sábado, 13 de febrero de 2010



Domingo del Fariseo y el Publicano



Lev Gillet







Icono del fariseo y el publicano



“Ábreme las puertas de la penitencia, oh Tú que das la vida”. Así canta la Iglesia en los matutinos del primero de los cuatro Domingos que preparan a la Cuaresma. De hecho, este Domingo podría ser considerado como una puerta: una puerta por la cual entramos en el periodo sagrado que nos conduce a Pascua; una puerta que nos da acceso a la atmósfera de penitencia, a la vida de penitencia que la Cuaresma debería aportar a cada uno de nosotros. Recordemos que la palabra “penitencia” o “arrepentimiento” es una traducción del término evangélico griego metanoia: éste significa “cambio de espíritu”. Se trata mucho más que de la práctica de una cierta penitencia exterior. Lo que se pide de nosotros es el cambio radical, la renovación, la conversión.

Este Domingo, en el calendario litúrgico, lleva el nombre de “Domingo del Fariseo y el Publicano”. La Iglesia, a fin de exhortarnos al verdadero arrepentimiento, vuelve a poner ante nuestros ojos aquella imagen de los dos hombres que suben al Templo para orar y de los cuales uno es justificado a causa de su humildad y su contrición sincera. La parábola del Fariseo y el Publicano que leemos en la liturgia, es, si se puede decir, la más peligrosa de todas las parábolas. Porque estamos tan habituados a condenar el fariseísmo que parecemos proclamar esto: “yo, al menos, a pesar de todos mis pecados, no soy un fariseo. Yo no soy un hipócrita”. Olvidamos que la oración del fariseo no es enteramente mala. El fariseo constata que ayuna, que da limosna, que está exento de los más groseros pecados; y todo esto es verdadero. Además, el fariseo no se atribuye todo el mérito de sus buenas acciones; reconoce que vienen de Dios, y le da gracias.

La oración del fariseo peca bajo dos aspectos. El fariseo carece de arrepentimiento y humildad, no parece tener conciencia de las faltas, quizás veniales, de las cuales es culpable, como todos los hombres; y, por otra parte, se compara al publicano con un cierto orgullo, un cierto desprecio. Pero, ¿tenemos el derecho de condenar al fariseo, de considerarnos como más justos que él, si en primer lugar violamos los mandamientos que el fariseo observa? ¿Tenemos el derecho de ponernos –por oposición al fariseo- en el mismo plano que el publicano justificado? No podemos hacerlo más que si nuestra actitud es exactamente la del publicano. ¿Osaremos decir que tenemos la humildad y el arrepentimiento del publicano? Si condenamos con ostentación al fariseo sin convertirnos en publicano, caemos en el fariseísmo mismo.

Miremos más de cerca al publicano. No osa levantar los ojos al cielo, se golpea el pecho, implora la misericordia de Dios, se reconoce pecador, se pone en una actitud física de humildad (Jesús mismo, como ha dicho un santo, ha tomado de tal modo el último lugar que nadie ha podido jamás quitárselo). Es por ello que el Salvador dice: “Este hombre ha vuelto a su casa más justificado que el otro”. Notemos que Jesús dice “más justificado”, dejando en cierto modo abierto a nuestro pensamiento el caso del fariseo. Y Jesús añade: “El que se exalte será abajado, y el que se humille será exaltado”.

Intentemos explorar aún más profundamente este episodio. ¿El publicano es justificado porque confiesa su pecado y se encuentra humildemente ante Dios? Hay, en el caso del publicano, algo más. El corazón de la oración del publicano es una llamado lleno de confianza a la bondad, a la ternura de Dios. “¡Oh Dios, ten piedad de mi, pecador!”, dice. Estas primeras palabras, “ten piedad de mí”, son también las primeras palabras del Salmo 50, el cual es esencialmente el Salmo de la penitencia: “Ten piedad de mí, oh Dios, en tu misericordia y, según la grandeza de tu compasión, borra mi iniquidad”. El hecho que Jesús escoge estas palabras para ponerlas en boca del publicano y para así hacer de ellas el modelo de nuestras oraciones de penitencia, proyecta una gran luz sobre el alma del Salvador, sobre sus intenciones. Lo que Jesús pide del pecador arrepentido (y de cada uno de nosotros) es sobre todo este abandono, esta confianza absoluta en la tierna misericordia y la piedad de Dios.

La Iglesia, en los matutinos, extrae así la conclusión de la parábola evangélica y formula el pensamiento central de este Domingo: “Señor, que has reprochado al fariseo por justificarse a sí mismo y enorgullecerse de sus acciones; Tú, que has justificado al publicano cuando se acercó humildemente, pidiendo con suspiros el perdón de sus faltas, ya que Tú no te acercas a pensamientos arrogantes ni te apartas de los corazones contritos. A causa de ello, también nos arrodillamos modestamente ante Tí, oh Tú que has sufrido por nosotros: concédenos tu perdón y gran misericordia”.

La Epístola de este Domingo está tomada de la segunda carta del Apóstol san Pablo a su discípulo Timoteo (3, 10-15). El Apóstol recuerda a Timoteo todo lo que él, Pablo, ha tenido que sufrir: persecuciones y aflicciones de toda clase. Exhorta a Timoteo, quien desde la niñez ha sido criado creyendo en Cristo y en las Escrituras, a no desanimarse, y a perseverar con caridad y paciencia. En vísperas de Cuaresma, esta epístola nos advierte que las pruebas y dificultades no faltarán durante la santa preparación para Pascua. Tanto a Timoteo como a nosotros, Pablo dice: “Perseverad en las cosas que habéis aprendido y confiado, sabiendo de quienes lo habéis aprendido”.



Extracto de L’An de grâce du Seigneur. Éditions du Cerf, 1988. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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