lunes, 18 de abril de 2011



El significado espiritual del icono de la Santísima Trinidad de Andrei Rubliov




Lev Gillet







El icono de la Trinidad de Andrei Rubliov (1) es a menudo considerado como el punto culminante de la iconografía rusa, e incluso aquellos que están poco preparados para percibir la exquisita belleza de su diseño y colorido y para penetrar la profundidad de su simbolismo no pueden dejar de ser impresionados por la frescura, la ternura, la emoción contenida en esta obra maestra. Éste ha dado lugar a una abundante literatura, donde el acento ha sido puesto sobre la historia y la técnica antes que sobre la interpretación espiritual. Es desde este último punto de vista que lo querríamos tratar ahora. Desearíamos intentar responder en términos muy simples a esta cuestión: ¿qué nos dice de la Santísima Trinidad el icono de Rubliov?

Para fijar las ideas, recordaremos la disposición del icono. Tres ángeles, reconocibles por sus alas, están sentados alrededor de una mesa. Sobre esta mesa está puesta una fuente. En el fondo, se esboza un paisaje más que precisarse. Vemos allí un árbol y un edificio. Se trata de una representación del episodio descrito en el capítulo 18 del libro del Génesis. El Señor, se dice allí, se apareció a Abrahán en la llanura de Mambré, bajo la forma de tres hombres (la Biblia no pronuncia aquí el término “ángeles”). Abrahán los invitó a descansar y les ofreció comida. La tradición patrística ha visto en estos tres visitantes una figura de las tres personas divinas. Posteriormente, la tradición iconográfica bizantina ha escogido representar la Trinidad bajo el aspecto de tres hombres, hogaño ángeles, sentados en la mesa de Abrahán. El icono de Rubliov se inserta, pues, en una larga tradición consagrada. Pero quizás nos hable más de lo que lo hacen los demás eslabones de la cadena.

Observamos en primer lugar el ritmo o movimiento circular que parece arrastrar a todos los elementos del icono. La posición de los asientos, entrevistos lateralmente, la de sus escabeles, la posición incluso de los pies de los dos ángeles del primer plano, la inclinación de sus cabezas: todo esto evoca, sugiere un movimiento “dirigido” (en el sentido contrario de las agujas del reloj). Este movimiento se manifiesta asimismo en el segundo plano. El árbol se inclina hacia la izquierda (del espectador) como bajo el soplo de un viento fuerte. A la izquierda incluso se inclinan los trozos recortados del tejado del edificio. Este ritmo expresa la circulación y la comunicación de la misma vida divina entre las tres personas. Pero éstas no se retraen en un sistema cerrado. Su ritmo es un ritmo de adopción, de efusión, de donación, de generosidad y de gracia. Su condescendencia admite, invita al círculo divino al ser creado, pero permanecerá distinto y en su propio lugar. Inclinando el árbol, el movimiento circular de la vida divina alcanza a la naturaleza. Inclinando el tejado del edificio (el cual, a juzgar por su estilo general y, más especialmente por el de la ventana y la puerta, es una iglesia), alcanza a la humanidad orante, a la humanidad en su más alta potencia. El mundo “adoptado” constituye de algún modo la periferia. Las tres personas residen en el centro. Esto es indicado por una sutil degradación de los colores. Los tonos oscuros –azul, granate, naranja, verde- de las vestimentas de los ángeles están rodeados del amarillo fuego más suave de las alas y de los asientos y de la pálida transparencia dorada del segundo plano. La realidad máxima es la de las tres personas. “Yo soy el que soy” (Ex. 3, 14).

Observemos ahora los rasgos de las tres personas. No tienen edad, y sin embargo producen una impresión de juventud. Carecen de sexo, y sin embargo unen la robustez precisa a la gracia. Las fisonomías y los gestos no han sido “construidos” en vistas de agradar, y sin embargo la atracción que se despliega es inmensa. Los demás símbolos trinitarios –por ejemplo, el Anciano de Días, el cordero, la paloma, tres hombres sentados en un mismo trono- han sido representados. Pero, a nuestro parecer, ninguna representación es tan apta como el icono de Rubliov para “introducir” al creyente en la realidad viviente de las tres personas. ¿Por qué? Porque Rubliov ha sabido expresar de manera única la eterna juventud y la eterna belleza de las tres personas. En teoría, se conoce muy bien todo esto. Pero cuando en lugar de un anciano con barba y cabellera blanca y de una impenetrable paloma, se encuentra, gracias a una obra de arte, la belleza y la juventud del Hijo en el Padre y en el Paráclito, se recibe como una revelación práctica, no de conceptos, sino de actitudes. En adelante, se lo “ve”, uno “se acerca”, se siente a los tres de modo diferente, porque nos ha sido sugerido ahora que son distintos, no de lo que creíamos, sino de lo que imaginábamos (por lo demás, más o menos a pesar nuestro). Y, en nuestra nueva visión –de eterna juventud y belleza, de indescriptible encanto de los tres- existe más calor, más atractivo, más gozo, más reliada personal que en la “pintura abstracta” que habíamos deducido de esquemas teológicos. “Tus ojos verán al rey en su belleza” (Is. 33, 17).

Cada uno de los tres ángeles lleva en la mano un bastón largo y muy delgado. Es que cada persona divina es un viajero, un peregrino. Sólo el Verbo se ha hecho carne, pero se ha hecho carne por el poder y la voluntad del Padre y del Espíritu. En ningún momento las otras dos personas eran extrañas a la obra de salvación del Hijo, en ningún momento cesan de venir hasta nosotros y de obrar sobre nosotros de una manera invisible. El icono pone de relieve la participación de toda la Santísima Trinidad en la Encarnación. Los tres bastones constituyen una declaración y una promesa. Declaran que los tres ya han venido hacia los hombres. Prometen que los tres vendrán aún. Nuestro Dios en tres personas viene, viene para siempre.

El término de esta venida es la habitación de las tres personas entre los hombres. Es por ello que los tres ángeles han aceptado la hospitalidad de Abrahán. Están sentados a su mesa, cerca de su tienda (Gn. 18, 1-2), bajo un árbol (Gn 18,3). El árbol y la iglesia representados en el icono significan el árbol y la tienda del relato bíblico. El icono evoca la vida divina de las tres, más la relaciona con una mesa humana, con las necesidades humanas. Las tres personas quieren ser para nosotros más que visitantes o huéspedes de paso. Existe una habitación de la Trinidad en el alma de los siervos de Dios. La comida de reino mesiánico se cumple allí invisiblemente. “Si alguno me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20). “Iremos a él, y haremos en él nuestra morada” (Jn 14,23).

Pero, ¿qué hay sobre esta mesa en torno a la cual los ángeles están sentados? Un plato está colocado allí. Distinguimos mal lo que contiene. Sin embargo, el estudio del icono hecho con los medios apropiados devela la cabeza de un becerro. Abrahán había hecho preparar para sus huéspedes tres medidas de flor de harina, un joven becerro de carne tierna, manteca y leche (Gn 18,6-8). ¿Es, pues, dicha ofrenda del patriarca la que el plato quiere indicar? En el relato del Génesis, los ángeles fueron a casa de Abrahán para anunciarle la promesa divina de la cual Isaac es el objeto. Abrahán mismo está de pié junto a los ángeles durante su comida, y Sara está muy cerca, bajo la tienda. Pero el icono ignora la presencia de Abrahán.

El plato ofrecido a los ángeles y colocado sobre la mesa adquiere un significado que sobrepasa infinitamente el gesto hospitalario del patriarca. No se trata más aquí de Abrahán e Isaac. Debemos buscar al becerro inmolado un sentido distinto y más alto. Dios prescribirá más tarde a Aarón ofrecer un becerro joven en sacrificio por el pecado (Lv 9, 2,11), un mismo holocausto asociará un becerro y un cordero, ambos sin defecto y de un año (Lv. 9, 3, 12). Más tarde aún el mismo Salvador, en una parábola, contará cómo el padre del hijo pródigo hizo matar un becerro para el festín por el cual celebró el retorno de su hijo (Lc 15,23). Así, el becerro del icono es un signo de sacrificio y salvación. Y de este modo el icono nos hace acercar al misterio de la Redención. Porque estos tres términos, Trinidad, Encarnación, Redención, no son separables. Por cualquier misterio que comencemos a contemplar la obra divina, dicha contemplación (apoyada no en nuestra razón, sino en la Revelación) apelará a los demás misterios en virtud de una necesidad interna. La peregrinación de los tres ángeles portadores de bastones de viaje no estaría completa si no desembocara en el Calvario. El icono evoca, pues, el consejo de las tres divinas personas en vista a la redención del género humano. En lugar de un plato puesto sobre una mesa, es una cruz lo que el pintor habría podido erigir en medio de los tres ángeles. Una espiritualidad de la Encarnación o de la Trinidad es falsa si no mantiene la Sangre del Redentor en el centro de la obra de la salvación. Y he aquí porqué es justo y sugestivo que los bastones de los ángeles sean tan delgados, casi como de hilo, y teñidos de rojo. Porque el mismo hilo escarlata que fue prenda de salvación para Rahab la prostituta (Jos. 2, 17; 6, 23) une nuestra debilidad a la Sangre preciosa derramada por nosotros.

Ahora que sabemos sobre qué objeto preciso el icono concentra la atención de los tres ángeles, observamos los matices que expresan sus actitudes respectivas. Ellos se parecen sorprendentemente. Sus rasgos son casi idénticos. Y, sin embargo, sus miradas y sus gestos manifiestan la manera propia en que cada uno de ellos se relaciona al misterio de la Redención (2). El ángel que está frente al espectador y que, en relación a éste, está sentado allende la mesa, representa al Padre. Su mano señala el plato: sugiere el sacrificio, invita a él. Pero este gesto de la mano es esbozado antes que afirmado; no es un gesto abierto, sino un gesto contenido retráctil. Y la mirada, cargada de tristeza, se desvía. El ángel sentado delante y a la derecha de la mesa, siempre en relación al espectador, representa al Hijo. La mirada del Hijo es también triste, pero no la desvía. Mientras que la cabeza se inclina dulcemente en signo de aceptación, los ojos, a la vez fascinados y mortalmente tristes –“mi alma está triste hasta la muerte” (Mt 26,36)- se fijan sobre el plato. La mano se extiende hacia éste, pero aún el gesto es contenido, retenido. No es indeciso; está, en cierto modo, explorando, tanteando. Toda la actitud expresa un fiat obediente, resignado, doloroso.

El ángel sentado a la izquierda, delante de la mesa, representa al Paráclito. Es correcto decir aquí el Paráclito antes que el Espíritu, porque es aquí que la tercera persona ejerce supremamente su ministerio de consolador. Las manos no se extienden directamente hacia el plato, aunque dos dedos de la mano derecha parecen señalar hacia él. Las dos manos tienen con una especie de solemnidad el delgado bastón rojo frente al Hijo. Es como si dicho bastón le fuera presentado para hablarle de la peregrinación terrestre y la sangre derramada. Los ojos se fijan en el rostro del Hijo. Tienen una expresión afligida. La atención de la tercera persona está profunda y totalmente concentrada sobre lo que el Hijo va a hacer. Todo el ser del tercer ángel exhala en silencio la simpatía y la piedad. Quienquiera que tiene dificultades para imaginarse al Espíritu como personal debería contemplar largamente este tercer ángel del icono. La contemplación global de este sería por otra parte singularmente eficaz para ayudar a comprender cuánto la Trinidad es, ala vez, una y distinta.

En relación al plato colocado sobre la mesa, los tres ángeles tienen un gesto y una mirada diferente. Pero una armonía perfecta –el mismo fiat- anima su decisión interior. Nada aquí es “mandado” desde afuera, impuesto por una de las tres personas. Existe solamente consentimiento unánime de las tres a una exigencia de su generosidad, común obediencia a una ley de su ser aplicada hasta las últimas consecuencias: “no hay mayor amor que dar la vida” (Jn 15,13). El icono –que esto sea bien entendido- expresa de manera antropomórfica realidades (piedad, dolor, etc.) que no se pueden atribuir a Dios en el sentido en que se les atribuye a los hombres. Tenemos aquí, pintados en una imagen, símbolos muy inadecuados, pero que el mismo lenguaje divino ha consagrado.

Una última observación. Nada distinguiría las fisonomías de los tres ángeles a unas de otras, si no existiera la relación que cada fisonomía expresa respecto de la “otra”. Tenemos aquí tres generosidades que no están ni opuestas ni yuxtapuestas, sino “puestas” una en relación a la otra –puestas no ante la otra, sino en la otra, de modo que es en dicha relación de amor que cada persona divina “se encuentra” en calidad de distinta, se afirma y disfruta de su felicidad. Cada persona divina tiende hacia la otra como hacia el término donde obtiene su plenitud. El icono de Rubliov, por lo que nos hace entrever del misterio de la Trinidad, nos revela el misterio de la caridad suprema que nuestra caridad creada no sabría alcanzar, pero de la cual puede recibir su inspiración y orientación.

Andrei Rubliov no pretendía sugerir pensamientos, sino una oración. Nuestro encuentro con la más célebre de sus obras no será lo que hubiera querido que fuese más que si, tomando en dicha ocasión un contacto más profundo con las tres Personas, repetimos, prosternados, las palabras de Abrahán a los divinos visitantes, en la llanura de Mambré: “Señor mío, si ahora he encontrado gracia a tus ojos, no pases, te lo ruego, lejos de tu servidor” (Gn. 18, 3). Y si, acogemos a la tres con todo nuestro corazón, podremos, como Abrahán, recibir de su boca la seguridad que dicha experiencia bendita, lejos de ser un episodio aislado, nos será concedido de nuevo: “Ciertamente regresaré a ti” (Gn. 18, 10)


(1) El monje Andrei Rubliov vivió aproximadamente de 1370 a 1430. El icono de la Trinidad fue pintado hacia el año 1410 para el monasterio de la Santísima Trinidad y San Sergio, cerca de Moscú. Ha sido restaurado en 1906 y 1918.

(2) No ignoramos que la identificación de los tres ángeles ha sido discutida. Ciertos intérpretes han querido ver a Cristo, y no al Padre, en el ángel central. Creemos que la identificación del ángel central y del Padre es conforme a la más antigua y constante tradición oriental, y podríamos aportar pruebas en apoyo de esto. En lo que concierne al icono mismo de Rubliov, citaremos la gran autoridad de Alpatov a favor de dicha identificación.


Publicado en Contacts, n° 116, 1981. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.