lunes, 8 de febrero de 2010


Vladimir Soloviov y la idea romana





S.E.R. Paul Cardenal Poupard














Vladimir Soloviov






Señor presidente y queridos amigos de la Asociación de Amigos de Soloviov, señoras y señores:


Es para mi una alegría abrir nuestra jornada de trabajo consagrada a Vladimir Soloviov y la idea romana. Tengo que agradecerle, Señor Presidente Bernard Marchalier, vuestra cordial invitación a efectuar la introducción a los trabajos sobre un autor fascinante que acabáis de traducir nuevamente y que no cesa de remitirnos a nuestras conciencias, más de cien años después de su muerte. Ya joven Rector del Instituto Católico de París, había acogido con alegría la sugerencia de nuestro amigo, el lamentado Dimitri Ivanov, hijo del gran poeta Viatcheslav, de consagrar tres de días de atenta reflexión –el 21, 22 y 23 de Noviembre de 1975- por el 75º aniversario de su muerte, a este maestro del pensamiento moderno que no ha cesado de meditar, durante toda su vida, sobre la esencia de la Iglesia y, por consiguiente, sobre la naturaleza del verdadero ecumenismo. Soloviov ha reflexionado no solamente sobre la naturaleza mística de la Iglesia, sino también, muy concretamente, sobre sus estructuras jerárquicas, sobre la misión de la Sede de Roma, y sobre el drama de la desunión de los cristianos.

Volver al pensamiento de Soloviov es hoy, más que nunca, provechoso en un contexto de laicismo agresivo característico de ciertas culturas del mundo occidental, donde el dogma de la separación de lo filosófico y lo teológico, de lo natural y lo sobrenatural, de lo divino y lo humano es erigido en principio absoluto del saber. En este contexto, nos es precioso redescubrir el pensamiento de Soloviov y su concepto de conocimiento integral, que nos invita a reflexionar sobre la búsqueda de la verdad en su totalidad. Para él, el retorno a la fe es la condición de la libertad de la razón, del pensamiento y del obrar: el conocimiento no puede ser más que total. Por eso su obra es la de un filósofo creyente, apóstol de Cristo, al cual adhiere sin reservas: su filosofía es el punto de unión entre su investigación metafísica, su reflexión teológica y su esperanza esjatológica penetrada, vivificada y animada por el espíritu y los principios de la fe cristiana. Por lo demás, Soloviov testimonia por su vida tanto como por su obra, que cuanto más sumiso es un pensamiento a las exigencias de la razón, más afirma las exigencias de la fe. Bien lejos de estar condenada a un proceso ineluctable que iría de la fe a la ciencia atea, la ciencia en su totalidad, es la convicción de Soloviov, no puede ser comprendida más que en el interior de la fe. El fondo del ser es comunión, lo que él expresa por medio de los términos de “uni-totalidad” y “uni-plenitud” en el orden de los verdadero (Filosofía teórica, 1887-1889), del bien (La justificación del bien, 1889), y de lo bello (El sentido general del arte, 1890) unificados en El sentido del amor, 1894.

Para existir, el hombre debe obrar. Para obrar, tiene necesidad de suponer un sentido en la existencia. Más dicha presuposición implica que haya un dador de sentido: Jesucristo, Hombre-Dios, el Universal. Y la Iglesia es el Dios-Hombre que continúa para vivir concretamente en la Comunidad de amor que se realiza tanto en el dominio moral como en el dominio sacramental. Ella es necesariamente también la forma universal ideal, a modo de esbozo, del Reino de Dios. Es por ello que, si tal o cual de sus miembros puede estar enfermo, sus órganos centrales no son vulnerables: la Cabeza es el Hombre-Dios, el corazón la Virgen purísima, y con ella toda la Iglesia invisible de los santos, que nos conduce a la apoteosis de la libertad humana en el seno de la libertad divina. La plena verdad del mundo consiste en su unidad viviente que le da la forma de la belleza y lo encarna en el amor. Sólo puede amar aquel que cree en el sentido eterno de su amor por el ser finito, lo que es imposible sin creer al mismo tiempo en Dios lo mismo que en la inmortalidad y la resurrección, no solamente del yo y el tú, lo que es imposible, sino de todo el cosmos, porque es sólo en Él que ese amor encuentra su sitio y su espacio. La noción de Reino de Dios en devenir está en el corazón del pensamiento de Soloviov, en el punto de unión, como hemos dicho, entre su investigación metafísica, su reflexión teológica y su esperanza escatológica. En aquel Coloquio del Instituto Católico donde había pedido al Padre Congar, futuro Cardenal, situar a Soloviov en la Iglesia universal, el ilustre teólogo declaraba: “Somos un cierto número los que sostenemos que la Iglesia ortodoxa y la Iglesia católica son la misma Iglesia, en el plano sacramental y místico(1). De hecho, en la mirada de Dios y Cristo, que Soloviov procura reunir, la Iglesia es y no puede ser más que una, indivisa y universal, fundada sobre los Apóstoles en torno al Primado romano. Pero ¿cómo se explica la “visión romana” de Soloviov, y cómo ella ha venido a transformar su fe ortodoxa o, sería más justo decir, cómo viene a integrarse en el interior de su fe ortodoxa?

La conmoción por el asesinato del Zar Alejandro II, en 1881, provoca con el escándalo del Raskol, el cisma de los Viejos-creyentes que arrastra millones de fieles y paraliza espiritualmente al pueblo ruso. Este acontecimiento dramático suscita una profunda reflexión sobre el estado de la Ortodoxia percibida como una “Iglesia local” agobiada, secularizada, y que debe abrirse a la universalidad si quiere revivir. En Soloviov, la lectura del cisma tiene una fórmula lapidaria: lo particular se opone a lo general, y el carácter local supera a la verdad universal (2). Con este acontecimiento, Soloviov admite haber tomado conciencia “del hecho de que el origen del mal… proviene del debilitamiento general del organismo terreno de la Iglesia visible, a consecuencia de la escisión entre dos partes divididas y hostiles. La historia ha creado un abismo entre nuestra Iglesia y la de Occidente. Pero por más profundo que sea, este abismo ha sido cavado por las manos del hombre y no por las de Dios. La voluntad de Dios es inmutable: que no haya más que un solo rebaño y un solo Pastor. También nosotros debemos esforzarnos por llenar este abismo fatal que divide al rebaño de Cristo(3). Así, Soloviov se aplica en adelante a “trabajar para restaurar la unidad de la Iglesia, y para que arda el fuego del Amor en el seno de la Esposa de Cristo”.

¿Soloviov se ha “convertido” al catolicismo? Para el Padre François Rouleau, “la cosa no tiene sentido: es imposible a un ortodoxo convertirse en lo que ya es. En cambio, ha tenido que hacer explícitamente una profesión de fe católica, es decir, ha querido afirmar que su fe ortodoxa implicaba la ratificación de la verdad católica (como la verdad católica implica la ratificación de la fe ortodoxa)(4). Celoso servidor de la Iglesia universal, Soloviov deseaba ardientemente y con todas sus fuerzas la unión de las diferentes iglesias cristianas en torno al Pontífice romano. Su libro, escrito en francés, Rusia y la Iglesia universal (París, 1889) lo demuestra, y aún otras obras, como Historia y devenir de la teocracia (1887) y Tres conversaciones seguidas del Corto relato sobre el Anticristo (1899), del que presentamos hoy la reedición (5). No permaneció por ello menos unido, de corazón y alma, y también por la práctica de los sacramentos, a la Iglesia rusa, lo que a sus ojos no era una contradicción. En efecto, Soloviov señala que Roma ha siempre reconocido la validez de las ordenaciones sacerdotales conferidas por la Iglesia rusa. Para él, la separación de las dos Iglesias no es más que un hecho que resulta de un montón de prejuicios, no de un conflicto de doctrinas: la Iglesia romana y la Iglesia greco-rusa están en comunidad de fe y entre estas dos Iglesias, no ha habido ruptura completa y verdadera. Así, no quiere vivir “en secreto” su catolicismo, ni romper por tanto con su Iglesia rusa, a la que ama y donde ha nacido. Por otro lado, Soloviov no quiere abrazar el rito latino y piensa que para ayudar a la Iglesia de Rusia a volverse hacia Roma, debe continuar perteneciendo a ella.

Como el clero ruso había recibido la orden de rehusarle la comunión, en 1892 se vuelve hacia los uniatas y recibe, el 18 de Febrero de 1896, la comunión de parte de un sacerdote de la Iglesia greco-rusa unida a Roma luego de la lectura de su profesión de fe y de una declaración ya publicada por él en Rusia y la Iglesia universal: “Como miembro de la verdadera y venerable Iglesia Ortodoxa Oriental o Greco-rusa, que no habla por medio de un sínodo anticanónico ni por los empleados del poder secular… reconozco por juez supremo en materia de religión… al apóstol Pedro, que vive en sus sucesores y que no ha escuchado en vano las palabras del Señor”. La confesión religiosa de Soloviov permanece igual: “Pertenezco a la verdadera Iglesia Ortodoxa, ya que es por profesar, en su integridad, la ortodoxia tradicional que, sin ser latino, reconozco a Roma por centro del cristianismo universal”. Ironía de la historia, estando en la casa de campo del príncipe Trubetskoi, la muerte lo toma de improviso y el cura de la aldea de Uskoie llamado de urgencia a su lecho es… pope de la Iglesia Ortodoxa.

En una carta inequívoca a su amigo Eugène Tavernier, Soloviov expone sus “principios religiosos”: y, para comenzar, comienzo por el fin. Respice finem. Sobre esta cuestión, no hay más que tres cosas ciertas testimoniadas por la palabra de Dios: 1º El Evangelio será predicado por toda la tierra, es decir, que la verdad será propuesta a todo el género humano, o a todas las naciones. 2º El Hijo del Hombre encontrará poca fe sobre la tierra, es decir, que lo verdaderos creyentes no formarán en el final de los tiempos más que una minoría numéricamente insignificante y que la mayor parte de la humanidad seguirá al Anticristo. 3º Sin embargo, luego de una lucha corta y encarnizada, el bando del mal será vencido y la minoría de verdaderos creyentes triunfará completamente (6). De estas tres verdades, Soloviov deduce todo el plan de la “política cristiana”. La predicación del Evangelio “no puede ser limitada al acto exterior de difundir la Biblia o los libros de oraciones o sermones” en los países de misión. El verdadero objetivo es poner la humanidad ante el dilema de aceptar o rechazar la verdad con conocimiento de causa, es decir, la verdad bien expuesta y comprendida. Porque es evidente que el hecho de una verdad aceptada o rechazada por malentendido no puede decidir la suerte de un ser racional. Se trata, pues, de eliminar no solamente la ignorancia material sobre la revelación pasada, sino también la ignorancia formal referente a las verdades eternas, es decir, eliminar todos los errores intelectuales que impiden actualmente a los hombres comprender bien la verdad revelada. Es necesario que la cuestión de ser o no ser verdadero creyente no dependa más de circunstancias secundarias o de condiciones accidentales, sino que sea reducida a sus términos definitivos e incondicionales, que pueda ser decidida por un puro acto volitivo o por una determinación completa de si mismo, absolutamente moral, o absolutamente inmoral. Se trata, pues: 1º De una instauración general de la filosofía cristiana, sin lo cual la predicación del Evangelio no puede ser efectuada; 2º Si es cierto que la verdad no será definitivamente aceptada más que por una minoría más o menos perseguida, es necesario abandonar definitivamente la idea del poder y de la grandeza exteriores de la teocracia como objetivo directo e inmediato de la política cristiana. Este objetivo es la justicia, y la gloria no es más que una consecuencia que vendrá por si misma. 3º Por último, la certeza del triunfo definitivo por la minoría de verdaderos creyentes no debe llevarnos a la espera pasiva. Ese triunfo no puede ser un milagro puro y simple, un acto absoluto de la omnipotencia divina de Jesucristo, ya que si fuera así toda la historia del cristianismo sería superflua. Es evidente que Jesucristo, para triunfar justa y razonablemente sobre el Anticristo, tiene necesidad de nuestra colaboración; y puesto que los verdaderos creyentes no son ni serán más que una minoría, deben tanto más satisfacer las condiciones de su fuerza cualitativa e intrínseca; la primera de esas condiciones es la unidad moral y religiosa que no puede ser arbitrariamente establecida, sino que debe haber una base legítima y tradicional, obligación impuesta por la piedad. Y, como no hay en el mundo cristiano más que un solo centro de unidad legítimo y tradicional, se deduce que los verdaderos creyentes deben concentrarse en torno a él; lo que es tanto más idóneo cuanto que no tiene más poder exterior compulsivo y que dispuesto, cada uno puede sumarse a él en la medida indicada por su conciencia. Y Soloviov añade esta afirmación terrible: “Es de esperar en esto que el noventa y nueve por ciento de los sacerdotes y monjes se declararán por el Anticristo. Es su razón y ocupación”.

Visionario, quizás profeta, Soloviov ve el hundimiento de Rusia y la llegada de los “endemoniados” anunciados tiempo antes por Dostoievsky. ¿Qué representa el Anticristo para Soloviov? ¿Marx, Nietzsche o Tolstoi? La parte de su obra que juzgaría con ironía esto ha sido a menudo recordada, lo que ilustráis magníficamente, Señor Presidente Marchalier, en el prefacio de la nueva edición de las Tres conversaciones y el Corto relato sobre el Anticristo. Lo que Soloviov sabe, es que el se tomará por el verdadero Cristo, y propondrá otra salvación: seductor de halagüeñas ilusiones, “no se amará más que a sí mismo”, al punto de “preferirse a Dios, inconsciente e involuntariamente”. Todo le saldrá maravillosamente: convertido en amo del mundo, realizará su evangelio dando a todos “la igualdad de la hartura general”, la paz, la libertad, la cultura en el respeto de todos los valores espirituales. Bajo su reino, los hombres aprenderán a amarse, a admirarse, a idolatrarse a sí mismos, no como servidores e iconos vivientes de Cristo, sino en el lugar de Dios, en el olvido del Señor. Esta poderosa y trágica visión del Anticristo no deja de suscitar la reflexión para que, los que tenemos la misión en el Concejo Pontifical de la Cultura, nos esforcemos en escrutar los grandes desafíos de la cultura de nuestro tiempo a la luz del Evangelio. El respeto de los valores, caro al Anticristo de Soloviov, no es más que la palabra clave del laicismo que, partidario de la exclusión de cualquier referencia al Dios de Jesucristo en el espacio público, bajo el pretexto de tolerancia y por motivo de paz social, no tiene para proponer más que valores sin verdadera consistencia a la veneración del pueblo. Los hombres, dice Soloviov, se apegarán a los valores más que a la persona de Cristo, a la cultura resultante de la fe más que a la fe misma que nos pone en relación con la una Persona, el Salvador, el cual nos introduce en el realismo del amor, el agapé divino del que el Papa Benedicto XVI acaba de embebernos admirablemente en su primera encíclica Desu caritas est, que nos reconduce al corazón de nuestra fe cristiana.

Tenemos poco tiempo, y debo darles la palabra, queridos amigos admiradores de Soloviov. No dejéis de desarrollar las ideas que me correspondía introducir señalando su grandeza y profundidad. Lo decía comenzando mi charla: Soloviov nos remite a nuestra conciencia. No es solamente una figura del patrimonio ruso: forma parte en delante de aquella tradición espiritual –el Papa Juan Pablo II lo presenta en su encíclica Fides et ratio como uno de los “ejemplos significativos de un camino de búsqueda filosófica que ha sacado un gran provecho de su confrontación con los datos de la fe” (nº 74)- que abre ante nosotros amplias pistas de reflexión frente a los desafíos de la cultura contemporánea. A nosotros, cristianos de Occidente, nos incumbe el deber de pensar la Iglesia en su catolicidad y no solamente en su latinidad, numéricamente dominante. Si Occidente ha permanecido demasiado tiempo en gran parte ajeno a Oriente, a su Sofía y a su experiencia espiritual, podemos alegrarnos hoy día de un creciente intercambio de bienes, siempre fecundo, entre los dos pulmones de la Iglesia. Éste será, por lo demás, el objeto del coloquio de Viena organizado en Mayo próximo conjuntamente por el Consejo Pontifical de la Cultura y el Patriarcado de Moscú: dar un alma a Europa. En un artículo aparecido en L’Univers el 11 de Agosto de 1888, Soloviov escribe sobre el bautismo de san Vladimiro y el estado cristiano: “Precisamente, cuando los refinados griegos rechazaron la perla evangélica del Reino de Dios, ésta ha sido recogida por un ruso a medias salvaje. La encontró cubierta de polvo bizantino, y este polvo está perfectamente conservado hasta nuestros días […] En cuanto a la perla en sí misma, ha permanecido oculta en el alma del pueblo ruso”. San Vladimiro, convertido, “aceptó el cristianismo en su totalidad y fue penetrado en todo su ser por el espíritu moral y social del Evangelio” (citado por M. d’Herbigny, Un Newman russe, Vladimir Soloviev, París, 1934, pág. 272). Soloviov, para decirlo en conclusión de esta modesta charla introductoria, nos ha mostrado cómo el bien encuentra su auténtica bondad en Cristo sobre la Cruz. Su vida ha estado consagrada al servicio de la Sofía, la Sabiduría, que es Cristo. En su alma iluminada por la gracia, la Sofía es también la Iglesia, finalmente reunificada, verdadera esposa del Cordero triunfante, lista para el gran combate de la fe para que triunfe la Cruz de Cristo.



(1) Coloquio Vladimir Soloviev, Nouvelles de l’Institut catholique, 1º de Marzo de 1979, pág. 113.

(2) Cf. Le Raskol au sein du peuple et de la société russe, 1882-1883.

(3) Carta abierta a I. S. Aksakov, 1884, citada por Irène Posnoff, Les idées œcuméniques de Soloviev, en el Coloquio Vladimir Soloviev, op. cit., pág. 81.

(4) François Rouleau, Soloviev, en Dictionnaire de spiritualité, t. XIV, Beauchesne, París, 1990, col. 1031.

(5) Vladimir Soloviev, Trois entretiens sur la guerre, la morale et la religion, suivis du Cours récit sur l’Antéchrist, Ad Solem, Genève, 2005.

(6) Soloviov, Carta de Mayo-Junio de 1896 a Eugène Tavernier, en La Sophia et les autres écrits français, Lausanne, 1978.



Conferencia pronunciada el 18 de Febrero de 2006 en un coloquio organizado por el Centro Cultural “Saint-Louis de France”. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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