domingo, 14 de febrero de 2010


La capacidad de sufrir el pecado en María inmaculada



R. Garrigou-Lagrange, O.P.








Pietà
Rogier van der Weyden

(Museo del Prado, Madrid)




La bienaventurada Ángela de Foligno había hecho a menudo el Vía Crucis meditando este pensamiento: “Es a causa de nuestros pecados que Jesús y su Santa Madre han sufrido tanto”. Un día, tuvo sobre esta cuestión una inspiración especial muy profunda y exclamó: “Ahora he comprendido: el autor, la causa de la crucifixión era yo: son mis pecados los que han crucificado al Salvador”. Del mismo modo, san Bernardo decía: “¡Señor, Señor, soy yo quien os ha unido a la cruz!”. El santo Cura de Ars decía también: “Comprender que somos la obra de un Dios es fácil; pero que la crucifixión de un Dios sea nuestra obra, ¡he aquí lo incompresible!...”

Esta elevada verdad ilumina bien los problemas teológicos sobre los sufrimientos de Jesús y María, en particular el de la relación íntima que existe entre los sufrimientos de María y su plenitud de gracia y caridad que habría debido, parece, preservarla del dolor como la preservó de la concupiscencia y el error.

Por el privilegio de la Inmaculada Concepción, María ha sido preservada del pecado original y sus oprobiosas consecuencias, que son la concupiscencia y la inclinación al error.

El foco de concupiscencia ha estado desvinculado en María no solamente desde el seno de su madre, sino que jamás ha existido en ella. Ningún movimiento de su sensibilidad podía ser desordenado, anticiparse a su juicio y su consentimiento. Existió siempre en ella la subordinación perfecta de la sensibilidad a la inteligencia y la voluntad, y por eso a la voluntad de Dios, como en el estado de inocencia. Es así que María es Virgen de las vírgenes, torre de marfil, purísimo espejo de Dios, como le dicen sus letanías.

Del mismo modo, no ha estado jamás sujeta al error, a la ilusión; su juicio era siempre iluminado, siempre recto. Si no tenía aún la luz sobre una cosa, suspendía su juicio y evitaba la precipitación que hubiera sido causa de error. Es, causa de eso, la “Sede de la sabiduría, la Reina de los Doctores, la Virgen prudentísima, la Madre del buen consejo”. Todos los teólogos reconocen que la naturaleza le hablaba del Creador mejor que a los más grandes poetas, y que tuvo desde este mundo un conocimiento eminente y superiormente simple de lo que dice la Escritura sobre el Mesías, la Encarnación y la redención. Estuvo así perfectamente exenta de concupiscencia y error.


1. ¿Por qué María ha sufrido más?

¿Por qué el privilegio de la Inmaculada Concepción no ha sustraído a María del dolor y la muerte, que son también consecuencias del pecado original?

No podemos aquí más que repetir lo que hemos expuesto varias veces: en verdad, el dolor y la muerte en María, como en Jesús, no fueron como en nosotros consecuencias del pecado original que no les han rozado jamás. Fueron consecuencias de la naturaleza humana que, por si misma, como la naturaleza del animal, está sujeta al dolor y la muerte corporal. No es más que por un privilegio sobrenatural que Adán inocente estaba exento de todo dolor y de la necesidad de morir.

Jesús, para ser nuestro Redentor por su muerte en la cruz, ha sido virginalmente concebido en una carne mortal, in carne passibili, como dicen todos los teólogos, sean tomistas, escotistas o suaristas; y aceptó voluntariamente sufrir y morir por nuestra salvación. A su ejemplo, María aceptó voluntariamente el dolor y la muerte para unirse al sacrificio de su Hijo, para expiar con Él en nuestro lugar y rescatarnos como corredentora.

Y, cosa sorprendente, que es la admiración de los contemplativos, el privilegio de la Inmaculada Concepción y la Plenitud de la gracia, lejos de sustraer a María del dolor, aumentaron considerablemente en ella la capacidad de sufrir el más grande de los males, que es el pecado.

Para entenderlo bien, es necesario considerar el paralelismo que explica la capacidad de sufrir en María por la aún más grande que existió en Nuestro Señor Jesucristo.


2. La capacidad de sufrir el pecado en Nuestro Señor.

Nosotros soportamos las heridas hechas a nuestro cuerpo, o las experimentadas por nuestro amor propio. Sufrimos, desgraciadamente, demasiado poco el más grande de los males, es decir, el pecado mortal como ofensa a Dios.

Muy al contrario, la plenitud absoluta de la gracia causó en Jesucristo un gran dolor por el pecado y un ardiente deseo de la Cruz para el cumplimiento perfecto de su misión redentora. Si los Apóstoles, los fundadores de las órdenes, los grandes misioneros quisieron cumplir su misión lo mejor posible, con mayor razón Cristo redentor. Es por ello que decía: “Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré todo hacia mí. Decía esto, añade san Juan, para manifestar de qué muerte debía morir” (Jn XII, 32). Y se lee en la Epístola a los Hebreos X, 5: “Cristo, entrando al mundo, dice: “No habéis querido sacrificio ni oblación, pero me habéis formado un cuerpo… He aquí que vengo para hacer tu voluntad”. Dicha oblación de si mismo animó todos los actos de su vida terrena y fue consumada en la Cruz.

En el Calvario, dice santo Tomás (1), el sufrimiento de Nuestro Señor fue el más grande de todos los que se pueden soportar en la vida presente. La razón principal de ello es, dice el Santo Doctor, que Cristo no ha sufrido solamente la pérdida de la vida corporal (en horribles tormentos), sino que ha sufrido los pecados de todos los hombres, y dicho dolor sobrepasó en Él el de todos los corazones contritos, afligidos por sus propias faltas, porque provenía de una sabiduría más grande (que le mostraba mejor que a nadie la gravedad de todos los pecados mortales reunidos), y procedía también de un amor más grande (al Dios ofendido y a las almas que lo ofenden), amor que es en nosotros la medida de nuestra contrición. Por último, por todos los pecados que ha sufrido al mismo tiempo, según las palabras de Isaías, cap. 53: “Vere dolores nostros ipse tulit” (2).

Se vislumbra un poco la profundidad de estas palabras pensando en las almas que se han ofrecido como víctima por algunos pecadores y que tienen que sufrir a veces terriblemente por sus pecados, para detestarlos en su lugar y obtenerles la gracia de la conversión. Ahora bien, Jesús ha sufrido no solamente por algunos pecadores, sino por miles y millones, por los pecados de los hombres de todos los pueblos y de todas las generaciones.

La plenitud absoluta de la gracia y la caridad aumentó así considerablemente en Jesús la capacidad de sufrir el más grande de los males, mientras que el egoísmo, que nos hace vivir en la superficie de nosotros mismos, nos impide afligirnos y no nos deja sentir mucho más que las heridas que alcanzan nuestra sensibilidad y nuestro orgullo.

Los sufrimientos redentores del Salvador iluminan desde lo alto los de su santa Madre.


3. Corazón doloroso e inmaculado de María.

Se cuenta que cuando personas consagradas a Dios, pero en estado de pecado mortal, se acercaban a santa Catalina de Siena, veía sus pecados y sentía por ello tal nausea que era obligada a volver la cabeza.

Con mayor razón, la Santa Virgen veía el pecado en las almas culpables como vemos las llagas purulentas en un cuerpo enfermo. Ahora bien, la plenitud de la gracia y la caridad, que no había cesado de crecer en ella después de su inmaculada concepción, aumentaba proporcionalmente en su corazón la capacidad de sufrir el más grande de los males. Se sufre más, en efecto, cuanto más se ama a Dios, Soberano Bien, a quien el pecado ofende, y a las almas que el pecado mortal desvía de su fin último y vuelve dignas de una muerte eterna.

Sobre todo, María vio claramente prepararse y consumarse el más grande de los crímenes: el deicidio; vio el paroxismo del odio contra Aquel que es la Luz, la Bondad misma y el Autor de la salvación.

Para entrever lo que ha sido el sufrimiento de María, es necesario pensar en su amor natural y sobrenatural, en su amor teologal, por su Hijo único no solamente querido, sino legítimamente adorado, a quien amaba mucho más que a su propia vida, pues era su Dios. Ella lo había concebido milagrosamente, lo amaba con un corazón de Virgen, el más puro, el más tierno, el más rico en caridad que jamás hubo, después del corazón mismo del Salvador.

Comprendía incomparablemente mejor que nosotros la razón superior de la crucifixión: la redención de las almas pecadoras y, en el mismo momento se volvía más profundamente que nunca la madre espiritual de dichas almas a salvar.

Si Abrahán ha sufrido heroicamente disponiéndose a inmolar su hijo, no fue más que durante algunas horas, y un ángel descendió del cielo para impedir la inmolación de Isaac. Por el contrario, luego de las palabras del anciano Simeón, María no cesó de ofrecer a Aquel que debía ser Sacerdote y Víctima, y de ofrecerse con Él. Dicha dolorosa oblación duró años, y si un ángel descendió del cielo para detener la inmolación de Isaac, nadie lo hizo para impedir la de Jesús.

De allí la invocación “Corazón doloroso e inmaculado de María, ruega por nosotros”. En dicha invocación, la término “inmaculado” recuerda lo que María ha recibido de Dios, y “doloroso” todo lo que ella ha hecho y todo lo que ha sufrido con su Hijo, por Él y en Él por nuestra salvación. Con Él, ha merecido, con un mérito de conveniencia, no solamente la aplicación de los méritos del Salvador a tal o cual alma, como santa Mónica por san Agustín, sino que ha merecido con el Redentor “la liberación del género humano” o la redención objetiva, de donde el título de Corredentora, que le es reconocido por la Iglesia cada vez más (3).

Verdaderamente, la plenitud de la gracia y la caridad aumentó considerablemente en ella la capacidad de sufrir el más grande de los males. Ella, que había alumbrado a su Hijo sin dolor, ha dado a luz a los cristianos en medio de los más grandes sufrimientos. ¿A qué precio los ha comprado? “Le hemos costado su Hijo único”, dice Bossuet. “Era la voluntad del Padre eterno hacer nacer a los hijos adoptivos por la muerte de su verdadero Hijo” (4).



(1) IIIa, q.46, a.5 et 6.

(2) IIIa, q.46, a.6 ad 4um

(3) Se ha objetado: El principio del mérito no puede ser merecido. Ahora bien, María ha sido preservada del pecado por los méritos futuros de Cristo redentor. Pues ella no ha podido merecer la Redención objetiva o liberación del género humano.

Respuesta: Lo principal debe ser concedido. Pero es necesario distinguir lo secundario: María ha sido preservada del pecado por los méritos de Cristo relativos a ella: lo concedo; por los méritos de Cristo relativos a nosotros: lo niego. Es necesario distinguir, del mismo modo, la conclusión: María no ha podido merecer la redención preservadora relativa a ella, que es el principio eminente de sus méritos: lo concedo; la Redención liberadora relativa a nosotros, o la liberación del género humano: lo niego. Ella no ha podido merecer, ni los actos teándricos de Cristo, ni su propia redención preservadora que es el principio de sus méritos; pero una vez redimida por Cristo, ha podido merecer con el Salvador, por Él y en Él, nuestra redención objetiva o la liberación del género humano, y todas las gracias que recibimos.

Hay allí como dos instantes: en el primero, María es preservada del pecado; en el segundo, es corredentora.

Así, en el Cuerpo Místico, el Salvador es comparado a la cabeza y María al cuello; la cabeza envía el influjo nervioso al cuello primero, y por él a los miembros.

En resumen: es claro que María no ha podido merecer la Encarnación redentora, que es el principio eminente de sus méritos en ella. Pero, una vez redimida o preservada por los méritos futuros del Salvador, nos ha merecido por Él, con Él, y en Él, de un modo subordinado y con un mérito de conveniencia, todas las gracias que recibimos.

(4) Sermón sobre la Compasión de la santa Virgen.



Aparecido en Angelicum, vol. XXXI, fasc. 4, 1954. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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