miércoles, 10 de febrero de 2010



Las imágenes en la liturgia



Max Thurian








Max Thurian junto a S.S. Juan Pablo II



Max Thurian nació en Ginebra (Suiza) en 1921, en el seno de una familia calvinista. Mundialmente conocido como co-fundador, junto a otro pastor protestante, Roger Schultz, de la comunidad monástica ecuménica de Taizé (Francia), la cual nucleó tanto protestantes como católicos. Fue invitado por S. S. Paulo VI a participar como observador, junto a otros pastores protestantes, del Concilio Vaticano II. Su experiencia en el campo del ecumenismo fue vivida por él como un itinerario hacia la verdad que finalmente lo llevó al seno de la Iglesia Católica, donde recibió su ordenación sacerdotal en 1988. Fue miembro de la Comisión Teológica Internacional y consultor de la Congregación para el Clero. Murió el 15 de Agosto, Solemnidad de la Asunción de la Madre de Dios, del año 1996, en vísperas de cumplir 75 años.

El ensayo que aquí ofrezco fue escrito para la revista ortodoxa francesa Contacts, cuando Max Thurian pertenecía aún a una confesión protestante. Es admirable ver en estos párrafos cómo a partir del amor y veneración por las Sagradas Escrituras, tan cultivada por los hermanos de las comunidades cristianas procedentes de la Reforma, el entonces pastor logra arribar a una visión del culto a las imágenes en el marco de la más estricta ortodoxia, superando la iconoclasia propia del protestantismo tradicional.



Martín E. Peñalva (traductor)




El uso de imágenes en la liturgia tiene dos fundamentos esenciales: el hecho de la encarnación y la esperanza esjatológica. La liturgia es adoración de la Palabra hecha carne y signo del Reino venidero donde, resucitados en una carne visible, sobre una tierra nueva y bajo unos nuevos cielos, veremos a Dios cara a cara. Es pues normal que ella utilice la imagen, lo mismo que la palabra y la música, para adiestrar nuestra mirada en la visión del mundo por venir por la visión del Dios encarnado, de los sucesos de su vida terrestre y de los santos que lo glorifican.

En el Antiguo Testamento, el segundo mandamiento prohibía la representación de la criatura en vistas a rendirle culto: “No te harás ninguna imagen tallada, nada que parezca a lo que está arriba en los cielos, o abajo sobre la tierra, o en las aguas debajo de la tierra; no te prosternarás ante ellas (los dioses que la imagen representaría) ni los servirás, porque yo, Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso...” (Ex. 20, 4-5). El segundo mandamiento condena la religión natural y la idolatría. Aquel que conoce al verdadero Dios no puede hacerse representaciones de la divinidad a partir de la creación y no debe rendir un culto a la criatura así representada en la imagen. Dios, en el Antiguo Testamento, no es visible, se oculta. Si se manifiesta, es por intermedio de los ángeles. Así, Dios dará la orden a Moisés de hacer “dos querubines de oro en los dos extremos del propiciatorio” (Ex., 25, 18). A cinco capítulos de distancia, en el libro del Éxodo, el segundo mandamiento y la orden de hacer los querubines no han sido jamás considerados como contradictorios. Según el segundo mandamiento, no hay que querer visualizar a Dios por medios naturales, inventando representaciones de la divinidad a partir de la creación. Según la orden dada de hacer los querubines del propiciatorio, está permitido señalar la presencia de Dios por la representación de aquello que la Revelación nos da como sus mensajeros. Esto nos muestra a la vez que Dios, revelado en su palabra, prohíbe a los suyos una religión y un culto a partir de la naturaleza, y que permite la representación de querubines que visualizan su presencia en el Templo: “Allí te encontraré; desde lo alto del propiciatorio, desde el espacio comprendido entre los dos querubines colocados sobre el arca del Testimonio, te comunicaré las órdenes destinadas a los hijos de Israel” (Ex., 25, 22). La imagen de los dos querubines delimita un espacio, un lugar, donde Dios, invisible, se vuelve sensible a su pueblo. Por otra parte, ningún culto es rendido a dichos querubines de oro; la adoración se dirige al Señor, a su Palabra, al Testimonio, que los querubines señalan para la atención del pueblo. La imagen es pues aquí un signo que recuerda la presencia de Dios y que orienta hacia su Palabra. El Antiguo Testamento no conocerá más que a los ángeles como visualización de la presencia y de la Palabra de Dios.

Por la encarnación del Hijo de Dios en una carne semejante a la nuestra, Dios se hace visible con un cuerpo humano. El hecho de la encarnación, si tiene un sentido actual, concretiza y visibiliza para nosotros en un ser humano, Jesús, la presencia del Dios invisible. Si pensamos en nuestra manera de imaginar a Dios, vemos aparecer el rostro de Cristo y eso es perfectamente legítimo, conforme a la intención de Dios cuando se ha encarnado para estar con nosotros, Emmanuel. La imagen de nuestra imaginación no es más legítima que la imagen concreta que pintará un artista. Puede incluso que hubiera en la imagen litúrgica, fiel a la Biblia y a los dogmas, un dichoso correctivo a la imaginación individual quizás mal ilustrada. En este sentido, la imagen tiene un rol de asistencia de la Palabra de Dios. No solamente recuerda su presencia sino además orienta hacia su Palabra. Durante la querella de las imágenes en la Iglesia en los siglos octavo y noveno, los ortodoxos favorables a las imágenes no defendían el arte, sino el dogma de la encarnación en todas sus consecuencias. Si Oriente estaba muy preocupado por dicha querella, Occidente lo estaba mucho menos. El Oriente cristiano ha tenido, y tiene aún, una teología de la imagen en relación con el dogma de la encarnación, mientras que Occidente siempre ha tolerado más o menos las imágenes como la Biblia de los analfabetos, sin atribuirle un verdadero lugar teológico.

Mas si reconocemos la legitimidad de la imagen como consecuencia de la encarnación, ¿cuál es su relación con la Escritura y los signos sacramentales, con la eucaristía, signo de la presencia real de Cristo, y qué está permitido representar en la imagen? Si nos remontamos a las apariciones de Cristo resucitado antes de su ascensión, vamos a comprender que volviéndose invisible a nuestros ojos, quiere darnos, con el Espíritu Santo, diversas formas visibles de su presencia. Cuando aparece a los discípulos de Emaús, no se hace reconocer en su humanidad. Ellos, que lo conocían bien, lo toman por un habitante de Jerusalén, muy ignorante de los sucesos terribles que acaban de producirse: “Sus ojos estaban incapacitados de reconocerlo” (Lc. 24, 16). Y Jesús, lejos de desengañarlos inmediatamente, “comenzando por Moisés y recorriendo todos los profetas, les interpreta en todas las Escrituras lo que le concierne” (Lc. 24, 27). Habría podido tranquilizarlos y consolarlos, afirmar su fe, mostrándose inmediatamente como el Resucitado. Ahora bien: él va a tener que abandonarlos para retornar al Padre. Desea darles una seguridad y una consolación duraderas. Es así que les revela la Escritura como un signo de su presencia y de su victoria. La Escritura es una forma de la presencia de Cristo luego de la Ascensión. Llegado al pueblo, se pone a la mesa con ellos. “Pues bien: una vez en la mesa con ellos, tomó el pan, dijo la bendición, luego lo partió y se los dio” (Lc.,24, 30). Después de haberles descubierto el misterio de la Escritura, signo sensible de su presencia, les recuerda por la fracción del pan la comida de la santa cena que ha instituido como sacramento de su cuerpo y de su sangre. La eucaristía, Cuerpo de Cristo, es otra forma de su presencia que deberá asegurarlos y consolarlos en su fe. Entonces, “sus ojos se abrieron y lo reconocieron... mas había desaparecido de ante ellos” (Lc., 24, 31). Y los discípulos se asombran de su incredulidad. Habrían tenido que reconocerlo en su Palabra como lo habían reconocido en el Sacramento. “¿Nuestro corazón no estaba ardiendo dentro nuestro cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?... Y ellos contaron lo que había pasado en el camino, y cómo lo habían reconocido en la fracción del pan” (1) (Lc., 24, 32; 35). La Escritura y la eucaristía, dos formas diferentes de la presencia del Resucitado para afirmarlos y consolarlos en la fe por el Espíritu Santo.

En otro lugar, María Magdalena tomará a Cristo resucitado por el jardinero (Jn., 20, 15) y lo reconocerá cuando diga su nombre: “¡María!”. Los discípulos, pescando, tomarán a Jesús por un transeúnte hasta que les haga realizar la pesca milagrosa: “¡Es el Señor! Exclama el discípulo que Jesús amaba” (Jn., 21, 7). Así, el Resucitado viene a aparecer a los suyos bajo formas humanas y ellos no lo reconocen mas que en su Palabra o e por un gesto muy suyo. Es como si Cristo deseara acostumbrar a los discípulos a verlo en su prójimo, en sus hermanos, en la Iglesia. La Iglesia, sociedad de hombres vinculados al Señor y reproduciendo su Palabra y sus Gestos, es verdaderamente el Cuerpo de Cristo, signo de su presencia viva. Estos signos visibles son diversos en su forma, en su eficacia, mas todos ellos señalan la presencia de Cristo y la comunican a los hombres.

Pero, ¿qué necesidad tenemos de otros signos que la Palabra, los Sacramentos y la Iglesia de Cristo? Hay que ver a la imagen como una manera de comunicar la Palabra de Dios contenida en la Escritura. Una imagen es un modo de predicación, una bella escritura de la Palabra de Dios. Mas por ello, debe ser fiel a la Revelación. Una imagen de Cristo, la representación de acontecimientos bíblicos, es una forma de predicar y transcribir la Palabra de Dios al mismo tiempo que una acción de gracias por la belleza de las maravillas de Dios. Y ellos no es posible más que porque Dios se ha vuelto visible en Jesucristo. Es posible e incluso necesario, pues el hecho de la encarnación conduce al hombre a “imaginar” a Dios y si tal imagen no es más que interior puede ser demasiado individual. La imagen litúrgica, fiel a la Escritura y a la piedad de la Iglesia, corregirá dicha “imaginación” con un sentido más bíblico y más comunitario, por consiguiente más verdadero. Aquí somos conducidos a la necesidad de una cierta regla en la imagen litúrgica. Desde luego, está permitido a todo artista representar a Cristo y el Evangelio según su propia inspiración, mas cuando trabaja para el santuario, para la liturgia, es normal y necesario que se penetre del Evangelio, de la liturgia y de la tradición espiritual de la Iglesia para dar a su libre inspiración una orientación: la adoración del Señor y el servicio de la Iglesia en oración.

Occidente es menos preocupado que Oriente de las reglas de la imagen litúrgica. No se puede más que admirar el cuidado teológico de los ortodoxos en la pintura de los iconos. El icono representa a la vez el deseo de ser consecuente con el misterio de la encarnación y ser fiel a la Palabra de Dios.

Si la imagen es una forma de anunciar la Palabra adorando al Señor, ella participa también del misterio de la comunión de los santos. Es un medio de recordar la presencia de toda la Iglesia y de los ángeles en la celebración eucarística. El icono de un santo es un recuerdo de su fe, de su caridad y de su oración en la gran comunidad cristiana universal. ¿Qué más profundamente eclesial, qué proclamación más auténtica del misterio de la comunión de los santos en la eucaristía, que todos los iconos de los patriarcas, profetas, apóstoles, mártires, de la Virgen María, de san Juan Bautista, de los ángeles y los santos, sobre el iconostasio y las paredes de una iglesia rusa? Los iconos que cubren los muros de la iglesia del monasterio ortodoxo de Mar Sabas en Palestina, por ejemplo, son una poderosa evocación del Reino de Dios y sitúan la liturgia en una perspectiva auténticamente esjatológica.

Luego de haber considerado la imagen en su relación con el hecho de la encarnación, estamos llevados aquí a considerarla en su relación con la esjatología.

En el fin de los tiempos Cristo volverá en la gloria y “cada uno lo verá, incluso aquellos que lo han traspasado” (Ap. 1, 7), entonces se producirá la resurrección de la carne y veremos “un cielo nuevo, una tierra nueva” (Ap. 21, 1). La Revelación nos presenta el Reino de Dios como una realidad concreta y visible, una Ciudad santa, un Festín de bodas... (Ap. 21, 2; 19, 9). Como Dios se ha vuelto visible en su Hijo encarnado, se mostrará en su Reino por la eternidad. La imagen litúrgica nos orienta hacia dicha visibilidad del reino, nos conduce a la contemplación de Cristo, a su retorno en medio de todos los santos. La imagen debe ser una abertura sobre la Ciudad santa, debe estimular nuestra esperanza en la resurrección de la carne. La imagen litúrgica, el icono, es como una ventana abierta sobre el cielo nuevo, sobre la tierra nueva. Es necesario que se pueda ver como a través, y más allá del icono, la realidad aún invisible del Reino. Esto implica un cierto estilo de dibujo, un tratamiento del color que no nos incumbe definir, mas los artistas litúrgicos tendrán mucho por aprender de los iconos rusos medievales, incluso si quieren y deben ser muy modernos

El icono oriental, gracias a las reglas teológicas impuestas, ofrece el máximo de fidelidad bíblica y de objetividad eclesial. La estructura del dibujo, los colores profundos; los oros confieren ese reflejo de la encarnación y de la esjatología indispensable en la auténtica imagen litúrgica. El icono plano, por otra parte, evita al máximo un cierto “humanismo” que la estatua sustenta a menudo en la piedad (2). Una vida interior alimentada por la Palabra de Dios, con la ayuda de iconos litúrgicos auténticos, no corre el riesgo de desviarse en la sensiblería o la cursilería sulpiciana. Aquí Occidente no ha sido a menudo lo bastante vigilante en su tolerancia de las imágenes como “biblia de los sencillos”. Está insuficientemente situado en un plano teológico para acoger la imagen como consecuencia de la encarnación y de la esjatología, en vez de tolerarla a causa de las masas que necesitan de ellas. En los periodos de purificación se suprime entonces las estatuas o se las relega en las capillas. No se tiene como en la ortodoxia un criterio que permita evitar la dulía sensiblona y cursi de innumerables estatuas de azúcar, como igualmente el ardor iconoclasta de periodos de purificación que no desean más que el dibujo de trazo y los perfiles de alambre.

La imagen litúrgica no es un cuadro de familia puesto sobre un altar como una fotografía sobre una cómoda de la abuela. Ella debe tener una real función litúrgica. El iconostasio ortodoxo está compuesto según principios jerárquicos y simbólicos precisos (3). Sin desear el establecimiento anacrónico del iconostasio en Occidente, se podría desear que las iglesias posean todo un “juego” de iconos correspondiente a las diferentes fiestas y tiempos del año. Según la fiesta, los iconos correspondientes podrían ser dispuestos a la vista de los fieles, en la nave. Eso no excluye, por supuesto, el fresco, el mosaico y el vitral, mas éstos deberían representar los temas esenciales y generales del Evangelio y las figuras de los santos según una disposición simbólica y jerárquica, como el iconostasio. Dichas “representaciones” del icono de la fiesta sobre un atril, como en las iglesias ortodoxas, da a la imagen litúrgica una verdadera función en la celebración. No está allí para “quedar bien” o para ser tolerada a causa de los sencillos; ella está asociada a la liturgia, como una forma de predicación y adoración, como un recuerdo de la presencia y de la actualidad de los misterios de la fe y de la caridad de los santos en la oración.

Dios se ha vuelto visible en Jesucristo, el Hijo encarnado; no es posible representar al Padre o al Espíritu Santo. Los ángeles podrán evocar la presencia del Padre y la paloma, o la llama, la del Espíritu Santo: es por dichos intermediarios que la Biblia significa su presencia (4). La persona de Cristo y los sucesos del Antiguo y Nuevo Testamento representados en los iconos recuerdan la presencia del Dios que se ha encarnado, la presencia y la actualidad de los misterios de la fe. Tales iconos de Cristo y de los acontecimientos de la salvación están en relación con la Palabra de Dios leída y predicada, una invitación a la adoración del Señor por las maravillas de su amor. Los iconos de los santos, recuerdan la comunión de la Iglesia con todos los testigos y mártires que esperan la resurrección en la visión celestial, y cuya oración y caridad son un estimulante para el fervor de los fieles. Las imágenes de los santos están en relación con el misterio de la Iglesia universal; presente en la celebración eucarística, el Cuerpo de Cristo se vuelve así sensible por la imagen.

Hemos visto el sentido del icono en la liturgia como una expresión de la Palabra y un símbolo de la comunión de los santos en el Cuerpo de Cristo, como una invitación a la adoración del Señor entre los ángeles, los testigos y los mártires de todos los tiempos... Nos resta por último precisar la relación teológica entre el icono, la Palabra y el Sacramento. Hemos mostrado al icono como una expresión de la Palabra de Dios, pero eso debe entenderse en un sentido simbólico. La imagen litúrgica es una manera de copiar la Escritura en bellos caracteres artísticos; puede ser una manera de predicar, y no es de todos modos más que un símbolo, más que una expresión que remite al original: la Palabra de Dios contenida en toda la Escritura. En el icono tenemos una interpretación que pretende ser fiel; en la Sagrada Escritura, tenemos la Palabra de Dios en sí misma. El icono es un símbolo de la Palabra de Dios. La idolatría consistiría precisamente en detenerse en el icono, en dejarse captar por él, sin sobrepasarlo para contemplar a Dios en su Palabra. Hemos mostrado al icono como un símbolo de la presencia de Dios; lo es en el sentido en que los querubines del propiciatorio señalaban la presencia de Yahvé en el templo y atraían la atención sobre el testimonio y la Palabra viva del Señor. “Es desde lo alto del propiciatorio, en el espacio comprendido entre los dos querubines colocados sobre el arca del Testimonio, que te comunicaré las órdenes destinadas a los hijos de Israel” (Ex. 25, 22). Es entre los iconos y más allá de ellos que hay que buscar la presencia del Señor, mas son como señales que representan un espacio, y dicho espacio es, para la Iglesia, la Palabra y el Sacramento. Si las imágenes litúrgicas son símbolos que señalan la Palabra y la presencia de Dios, la Palabra de la Escritura leída y predicada es la Palabra de Dios, y la Eucaristía es la presencia de Cristo, de su Cuerpo. Los iconos son los querubines de oro del propiciatorio, la eucaristía es el espacio donde hay que buscar la presencia del Señor, la Escritura es el Testimonio del arca, y la Palabra leída y predicada en la Iglesia, es la comunicación de las órdenes del Señor a los hijos de Israel. La liturgia eucarística es por excelencia el encuentro con Dios: “Es allí que yo te encontraré” (Ex. 25, 22). Hemos mostrado los iconos de los santos como un símbolo de la comunión de los miembros de la Iglesia, Cuerpo de Cristo; tal recuerdo debe estimularnos a buscar la realidad de la comunión de los santos en la comunión del cuerpo y sangre de Cristo, en la eucaristía que fortifica la comunidad de la Iglesia, después en la caridad que hace de la vida cristiana una constante eucaristía.

Hemos comprendido el arte de la Iglesia como una alabanza a Dios al mismo tiempo que un recuerdo de sus maravillas. Los iconos se nos manifiestan eminentemente en dicha perspectiva de memorial: un símbolo de la Palabra y de la presencia del Señor, de la presencia de los santos, una invitación a la adoración; los iconos son una alabanza a Dios por el recuerdo de sus maravillas y, por su belleza, significan también la actualidad de los misterios de la fe, de los acontecimientos de la salvación que abogan todavía a favor nuestro en la unidad del sacrificio redentor de la cruz. Los iconos de los santos significan la alabanza y la súplica de la Iglesia (5). Significan y orientan el memorial de la Iglesia que adora y reza a su Señor, que espera su retorno. Significan y orientan la adoración y la oración, no deben detener o captar la atención. Hemos dicho ya que sería idolatría no considerar los iconos como ventanas abiertas sobre el Reino, conduciendo la mirada más allá de ellos mismos hacia el Señor en su Palabra y en la eucaristía. Si el memorial del icono puede ser un signo auténtico de la alabanza y de la súplica de la Iglesia, puede también, a pesar del tema evangélico representado, volverse un ídolo al cual se atribuya un poder mágico; el memorial cesa entonces, no está más vuelto hacia al Señor, sino se detiene en el mismo icono y no es más que un falso memorial de un poder interno de la imagen, una alabanza y una súplica de la imagen mágica, del ídolo. Es notable constatar que el profeta Isaías, en una elegía profética contra la idolatría (Is. 57, 6-13) llama “memorial” a un ídolo doméstico colocado contra la puerta en ciertas casas: “Tras la puerta y los dinteles tú has instalado tu memorial” (Is. 57, 8) Isaías emplea aquí, para designar este ídolo, aquella palabra importante, kikkaron, que hemos visto emplear tantas veces ya para significar los actos litúrgicos del pueblo de Dios. El gesto de adoración y de súplica al Señor más auténtico puede corromperse y dirigirse a un ídolo. La Iglesia, que reconoce el valor del icono litúrgico como una consecuencia del hecho de la encarnación y en la perspectiva esjatológica, debe velar también, como el Profeta, para que aquel memorial de la alabanza y la súplica de los fieles no se vuelva una pantalla, y después un ídolo.


(1) La expresión “fracción del pan” designa explícitamente la santa cena para san Lucas.

(2) Haría falta preferir en general a la estatua (sin excluirla totalmente) la figura esculpida haciendo cuerpo con la arquitectura.

(3) Philippe Schweinguat, Icônes russes, Ρlon, Ρarís, 1963, da una descripción del ordenamiento de los iconos en el iconostasio, basándose en la catedral de la Anunciación del Kremlim (1405), la catedral de la Asunción de la Madre de Dios en Vladimir (1408) y el monasterio de la Santísima Trinidad en Moscú (1425). Andrei Rubliov, el célebre monje pintor, ha trabajado en estos tres santuarios. Tenemos allí un orden típico que puede ser más simple según los lugares; mas siempre representa una jerarquía simbólica.

(4) El icono de la Santísima Trinidad, pintado en 1425 por Andrei Rubliov para el monasterio de la Santísima Trinidad de Moscú, es el tipo más acabado del icono representando a Dios en su misterio. El artista no ha tenido la temeridad de representar la persona del Padre o del Espíritu Santo. Las tres personas de la Trinidad son discretamente evocadas por los tres ángeles que visitaron a Abrahán en la encina de Mambré (Gn. 18, 1 y ss). El concilio “de los cien capítulos” de 1551 en Moscú lo ha citado como modelo con toda razón. Es una de las obras maestras del arte del icono, profundamente religioso y perfectamente respetuoso de la Palabra de Dios y de su misterio.

(5) La serie principal de iconos del iconostasio ortodoxo, la “deesis”, tiene exactamente este significado: la Virgen María, san Juan Bautista, los arcángeles Miguel y Gabriel, los apóstoles Pedro y Pablo, todos tienen una actitud de súplica ante Cristo en su trono. Recordamos aquí que los querubines del santuario debían tener “el rostro vuelto hacia el propiciatorio” (Ex. 25, 20). ¿No hay allí una sabia indicación para la disposición de las imágenes litúrgicas de los santos en la iglesia? Los iconos de los santos deben indicar una actitud de adoración y orientar a los fieles hacia el altar.



Aparecido en Contacts, Nº 32, 1960. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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