miércoles, 10 de febrero de 2010



Meditación sobre la fiesta
de la Transfiguración del Señor




Lev Gillet










La segunda de las grandes fiestas del invierno (*) es la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo, que celebramos el 6 de Agosto (1).

Los textos del Antiguo Testamento que escuchamos durante vísperas, la tarde del 5 de Agosto, nos preparan para comprender el misterio de la Transfiguración. Escuchamos, en primer lugar (Ex. 24, 12-18) el relato de la permanencia de Moisés en el Sinaí, cuando pasó allí cuarenta días y cuarenta noches. Las razones de la elección de este texto son muy comprensibles. Moisés es uno de los personajes de la Antigua Alianza que están presentes junto a Jesús transfigurado, según el relato evangélico. Luego está el tema de la montaña: “Sube hacia mí, al monte, y permanece allí”. Es también sobre una montaña que Jesús se transfigurará. Existe el paralelismo –y el contraste- entre los dos modos de revelación recibida en la montaña: en el primer caso, Dios da a Moisés una ley escrita sobre tablas de piedra; en el segundo caso, Dios manifiesta la persona viva de su Hijo único. Finalmente, la luz o la nube de la presencia divina, esa “gloria” que para los hebreos tenía un significado físico -“la nube cubrió la montaña, y la gloria del Señor se estableció sobre el monte Sinaí… dicha gloria del Señor revestía… el aspecto de una llama voraz coronando la montaña”- anuncia ya la luz de la Transfiguración. Leemos a continuación (Ex. 33, 11-23 – 34, 4-6, 8) un episodio en el cual cada palabra puede maravillosamente aplicarse a nuestra propia vida espiritual. Dios dice a Moisés: “Iré Yo mismo, y te daré descanso”. Moisés pide a Dios: “Déjame, por favor, ver tu gloria”. Dios responde: “Haré pasar delante tuyo todo mi esplendor… pero no puedes ver mi rostro”. Moisés llega al lugar de encuentro fijado por Dios; se mantiene de pie en el Sinaí, teniendo en sus manos las tablas de la ley. “El Señor descendió en forma de nube… El Señor pasó delante de él y Moisés exclamó: Señor, Señor, Dios de ternura y piedad, lento para la cólera, rico en gracia y fidelidad…”. Dios nos habla interiormente como habló a Moisés, “cara a cara, como un hombre conversa con un amigo”. Como ante Moisés, hace pasar su bondad antes que su gloria. Pero, más dichosos que Moisés, sabemos que el rostro de Dios puede ser contemplado por nosotros en la persona del Hijo. Finalmente, leemos (en los textos traducidos de la versión de los Setenta, 3 R. 19, 3-16) dos episodios de la vida del profeta Elías. En primer lugar, su retiro de cuarenta días en el monte Horeb, donde un ángel le proporciona pan y agua; después la revelación de la presencia divina, no en el fuego, el viento o el terremoto, sino en “el rumor de una brisa ligera”.

Estas tres lecturas del Antiguo Testamento asocian las personas de Moisés y Elías, porque ambos serán testigos de la Transfiguración de Nuestro Señor.

En matutinos, escuchamos el relato de la Transfiguración en el evangelio según san Lucas (9, 28-36). En la liturgia, escuchamos este mismo relato en el evangelio según san Mateo (17, 1-9). La epístola leída en la liturgia es la segunda escrita por Pedro (1, 10-19): éste, con Santiago y Juan, era uno de los tres testigos oculares de la Transfiguración. También encontramos particularmente conmovedor el recuerdo que hace de este misterio: “… fuimos testigos oculares de su majestad… Cuando la gloria plena de majestad le transmitió estas palabras: este es mi Hijo amado… Esa voz, nosotros la hemos escuchado; ella venía del cielo, estábamos con Él sobre la montaña santa…”. Pedro compara estas palabras con la de los profetas, que son aún “más firmes” (sea porque los lectores de Pedro no han tenido la misma experiencia que él; sea que él mismo, por humildad, pone la Escritura por encima de su propia experiencia; sea que quiera señalar la autoridad divina del conjunto de las profecías). La palabra profética, semejante a la luz de la Transfiguración, “brilla en un lugar oscuro”, dice Pedro, “hasta que el día comience a despuntar y el astro de la mañana se eleve en vuestros corazones”.

Intentamos ahora considerar algunos aspectos del relato evangélico de la Transfiguración. Jesús lleva consigo sus tres discípulos más íntimos. Dios se manifiesta a veces a los pecadores de una manera extraordinaria. Pero, en general, el privilegio de contemplar a Dios y entrar en el gozo de la Transfiguración está reservado a aquellos que han seguido mucho tiempo y fielmente al Maestro.

Jesús lleva a sus discípulos a una montaña alta (2). Antes de alcanzar la luz de la Transfiguración, los penosos ascensos de la ascesis son necesarios.

El aspecto habitual de Jesús ha cambiado. Su rostro resplandece “como el sol”. Su vestimenta se vuelve “de una blancura fulgurante”. En esto consiste la Transfiguración. Ese Jesús que los discípulos conocían bien y cuyo aspecto, en la vida cotidiana, no difería del de los demás, se les aparece de repente bajo una forma nueva y gloriosa. Una experiencia semejante puede producirse, en nuestra vida interior, de tres maneras. A veces, nuestra imagen interior de Jesús se vuelve (a los ojos de nuestra alma) tan luminosa, tan resplandeciente, que nos parece verdaderamente ver la gloria de Dios sobre su rostro: la belleza divina de Cristo se vuelve para nosotros, en cierto modo, un objeto de experiencia. A veces también experimentamos de un modo intenso que la luz interior, esa luz dada a todo hombre que viene a este mundo para guiar su pensamiento y su acción, se identifica con la persona de Jesucristo: el poder de la ley moral se funde con la persona del Hijo, la atracción del sacrificio nos hace entrever al Salvador sacrificado y oír su llamado. A veces, por último, nos volvemos conscientes de la presencia de Jesús en tal hombre o tal mujer que Dios ha puesto en nuestro camino, sobre todo cuando nos es dado para inclinarnos con compasión sobre sus sufrimientos: ese hombre o esa mujer se transfigura en Jesucristo, bajo los ojos de la fe. Se podría, de este último hecho, extraer un método preciso de espiritualidad, un método de transfiguración aplicable a todos, siempre y en todas partes.

Junto a Jesús aparecen Moisés y Elías. Moisés representa la ley. Elías representa a los profetas. Jesús es el cumplimiento de toda ley y toda profecía. Es el término final de toda la Antigua Alianza. Es la plenitud de toda la revelación divina.

Moisés y Elías hablan con Jesús de su Pasión cercana. Este aspecto de la Transfiguración no es, en general, suficientemente destacado. No se puede, en la vida de Jesús, separar los misterios gloriosos de los misterios dolorosos. Es en el momento en que Jesús se prepara para su Pasión que se transfigura. No entraremos en el gozo de la Transfiguración más que si, en nuestra propia vida, aceptamos la cruz.

Pedro quería establecerse en la beatitud de la Transfiguración. Sugiere a Jesús la construcción de tres tiendas. Así, un fiel, al comienzo de su vida espiritual, desea prolongar los “consuelos”, los momentos de íntima dulzura. Jesús deja sin respuesta la sugerencia de Pedro. Ni a los primeros discípulos ni a nosotros mismos está permitido sustraerse a los duros trabajos del llano y establecerse desde ahora en una paz que no corresponde más que a la vida futura.

La nube luminosa de la Presencia divina cubre la cima de la montaña. Del medio de la nube, una voz de hace oír: “Éste es mi Hijo amado, mi Elegido, escuchadle”. Las mismas palabras, o casi, habían ya sido pronunciadas por la misma voz, durante el bautismo de Jesús. Dan a la escena de la Transfiguración todo su sentido. ¿Por qué Jesús cambia de aspecto? ¿Por qué se envuelve de luz? No es para ofrecer a los apóstoles un espectáculo impresionante y reconfortante. Es para traducir al exterior el testimonio solemne que el Padre rinde de su Hijo. Y el Padre mismo da una conclusión práctica a la visión: “escuchadle”. Una gracia extraordinaria no produce su efecto más que si ella nos vuelve más atentos y más obedientes a la Palabra divina.

Los discípulos son abatidos por el pavor. Jesús los toca y los tranquiliza. “Y ellos, levantando los ojos, no vieron más persona que a Él, Jesús, solo” (Mt. 17, 8). Podemos encontrar en esta frase sentidos diversos, igualmente verdaderos. Por una parte, la condición normal del discípulo de Jesús, en este mundo, es unirse a la persona de Jesús sin que ésta revista los atributos exteriores de la gloria divina; el discípulo debe ver a “Jesús, solo”, Jesús en su humildad; si, en raros momentos, su imagen nos parece envuelta de luz, y si creemos oír la voz del Padre designando al Hijo para nuestro afecto, estos destellos no duran; y debemos enseguida encontrar a Jesús allí donde se encuentra habitualmente, en medio de nuestros humildes y a veces difíciles deberes cotidianos. Ver a “Jesús, solo”, significa aún: concentrar sobre Jesús solo nuestra atención y nuestra mirada, no dejarnos distraer por las cosas del mundo, ni por los hombres y las mujeres conocemos, en resumen: volver a Jesús supremo y único en nuestra vida. ¿Quiere esto decir que hace falta cerrar los ojos al mundo que nos rodea y que, a menudo, tiene necesidad de nosotros? Algunos están llamados a quedarse absolutamente solos con el Maestro: que sean ellos fieles a dicha vocación. Pero la mayor parte de los discípulos de Jesús, viviendo en medio del mundo, pueden dar aún a las palabras “Jesús, solo” otra interpretación. Sin renunciar a un contacto agradecido con las cosas creadas, a un contacto afectuoso y abnegado con los hombres, pueden alcanzar un grado de fe y caridad en el cual Jesús se volverá transparente a través de las personas y las cosas; toda belleza natural, toda belleza humana se convertirán en la franja de la belleza misma de Cristo; veremos su reflejo en todo lo que, en los demás, atrae y merece nuestra simpatía; en resumen, habremos “transfigurado” el mundo y, en todos aquellos sobre los cuales abramos los ojos, encontraremos a “Jesús solo”.

El misterio de la Transfiguración tiene todavía otro aspecto que los textos escriturarios de la fiesta no indican claramente, pero que los cantos litúrgicos señalan: “Para mostrar la transformación de la naturaleza humana… durante tu Segundo y temible Advenimiento… Salvador… te has transfigurado… oh Tú que has santificado todo el universo con tu luz…”. Estas palabras, que cantamos en matutinos, hacen alusión al carácter cósmico y escatológico de la Transfiguración. La naturaleza entera –que ahora sufre las consecuencias del pecado, causa del mal físico- será liberada, renovada, cuando Cristo venga gloriosamente, en el fin de los tiempos. Dicha transformación del mundo es propuesta a nuestra creencia, a nuestra esperanza, a nuestra espera. Hay que guardarse, sin embargo, de exagerar este aspecto de la Transfiguración en detrimento de los demás (3). Los evangelios nos muestran que el sentido primero, fundamental, de la Transfiguración, concierne a la persona misma de Nuestro Señor, a la que su Padre glorifica antes de dejarlo ir hacia la Pasión. Las efusiones para con el misterio de la transfiguración de la “tierra” no deben velar esta verdad: a saber, que la Transfiguración es, en primer lugar, ante todo, la Transfiguración del Hijo amado.

Finalmente, la Transfiguración es también una revelación del Padre y del Espíritu. Levanta el velo que cubre para nosotros, en esta vida terrena, la vida íntima de las tres divinas personas. Digamos con toda la Iglesia, en la novena oda de matutinos: “Mantengámonos espiritualmente en la ciudad del Dios vivo y contemplemos con admiración la divinidad inmaterial del Padre y el Espíritu resplandeciendo en el Hijo único”.


(*) El texto original dice “fêtes d’été” (fiestas de verano). Hemos modificado el texto para adecuarlo a nuestra realidad de habitantes del hemisferio sur (Nota del traductor).

(1) La fiesta de Transfiguración comenzó a ser celebrada en el siglo cuarto, en Asia, probablemente entre los armenios. Éstos la celebran de una manera particularmente solemne: se preparan con un ayuno de seis días y la hacen durar tres días. Como varias otras fiestas cristianas, la Transfiguración parece haber reemplazado una fiesta pagana, una “fiesta de la naturaleza”: la bendición de los frutos nuevos. El día de la Transfiguración es, quizás, un vestigio de dicho origen. Adoptada muy pronto en la Iglesia griega, esta fiesta no se ha introducido más que en siglo noveno en la Iglesia latina; y aún no es más que en el siglo quince que ella ha sido adoptada de forma general en Occidente.

(2) Los evangelios no nombran dicha montaña. Los textos litúrgicos hablan del Tabor. Se ha hecho notar que el Hermón correspondería mejor a los datos evangélicos. Sin embargo, la tradición relativa al Tabor circulaba en Palestina desde el siglo cuarto.

(3) Cierta escuela contemporánea de pensamiento ortodoxo pretende poner a la Transfiguración en el centro de todo el misterio cristiano e insiste con exceso sobre la transformación del cosmos. El carácter esencialmente cristológico de la Transfiguración y su vínculo con los sufrimientos mesiánicos es así ignorado. Por otra parte, algunos místicos bizantinos de la Edad Media han atribuido a la “luz del Tabor” un lugar que ni las Escrituras ni los Padres de la Iglesia le dan. La Ortodoxia no se reduce a la Transfiguración y a la noche de Pascua, como algunos de sus apologetas tenderían a hacerlo creer. Hay que admirar la sabiduría con la cual la Iglesia, en su ciclo litúrgico, pone cada cosa en su lugar y en sus verdaderas proporciones, esforzándose en mantener un equilibrio armonioso entre los diversos aspectos del único misterio.



Extracto de L’An de grâce du Seigneur. Éditions du Cerf, 1988. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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