lunes, 8 de febrero de 2010



San Serafín de Sarov y el santo cura de Ars




Valentine Zander











En nuestra época de búsquedas ecuménicas, donde un gran número de personas aspiran a la unión de los cristianos, parece oportuno hacer un acercamiento entre dos figuras de la santidad en Rusia y en Francia en el siglo diecinueve, san Serafín de Sarov y san Juan María Vianney, cura de Ars.

Estos dos santos son contemporáneos: san Serafín, según sus biógrafos, nació el 19 de Julio de 1759 y murió el 2 de Enero de 1833. El cura de Ars nació el 8 de Mayo de 1786 y murió el 4 de Agosto de 1859. Si san Serafín es la imagen de la “santa Rusia”, el santo cura de Ars representa uno de los aspectos de la santidad de la Francia católica. Ambos son testigos de la gracia divina ya que, en ellos, hay una revelación de Dios que podemos descubrir; ciertas manifestaciones de dicha revelación, como las que acompañaban sus momentos de oración y su estado místico bajo la apariencia de luz, han sido descritas por sus biógrafos.

El padre Couturier, gran ecumenista, que nos había llevado, a mi marido y a mi, a Ars en 1938, nos había dicho: “El cura de Ars es nuestro san Serafín”. Estas palabras me habían primero sorprendido, pero, al entrar en la pequeña iglesia donde el santo había sido, durante diecisiete años, “el mártir del confesonario”, donde había tenido iluminaciones y visiones, tuve la impresión de revivir los recuerdos guardados en mi peregrinación a los lugares santos de Sarov en 1913. La misma atmósfera de santidad reinaba allí y se hacía sentir a cada paso.

Conduciéndonos a dichos lugares, el padre Couturier nos expresó su convicción de que los lugares santos sobrepasan las fronteras confesionales y que, cuanto más un hombre se eleva hacia Dios, más los muros que nos separan aquí abajo se reducen y terminan por desaparecer.

La santidad es el punto de encuentro de lo humano y lo divino en la naturaleza humana y, si el primer momento en la vida de un santo es el reconocimiento de la voz del Señor y de su llamado, el segundo es una larga etapa de trabajo y esfuerzos a los que el hombre se entrega para purificar su cuerpo y su alma con el fin de hacerlos transparentes a la penetración divina. La transparencia adquirida no es, pues, un estado pasivo en que Dios se adueña de la naturaleza humana y la subordina, sino un estado activo de relaciones vivas y penetración mutua.

Para alcanzar esta “elevación del alma”, los dos santos vivieron años de contrición, derramaron lágrimas, pasaron días y noches de ardiente oración. Se podría decir que su santidad se presenta como una elevación gradual hacia la transfiguración, como una ascensión “de gloria en gloria, a fin de que Cristo sea formado en ellos”.


LAS INFANCIAS

Desde su infancia, los dos santos eran conscientes de su vocación. Prójor Mochnin, el futuro san Serafín, deseaba hacerse monje, Jean-Marie Vianney, el futuro cura de Ars quería “salvar las almas” y llegar a ser sacerdote. Desde que aprendieron a leer, las Santas Escrituras eran su lectura preferida así como la vida de los santos y, en particular, la vida de los Padres del desierto, a la cual ambos aspiraban. Desde su infancia, habían manifestado una veneración profunda para con la santa Virgen y conocieron los signos de su solicitud. Dos veces fue Prójor curado consagrándose a su protección; en cuanto a Jean-Marie, confió a uno de sus amigos: “la santa Virgen y yo nos conocemos bien”. Esta confesión es casi idéntica a aquella que hizo el padre Serafín, evocando las palabras de la santa Virgen que habría dicho, designándolo: “Este es de nuestra raza”. Dicha raza es la de los hijos de Dios que llevan el reflejo de su divinidad, su imagen y semejanza: allí está el fondo de toda santidad. A ejemplo de la Sierva del Señor, los dos santos han pasado su vida en la obediencia y la humildad.

La educación maternal tuvo una influencia importante sobre la formación de sus almas. “La virtud pasa fácilmente del corazón de las madres al corazón de sus hijos”, dirá el cura de Ars. De seis hijos de la familia Vianney, granjeros del pueblo de Dardilly en la región de Lyon, Jean-Marie era el cuarto. Su hermano mayor, François, y su hermana más joven, Marguerite, han conservado de él recuerdos preciosos, relatados por los biógrafos. Vivo y ágil, criado en el gran aire del campo, este niño de ojos azules y cabellos castaños, heredó de su madre una dulce sensibilidad y un gran amor por la Iglesia. Este amor, dirá, “después de Dios se lo debo a mi madre”. Es a ella que confió su deseo de convertirse en sacerdote, y es gracias a ella que pudo frecuentar la escuela del pueblo y continuar sus estudios más allá, mientras que su padre prefería dejarlo cuidar las ovejas y las vacas de la granja y, más tarde, ayudar a su hermano mayor a cultivar la tierra.


LA VOCACIÓN DE SERAFÍN.

En la familia de los Mochnin, pequeños comerciantes de la ciudad de Kursk, es también a la madre de Prójor a la que incumbió la tarea, luego de la muerte de su marido, de criar sus tres hijos de los cuales Prójor era el menor, y supervisar los trabajos de construcción de una gran iglesia que su marido, contratista de albañilería, no había tenido el tiempo de acabar, cuando la muerte lo llevó. Prójor amaba acompañar a su madre a la obra y fue allí que tuvo una caída peligrosa de la que se levantó sin daño, lo que fue considerado como un milagro. Otro milagro se produjo durante una procesión del icono de la Madre de Dios: a partir de que la madre de Prójor hubo acercado su hijo enfermo al icono, la curación se operó. La madre de Prójor, Ágata, era una mujer de gran fe y gran corazón. Caritativa y generosa, se ocupaba de los pobres y huérfanos, y era bien conocida en la ciudad por sus buenas obras. De ella es que heredó Prójor ese amor al prójimo que desplegó con toda su fuerza cuando, más tarde, fue solicitado por la multitud de peregrinos. Es ella también quien le dio su bendición, poniendo en su cuello una reliquia familiar, una gran cruz de cobre, cuando descubre su deseo de hacerse monje. Prójor, convertido en hieromonje Serafín, llevará toda su vida esa cruz sobre el pecho.

Ambos santos, habiendo recibido la ordenación sacerdotal, dirán que el comportamiento de un sacerdote para con sus fieles debe ser semejante al de una madre para con sus hijos. Consideraban también la protección de los huérfanos como una de sus más grandes tareas.

Habiendo terminado sus estudios primarios, Prójor emprendió una larga peregrinación a pie al monasterio de las Grutas de Kiev, a las tumbas de los santos monjes Antonio y Teodosio, para presentar su vida al Señor antes del paso decisivo por su vocación futura. Es aquí que recibió el consejo de ir a hacer su noviciado al monasterio de Sarov, en la región de Tambov. Se encontraban allí ya algunos monjes, originarios de Kursk, descendientes de la clase mercantil de dicha ciudad, como el ermita Marcos y el superior del monasterio. Éste, el padre Pacomio, había conocido a los padres de Prójor y lo acogió con alegría cuando se presentó a él en la noche del 20 de Noviembre de 1778, víspera de la fiesta de la Presentación de la santísima Virgen en el Templo.

Desgraciadamente, en dicha época, los tiempos eran muy poco favorables al desarrollo de la vida monástica, a la cual la política gubernamental, después de las reformas de Pedro el Grande y Catalina II, se volvía hostil.

El primer higúmeno del monasterio de Sarov, Juan, inculpado de traición al Estado, fue deportado y murió en un calabozo de San Petersburgo en 1757. Su sucesor, Efrén, fue igualmente detenido durante dieciséis años en una fortaleza. Devuelto hacia el fin de su vida (+ 1777) a su comunidad, se consagró sobre todo a obras de caridad. Durante la escasez de 1775 organizó distribuciones de víveres a los pobres de las aldeas vecinas que llegaban cada día por centenares. Dicho género de actividades no era siempre apreciado por las autoridades civiles, ya que los espesos bosques de Sarov abrigaban a veces a sujetos sospechosos, desertores o siervos evadidos propensos a la revuelta, que encontraban refugio en el monasterio. Eran tiempos de guerras interminables y el Estado tenía necesidad de soldados. Por esta razón el gobierno procedía al cierre de un gran número de monasterios y se oponía a nuevas tomas de hábito. Gracias a la protección del padre Pacomio, muy respetado en la región, Prójor fue admitido en el monasterio. Al decir de sus contemporáneos, era un joven robusto y bien proporcionado, de mirada viva e inteligente. Sus cabellos rubios encuadraban los finos rasgos de su rostro y sus ojos reflejaban la pureza de su alma.

Se lo confió a la dirección espiritual del staretz José, hombre inteligente y gran asceta. Un staretz, en el sentido literal del término, es un “anciano”, no obligatoriamente sacerdote, pero hombre experimentado en la oración y la ascesis, que los monjes escogen de entre ellos para guiarlos en la vida monástica. La tradición de los startsi es antigua y se remonta a los tiempos de los Padres del desierto. Abandonado por un momento en Rusia, recibió un nuevo impulso gracias al staretz Paisi Velichkovsky (1722-1794), contemporáneo de Prójor. Paisi llevó del monte Athos numerosos textos referentes a la oración, que tradujo del griego al eslavo y de los cuales hizo una selección titulada “Filocalia” (1). Con la publicación de dicha selección en Rusia, todo un mundo de espiritualidad se abría a los ojos de los ortodoxos.

Estaba, en primer lugar, la santificación del Nombre de Jesús por la oración llamada “del corazón”, que tiene por fundamento las palabras del publicano (Lc. 18, 13), a las cuales los cristianos han añadido el Nombre de Jesús, y cuya fórmula es: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Conservando su simplicidad, esta oración contiene lo esencial de la fe cristiana: el Nombre de Jesús significa “Salvador” en hebreo; su divinidad es señalada por el término “Señor”; “Hijo de Dios” expresa su filiación del Padre; la gracia del espíritu santo, reposando sobre Él, es significada por la palabra “Cristo”, que quiere decir “el Ungido”. Es, por consiguiente, el conocimiento del misterio de la Santísima trinidad el que en ella está implícitamente evocado.

Enseñando esta oración, los Padres atraen la atención de aquellos que la practican al ritmo de la respiración a causa de la correlación interior existente entre la respiración humana y el Soplo vivificante del Espíritu Santo. Insisten igualmente sobre el lugar del “corazón”, centro vital del ser que posee la fuerza de transformar al hombre total en aquel “cuerpo espiritual” del cual habla san Pablo. La oración debe hacerse en una atmósfera de calma y silencio que, en griego, se expresa por medio del término “hesiquia”, a consecuencia de que los ermitaños que la practicaban antiguamente eran conocidos bajo el nombre de “hesicastas”. Igual que la tradición de los startzi, la práctica de la oración de Jesús o del corazón, enseñada por ellos, existía desde siglos y era fielmente conservada en el Monte Athos. En Rusia, había tenido también sus adeptos, como san Nilo de Sora, pero las diferentes calamidades sobrevenidas en la región –guerras, invasiones, política secularizante del Estado- fueron causa de un cierto debilitamiento de su práctica.

Ahora bien, en la época en que Prójor pasaba su noviciado, un nuevo soplo comenzaba a hacerse sentir. El padre Teofanes (+1832), que había pasado una temporada, escribe en su autobiografía (2) que había allí en aquel tiempo en este monasterio startzi de gran santidad, entre los cuales estaba el nombre de los padres Efrén, Pacomio, Nazario y otros. Es, por consiguiente, en dicha escuela que Prójor recibe su formación espiritual. Cuando, más tarde, un novicio le pedirá consejos para progresar en la vida del espíritu, le responderá: “No tienes más que repetir la oración de Jesús y Dios mismo se acercará a tu corazón”. “Yendo y viniendo, sentado o de pie, en el trabajo como en la iglesia, deja estas palabras escapar constantemente de tus labios. Con esta oración encontrarás la paz interior y tu cuerpo y tu alma serán purificados. Adquirid la paz, decía aún, y miles encontrarán su salvación en torno tuyo”.

Iniciándose en la oración perpetua, Prójor debía también cumplir ciertas tareas. Alternativamente panadero, carpintero, leñador, cumplía con alegría su trabajo. Pronto se lo hizo lector y cantó con los monjes en la iglesia. Más tarde gustará recordar sus primeros años de noviciado. “Ah, si me hubieras visto, cuando acababa de entrar en el monasterio, decía, ¡qué alegre estaba! Cuando el canto en el coro no marchaba a causa de la fatiga, comenzaba a animar a los monjes con algunas palabras divertidas y de repente se ponían de nuevo a cantar de buena gana. Porque, sabedlo, Dios ama que el hombre tenga ante Él el corazón alegre. La alegría no es verdaderamente un pecado”. Dicha alegría juvenil, espontánea, se transformó, en el curso de los años, en un gozo profundo y constante, un gozo que abrevaba su alma como una fuente vivificante. En tal gozo cada rostro humano reflejaba para él la imagen del Resucitado y, gracias a ella, la salutación habitual del padre Serafín se convirtió en: “¡mi alegría, Cristo ha resucitado!”

Desde el tiempo de su noviciado, Prójor se instruía leyendo los escritos de los Padres que podía encontrar en la biblioteca del monasterio. Citará más tarde textos de las obras de los grandes Capadocios, así como aquellos de san Macario, san Juan Clímaco, san Isaac el Sirio, san Máximo el Confesor, san Simeón el Nuevo Teólogo y otros autores de la Filocalia. Sus lecturas de todos los días eran los Evangelios, el Salterio, los libros de la Biblia; las hacía, habitualmente, estando de pie, en posición de oración, y consideraba estas vigilias como un “aprovisionamiento” del alma. A su trabajo, sus lecturas y sus oraciones añadía ayunos rigurosos y, aunque robusto, fue obligado a guardar cama, afectado de hidropesía. Su cuerpo estaba hinchado y le causaba grandes sufrimientos que no tuvieron fin más que tres años más tarde, durante una aparición de la Madre de Dios. Mucha agua expulsó entonces de su cuerpo y se encontró curado. Un año después, en Agosto de 1786, fue autorizado a pronunciar sus votos monásticos de castidad, pobreza y obediencia y recibió entonces el nombre de Serafín que, traducido del hebreo, significa “flamígero”. Según la visión del profeta Isaías, este nombre pertenece a los espíritus angélicos de seis alas que asisten el trono del Señor glorificándolo con el canto del Sanctus (Is. 6, 2). En el mes de Octubre del mismo año, Serafín fue ordenado diácono, y los siete años de su diaconado, pasados en el altar, no fueron para él, decía, más que “claridad y luz”. “En mi alegría, que nada enturbiaba, decía él, olvidaba todo y mi corazón se fundía en mí como la cera al calor del fuego”.

El higúmeno Pacomio se llevaba a menudo consigo al joven diácono durante sus viajes pastorales, y sucedió un día de verano de 1789 que hicieron una visita a la superiora de una pequeña comunidad de mujeres en la aldea de Diveievo, a 12 km. de Sarov. Presintiendo la proximidad de su muerte, la madre Alexandra rogó encarecidamente al padre Pacomio y al diácono Serafín aceptar velar por la protección de sus “huérfanas”, como llamaba a las hermanas reunidas en torno de ella, lo que los dos monjes prometieron.

Sin embargo, no es más que una treintena de años más tarde que el padre Serafín, cuando fue liberado de la clausura, tuvo la posibilidad de ayudar eficazmente a las hermanas, ayudado por su hijo espiritual, Mijail Manturov.

El diácono Serafín tuvo, cuando celebraba la Liturgia de Jueves Santo con el padre Pacomio, una visión cuyos detalles no fueron conocidos más que posteriormente. Luego de la oración de entrada del sacerdote: “Señor, Dios nuestro... haz que nuestra entrada se efectúe con la entrada de tus ángeles que concelebran y te glorifican con nosotros”..., el joven diácono se paralizó de repente con una extraña inmovilidad, y los rasgos de su rostro cambiaron de expresión. Se lo hizo entrar en el santuario, donde permaneció tres horas, inmóvil, sin poder articular una palabra. Según las confesiones que hizo más tarde, se supo que se encontró cegado como por un rayo de sol, en medio del cual vio al Señor Jesucristo bajo el aspecto del Hijo del Hombre andando por los aires, en una claridad deslumbrante, rodeado de ejércitos de ángeles y arcángeles, querubines y serafines. Como la Iglesia recomendaba a los fieles apartar de su imaginación todo fenómeno visual, el padre Pacomio aconsejó al joven diácono no hablar de ello en persona, mas fue obligado a explicar él mismo, más tarde, lo que había pasado.

En 1793, el diácono Serafín recibió la ordenación sacerdotal, y todo el año celebró la Liturgia cotidianamente, haciendo crecer en él los carismas que Cristo había legado a los apóstoles: enseñanza de la Palabra, curación de los enfermos, exorcismo de los posesos y don de profecía. Si algunas autoridades eclesiásticas y ciertos monjes de Sarov reprocharán más tarde al padre Serafín ungir a los enfermos fuera del oficio tradicional del sacramento de la unción, les responderá que no hace más que obedecer la enseñanza de Cristo. Por lo demás, hacía siempre preceder dicho acto sacramental por una profesión de fe del enfermo y una plegaria de intercesión.

No se tiene noticia sobre la celebración litúrgica del padre Serafín luego de este primer año de sacerdocio. Se sabe sin embargo que, cunado recibía la santa Comunión en la iglesia o en su celda en el tiempo de su clausura, llevaba siempre sobre él las insignias de su sacerdocio: la estola (epitrajelion), las sobremangas y la cruz pectoral y es así como se lo representa en sus iconos. Insistirá con fuerza sobre la comunión frecuente de los fieles, lo que hará también el cura de Ars y es otro punto que les es común.

En Noviembre de 1794, el padre Antonio murió y el padre Serafín, profundamente afectado por dicha muerte, tomó la decisión de retirarse a la soledad de los bosques de Sarov. En aquella época su salud estaba de nuevo afectada, sufría de dolores de cabeza y experimentaba dolores en las piernas. El nuevo higúmeno, el padre Isaías, le hizo expedir un permiso y el 20 de Noviembre de 1794, exactamente dieciséis años después de su entrada en el monasterio, el padre Serafín lo abandonó para ir a vivir como ermitaño. Aparte de su estado de salud, otra razón quizás lo obligaba también a alejar se de la comunidad. Se puede intuir en su réplica al reproche que se le dirigía al respecto: “No son las personas de las que huyen los ermitaños, sino de sus vicios. Nos alejamos de la comunidad de hermanos no a causa de la falta de amor para con ellos, sino porque la impronta angelical con la cual se emparenta el estado monacal es a menudo profanada por las palabras y los actos”. Ya desde el tiempo de su noviciado, el padre Serafín amaba alejarse por algunos días en el bosque, donde se había construido una cabaña a 5 kilómetros del monasterio y que él llamaba su “desierto”, su Athos o su Jerusalén. Esta región rocosa era una verdadera “Tebaida” llena de grutas y poblada de ermitaños entre los cuales el padre Serafín tenía amigos. Las bestias salvajes se acercaban a tomar la comida de sus manos y se lo veía algunas veces en compañía de un gran oso.


LA VOCACIÓN DE JUAN MARÍA.

En Francia, en la misma época, es el tiempo del Terror. Se guillotina a los sacerdotes que no han prestado juramento por la Constitución, se arresta a aquellos que los alojan, se ataca a todos los signos del culto y la sangre corre a raudales. El horror del sacrilegio que Juan María Vianney ve a su alrededor será el comienzo de aquél “amor violento” que tendrá por el Dios que se persigue (3). La iglesia del pueblo de Dardilly es cerrada y su campanario derribado. Aquellos sacerdotes que han escapado de prisión surcan los caminos de pueblo en pueblo bajo diversos disfraces para celebrar la Misa en alguna granja aislada. La madre Vianney llevaba a sus hijos al caer la noche a dichos retiros clandestinos, y es en una habitación de castillo vecino, con los postigos bien cerrados, que Juan maría hace su primera comunión a la edad de trece años.

Con el acceso de Bonaparte al consulado, los sacerdotes que sobrevivieron a la deportación en Guyana y al confinamiento a las islas de Ré y Oleron, comienzan a regresar del exilio. En 1803 un cura, el padre Charles Balley, hermano de un cartujo guillotinado durante el Terror, es designado para servir la parroquia de Écully, vecina de Dardilly. Fundó allí una escuela presbiteral para reclutar vocaciones eclesiásticas y Juan María Vianney es admitido en ella algunos años más tarde gracias a las súplicas de su madre. Hasta entonces no ha tenido la ocasión de prepararse en los estudios: primero humilde pastor en los pastizales de la granja en el pequeño valle de Chante-Merle, luego labrador, no ha podido hacer hasta la edad de diecinueve años más que estudios primarios, y los cursos de latín y la filosofía de Descartes que se le imponía fueron tan arduos que, para remediar el desaliento que lo había invadido, resolvió en verano de 1806 hacer una peregrinación de un centenar de kilómetros a pie al santuario de La Louvesc, en Ardèche, a la tumba de san Francisco de Régis, el “apóstol de Vivarais” del siglo diecisiete (4). Juan María rezó con fervor y, vuelto a la escuela, retomó sus estudios con valor. En 1807, a la edad de 21 años, recibió el sacramento de la confirmación y el nombre de Bautista fue añadido a sus dos otros nombres. Es bajo este triple signo de santidad que vivirá en adelante Juan María Bautista Vianney. Sin embargo, como la enseñanza teológica en Francia sufría en esa época la influencia de un moralismo jansenisante, el futuro cura de Ars llevará mucho tiempo en su comportamiento y sus sermones la impronta del rigorismo moral de su maestro, el padre Balley.

Para señalar una perspectiva un poco divergente entre el cura de Ars y el padre Serafín, está permitido notar que la tradición occidental, marcada por un espiritualismo desencarnado y un intelectualismo doctrinal, heredado de san Agustín y santo Tomás de Aquino, se había alejadote las fuentes espirituales auténticas de las cuales extraía su inspiración la tradición de los Padres orientales, y uno de cuyos depositarios fue el padre Serafín.

Sin embargo, si el comienzo del ministerio pastoral del cura de Ars lleva aún la marca de su formación escolar, es importante señalar que ha podido liberarse en el curso de los años de la rigidez y las exigencias doctrinales de su tiempo y encontrar, bajo la acción del Espíritu Santo, las raíces comunes a Oriente y Occidente.

En otoño de 1809, el llamado a las filas militares interrumpe los estudios del joven Vianney. Algunos días después a su llegada al cuartel de Lyon, ya debilitado por los esfuerzos escolares y las privaciones, cae enfermo y es trasladado al hospital; después recibe la orden de reunirse con su destacamento con destino a la frontera con España. Parte a pie, se pierde en los montes de Forez, y pone su destino en las manos de Dios. Ahora bien: en la región lyonesa se consideraba a Napoleón como un usurpador, se le reprochaba sus batallas sangrientas y la mayoría de los campesinos de la región conservaban lazos estrechos con el Antiguo Régimen. Por eso, el alcalde del municipio de Noës instaló a Vianney en el granero de la granja de los Robins que pertenecía a su primo, y es allí que el “desertor a pesar suyo” pasó varios meses bajo el nombre de “Jérôme Vincent” hasta el momento en que Napoleón otorgó una amnistía a los refractarios (Marzo de 1810). Durante su exilio, Juan María se relacionó, entabló amistades, formó clandestinamente en torno suyo un grupo de niños y les dio cursos de catecismo. Varias veces corrió el riesgo de ser arrestado por gendarmes, pero no fue jamás denunciado.

No es más que en 1813 que pudo regresar a Écully y retomar sus estudios. El padre Balley, que le había tomado afecto, lo presentó a la primera tonsura que se le daba a los seminaristas el año de su retórica y Juan María Bautista pudo vestir la sotana. Tenía aproximadamente veinticinco años y, con el fin de acelerar sus estudios, el padre Balley lo envió al pequeño seminario de Verrières para el año de filosofía, pero el joven seminarista pocas cosas de la dialéctica y la lógica que se le enseñaba. Para los cursos del “año escolástico” de 1813-1814 entró al gran seminario san Ireneo de Lyon. Para facilitar sus estudios, se le dio algunas lecciones particulares explicándole las nociones de teología en francés, pero todos los esfuerzos que empleó para comprender estas materias no dieron más que un resultado mediocre y tuvo que ser aplazado.

Como a la diócesis de Lyon le faltaban sacerdotes, las autoridades eclesiásticas se mostraron más indulgentes. Se informó sobre el aspecto moral y la piedad del seminarista y el 2 de Julio de 1814, el día de la fiesta de la Visitación de Nuestra Señora, se lo presentó para las órdenes menores y el subdiaconado. El año siguiente fue ordenado diácono y, seguidamente, gracias a las gestiones del padre Balley, se decidió presentarlo para la ordenación sacerdotal en Grenoble. Enajenado de alegría, el joven diácono cubrió a pie los cien kilómetros que separan Lyon de Grenoble, por los caminos del Delfín invadidas de soldados enemigos, para recibir el 13 de Agosto de 1815, a la edad de veintinueve años, la ordenación sacerdotal. No ha revelado las impresiones experimentadas durante dicho acontecimiento tan largamente esperado, pero dirá más tarde, hablando del sacerdocio “¡Oh, que cosa grande es el sacerdote! ¡El sacerdote no se comprenderá bien más que en el cielo!... Si se le comprendiera sobre la tierra, se moriría, no de espanto, sino de amor”. Consideraba el misterio del sacerdocio como una extensión del de Jesucristo y, fuera de la ofrenda eucarística, que ocupaba para él el primer lugar, estaba la responsabilidad ante Dios del pastor al cual la salvación de las almas le había sido confiada, lo que le hacía estremecerse. “Salvar las almas”, tal era el deseo ardiente de su juventud. Ahora que dicha labor se le presentaba, le parecía más allá de sus fuerzas. “Un sacerdote, dirá, debe ser un santo, un serafín”.

Celebró su primera Misa el 14 de Agosto, vigilia de la Asunción, en Grenoble y, a su retorno a Écully, el padre Balley le informó la novedad de su nombramiento en el puesto de vicario de esa parroquia. Algunos meses más tarde, el padre Vianney recibió los poderes necesarios para confesar y su primer penitente fue su viejo maestro, el padre Balley.

Se puede señalar una diferencia en la concepción del sacramento de la penitencia entre el cura de Ars y el padre Serafín. Para este último, el sacerdote, recibiendo la confesión de los penitentes, no es más que el testigo ante Dios, mientras que, según la concepción del cura de Ars, el sacerdote es revestido de todos los poderes por Dios, es juez y “después de Dios es todo”. Es el peso de esta gran responsabilidad el que pesaba sobre el padre Vianney y el que lo obligaba a menudo a hacer volver a los penitentes varias veces antes de darles la absolución.

El vicariato del padre Vianney en Écully no fue de larga duración. El pastor Balley, minado por las pruebas del tiempo del Terror y los esfuerzos ascéticos a los cuales se sometía, expiró el 17 de Diciembre de 1817, a la edad de sesenta y cinco años, llorado por su abnegado discípulo. Como recuerdo de su maestro, el futuro cura de Ars conservará hasta su muerte el pequeño espejo del padre Balley “que había reflejado su rostro” y el cilicio gastado que él había llevado.

Se mantuvo algún tiempo el vicario Vianney en la parroquia de Écully, pero el nuevo cura encontraba a su vicario “exagerado” a causa de su comportamiento, su modo campesino, su aire de “trapense”. A comienzos de Febrero de 1818, el padre Juan María Vianney se enteraba que la capilla de Ars-en-Dombes le era confiada.

La pobre aldea a la cual pertenecía contaba con apenas 230 habitantes y, entre las parroquias del departamento del Ain, era considerada como una especie de Liberia por el clero de Lyon. La región había conocido las consecuencias deplorables de la Revolución, había tenido apostasías entre los miembros del clero, el culto de la diosa Razón había sido practicada en ella algún tiempo y, en contraste, una secta jansenista se había organizado en Fareins, a dos leguas de Ars.

La castellana de Ars, la condesa de Garets, quien así como su hermano, había sido el sostén más importante durante los años difíciles del cura, sufría también la influencia jansenista de su tiempo. Entregando el papel de nombramiento al padre Vianney, el vicario general le dijo: “No hay mucho del amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá allí”.

Los primeros pasos del nuevo cura fueron tomar contacto con los habitantes, de los cuales los más jóvenes, crecidos durante la Revolución, ignoraban todo de la religión. Había también mucha miseria, huérfanos sin socorro, niños abandonados. Pero los cabarets del pueblo estaban siempre frecuentados, los bailes atraían a la juventud t la iglesia permanecía vacía los domingos. Para convertir a sus futuros parroquianos, el padre Vianney se levantaba a los primeros rayos de la aurora, iba directo al santuario y comenzaba a decir sus oraciones. A veces se lo divisa arrodillado en los bosques vecinos implorando a Dios que tenga piedad de él y su rebaño. Criado en el campo, amaba la vida de los campos y los bosques, amaba el canto de las aves, y compara el alma que reza con una golondrina en su vuelo hacia el cielo. Más tarde, cuando las multitudes lo asediarán y lo “clavarán a la cruz de su confesonario”, intentará varias veces abandonar su parroquia. Desgarrado entre su responsabilidad pastoral y su deseo de “acabar su pobre vida” en el desierto, tratará de unirse a la Trapa o volver a su aldea natal de Dardilly. Sus biógrafos señalarán tres de estas “fugas”.

Ahora bien, cada vez que se propondrá huir el rebaño innumerable que lo acosaba, sus feligreses, lo harán volver a la fuerza a la aldea. Entonces retomará sus catecismos, sus sermones, continuará por el pasar de las horas, hasta tarde en la noche, confesando a los penitentes y la afluencia de peregrinos se volverá cada vez más considerable. Los visitantes señalarán, sin embargo, que la atmósfera de la pequeña aldea de Ars había cambiado en el curso de los años: “Ars no es más Ars, dirán. No más personas ociosas en los cabarets los domingos, no más bailes la vigilia de las grandes fiestas y la iglesia está siempre llena de gente en oración”

Pero el comienzo de la labor pastoral fue dura para el joven cura. A sus oraciones por la salvación de las almas añadía penitencias, creyéndose siempre un pastor indigno e ignorante y, a la tarde, antes de tenderse sobre el suelo del granero, se flagelaba sin piedad. “Cuando se es joven, dirá más tarde, se hacen imprudencias”. Había rechazado los muebles que la condesa des Garets le había enviado, y todo lo que los feligreses le daban, lo distribuía entre los pobres. Como alimento hacía cocer papas para toda la semana o “mâte-faims” para toda la semana y llegaba a veces a no comer nada durante dos o tres días. Una vecina lo sorprendió una vez recolectando acedera en el jardín de la casa parroquial. “¿Coméis, pues, hierba?”, le preguntó. Un poco avergonzado, respondió que había probado no comer más que eso, pero no había podido continuar.


A PLENO SOL

Encontramos aquí el mismo comportamiento que de san Serafín. “¿Conoces el bupleoro?, preguntó un día a una hermana de Diveevo. ¿Sabes que es muy buena para comer? Durante cerca de tres años no me alimentado más que de ella, la secaba para el invierno, y hacía un plato excelente”. Ambos habían sido despiadados con su cuerpo –que el cura de Ars llamaba “cadáver”–; el padre Serafín no aconsejará, sin embargo, a los demás grandes mortificaciones, porque, dirá, “el cuerpo debe ser ayuda y amigo del alma, si no puede suceder que, estando debilitado el cuerpo, el alma también se extenúe”. San Serafín no llevaba cilicio como el cura de Ars, pero se sabe que además de la cruz pectoral dada por su madre, llevaba en el dorso, bajo su sotana, otra gran cruz de cobre. Trasladaba también grandes bolsas repletas de piedras para bordear la orilla del manantial en el bosque y decía, cuando se lo cuestionaba sobre esta cuestión: “Atormento a aquel que me atormenta”.

Debe decirse que los “tormentos” que sufrían los dos santos eran idénticos: desalientos, angustias, sentimiento de ser abandonado por Dios. Ambos eran igualmente perseguidos por ataques diabólicos. “Aquel que ha escogido la vida del desierto, decía el padre Serafín, siempre debe estar listo para el combate” y, si llevaba dicho combate en silencio, en su ermita, los vecinos del cura de Ars, oyendo los gritos elevarse desde la casa parroquial, acudían asustados, creyendo que se habían metido ladrones allí. Pero el cura los tranquilizaba relajadamente: “No es nada, es el gancho” –mote que daba al demonio–. “El gancho tiene muy fea voz”, decía. En cuanto al padre Serafín, cuando se le preguntó como eran los demonios, respondió brevemente: “Son repugnantes”.

Los ataques de Satán se volvían más agresivos en la parroquia de Ars cuando un “pez gordo” –nombre con el cual el cura designaba a un pecador incorregible– debía llegar. Un viento frío penetraba en la celda del padre Serafín cuando rezaba por un alma pecadora, los cirios se apagaban y todo parecía invadido por tinieblas. “El diablo es frío”, decía.

Para repeler los ataques del Maligno, el padre Serafín, como los antiguos estilitas, permaneció mil noches y mil días arrodillado, con los brazos en cruz, en oración sobre una piedra de granito. Durante tres años, se impuso el silencio y pasó cinco años en reclusión. Fue una vez atacado en el bosque por tres campesinos que creían encontrar dinero en su morada. Fue golpeado, soportó sus sufrimientos sin quejarse y pidió que no se castigue a sus agresores cuando fueran arrestados. Aquellos años de luchas y pruebas, de oración perpetua y ascesis, lo prepararon para convertirse en “staretz”, cuya experiencia será puesta al servicio de los hombres. Comenzará entonces a reorganizar la comunidad de las religiosas de Diveevo, cumpliendo la promesa dada a la madre Alexandra.

Al comienzo, su labor no le fue fácil, ya que la actitud del monasterio para con la comunidad había cambiado después del nombramiento del nuevo higúmeno, el padre Nifonte, que encontraba abrumante proveer a las hermanas de víveres a cambio del trabajo que ellas llevaban a cabo desde el tiempo de los precedentes higúmenos. El número de hermanas había disminuido y la nueva superiora, a pesar de las reglas austeras de la comunidad, no llegaba a satisfacer todas las necesidades. Es, pues, a dicha obra que el padre Serafín sacrificó sus fuerzas y su tiempo. Los habitantes de las aldeas vecinas reclamaban también sus concejos y su dirección espiritual. Vivía en la región de las minas de hierro y los obreros que allí trabajaban se entregaban frecuentemente a la bebida, al exceso y al bandolerismo. “Era un nido de Satán, decía el padre Serafín, hacía falta rezar mucho para que Dios quiera hacer desaparecer los ejércitos del diablo de aquellos lugares”.

En dicha época (1822-1825), ambos santos están en posesión de todos sus carismas revelados al mundo por una serie de milagros, curaciones, manifestaciones de clarividencia y profecía. Si antes habían evitado la sociedad de las mujeres, se consagraban ahora a su educación y su formación espiritual.

En 1824, el cura de Ars concentra su actividad a la fundación de una casa para los jóvenes huérfanos de las aldeas vecinas, que él llamará “Providencia”. Esta obra, aunque proporcionándole alegrías, fue también causa de grandes problemas, tanto materiales como morales. Debió soportar vejaciones y calumnias, se criticaba sus catecismos, las expresiones a veces “triviales” que empleaba, la ausencia de reglas gramaticales en sus sermones, la pobreza y la falta de higiene de la instalación. Su juez más severo fue su auxiliar, el padre Raymond, que el cura mismo había alentado en otro tiempo en los estudios. El joven vicario no dudaba de la santidad de su cura, pero consideraba dicha parroquia como puesta bajo su responsabilidad personal, mostraba un autoritarismo extremo y trataba a su superior con dureza. Se metía también en los asuntos de la “Providencia”, usaba su influencia y las autoridades civiles terminaron por eliminar el personal de dicha institución cuya directora, Catherina Lassagne, había sido durante años la colaboradora fiel del cura de Ars. Catherine Lassagne ha dejado preciosos testimonios de su padre espiritual. Bajo la presión del padre Raymond, la “Providencia” fue traspasada a las hermanas de la congregación de san José.

Problemas semejantes, relativos a la comunidad de Diveevo, le sucedieron al padre Serafín. Un joven de la ciudad vecina de Tambov, Ivan Tijonovich, habiendo oído hablar de los milagros que se producían en Sarov, y la multitud de peregrinos que allí afluían, quiso hacer allí su noviciado. No fue admitido y comenzó a frecuentar al padre Serafín, afin de ser iniciado por él en la vida monástica. Deseaba imitar la vida de los Padres del desierto, llevar un cilicio que se hizo encargar, y obtener los carismas de un staretz. Apenas entró en la celda del padre Serafín este le dijo: “Si un niño quisiera usar un cilicio, ¿crees que eso le convendría? El cilicio del monje es la paciencia que ejerce. Los monjes que no han alcanzado la paciencia y la humildad no son más que tizones, ya que no es la capa monacal la que hace al monje”. Mientras frecuentaba al staretz, Ivan Tijonovich conoció la comunidad de Diveevo, se metió allí como jefe de coro para dirigir el coral de hermanas “a la manera italiana” como se lo hacía en San Petersburgo, y decidió modernizar la organización del convento. “Te vuelves viejo, decía al staretz, ¡confíame tu huérfanas!”. Las intrigas que llevó sembraron la discordia entre las hermanas; algunas tomaron partido por el “intruso”, atrajeron la atención de las autoridades eclesiásticas y civiles, y esa historia causó mucha pena al padre Serafín. Los monjes de Sarov, por su lado, acusaban al staretz de talar el bosque en los montes del monasterio y de darlo a las hermanas, hacían pesquisas en la morada del padre y en Diveevo y, si la gracia divina no se hubiera manifestado en cada incidente para rehabilitar el comportamiento del padre Serafín, habría sido penoso para el staretz soportar todos estos ultrajes.

Pero las alegrías con las que fueron gratificadas las dos obras hacían olvidar los sufrimientos de ambos padres. La “multiplicación” del pan y el harina en la comunidad de Diveevo y en la “Providencia”, están inscritas en sus anales respetivos. Ambas instituciones habían sido puestas bajo la protección de la Santísima Virgen, cuyas apariciones fueron numerosas tanto en Diveevo como en Ars. “No se atrevería meter el pie sobre semejante suelo, si no sabía lo allí había pasado”, decía el cura de Ars, y el padre Serafín indicó a las hermanas un pequeño sendero que bordeaba su terreno donde “los pies de la Purísima se habían posado”.

Es en un clima de “fioretti” y de “leyenda dorada” que se pasaba la vida de estas santas y jóvenes mujeres. Los relatos de Catherine Lassagne así como los testimonios de las hermanas de Diveevo reflejan con fidelidad y amor la imagen luminosa de sus padres espirituales.

Sería demasiado largo relatar todas las enseñanzas de ambos santos, las emociones que conocieron, las visiones de la Santísima Virgen con la cual hablan en sus habituales apariciones, describir el estado luminoso en el cual testigos los habían visto, el fenómeno de levitación que se producía en el momento en que rezaban, cuando su cuerpo quebrantaban la fuerza del peso, fenómeno del mismo orden que la aureola y el resplandor.

“Dios es un fuego”, decía el padre Serafín y, para dar testimonio de dicha verdad y recordarla al mundo, el staretz hizo participar a su amigo, Nicolás Motovilov, en la visión de la luz deslumbrante que los envolvió a ambos y en medio de la cual el rostro del padre Serafín resplandecía, más brillante que el sol. “No es a ti solo que esta manifestación divina ha sido hecha, le dijo el padre Serafín, sino, por medio tuyo, al mundo entero… ¡habla de ello a todos!”. Dicha manifestación era la del Espíritu Santo, cuya adquisición debe ser la meta esencial de la vida humana, para preparar el advenimiento del Reino.

Si el cura de Ars ha concedido a algunos confidencias sobre las revelaciones que había recibido, siempre se apresuraba a atenuarlas. Pero reviviendo los recuerdos de su vida interior, exclamaba todo radiante, sin precisar: “¡Ah, qué gracia, pero qué gracia!”

Cuando el cura de Ars trasladó sus catecismos de la clase de la “Providencia” a la iglesia, a causa de los peregrinos, y como sus sermones se encontraron liberados del carácter libresco de los sermonarios utilizados en otro tiempo, ya que no tiene en adelante más tiempo de prepararlos, ellos tomarán un impulso y una espontaneidad tales que el célebre predicador Lacordaire, venido a escuchar a este cura que se le había descrito de modo muy poco favorable, no disimulará su admiración. El sermón se refería a la recepción del Espíritu Santo, sobre los efectos que produce cuando el hombre está dispuesto a recibirlo y sobre la felicidad que de ello experimenta. Separándose del cura, Lacordaire se postró ante él pidiéndole su bendición. Testimonió en el castillo del conde des Garets que el sermón sobre el Espíritu Santo “había iluminado y desarrollado una idea que elaboraba desde muchos años”. Los contemporáneos del cura de Ars que lo conocían de cerca, lo llamaban “receptáculo del Espíritu Santo”.

Los dones de clarividencia y profecía que poseían ambos santos provenían de la perfecta obediencia a la voluntad de Dios que habían adquirido. “Soy como un cepillo en las manos del buen Dios”, decía el santo cura, y cuando se quería saber como llegaba a penetrar los secretos del corazón humano y prever el porvenir, respondía escabulléndose: “Bah, es un recuerdo”, o bien: “Oh, es una idea que me ha pasado por la cabeza”.

El padre Serafín, en cuanto a sí mismo, decía: “Igual al hierro entre las manos del herrero, me he entregado completamente a Dios y no digo a quien viene más que lo que Dios me ordena decirle. El corazón del hombre es un misterio, sólo Dios lo conoce y si llegaba a buscar la respuesta yo mismo, me engañaba. No hablo más que cuando la palabra me ha sido dada.


EL LLAMADO DE DIOS

Las condiciones en las cuales el Señor ha querido llamar a los dos santos fueron diferentes.

“Prisionero” de los peregrinos que lo rodeaban hasta el último momento de su vida, el santo cura de Ars agonizaba, tendido sobre su lecho de pasto ante el público. Los habitantes de la aldea, los peregrinos, la multitud, se apresuraban en el patio de la casa parroquial, empujando a los médicos, invadiendo el cuarto del moribundo, pidiendo la bendición de los objetos de piedad. El 4 de Agosto de 1859, en una noche de tormenta y calor tórrido, “en el estrépito de los relámpagos y del trueno”, el cura de Ars dio su último suspiro, acompañado por las palabras de las oraciones por los agonizantes: “Que los santos ángeles de Dios vengan a tu encuentro y te introduzcan en la Jerusalén celestial”

San Serafín murió en la noche del 2 de Enero de 1833 en su celda del monasterio, arrodillado ante el icono de la Virgen. Una de las páginas de su Evangelio abierto se consumía al fuego del cirio encendido, y es el olor a quemado el que atrajo la atención de los monjes. El staretz había predicho que su muerte sería anunciada por el fuego. En la noche, se lo había oído aún cantar los himnos pascuales que amaba tanto y, cuando los monjes penetraron en su habitación, lo creyeron dormido de fatiga, ya que su cuerpo había aún conservado su calor.

Se cuenta que a la hora de su muerte una luz extraordinaria iluminó el cielo, y un monje, viéndola, exclamó: “¡Es el alma del padre Serafín que se eleva hacia el trono del Señor!”.



(1) Para extractos de la Filocalia véase: Petite Philocalie de la prière du coeur, traducida y presentada por Jean Gouillard, Seuil, 1968. Para hacer publicar la Filocalia en Rusia, el metropolita de San Petersburgo, Gabriel, se hizo aconsejar por un anciano de Sarov, el padre Nazario, y la selección fue editada en 1794 bajo el título de Dobrotolubie. El padre Serafín conocía bien estos textos y se refería a ellos constantemente.

(2) Véase Igor Smolitsch, Moines de la Sainte Russie, traducido del alemán por J. Alzin y P. Chambard. Ed. Mame, 1967, págs. 106-117.

(3) ¿El padre Serafín hace alusión a estos acontecimientos sucedidos en Francia cuando habla del Anticristo que se pone a derribar las cruces de las iglesias o es una proyección sobre el porvenir de su país donde sucesos semejantes tendrán lugar? En todo caso, la secularización del mundo no paraba de agobiarlo y predecía la cólera de Dios que podría sobrevenir sobre la humanidad cegada por las “luces” de este siglo.

(4) ¿No encontramos aquí todavía un rasgo común que une ambos santos: ese deseo de ponerse a la escucha de Dios durante una peregrinación, y un retiro con el fin de orientarlos y afirmarlos en la dirección que el Señor les había indicado?


Aparecido en Le Messager orthodoxe, Nº 54, 1971. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

No hay comentarios:

Publicar un comentario