escogiendo la ruta del mar, más
rápida y más segura, atracarán en Themens, situada sobre una de las bocas
orientales del Nilo, no lejos de la actual Damieta. Por consejo de Arquebio,
obispo de Panefisis, decidieron reunirse con los solitarios que vivían no lejos
de su ciudad episcopal, en oasis rodeados de salinas. Casiano nombra tres de
ellos: Queremón, Heresto y José. Atraídos por un desierto más profundo
partieron otra vez en búsqueda de los anacoretas que habitaban más acá del Nilo,
“en un sitio limitado por un lado por el río, del otro por la inmensidad del
mar, y formando una isla inhabitable para cualquiera que no sea un monje en
búsqueda de soledad” (Coll). Hicieron ellos mismo allí una prueba a la cual
podría relacionarse la conferencia 24 de abbas Abrahán. Habían conocido allí
primero a abbas Piamm, de quien Casiano se dice deudor de los primeros
principios de la vida solitaria de los cuales habría de adquirir después, en
Scete, un conocimiento más perfecto (Coll. 10, c. 2). Los misteriosos desiertos
del interior acosaban aún el pensamiento de nuestros dos amigos. Remontaron
pues hacia el sur hasta la parte más próxima de la soledad de Scete, a los
horizontes desolados y el agua marcada con un sabor a asfalto. Allí permanecía
la congregación del padre Pafnucio. Estaba la primera fundación de Macario el
Egipcio.
Macario
es, a los ojos de Casiano, “el gran hombre” (Coll. 3, c. 1). Pero Pafnucio
también conquistó enteramente su admiración: “Entre ese coro de santos, astros
puros que relucían en la noche de este mundo, vimos brillar al bienaventurado
Pafnucio, de quien la ciencia arrojaba un resplandor más intenso, como una gran
luminaria” (Coll. 6, c. 1)
Casiano
debió visitar igualmente el desierto de Nitria para ver allí a Evagrio el
Póntico (Inst. I-II, c. 18; cf. 1, 12; c. 20). Regresó a Belén, luego partió
para Constantinopla; es allí que encontró a san Juan Crisóstomo. No sin añorar
su vida monástica, se dejaron consagrar por él: Germán se hizo sacerdote, y
Casiano diácono.
El
genio oratorio y la belleza de la doctrina de Juan Crisóstomo produjeron sobre
Casiano una imborrable impresión; lo amó igualmente con el corazón y le
profesó, desde entonces, un culto de docilidad, de veneración y de ternura que
no se desmintió jamás. Sobre el fin de su vida gustará decir que “tiene de él
todo lo que sabe”. Sin embargo, preso de los conflictos dogmáticos y políticos
que oponían a Teófilo al patriarca de Constantinopla, Casiano debió emprender
la huida. Se trasladó a Roma y según ciertos testigos, se hizo amigo del futuro
papa san León. Es en Roma igualmente que fue consagrado sacerdote. Enriquecido
con semejante herencia, portador de los frutos de tantas experiencias y
encuentros, se trasladó hacia el 415 a Marsella para fundar dos monasterios,
uno de monjes, otro de vírgenes (cf. Genadio, De viris ill., c. 62).
Se
le pidió después compartir con cenobitas y anacoretas su conocimiento del
monaquismo. Asumió sin dudar, a pesar de su gusto por la soledad y el silencio,
dicha misión de padre y maestro.
El
rol de primer plano que tendrá en las disputas sobre la gracia muestra su
conciencia de tener que transmitir lo que ha recibido y su afán de fidelidad a
la tradición. A Agustín, prefigurando a Lutero, cuando afirmaba que “el hombre
no puede nada sin la gracia de Dios”, responderá con las palabras de Atanasio:
“No os dejéis asustar, cunado escucháis hablar de la virtud, y no hagáis de
esta palabra un esperpento. Ella no está lejos de nosotros; basta querer… el
alma ha sido creada buena y en una perfecta rectitud, se conforma a la
naturaleza cuando permanece lo que es… guardemos nuestra alma al Señor, como un
depósito recibido de Él, a fin de reconozca su obra, viéndola tal como la ha
creado” (Vita Antonii, 20).
San
Juan Damasceno dirá más tarde que “la conversión es el retorno a la naturaleza,
de lo que le es contrario, hacia lo que le es propio”. El hombre, por sí mismo,
no es incapaz de todo bien, poner en duda la libertad que Dios le ha dado, es
dudar del poder del Creador de crear a “alguien más que a sí mismo”
Casiano se sitúa bien en esta tradición que repetirá que
el pájaro “tiene necesidad de volar con sus dos alas”; la gracia y la
naturaleza trabajan conjuntamente en la divinización del hombre. Los últimos
años de la vida de Casiano fueron ensombrecidos por las polémicas de san
Próspero, en su Contra collatorem, pero no entró en la polémica, prefiriendo la
contemplación y el silencio. Murió probablemente en 435.
El objetivo de la vida monástica.
Casiano señala que en todo arte y en toda profesión
existe un objetivo que se quiere alcanzar y un camino a seguir para llegar a
él: “Todo arte, toda disciplina tiene su objetivo particular y un fin que le es
propio; quienquiera que quiera seriamente destacarse en ello se lo propone sin
cesar, y en esta proyecto sufre todas las labores, los peligros y las pérdidas,
de una alma igual y alegre”.
Casiano emplea en latín dos palabras tomadas del griego:
“telos” y “scopos”; entre los estoicos “telos” indica la recompensa, “scopos”
el trayecto en un estadio, pero en los léxicos se da generalmente el mismo
sentido a esas dos palabras: el objetivo, el fin.
Sin embargo, Casiano distinguirá estos dos términos:
“telos” será el objetivo final, “scopos” el camino que permite alcanzar el
objetivo. Para hacerse comprender mejor, Casiano pone en la boca de abbas
Moisés algunas comparaciones: “He aquí el labrador: desafiando una tras otro
los rayos de un sol tórrido, luego las escarchas y las heladas, rasga
infatigablemente la tierra, da vuelta y vuelve a darla, con la ayuda del arado,
la gleba indócil, fiel a su objetivo, que es purgarla de las zarzas, hacer
desaparecer de ella las malas hierbas, y volverla, a fuerza de trabajo, tan
fina y blanda como la arena. No piensa obtener de otro modo su fin, es decir,
una cosecha abundante y siegas copiosas, por donde vive en adelante al abrigo
de la necesidad o puede aumentar haber. Se lo ve aún vaciar de buen grado sus
graneros repletos de grano, y en una labor encarnizada confiar la semilla a los
surcos mullidos; la perspectiva de siegas futuras lo vuelve insensible a la
pérdida presente. Considerad aún a aquellos que comercian, como no temen correr
los azares del mar y no se asustan de ningún peligro. Sobre las alas de la
esperanza, ellos vuelan al grano, allí está su fin.
“Igualmente, aquellos que siguen la carrera de las armas.
Ardiendo de ambición, el lejano perfil de honores y poder los vuelve
insensibles a los peligros y a las mil muertes de largos trayectos; ni
sufrimientos ni guerras del presente consiguen abatirlos, a costa de las
grandezas que codician obtener” (C., t. 1, p.79)
Ya sea en un labrador, un comerciante o un oficial,
Casiano constata la misma actitud: es necesario saber lo que se quiere antes de
hacer lo que se puede. En la vida espiritual, “nuestra profesión”, es el mismo
proceso que está en acción: “Ella también tiene su objetivo y su fin
particular; y para conseguirlo, sufrimos todos los trabajos que se encuentran
allí sin dejarnos desanimar, mejor aún, con alegría; ni los ayunos ni el hambre
nos fatigan; encontramos placer en las fatigas de las vigilias; la asiduidad en
la lectura y la meditación de las Escrituras no nos hastían; el trabajo
incesante, la desnudez, la privación de todo, el horror mismo a esa infinita
soledad no tienen nada que nos atemorice.
Es dicho mismo fin, sin duda, que os ha hecho despreciar
el amor de vuestros parientes, el suelo de la patria, las delicias del mundo, y
atravesar tantos países, para venir a buscar la compañía de personas hechas
como somos, brutos e ignorantes, perdidos entre los horizontes desolados de
este desierto. ¿Cuál es, dime, el objetivo, cuál es el fin que os provoca
soportar con tan buen corazón todas estas pruebas? (C., t. 1, pág. 80).
A esta pregunta de abbas Moisés, Casino y Germán terminan
por responder: “Es el Reino de los Cielos”. Para los ancianos, el Reino, es el
Reino del Espíritu sobre todas nuestras facultades, “en la tierra como en el
cielo”, porque es el mismo y Único Espíritu que está en Dios y que está en el
hombre. El Reino, es además el reino dl amor en un ser humano, el amor que
informa las demás facultades y las dirige.
¿Qué es lo que reina sobre nosotros?, se preguntaban a
menudo los ancianos. ¿El pasado? ¿Nuestros recuerdos? ¿Nuestras ambiciones?
¿Nuestros remordimientos? ¿Nuestros deseos? “Buscad primero el Reino de Dios”.
Para ver claro es necesario buscar primero la luz, para ver a Dios es necesario
buscar primero el amor, porque “aquel que permanece en el amor permanece en
Dios”. Su Espíritu, su energía, reinan entonces en nosotros. El Reino es,
finalmente, el reinado y el poder de Cristo, “en todo y en todos”, es la
encarnación del amor, la encarnación de la inaccesible luz.
Pero, ¿cuál es el camino hacia ese Reino? ¿Cuál es el
“scopos”, el método para alcanzar dicho fin? Para Casiano –y aquí está un tema
sobre el cual volverá a menudo- el “scopos” es la purificación del corazón; sin
pureza de corazón el reinado de Dios no puede establecerse en nosotros: “El fin
de nuestra profesión, como lo hemos dicho, consiste en el Reino de Dios o Reino
de los Cielos, es verdad, pero nuestro objetivo es la pureza de corazón, sin el
cual es imposible que nadie alcance dicho fin. Deteniendo, pues, nuestra mirada
en este objetivo, para tomar nuestro rumbo hacia allí, corremos rectamente
hacia él, como por una línea claramente determinada. Que si nuestro pensamiento
se aleja un poco, nos acordamos de ella en el acto, y corregimos por él nuestro
desvío, como por medio de una regla. Esta norma, apelando a todos nuestros
esfuerzos por converger hacia este punto único, no dejará de advertirnos enseguida
por poco que nuestro espíritu se desvíe de la dirección que se habrá propuesta”
(C., t. 1, pág. 81).
Se encuentra así en Casiano la distinción cara a Evagrio
el Póntico entre gnosis y praktiké.
El objetivo de la vida cristiana es la “gnosis”, la
visión de Dios, participación en la vida trinitaria, reinado del Ser-Amor, el
medio es la “praktiké”, la purificación de las pasiones y los pensamientos
(“logismoi”), la purificación del corazón. “El fin de la praktiké es purificar
el espíritu y el corazón y hacerlos libres respecto de las pasiones”
(literalmente respecto de las “pathes” – esa palabra de la que derivará
“patología”). Como en Evagrio, la pureza del corazón es para Casiano un estado
de libertad y no apego, y se complace en describir las dificultades que se
puede encontrar en este camino de
liberación: el apego a todas las
pequeñas cosas puede ser tanto una traba como el apego a las grandes; se podría
añadir que el apego a las cosas “sutiles”: prácticas espirituales, doctrinas,
sensaciones celestiales, etc., puede ser tanto una traba como el apego a las
coas “ordinarias” como la fortuna, la reputación o una cierta cocina.
Aquellos que olvidan guardar puro el espejo de su
corazón, que se apegan a las imágenes y a los reflejos que pasan por él, no
verán la luz pura, pues la pureza del corazón no es jamás adquirida “de una vez
por todas”, cada mañana se trata de limpiar el espejo de todas sus marcas.
“Algunos, que habían despreciado fortunas considerables,
sumas enormes de oro y plata y dominios magníficos, se han dejado, después,
turbar por un raspador, por un punzón, por una aguja, por una caña para
escribir. Si hubieran considerado constantemente la pureza de corazón, no
habrían caído nunca por bagatelas, luego de haber preferido despojarse de
bienes considerables y preciosos, en vez de en encontrar allí el motivo de
faltas muy parecidas.
Porque con
frecuencia los hay que son tan celosos de un manuscrito, que no pueden sufrir
que otro pose siquiera los ojos sobre él o lo tome con la mano. Y esa ocasión,
que los invitaba a ganar en recompensa dulzura y caridad, se les vuelve una
ocasión de impaciencia y de muerte. Después de haber distribuido todas sus
riquezas por amor de Cristo, retienen su antigua pasión y la ponen en
futilidades, prontos a la cólera por defenderlas. No teniendo la caridad de la
que habla San Pablo, su vida está afectada de esterilidad total. El bienaventurado
Apóstol preveía en espíritu este mal: ‘Si yo distribuyera todos mis bienes para
alimento de los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad,
de nada me sirve todo’, decía él.
Prueba evidente de que no se alcanza de golpe la perfección por la sola
desnudez, la renuncia a toda riqueza y el desprecio de los honores, si no une a
ello esa caridad de la cual el Apóstol describe los diversos elementos. Ahora
bien, la caridad no está más que en la pureza de corazón. Porque no conocer la
envidia, ni la hinchazón, ni la cólera; no actuar por frivolidad; no buscar el
propio interés; no complacerse en la injusticia; no tener en cuenta el mal y el
resto: ¿qué otra cosa es que ofrecer continuamente a Dios un corazón perfecto y
purísimo, y guardarlo intacto en todo movimiento pasional?” (C., t. 1, págs.
83-84).
Dicha búsqueda de pureza de corazón no es solamente búsqueda del paraíso
perdido, de la inocencia perdida, retorno a la integridad de nuestra verdadera
naturaleza, es la búsqueda del Reino en el sentido en que es el amor quien
vuelve puro y purifica todas las cosas. Hacer algo sin amor, he aquí lo que
hace al hombre impuro, introducir el amor en todos nuestros actos, es lo que
los transforma y los purifica desde dentro, como el fuego, dicen los antiguos
alquimistas –“cuando ha penetrado en el corazón del plomo éste se vuelve oro”.
“La pureza de corazón será, pues, el término único de nuestras acciones y
nuestros deseos. Es por ella que debemos abrazar la soledad, sufrir los ayunos,
las vigilias, el trabajo, la desnudez, entregarse a la lectura y a la práctica
de las demás virtudes, no teniendo intención, por ellas, más que de volver y
guardar nuestro corazón invulnerable a todas las malas pasiones, y ascender,
como por muchos peldaños, hasta la perfección de la caridad” (C., t. 1, pág.
84).
Marta y María.
Casiano, luego de haber mostrado cuál es el objetivo de
la vida monástica, insiste ilustrándolo por el episodio evangélico que pone en
escena a Marta agitada en su preocupación de servir bien mientras su hermana
permanece sentada a los pies de Jesús: “Debe ser el primer objetivo de nuestros
esfuerzos, el inmutable propósito y la pasión constante de nuestro corazón
adherir siempre a Dios y a las cosas divinas. Todo lo que se aleja de allí, por
grande que pueda ser, no debe tener en nuestra estima más que el segundo o
incluso el último rango, incluso ser considerado como un peligro.
De este espíritu y de esta manera de actuar, el Evangelio
nos da una bellísima figura en la persona de Marta y María.
Era un santísimo ministerio por al cual Marta se
abnegaba, puesto que servía al Señor mismo y a sus discípulos. Sin embargo
María, atenta solamente a la doctrina espiritual, permanecía sentada a los pies
de Jesús, que ella cubría de besos y
ungía del perfume de una generosa confesión. Ahora bien, es a ella a la que el
Señor prefiere, porque ha escogido la mejor parte, y una parte que no habría de
serle quitada” (C., t. 1, págs. 85-86).
En términos próximos a lo de Evagrio, Casiano dirá que
María representa la “gnosis” o la “theoria” y Marta la “praktiké”, dos hermanas
inseparables, “las dos mejillas de un mismo rostro”, pero es necesario recordar
que el objetivo de la praktiké, el objetivo de la acción es la contemplación.
Es esto lo que permanece “la mejor parte que no será quitada”.
Casiano presenta las objeciones extraídas tanto del
Evangelio como las que se le podría aportar: “¿Qué pues?, exclamamos, la labor
de los ayunos y la asiduidad en la lectura, las obras de la misericordia y la
justicia, la abnegación fraterna y la hospitalidad: ¿hay allí un tesoro que nos
es arrebatado y no subsiste con aquellos que lo han creado? Pero es por lo que
el Señor mismo promete el reino de los cielos en recompensa: ‘Venid, benditos
de mi Padre, entrad en posesión del reino que os ha sido preparado desde el
origen del mundo. He tenido hambre, y me habéis dado de comer; he tenido sed, y
me habéis dado de beber’; y el resto! ¿Cómo podría pues sernos quitado lo que
nos introduce en el Reino de los cielos?” (C., t. 1, pág. 87).
El abba, interrogado por Casiano, responde a dicha
objeción que el ejercicio de estas obras desaparecerá con esta vida: la
praktiké está en el tiempo, practicamos, pues, las obras sabiendo que nuestro
objetivo no está en el tiempo. El rol de los contemplativos es recordar que
existe en el mundo otra cosa que el mundo, que el objetivo de la vida humana no
es solamente humano. La contemplación es el objetivo y el sentido del trabajo
como el día del Shabat es el objetivo y el sentido de los días de la semana.
Lo que permanece de nuestros actos presentes, es la
dimensión de amor y conciencia que hemos introducido en ellos, es la parte de
eternidad, lo “único necesario” que no puede sernos quitado.
Al tratar acción y contemplación, no se debería oponerlas,
lo que Jesús pide a Marta es amarlo en su servicio, como María lo ama en su
meditación. Todo lo que se hace sin amor es del tiempo perdido. Todo lo que se
hace con amor es de la eternidad recobrada.
La oración perpetua.
Para mantenerse en este estado de vigilancia y amor,
Casiano, siguiendo a los padres del desierto, recuerda no tenemos otro medio
que la oración perpetua. Orar sin cesar y ser puro de corazón son una única y
misma bienaventuranza que permite “ver a Dios”, es decir, experimentar en
nuestros límites algo de su amor sin límites. “Todo el fin del monje y la
perfección del corazón consisten en una perseverancia ininterrumpida de la
oración. Tanto como le es dado a la fragilidad humana, es un esfuerzo hacia la tranquilidad
imperturbable del alma y una pureza perpetua (C., t. 2, pág. 40).
Dicha “tranquilidad del alma” es lo que los griegos
llaman la hesychia, fruto de la oración y la pureza del corazón.
Para alcanzar esta oración perpetua o ese “estado de
oración”, Casiano, como más tarde los monjes del Athos, aconseja una fórmula
corta, en la cual el espíritu pueda recogerse y volver de su dispersión: “Es un
secreto que los escasos sobrevivientes de los padres de la primera época nos
han enseñado, y no lo entregamos igualmente más que un pequeño número de almas
que tiene verdaderamente sed de conocerlo. A fin, pues, de que tengáis siempre
en el pensamiento a Dios, debéis continuamente proponeros esta fórmula de
piedad:
“¡Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en
socorrerme!”
“No carece de razón que este corto versículo haya sido
escogido particularmente de todo el cuerpo de las Escrituras. Expresa todos los
sentimientos de los cuales la naturaleza humana es susceptible; se adapta
favorablemente a todos los estados y es conveniente en todas las clases de
tentaciones.
“Se encuentra allí un llamado a Dios contra todos los
peligros; una humilde y piadosa confesión, la vigilancia de una alma siempre en
vela y penetrada de un temor continuo, la consideración de nuestra fragilidad:
expresa también la confianza de ser complacido y la seguridad del socorro
siempre y en todas partes presente, porque aquel que no cesa de invocar a su
protector está muy seguro de tenerlo cerca suyo. Es la voz del amor y la
caridad ardientes; es el grito del alma que tiene el ojo abierto sobre las
trampas que le han tendido; que tiembla frente a sus enemigos; y viéndose
asediada por ellos noche y día, confiesa que no sabría escapar, si su defensor
no la socorre” (C., t. 2, pág. 86).
¿No hay allí una bella definición de lo que más tarde se
llamará la oración del corazón?
Casiano habla igualmente de “secreto bien guardado”; ¿no
es recordar que la transmisión de la energía contenida en esta corta invocación
se hace “de mi corazón a tu corazón”, de persona a persona?
Meditando las conferencias, encontraríamos los diversos
elementos y “signos” que acompañan la experiencia profunda de la oración:
lágrimas, fuego, humildad, gozo, etc., así como el llamado a que estos “signos
aún demasiado sensibles, aún demasiado conscientes” deben ser dejados atrás ya
que “no es perfecta la oración, decía Antonio, en la que el monje tiene
conciencia de sí y conoce que ora”.
Un camino de
alegría.
Si Casiano habla a menudo de arrepentimiento y de
consciencia de sus faltas (cf. el tema del “penthos” entre los griegos),
insiste igualmente en la alegría de los monjes; son hombres felices, “hombres
en fiesta” y es en este sentido igualmente que no son más del mundo que es “el
reino de la tristeza y la desesperación”. Para ellos, su reino es “Gozo y Paz
en el Espíritu Santo”: “El reino de Dios, dice el Evangelista, no vendrá de tal
manera que se pueda percibirlo con los ojos. No se dirá: está aquí, está allá.
En verdad os digo, el reino de Dios está dentro de vosotros”. Ahora bien, en
nosotros, no puede haber más que el conocimiento o la ignorancia de la verdad y
el amor al vicio o a la virtud; por lo que damos el reino de nuestro corazón o
al diablo, o a Cristo, El Apóstol, a su vez, describe así la naturaleza de este
reino: “El reino de Dios no está en comer ni beber; es justicia, paz y gozo en
el Espíritu Santo”.
Si, pues, el reino de Dios está dentro de nosotros, y
como consiste en la justicia, la paz y el gozo, cualquiera que permanezca en
estas virtudes está, sin ninguna duda, en el reino de Dios; y cualquiera que
vive, por el contrario, en la injusticia, la discordia y la tristeza que
produce la muerte es súbdito del reino del diablo, del infierno, de la muerte;
puesto que es en estas señales que se discierne los dos reinos (C., t. 1, pág.
91). Cuando habla de “tranquilidad constante y gozo eterno”, Casiano parece
temer que se lo trate de soñador, de utópico o peor, que se lo acuse de
hedonismo; es por ello que puntualiza que se trata allí “de una gozo y una paz
que el mundo no puede dar”, no euforizantes. Especifica siguiendo al Apóstol
que se trata del gozo en el Espíritu Santo, que es diferente de aquella alegría
de la cual está escrito “Desgracia para vosotros que reís, porque lloraréis”. Este gozo está
más allá de los contrarios y no depende de coincidencias o circunstancias
favorables. Es el gozo del Ser; la risa, el júbilo, el buen humor natural, no
son aún este “gozo que sobreabunda en medio de las tribulaciones”, gozo
ontológico, apertura del corazón a otra conciencia.
De este “gozo diferente”, fruto de la oración perpetua y
la confianza en Dios, Casiano nos dice que “somos capaces de él”, y no hace al
respecto más que recordarnos lo que nos está prometido en las Escrituras:
“Quiero que tengáis de la verdad de mis palabras otra garantía que mis
conjeturas personales: la autoridad del Señor mismo. Escuchad describiendo en
trazos de luz la naturaleza y las condiciones del mundo venidero: “He aquí,
dice, que creo nuevos cielos y una tierra nueva; las cosas antiguas se
desvanecerán de la memoria, y no revivirán más en el secreto del corazón; pero
experimentaréis un gozo y un júbilo eternos en lo que yo voy a crear”; y
nuevamente: “Se encontrará allí el gozo y el júbilo, la acción de gracias con
los cantos de alabanza, de mes en mes y de Shabbat en Shabbat”; y otra vez más:
“El gozo y el júbilo serán su parte, el dolor y el gemido se irán”. Si deseáis
más claridad aún sobre lo que son la vida y la ciudad de los santos, escuchad
lo que dice la voz del Señor, dirigiéndose a la Jerusalén celestial: “Te daré
por supervisor la paz, y por magistrados la justicia”.
De iniquidad nunca más se oirá hablar sobre la tierra, de
estrago ni de ruinas en tus fronteras. La salvación estará sobre tus muros; la
alabanza, a tus puertas. Para ti, no habrá más sol para brillar durante el día,
la luna no te iluminará más con su esplendor: es el Señor quien será para ti
una luz eterna, tu Dios quien será tu gloria. Tu sol no tendrá en adelante
poniente; y tu luna, menguante: sino el Señor será pata ti una luz eterna, y se
habrán acabado los días de tu luto’” (C., t. 1, pág. 92).
El sol sin poniente, es el corazón que por la oración se
ha establecido en el Amor y, a imagen del Viviente Justo y Misericordioso,
“brilla sobre los buenos y los malos. Conoce la paz (hesychia, quies) de aquel
que no tiene nada más que hacer sobre esta tierra más que amar. Peregrino y
viajero en los meandros de lo oscuro, está en la claridad y “muchos se
regocijan en su luz”.
(1) Chadwick Owen, John Cassian. A Study in Primitive Monasticism, Cambridge, 1950.
Leloup
Jean-Yves, Écrits sur l'hésychasme: une tradition contemplative oubliée,
Éditions Albin Michel, París, 1990, págs. 74-90. Traducción del francés de
Martín Enrique Peñalva.