jueves, 11 de febrero de 2010



Sobre la penitencia




San Juan de Kronstadt










Icono de san Juan de Kronstadt



1. Sobre el pecado.

En el hombre carnal, toda su vida, todos sus esmeros, tienen tendencia a un fin carnal. Su oración es carnal, su enseñanza y sus lecciones son carnales, carnales también sus escritos y composiciones. Cada paso que hace, cada palabra que dice, están marcadas del mismo carácter. Es en los apetitos sensuales del hombre carnal que se manifiesta sobre todo su vida; es allí que se encuentra la verdadera sede, el trono del hombre carnal. Cuando el hombre, co la ayuda de la gracia divina, desea liberarse del espíritu carnal, comienza a domar sus apetitos, impone un cambio a su alimentación y cesa de vivir para sus insaciables semtidos. Su corazón entonces se abre poco a poco a la fe, a la esperanza y al amor. En lugar de manjares escogidos y bebidas variadas, en lugar de ricos vestidos, es Dios, el alma, la vida eterna, la idea de los tormentos sin fin los que se vuelven el objeto de todos sus pensamientos y toda su imaginación. El amor al dinero y la buena comida, el gusto por los vestidos y el lujo interior de la casa, hacen lugar al amor por Dios y el prójimo, al deseo de habitar el cielo con los ángeles y los santos. Al pensamiento de beber y comer sucede la sed de la palabra divina, el deseo de leer y escuchar sin cesar las Sagradas Escrituras, de asistir al oficio divino. Contaba como enemigos a aquellos que ponían trabas a su bienestar material, ahora dicho bienestar material lo destruye de buen grado y ama a quienes lo destruyen. Amaba dormir y hacía de ello su placer, ahora duerme poco y se priva con alegría de la dulzura del sueño. Hacía todo lo posible para procurar placer a su carne, ahora la trata rudamente, a fin de debilitarla en su lucha con el espíritu.

Tened mucho cuidado de arrancar del corazón de vuestros hijos todo germén de pecado, todo pensamiento malo o impío, todo hábito censurable, toda mala inclinación o pasión. El enemigo y la carne no perdonan a los niños; los gérmenes de todos los pecados se encuentran ya en ellos. Explicad a vuestros hijos todo el peligro de los pecados a los cuales están expuestos en el curso de su vida, no le ocultéis nada, por miedo a que no se aten por ignorancia a inclinaciones o instintos censurables, que crecen y producen sus frutos a medida que los niños avanzan en edad.

Las pasiones, según su naturaleza, son contagiosas. Tomemos como ejemplo la cólera. Antes de estallar en palabras o traducirse en actos, permanece oculta y hierve secretamente en el fondo del corazón; es apenas si se la ve encenderse en el rostro y en los ojos de la persona irritada. Y, sin embargo, no tarda en transmitirse a quien es la causa y el objeto, y es así que estalla ante todos los ojos. Ya que, desgraciadamente, a partir de que una pasión se adueña de alguien, tiene enseguida su eco en el corazón del otro. Existe como una suerte de desplazamiento de fuerza espiritual y de corriente impura entre dos recipientes contiguos. Si dicha pasión se calma y desaparece en una de las dos personas, desaparece enseguida en la otra y ambas vuelven a estar tranquilas.

¡Es que existe un vínculo íntimo entre las almas! Las siguientes palabras del Apóstol son muy verdaderas: Somos miembros los unos de los otros (Ef. 4, 25), o más aún: No somos todos más que un solo cuerpo (1 Cor. 10, 17). Él ha hecho nacer de uno solo toda la raza humana (Hch. 17, 26). Es por ello que Dios dice en su mandamiento: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Mt. 22, 39). La buena impresión que incluso produce un sermón, depende de un sentimiento recíproco de mutua simpatía entre el orador y su auditorio. Si el predicador no habla a corazón abierto, sino con un cierto disimulo, los asistentes comprenderán instintivamente el desacuerdo de sus palabras con su corazón y, en consecuencia, con su moral; su sermón no tendrá la fuerza que habría podido tener si lo hubiera pronunciado con sinceridad y, sobre todo, si su vida estaba de acuerdo con sus palabras. Las almas humanas están muy estrechamente ligadas entre ellas, sus relaciones son muy íntimas para que las aspiraciones de corazón bueno, piadoso y sincero no ejerzan una influencia sobre el alma de otros, sobre todo si están apoyadas sobre las acciones.

¡Qué abismo profundo es aquel donde la glotonería nos ha hecho caer! ¿Hasta cuándo el hombre condenará su vida por ese culto impío? ¿Cuándo, pues, sabremos penetrarnos de las palabras del Salvador: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor… (Mt. 4, 4). ¿Nos dejaremos mucho tiempo aún dominar por la avidez por los manjares, por los excesos y la embriaguez? ¿Seremos por mucho más los esclavos de nuestra detestable avaricia? ¿Estaremos mucho tiempo bajo el poder de la codicia, el orgullo, el rencor y la ira para con nuestro prójimo, por causas tan fútiles como el dinero, la vestimenta, la vivienda y el alimento? Mil subterfugios que Satán opera por medio del beber y el comer, por medio de los vestidos y el dinero, se descubren continuamente a nuestros ojos, pero nos gusta quedarnos bajo la influencia de sus encantos, como si nos ofreciera una realidad o un beneficio cualquiera. Sin embargo, no hacemos más que perseguir una peligrosa ilusión que trabaja para la ruina de nuestra alma y nuestro cuerpo. No escuchéis, pues, un solo instante al enemigo, hermanos míos, cuando el placer de la mesa os atraiga, cualquiera que puedan ser las excusas de las circunstancias. Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia y el resto os será dado por añadidura (Mt. 6, 38). ¿Cómo no comprendéis que no es del pan que he dicho: Guardáos de la levadura de los fariseos y los saduceos (Mt. 16, 11), es decir, de la hipocresía respecto a la fe y la caridad? Fijáos toda vuestra atención sobre la fe y la caridad. Trabajad no por la comida que perece, sino por aquello que permanece en la vida eterna y que el Hijo del hombre os dará (Jn. 6, 27). Dad sin excepción todo lo que tenéis a los otros, si ello es necesario, y recordad las palabras del Salvador: y al que quiere disputar en juicio contigo y quitaros vuestra túnica, cededle también el manto (Mt. 5, 40), lo que quiere decir dadle vuestra última propiedad.

El pecado puede ser cometido de pensamiento, palabra y acción. Para volvernos imágenes puras de la Santísima Trinidad, debemos velar por la santidad de nuestros pensamientos, de nuestras palabras y nuestras acciones. El pensamiento corresponde a Dios Padre, las palabras al Hijo, las acciones al Espíritu Santo, por quien todo se lleva a cabo. Los pecados de pensamiento en un cristiano no son una cosa insignificante, porque no es más que por los pensamientos, como nos enseña san Macario de Egipto, que podemos agradar a Dios, puesto que los pensamientos son el principio, de donde provienen las palabras y las acciones. Las palabras tienen su alcance, porque, o bien aportan la gracia a aquellos que las oyen, o, al contrario, no contienen más que un veneno y no sirven más que para seducir a los otros, corrompiendo sus pensamientos y sus corazones. En cuanto a las acciones, son aún más importantes, ya que el ejemplo es lo más cotagioso de todo, y actúa sobre los hombres con una fuerza que nada iguala.

La antipatía, la hostilidad o el odio no deben ser conocidas, ni siquiera de nombre, por los cristianos. ¿Es posible que la antipatía pueda existir entre los cristianos? Vemos en todas partes el amor, respiramos su perfume en todas partes. Nuestro Dios es un Dios de amor, su reino es un reino de amor. Por amor a nosotros, no ha perdonado a su Hijo único y lo ha entregado a la muerte por nuestros pecados (Rm. 8, 32). En tu casa, del mismo modo debes amar a tu familia, ya que sus miembros han recibido, por el bautismo y la santa unción, el sello de la cruz de amor. Ellos llevan el emblema de la cruz y participan contigo en la iglesia de la misma cena de amor. En la iglesia encontramos en todas partes los símbolos del amor: las cruces, los iconos de los santos que han merecido al Señor por su amor a Dios y al prójimo y, finalmente, encontramos el amor en sí mismo incorporado en las santas especies. En el cielo y sobre la tierra, el amor está en todas partes. Endulza el corazón porque él es Dios, mientras que la hostilidad mata no solamente el alma, sino también el cuerpo. ¡Por tu parte, muestra siempre y en todas partes el amor! ¡Puedes no amar aunque escuches en todas partes la voz que te habla del amor, cuando no exista más que el demonio homicida que es la personificación de la hostilidad eterna!

Aquel que se deja dominar por el orgullo se siente llevado a despreciar todo, incluso lo que es santo y divino; destruye o profana todo buen pensamiento, toda palabra, toda acción, toda creación de Dios. El orgullo es el soplo destructor de Satán.

El orgulloso se disgusta cuando se lo obliga a humillarse ante los otros; el envidioso, cuando se lo obliga a ser benévolo con sus enemigos; el vengativo, cuando se lo obliga a perdonar y reconciliarse; el codicioso, cuando se le recuerda el deber de pagar sus deudas; el goloso, cuando se le habla del ayuno y de la salvación de su alma. Sin embargo, es necesario que superen sus malas inclinaciones y sus pasiones y que hagan con alegría lo que les es impuesto o lo que el Evangelio exige, porque, en caso contrario, permanecen impenitentes y continúan por entregarse a sus pasiones, exponiéndose a la perdición eterna.

En el curso de su vida, los hombres se inquietan por todo, excepto por Aquel que da la vida, es decir, excepto por Jesús; por ello no poseen vida espiritual y se entregan a toda suerte de pasiones: incredulidad, ateismo, codicia, envidia, odio, ambición, las delicias de la mesa, etc. No es más que en su última hora que buscan a Jesús, comulgando, y so incluso lo hacen unas veces porque se ven forzados a hacerlo, otras porque saben que los demás lo hacen. ¡Oh Señor, oh Jesús, que sois nuestra vida y nuestra resurrección! ¡A qué punto dejamos crecer nuestra vanidad y nuestra obcecación! Sin embargo, si te buscamos, si te tenemos en nuestro corazón, ¿cuá sería el resultado de ello para nosotros? Ninguna palabra humana es capaz de expresar la beatitud de aquellos que Os poseen en su corazón. Sos para ellos el pan que los alimenta, la bebida inagotable y, al mismo tiempo, la vestidura más brillante, el sol, la paz de Dios que supera todo sentimiento (Jn 6, 63), una delicia inexpresable, en fin: ¡todo! A vuestro lado, la tierra y todo lo que contiene no son más que podredumbre y polvo.

Cuidate, cristiano, de olvidar al Señor y de perder la fe en Aquel que constituye invisiblemente tu vida, tu paz, tu luz, tu aliento, es decir, en Jesucristo. Desafía a tu corazón si se endurece, si se oscurece, si se vuelve incrédulo y frío a causa del beber y el comer, a causa de las distracciones mundanas o, finalmente, porque dejas predominar en tu vida la inteligencia y no el corazón. Si ejercitas la inteligencia en detrimento de tu corazón, fortaleces y adornas por ello la red, y dejas al cazador en la pobreza y la miseria. Dicho cazador, dicho pescador, es tu corazón, y la inteligencia, es su red. En el descanso, en la holgura, en los placeres, la carne se enciende con el fuego de todas sus pasiones y todos sus deseos. A diferencia que en la necesidad, en la enfermedad, en la desgracia, nuestra carne es herida con todas sus malas pasiones. Es por ello que la Sabiduría y la Bondad de nuestro Padre Celestial inflige a nuestra alma y nuestro cuerpo duras penas y crueles enfermedades, que debemos no solamente soportar con paciencia, sino de las cuales debemos regocijarnos mucho más que de la tranquilidad de nuestra alma, la holgura y la salud del cuerpo, pues el estado del alma es indiscutiblemente malo en aquel que no soporta jamás sufrimientos morales y enfermedades corporales, sobre todo en la abundancia de bienes materiales. El corazón engendra entonces de una mnera imperceptible toda suerte de pecados y pasiones y expone al hombre al peligro de sufrir la muerte espiritual.

Una verdad terrible. Los pecadores que han muerto en la impenitencia pierden luego de su muerte toda posibilidad de hacerse mejores y, en consecuencia, quedan inalterablemente condenados a los tormentos eternos, por el pecado que no puede hacer otra cosa que atormentar. ¿Dónde está la prueba de ello? La prueba totalmente evidente se encuentra en el estado mismo de ciertos pecadores y en el carácter propio del pecado que consiste en hacer de nosotros sus esclavos, obstaculizándonos todas las salidas que podrían liberarnos de nuestra cautividad. ¡Nadie ignora cuán difícil es para el pecador, sin una gracia particular de Dios, abandonar su camino favorito, el camino del pecado, y volver a la virtud! ¡Qué raices profundas hace crecer en nuestro corazón, qué punto de vista excepcional y falso sobre todas las cosas nos sugiere, para hacerlas aparecer ante nuestros ojos bajo cualquier otro aspecto que aquel que ellas tienen en realidad, bajo un aspecto, por así decir, mágico! Es por ello que vemos muy a menudo que aquellos que pasan su vida en el pecado no piensan ni siquiera en convertirse y no creen ser grandes culpables. Es el amor propio y el orgullo que les impiden reconocerlo y, si sucede incluso que se reconocen como tales, se entregan a una desesperación infernal que propaga en su razón una oscuridad profunda y endurece su corazón. Si Dios nos negaba su gracia, ¿qué culpable se habría convertido a Dios, estando rodeados de tinieblas en el campo del pecado, atados de manos y pies? Pero el tiempo y el lugar donde el Señor concede su gracia divina no se encuentra más que aquí, mientras el hombre está aún en camino; luego de la muerte, sólo las oraciones de la Iglesia pueden actuar, y ello solamente para las almas de los pecadores arrepentidos, y por aquellos cuya alma es susceptible de recibir la remisión de las penas, antes de conseguida la luz de las buenas acciones capaces de merecer la gracia de Dios o la eficacia de las oraciones de la Iglesia.

En cuanto a los pecadores muertos en imptenitencia, son inevitablemente hijos de la perdición. Si consulto mi propia experiencia, cuando me encuentro en las cadenas del pecado, noto que sufro a veces todo un día y no puedo convertirme de todo corazón, porque el pecado me endurece y me vuelve indigno de la piedad del Señor. Ardo como en un fuego, pero continúo permaneciendo allí como si ese fuego me complaciera. Y, sin embargo, siento que el pecado ha paralizado mis fuerzas, que mi alma está encadenada, y que no puedo entregarme a Dios, hasta el momento en que el Señor, viendo mi debilidad, mi humildad y mis lágrimas, se apiadará de mí y me enviará su gracia. No es en vano que el hombre volcado al pecado es llamado hombre atado por las cadenas del infierno.

Aquel que comete un mal o que se deja arrastrar por una pasión cualquiera, es ya castigado por el mal mismo, por la pasión misma a la cual se entrega, pero es sobre todo castigado por el abandono de Dios, que lo abandona porque él, por su parte, lo ha abandonado. Es por ello que sería muy insensato y por demás cruel desearle eso a un hombre. Es como si hundiéramos en el agua a alguien que se ahora, como si arrojáramos al fuego a quien ya es victima de él. Un hombre semejante, encontrándose a punto de perecer, merece que le mostremos el más grande amor y que imploremos a Dios por él, en lugar de vituperarlo y alegrarnos de su desgracia.

Si una pasión cualquiera provoca una rebelión repentina en tu corazón, si te priva de reposo, te llena de confusión y hace pronunciar palabras duras y ofensivas contra tu prójimo, procura hacer desaparecer este estado funesto, ponte de rodillas y confiesa al Espíritu Santo tu pecado, diciendo con todo tu corazón: “Os he ofendido, Oh Espíritu Santo, por mi pasión, por mi cólera, por mi desobediencia!” Recita a continuación con todo tu corazón, con el sentimiento de la omnipresencia del Espíritu de Dios, la oración al Espíritu Santo: Rey celestial, Consolador, Espíritu de Verdad, que estáis en todas partes y todo llenais, Tesoro de bienes y dador de vida, ven, penétrame, purifícame de toda mancha, y salva, oh Benefactor, mi alma oscurecida por las pasiones y la voluptuosidad. Sentirás enseguida a tu corazón llenarse de humildad, de paz y de arrepentimiento. Acuérdate que todo pecado, toda pasión y todo apego a las cosas terrenales, todo resentimiento y todo rencor contra tu prójimo por causas materiales, ofende al Santísimo Espíritu, Espíritu de la paz y del amor, Espíritu que nos eleva de la tierra al cielo, de lo visible a lo invisible, de lo perecedero a lo imperecedero, de lo temporal a lo intemporal, del pecado a la santidad, del vicio a la virtud. ¡Oh Santísmo Espíritu! ¡Oh Espíritu de nuestro Padre celestial, imprégnanos de Ti, cultiva nuestro corazón, haz que seamos vuestros verdaderos hijos en Nuestro Señor Jesucristo!

La envidia en un cristiano es una locura. Todos hemos recibido en Jesucristo bienbes que superan todos los otros en su inmensidad. Somos deificados, hemos recibido la herencia de bienes inenarrables y eternos del reino de los cielos, hemos recibido incluso la promesa de la abundancia de los bienes terrenos con la condición de buscar primero la Justicia divina y el reino de Dios: buscad, pues, en primer lugar el reino de Dios y su justicia y todo el resto os será dado por añadidura (Mt. 6, 33). Hemos recibido el mandamiento de contentarnos con lo que tenemos y de no ser avaros: que nuestra vida esté exenta de avaricia; estad contentos con lo que tenéis, y el Apóstol añade a continuación: pues el mismo Dios ha dicho: no os dejaré ni os abandonaré (Hb. 13, 5). No es, pues, más que una locura envidiar a tu prójimo, no importa qué sea, por ejemplo, los honores, la riqueza, la buena mesa, los bellos vestidos, una bello apartamento, etc. Todo ello no es más que polvo en comparación con aquel noble origen que nos ha hecho semejantes a Dios, en comparación con aquella divina redención que nos ha librado del pecado, de la maldición y de la muerte, haciéndonos recuperar nuestro derecho de herencia a las delcias eternas. Unámosnos, pues, en un amor recíproco, en un deseo general del bien, en la satisfacción de poseer lo que tenemos, en la amistad, la hospitalidad, el alivio de los pobres y peregrinos y, por último, en lo que hay de más sublime en materia de virtud: humildad de espíritu, bondad, dulzura, santidad. Respetad en nosotros mutuamente la imagen de Dios, oh miembros de nuestro divino Jesús, respetad en nosotros su Cuerpo y nuestro origen divino. Honrad también a los miembros del reino de los cielos, los conciudadanos y glorificadores de las regiones angélicas. Que seamos todos uno (Jn. 17, 21), como el Dios que nostros adoramos en la Santa Trinidad es uno, y como nuestros corazones son también uno por su creación, es decir, simples e indivisibles.

No matarás. Sin hablar de tantos otros casos, vemos médicos que no examinan atentamente al enfermo y lo matan, administrándole remedios dañinos. Vemos hombres que no quieren hacerse tratar o que no quieren tratar a un enfermo al cual el cuidado de un médico le es indispensable. Vemos a otros que irritan a un enfermo para el cual toda excitación es funesta, por ejemplo, en la tisis, y que aceleran por ello su muerte. Vemos aún que por avaricia o por cualquier otra razón no prestan un rápido auxilio médico al enfermo. Obrando así, realizan todos un verdadero asesinato.

El amor por las cosas de la carne es la muerte, en cambio, el amor a las cosas del espíritu es la vida y la paz (Rm. 8, 6) ¿Quién, pues, no suscribirá en la verdad de estas palabras del Apóstol? La afección de la carne es, en efecto, la muerte. ¡Ven aquí, hombre ávido de dinero, codicioso, envidioso, egoísta, altanero, ambicioso, y déjanos examinarte a ti, tus acciones y tu vida! ¡Haznos conocer, si te place, los pensamientos de tu corazón! Iremos a persuadirnos por el ejemplo que tú nos presentas en tu propia persona, que la afección de las cosas de la carne es la muerte: no vives la vida verdadera, eres un cadáver espiritual; dispones de libertad y sin embargo estás atado interiormente, posees inteligencia y sin embargo estás loco, porque la luz que está en ti son tinieblas (Mt. 6, 23). Has recibido de Dios un corazón capaz de sentir y de gozar de todo lo que es verdadero, santo, bueno y bello; pero el amor a las cosas de la carne sofoca en ti toda dignidad de sentimiento; ha envilecido todos los impulsos de tu corazón; no eres más que un cadáver, no tienes vida en ti (Jn. 6, 53). Pero el amor a las cosas del espíritu es la vida y la paz. Por tu parte, ven ahora, cristiano que pasas tu vida según la fe, que extirpas tus pasiones y cuyos pensamientos están muy ocupados en todo lo que es verdadero, honesto, justo, santo, amable, en todo lo que da una buena reputación, lo virtuoso, en todo lo que es estimable en la conducta (Flp. 4, 8). Ven a nosotros y dinos ¿qué siente tu alma por el efecto del amor a las cosas del Espíritu? Mi corazón, nos dirás, siente constantemente la paz y el gozo que da el Espíritu Santo (Rm. 14, 17). Experimento el bienestar en mi corazón y la sobreabundancia de la vida; todo lo que es carnal me parece insignificante, me asombrote la fuerza inmensa que la acrne ejerce sobre un gran número de hombres, y me ocupo de la contemplación continua de los bienes celestiales, espirituales, invisibles, que Dios ha preparado para aquellos que lo aman.

Por desgracia, muchas personas abusan de la libertad que Dios nos ha dado, así como de la facultad que cada uno de nosotros posee de ser bueno o malo. Es por ello que sucede que luego de la caida del hombre en el pecado se sigue una rápida pendiente que lleva antes al mal que al bien. Estas personas acusan al Creador y dicen: ¿por qué no nos ha dotado de la fuerza para resistir al mal, para no caer tan bajo cometiéndolo? Otros, aún, atribuyen la corrupción del hombre por el pecado a la imperfección de la naturaleza, dejando a Dios de lado en sus pensamientos, y considerando al mundo visible con todos sus fenómenos y todo lo que contiene, como un ser impersonal, dependiente, subordinado, del cual forman ellos mismos una parte. ¡He aquí a dónde se llega, cuando uno se aleja de la Iglesia! ¡He aquí qué ignorancia os invade, oh sofistas! Ignoráis lo que incluso un niño sabe de una manera clara, precisa e infalible. ¡Acusáis al Creador, pero es más bien la falta de dicho Creador si, por desatender su voz, por maldad de carácter y por ingratitud, abusáis del don más sublime de su Bondad, de su Sabiduría y su Omnipotencia, quiero decir, de la libertad que es un atributo inseparable de la imagen de Dios! ¿No estáis más bien obligados a reconocer su Bondad, que debéis este don que os ha acordado, sin dejarse sacudir por la ingratitud de aquellos que la han recibido, a fin de que dicha Bondad replandezca a los ojos de todos más brillante que el sol? ¿Y no nos ha demostrado por ello mismo su Amor sin límite y su Sabiduría infinita, puesto que nos dejó la libertad, incluso luego de nuestra caida, incluso después de nuestro alejamiento de Él y nuestra perdición espiritual, y nos ha enviado su Hijo único en la imagen del hombre corruptible (Rm. 1, 23), y lo ha entregado al sufrimiento y la muerte para salvarnos del pecado? ¿Quién osará luego de esto acusar al Creador de habernos hecho el don de la libertad? Dios es veraz, y todo hombre es mentiroso (Rm. 3, 4). Perseguid cada uno vuestra salvación, luchad, venced; pero desterrad toda presunción de vuestros razonamientos, y no acuséis al Creador de carecer de bondad y sabiduría; no blasfeméis contra Dios, el Maestro supremo lleno de Bondad por nosotros.

Observad una sociedad mundana, ¿qué se hace allí? Se habla, se charla, se cuenta toda suerte de cosas frívolas; pero en cuanto a Dios, el único Padre de todos, no se habla, tampoco de su Amor por nosotros, o de la vida y la recompensa futura. ¿De dónde viene esto? Esto viene de la vergüenza que tenemos de hablar de ello. Pero lo más sorprendente es que aquellos que pasan por piadosos, que son considerados como lumbreras de la piedad, hablan raramente de Dios, de valor precioso del tiempo, de la abstinencia, de la resurrección, del Juicio que nos espera, de la felicidad venidera y de los tormentos eternos, y esto no solamente en sociedad, sino en el seno de sus familias, donde ellos prefieren pasar su tiempo en conversaciones fútiles o bien en jugar y distraerse. La causa de ello es la misma: tienen vergüenza de abordar todas estas cuestiones; tienen miedo de aburrir a los demás o temen no estar en condición de tratarlos con todo el celo conveniente. ¡Mundo adúltero y culpable! ¡Desgracia para ti en el día del Juicio, donde serás llamado por el Juez de todos, Juez imparcial y universal! Él vino e los suyos, y los suyos no lo han recibido (Jn. 1, 11). ¡Sí, el Señor nuestro Creador no fue recibido por nosotros! No fue recibido en nuestras casas, no está tampoco en nuestras conversaciones. Escuchad también a aquel sacerdote, que lee en voz alta la Sagrada Escritura o las oraciones litúrgicas, ¿por qué las lee, muy a menudo por desgracia, con displicencia o negligencia, como si su lengua tartamudiara? Lee, no como debería, con sobreabundancia de corazón, sino con pena, y no son más que sílabas estériles que salen de su boca. ¿De dónde proviene esto? Viene del desprecio que el demonio le ha sembrado en el corazón por la lectura de los Libros santos y las oraciones, o bien, a veces, es una falsa vergüenza la que es la causa de ello. ¡Qué pobres, qué miserables somos! Sentimos vergüenza por cosas que deberíamos considerar como un honor insigne! ¡Oh seres ingratos y llenos de mal! ¡Qué tormentos no mereceríamos si nos comportamos así!

La conciencia es un rayo de luz proveniente del único sol que ilumina toda la creación, es decir, de Dios. Por la senda de la conciencia el Señor, Dios vuestro, gobierna la humanidad como rey justo y todopoderoso, ¡y cuán grande es su Poder gracias a la conciencia! La persona no es capaz de acallar en ella enteramente la voz! ¡Habla a cada uno sin hipocresía como la voz de Dios mismo! Gracias a la conciencia no somos más que un solo hombre ante Dios, y los diez mandamientos que nos ha dado se dirigen, por así decirlo, a un solo hombre: Yo soy el Señor, tu Dios, no tendrás otro… no harás ningún idolo tallado; no te postrarás ante ellos; acuérdate de santificar el día del Sabbat; honra a tu padre y tu madre; no matarás; no serás adúltero; no robarás, no darás falso testimonio; no codiciarás (Ex. 20, 1-17). O aún: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón ya tu prójimo comoa ti mismo (Mc. 12, 30-31), porque mi prójimo es mi semejante en todo.

Examínate más frecuentemente: observa a qué lado se inclina tu corazón. ¿es hacia Dios y la vida futura, hacia las virtudes celestiales, apacibles, bienaventuradas y llenas de luz, hacia los santos que residen en el cielo, o bien hacia el mundo, los bienes terrenales, tales como el beber y el comer, los vestidos, la casa, hacia hombres vueltos al pecado y sus ocupaciones fútiles? ¡Oh, si nuestra estuviera siempre dirigida a Dios! Pero no es más que en la necesidad y la desgracia que volvemos nuestras miradas hacia el Señor, mientras que en la prosperidad las volvemos para el lado del mundo y sus vanas pompas. Pero, me dirás ¿qué provecho puedo sacar de dicha contemplanción del Señor? He aquí cual: obtendrás una paz y una tranquilidad profunda para tu corazón, la luz para tu inteligencia, una santa energía para tu voluntad y la liberación de las trampas del demonio. “Mis ojos están siempre elevados hacia el Señor”, dice el rey David, y explica la razón de ello: porque, dice, es Él quien sacará mis pies de las trampas que me cercan (Sal. 24, 15). Escucharé lo que dirá el Señor, sus Palabras de paz sobre su pueblo y sus fieles (Sal. 84, 9)

Probad pasar, no fuera más que un solo día, según los mandamientos de Dios, y veréis, sentiréis vosotros mismos, cuan agradable es cumplir la Voluntad de Dios; porque la Voluntad de Dios es, con respecto a nosotros, nuestra vida y nuestra eterna beatitud. Amad al Señor con todo vuestro corazón, al menos tanto como amáis a vuestros parientes y bienhechores; apreciad en su valor el amor y los beneficios que os prodiga, es decir, examinad por medio de la razón, en vuestro corazón, cómo nos ha dado la existencia y todos los bienes que se relacionan con ella, cómo tolera vuestros pecados y qué paciencia sin límite tiene por vosotros, cómo os perdona un número infinito de veces; si experimentáis un arrepentimiento sincero, cómo el perdón se une a los sufrimientos y la muerte en la cruz de su Hijo único, y qué felicidad os ha prometido en la eternidad, si le permaneceis fieles. Todos estos beneficios, con los cuales Dios os colma, son infinitamente grandes y, al mismo tiempo, innumerables. Luego amad a cada hombre como a vosotros mismos, es decir, no le deseis nada de lo que no deseais a vosotros mismos; tened para él los mismos pensamientos y los mismos pensamientos que teneis por vosotros; no deseis ver en él lo que no quereis ver en vosotros; olvidad el mal que los demás han podido haceros, si deseais que los demás olviden el mal que habeis podido causarles. No busqueis encontrar, ni en vosotros ni en los demás ninguna intención malvada o impura, sino, penetraos de la convicción de que los demás poseen las mismas buenas intenciones que vosotros. En general, si no veis de una manera evidente que los demás son malintencionados, haced por ellos lo que haceis por vosotros o, al menos, no le hagais lo que no haceis por vosotros: ¡vereis entonces qué paz y qué felicidad habreis establecido en vuestro corazón! ¡Antes de estar en el Paraíso, estareis ya allí, y antes del Paraíso del Cielo tendréis el Paraíso sobre la tierra! El Reino de Dios, dice el Señor, está dentro vuestro (Lc. 18, 21). Quien permanece en el amor, nos enseña el Apóstol, permanece en Dios y Dios en él (1 Jn. 4, 16).


2. Sobre la contrición y la confesión.

Arrepentirse quiere decir sentir en el corazón toda la necedad, toda la culpabilidad por nuestros pecados. Arrepentirse quiere decir comprender que hemos ofendido a nuestro Creador, nuestro Señor, nuestro Padre y Benefactor, el Ser infinitamente santo y que aborrece el pecado. Arrepentirse quiere decir: desear con todo el corazón corregirse y reparar las faltas.

Señor, dadme la gracia de ver mis pecados, a fin de que no desprecie a aquellos que se me asemejan y no los odie a causa de sus pecados, sino que me desprecie a mi mismo como lo merezco, como el más grande entre los culpables, y que alimente un odio implacable contra mi mismo, contra el hombre carnal que vive en mi. Si alguien viene a mi y no odia hasta su propia alma, su puede ser mi discípulo (Lc. 14, 26), dice el Señor.

La penitencia debe ser un acto sincero y enteramente libre, no un uso o una formalidad a cumplir, aunque sea exigida por el confesor. En tales condiciones ya no será penitencia. Haced penitencia, dijo Jesús, porque el reino de los cielos está cerca (Mt. 4, 17) lo que quiere decir que el reino de los cielos ha llegado, que no se está obligado a buscarlo largo tiempo, al contrario, es Él, el reino de los cielos, el que nos busca, así como nuestra buena voluntad. A propósito de aquellos que Juan bautizaba, dice el Evangelio: y confesando sus pecados, eran bautizados por él en el Jordán (Mt. 3, 6), es decir, reconocían ellos mismos los pecados que habían cometido. Ahora bien, como nuestra oración encierra generalmente el arrepentiemiento y el pedido de perdón por nuestros pecados, debe ser siempre absolutamente sincera y enteramente libre, mas no forzada o pautada por el uso o el hábito. Ella debe ser igualmente libre, cuando encierra las acciones de gracias y la glorificación. La gratitud supone en el alma de quien ha recibido un beneficio la plenitud de un sentimiento vivo y libre, que se derrame libremente de su boca: porque la boca habla de la abundancia del corazón (Mt. 12, 34). La glorificación supone el éxtasis y la admiración en aquel que contempla las obras de la Clemencia infinita, de la Sabiduría suprema y de todo el Poder de Dios en el mundo moral y material. Ella debe, pues, también producirse naturalmente de una manera enteramente libre y razonada. En general, la oración debe constituir una efusión de nuestra alma libre y libremente concebida ante Dios. Es ante el Señor que desahogo mi alma (1 S. 1, 15).

Yo también ofendo en todo momento al Señor. Lo ofendo no solamente en espíritu, sino también en acción. Me hago culpable en espíritu por mis pecados, en acción, por el uso de los dones materiales que me da gratuitamente, tales como la comida de la que me alimento, el dinero del cual dispongo, la vestimenta con la que me visto, el aire que respiro, el calor y la luz que disfruto, en fin, todo lo necesario para mi existencia. ¿Cómo no perdonaría a quienes me ofenden en espíritu y de acción, visto que el Señor perdona mis innumerables ofensas? ¿Cómo no repartir gratuitamente con mis semejantes los bienes gratuitos e innumerables con los que el Señor me colma? Es Él quien ilumina mi inteligencia y mi corazón; es Él quien llena mi alma de paz y de gozo, Él quien me concede los conocimentos más variados, a quien debo todo, hasta el aire que respiro. Si yo obrara de otro modo sería un mounstro. Ahora bien, somos todos un solo cuerpo; cada uno de nosotros es un miembro de ese cuerpo, y como tales, estamos vinculados con una unión íntima. Sucede lo mismo con el cuerpo social. Es imposible para aquellos que forman parte de él liberarse de las condiciones que los unen los unos a los otros. Estamos, pues, obligados a perdonarnos mutuamente. Mirad nuestro propio cuerpo: también tiene órganos que funcionan en provecho de otros órganos. Por ejemplo, el estómago trabaja a expensas de la cabeza o de las manos y los pies. Sucede lo mismo con la sociedad. Pero lo principal es acordarse de que todos nosviene gratuitamente de Dios, que somos deudores insolventes y que Él nos lo persona caritativamente, con tal que actuemos del mismo modo con nuestros semejantes. Perdonemos, pues, sinceramente a aquellos que nos ofenden: ofrezcamos a Dios cada día este sacrificio y unámonos todos en amor. Rechacemos el deseo de obrar según nuestra voluntad, no nos dejemos llevar al desorden por nuestras pasiones, y sometámonos enteramente a la voluntad de Dios. Somos la imagen de Dios; ahora bien, Dios es amor (Jn. 4, 9). ¡Trabajemos, pues, con todas nuestras fuerzas para hacer que nuestra vida sea constantemente la imagen del amor! ¡Oh Señor, ayúdanos! En cuanto a las cosas de la tierra, los alimentos, la vestimenta, el dinero, considerémoslos como polvo y no permitamos que dicho polvo nos haga ofender a Dios, poniéndonos en discordia y en toda clase de mal con nuestro prójimo. ¿Osaremos vender a Nuestro Señor por un poco de comida y dinero? Está en nosotros escoger entre Dios y la carne. Es imposible adorar y servir dos dioses a la vez. Ahora bien, la carne nos dicta leyes totalmente contrarias a las leyes de Dios. Sus leyes son la glotonería, la intemperancia, la esperanza fundada en los banquetes, el dinero, la avaricia, el pesar que se siente de dar cuando se trata de ir en ayuda del prójimo, las disensiones, el odio y la envidia por cuestiones de beber y comer, la indiferencia por la desgracia del otro, etc. ¿Cómo debemos, pues, obrar si queremos servir al Señor con total fidelidad? Debemos crucificar nuestra carne con sus pasiones y codicias, mirarla como una nada despreciable y considerar del mismo modo todo lo que fomenta, todo lo que ella ama: los placeres, el dinero, los vestidos, las casas, los carruajes, todas esas cosas no deben ser para nosotros más que polvo, basura, podredumbre, como lo son, por otra parte, en realidad. Sólo el amor debe ser para nosotros el bien más preciado; sólo e´l dene dirigirnos en nuestros sacrificios, dominarnos, inspirar nuestras simpatías y nuestras antipatías.

La confesión debe ser practicada con frecuencia, a fin de flagelar, de fustigar nuestros pecados, reconociéndolos con franqueza, y para concebir por ellos una aversión profunda. Piensa en el abismo en el cual el hombre es encuentra precipitado por la audacia de su pecado; piensa en todo lo que el Hijo de Dios, Nuestro Señor Jesucristo, ha hecho para salvarnos. Acuérdate de su Encarnación, su Mortificación voluntaria, su Bondad por los hombres, sus sermones y sus palabras, sus milagros, los insultos, las burlas, las injurias, los escupitajos, la flagelación, las bofetadas que ha sufrido, en fin, el infame suplicio al cual ha sido condenado, su Muerte en la Cruz, su sepultura y su Resurrección. Acuérdate lo que ha hecho para librarnos de las penas ternas y lo que exige de ti por tantos sacrificios. Exige que te entregues a Él enteramente, que tu vida transcurra no como tú quieres, sino como Él quiere, que obedezcas a sus mandamientos. Evita, pues, todo lo que nos arrastra al pecado, la codicia de la carne, la codicia de los ojos y el orgullo que reina en esta tierra. Crucifica tu carne con todas sus pasiones y todos sus deseos, cultiva la paciencia, como una condición indispensable para obtener la salvación de tu alma, y ama a Dios, y a tu prójimo como a ti mismo.

Toma una firme resolución de odiar todo pecado de pensamiento, palabra y acción; y si eres asaltado por la tentación del pecado, resiste con energía, apoyándote en el odio que has concebido por él. Ten cuidado solamente de que tu odio no recaiga sobre la persona de tu hermano que habría podido inducirte al pecado. Dirige todo tu odio sobre el pecado mismo. En cuanto a tu hermano, no tienes más que compadecerlo, ilumina su corazón y reza por él al Todopoderoso que nos ve a todos y que sondea las entrañas y los corazones. No habéis todavía resistido hasta derramar vuestra sangre combatiendo contra el pecado (Hb. 12, 4). Sin un odio implacable contra el pecado, es a menudo imposible evitarlo. Es el amor propio lo que hay que arrancar, porque todo pecado proviene de él. Dicho pecado ama disimular su objetivo, parece desearnos el bien prometiéndonos la satisfación y el descanso. El fruto era bueno para comer y bello a la vista, y de un aspecto deseable (Gn. 3, 6). He aquí el aspecto bajo el cual el pecado se presenta siempre a nuestros ojos.

Ahora que estás curado, no peques en adelante más (Jn. 5, 14). La experiencia nos demuestra que los pecados y las pasiones destruyen la salud del alma y del cuerpo, y que la victoria conseguida sobre las pasiones devuelve al alma su serenidad y la salud al cuerpo. Venced a la hidra de múltiples cabezas, la hidra del pecado, y serás curado. Conserva la tranquilidad de espíritu, no te subleves, no te irrites ante las contrariedades y las ofensas, las negligencias, las injusticias, y puedes estar seguro de gozar siempre de la salud de tu alma y tu cuerpo. La agitación, la irritación, el fuego de las diferentes pasiones engedran en nosotros un gran número de enfermedades tanto morales como físicas.


3. Sobre el ayuno y la limosna.

¿Para qué sirve el ayuno y la penitencia? ¿Para que sirve el trabajo? Sirven para la purificación del alma manchada por el pecado, para la paz de dicha alma, para la relación filial con su padre y, finalmente, para darle un santo temor en sus súplicas al Señor. Estas consideraciones bastan por si mismas para comenzar a ayunar y a confesarnos con todo nuestro corazón. Una recompensa inapreciable será el fruto de una concienzuda labor. Diréis quizás: ¿hay entre nosotros muchos que amen a Dios con un sentimiento verdaderamente filial? Encontramos muchas personas que osan atrevidamente y sin ningún titubeo culpable para con la Providencia invocar a Dios, el Padre celestial, y decir estas palabras: ¡Padre nuestro! Al contrario, dicha voz filial ¿no ha cesado de resonar en nuestros corazones, sofocada por la vanidad de este mundo o por el paego a sus pompas y placeres? ¿El Padre celestial no está lejos de nuestros corazones? ¿No debemos figurárnoslo como un Dios vengador e irritado contra nosotros, que estamos distanciados de Él en una región lejana? ¡Sí, nuestros pecados nos hacen merecedores de su justa Cólera, de su justo castigo, y es prodigioso como nos soporta tantas faltas, cómo no nos tala como higueras estériles! Apresurémonos, pues, a reconquistar su Piedad por mediuo de la penitencia y las lágrimas. Entremos en nosotros mismos, examinemos con toda la severidad posible nuestro impuro corazón, y veremos qué montón de impurezas obstruye la entrada de dicho corazón e impide a la gracia divina penetrar en él. Comprenderemos entonces que, en lo que se refiere a la vida moral, no somos más que seres muertos. No alimentes tu cuerpo en abundancia, no le prodigues caricias, no hagas lo que le complace y no le des armas para revelarse contra el espíritu. De lo contrario, en un momento dado, cuando debas trabajar con espíritu, por ejemplo, rezar o componer un escrito moral religioso, verás hasta qué punto tu carne habrá absorbido el espíritu, hasta qué punto lo habrá atado de manos y pies: ella destrirá todos los impulsos de tus espíritu y no lo dejará recuperarse, ni recobrar su vigor. El espíritu se convertirá en esclavo de la carne.

La limosna no tiene mérito y valor para el alma hasta que está acompañada de esfuerzos para corregirnos del orgullo, el odio, la envidia, la ociosidad, la pereza, la glotonería, la fornicación, la mentira, el fraude y los demás pecados. Pero si el hombre se olvida de corregir su corazón y cuenta con su limosna para corregir todo, se engaña singularmente, porque lo que construye una mano, la otra lo destruye.

La limosna dada a regañadientes no tiene provecho para quien la da, porque la parte material de la limosna no pertenece a este último, siendo un don de Dios. Sólo el movimiento del corazón le pertenece. Es por ello que hay muchas limosnas que no pueden ser atribuidas más que a la vanidad, habiendo sido dadas de mala gana, con pesar y sin estima por la persona del indigente, igual que mucha gente hospitalaria no lo es más que por vanidad, disimilando su verdadero sentimiento y no teniendo más que un objetivo: exhibir su fasto ante sus comensales. Que nuestras ofrendas al prójimo sean, pues, ofrecidas con un corazón sincero, sobre el altar mismo de la caridad. Porque Dios ama a quien da con alegría (2 Co. 9, 7).

Observando más de cerca a los pobres que me rodean, sobre todo luego de un intercambio de palabras, observo que son verdaderamente dignos de ser amados. Son tan mansos, tan humildes, tan sencillos de corazón, tan llenos de sincera bondad, que me digo: sí, son pobres desde un pinto de vista material, pero ricos desde un punto de vista espiritual. En efecto, me hacen ruborizar a mi mismo, cuando pienso en mi dureza, mi orgullo, mi maldad, mi desdén, mi irascibilidad, cuando pienso cuán malo soy, frío con Dios y los hombres, envidioso y avaro. ¡Ellos son en verdad los auténticos amigos de Dios! Ahora bien, el enemigo, que conoce los tesoros de sus almas, provoca en sus esclavos, los ricos orgullosos, un sentimiento de desprecio y de odio respecto de ellos, ardiendo él mismo de deseo de hacerlos desaparecer de la superficie de la tierra, ¡como si no tuvieran el derecho de andar y vivir en ella! ¡Oh mis pobres hermanos, oh amigos de Dios! ¡Sois vosotros los que poseeis la verdadera riqueza espiritual, y soy yo el que es el pobre, el miserable, el mendigo! Vosotros merecéis verdaderamente la estima de aquellos que viven en la abundancia, pero que son pobres y miserables en virtud, que no tienen ni templanza, ni dulzura, ni humildad, ni bondad, ni sinceridad, en resumen, que no tienen el amor a Dios y al prójimo. ¡Oh Señor, enséñame a despreciar las apariencias y a concentrar toda mi inteligencia sobre los verdaderos bienes del alma, a saber: estimar los bienes interiores y despreciar los bienes exteriores. ¡Oh Señor, haz que pueda constatar este mismo sentimiento en los ricos y los poderosos en este mundo!



Extracto del libro de Dom Antoine Staerk, O.S.B. “Le P. Jean de Cronstadt”, Lethielleux, París, 1902, que recoge fragmentos del diario de san Juan de Kronstadt. Traducción del Dr. Martín E. Peñalva.

No hay comentarios:

Publicar un comentario