jueves, 11 de febrero de 2010


¡Si el diablo pudiera confesarse!



Wilhelm Hünermann







El texto cuya traducción ofrecemos es un cuento de naturaleza, podríamos decir, apologética. Nos recuerda dos verdades de nuestra Fe muchas veces olvidadas, ignoradas o negadas: la existencia del diablo y, sobre todo, la importancia del sacramento de la Confesión o Penitencia.



El traductor







El anciano cura se había quedado en el confesionario hasta la caída de la noche, hasta que el último pecador hubiera abandonado la iglesia. Sin embargo, decidió esperar todavía un poco, por si caso un penitente se presentara tarde aún.

Estaba cansado y, a su pesar, sus párpados se cerraban.

De repente, se sobresaltó. La puerta de la iglesia se había movido; quizás no era más que una ráfaga de viento, ya que la tormenta hacía estragos alrededor de la casa de Dios. Pero una silueta se destacaba sobre el muro: un hombre se acercaba. Su paso resonaba de modo extraño sobre las losas, como si tuviera una pata de palo. Había levantado el cuello de su abrigo, y a través de las rejas del confesionario, el sacerdote no pudo distinguir del rostro más que dos ojos de mirada sombría. El extraño entró en el confesionario luego de un breve titubeo y se arrodilló.

¿Cuándo os habéis confesado por última vez?, preguntó el sacerdote.

— No he recibido nunca este sacramento, replicó el hombre, con voz ahogada.

¿Jamás, decís?

— Jamás.

¿Qué edad tenéis, pues?

— No sé. Hace un buen tiempo que he cesado de contar los años.

Pero debéis saber más o menos vuestra edad.

— Una semi-eternidad.

Bien, digamos entonces sesenta años. ¿De qué os acusáis?

— He sido orgulloso, replica el pecador.

¿Nada más?, insistió el sacerdote, sorprendido. ¿No habéis sido orgulloso más que una sola vez durante todos estos años?

— Sí, una única vez solamente.

¿Y nada más?

— He sido envidioso.

¿Envidioso?

— Sí, envidioso. Estaba envidioso de todo el mundo.

¿De todo el mundo?

— Sí, de todo el mundo

Y, sin embargo, hay tantos pobres humanos que tiene apenas de que vivir. Y hay enfermos que sufren terriblemente, ciegos, leprosos, locos. ¿Podéis de todos modos envidiar a todos aquellos?

— Sin embargo, los envidio tanto…

Extraño, dijo el sacerdote, moviendo la cabeza. ¿Qué habéis hecho aún, aparte de esto?

— He tentado a los demás y me he alegrado cuando maldecían a Dios.

¿A cuántos habéis seducido, y a qué pecados?

— ¡Multitudes, y a todos los pecados que existen! Lo que más me regocijaba, era cuando lograba hacer caer el alma de un niño en pecado mortal.

¡Pero es espantoso!, gimió el sacerdote. ¿Tenéis algo aún por confesar? ¿Habéis robado?

— ¡No, jamás!

¿Mentido?

— Sí, muy a menudo.

¿Jurado?

— Siempre.

¿Faltado a Santa Misa?

— No puedo soportar la vista de la Hostia o el Cáliz.

En ese caso, sin duda no habéis estado a menudo en una iglesia.

— Sí, muy a menudo.

¿Qué habéis hecho, pues, en la iglesia?

— He seducido a las personas.

¿En la iglesia?

— Sí, en la iglesia.

Pero, ¿a qué?

— En el confesionario, les he aconsejado callar los pecados graves.

¿Habéis pecado contra el sexto mandamiento?

— No, jamás, respondió el hombre con una sonrisa de desprecio.

¿En pensamientos tampoco?

— No, jamás.

Extraño… ¿Habéis matado?

— ¡No! He solamente incitado a los demás al crimen y al asesinato. Es por mi culpa también que muchos hombres hayan perdido la vida de la gracia.

¿Habéis pecado contra vuestra madre?

— Jamás he tenido madre.

¡Pero cada hombre tiene una madre! ¿Acaso la vuestra ha muerto poco después de tu nacimiento?

— No, no he tenido madre jamás.

¡He tratado con un loco!, pensó el sacerdote, al que este extraño penitente comenzaba a inquietar. ¿Qué iba a poder decirle?

¿Os arrepentís al menos de vuestros pecados?, preguntó.

— Dios me ha castigado fuertemente por mi primera falta.

¿Os arrepentís pues?

— Porque he sido castigado.

¿Y no por amor a Dios?

— No, no por amor. Yo no puedo amar.

¿No podéis amar?

— No, eso me es imposible. Odio a todos los hombres y los ángeles. Odio a toda la creación. Y odio a Dios por encima de todo.

¿Odiáis a Dios?, balbució el sacerdote, conmocionado.

— Sí, lo odio. Pero si me dais la absolución de mis pecados, voy a amarlo y no cesaré más de cantar sus alabanzas.

¡Es necesario primero que améis! Porque si no amáis a Dios, no puedo daros la absolución.

— Dadme una muy dura penitencia: acepto hacerla. Estoy dispuesto a dar mucho dinero a los pobres, ¡tantos millones como queráis! ¡Os construiré una iglesia nueva, una catedral más espléndida que san Pedro de Roma!

Ningún hombre posee tal fortuna.

— Yo sí.

Sí, está bien loco, pensó el cura.

Luego dijo:

Incluso si depositarais todos los tesoros del mundo a mis pies, no puedo daros la absolución, porque no amáis a Dios. ¿Por qué lo odiáis así? ¡Dios es sin embargo tan bueno y tan justo!

— Lo sé.

Su Hijo ha muerto por nosotros en la cruz.

— Lo sé.

¿Por qué entonces odiáis a Dios?

— ¡Yo quería ser como Dios! Y Él me rechazó.

¿Quién sois?, se sobresaltó el sacerdote. Lo que acabáis de decir, uno solo puede decirlo: el diablo.

— ¡Soy el diablo! Por favor, dadme la absolución.

No puedo darte la absolución. Puedo absolver al pecador más grande, pero no a ti.

— Tenía el presentimiento de ello. Es esta mi desgracia.

¿Qué cosa?

— No poderme confesar. ¡Oh señor cura!, dijo Satán, respirando con dificultad. ¡Cómo envidio a los hombres por poder hacerlo! Cómo cambiaría con mucho gusto mi suerte con la del último de los mendigos, con no importa qué asesino condenado a muerte. ¡Todos aquellos pueden confesarse! ¡Yo, yo no puedo hacerlo! ¡Es por eso que los envidio! Es por eso que exhorto a los hombres, que se preparan a la confesión, a ocultar sus pecados más grandes y cómo me alegro entonces, cuando ello sale bien, porque entonces he encontrado a alguien a quien no tengo más necesidad de envidiar. Todos los siglos intento confesarme una vez, pero jamás aún ningún sacerdote me ha dado la absolución. Voy, pues, a continuar mi camino, odiando a Dios y a los hombres.

Con un suspiro de desaliento sin nombre, el hombre se levantó y se marchó sobre su pata de palo. Profundamente conmocionado, el sacerdote levantó la cabeza. Pasó la mano sobre sus ojos… verdaderamente, había debido soñar.

Un joven, arrodillado ante el confesionario, se acercó y confesó sus pecados. En uno de los mandamientos más importantes, vaciló un instante.

¿Has confesado todo?, preguntó el sacerdote.

— Sí, todo.

¿No has omitido algo, por casualidad? Reflexiona una vez más. Tú sabes que una mala confesión es una desgracia terrible, que un confesor no tiene jamás el derecho de hablar de lo que se le ha dicho… Y ahora, dime, ¿no has ocultado algo al menos?

— ¿Cómo sabéis eso, señor cura?, balbució el joven.

He tenido el presentimiento de ello.

— Sí, he disimulado algo, respondió el penitente. Tenía vergüenza de confesarlo. Luego, confesó un pecado muy grande.

Gracias a Dios, has sido sincero finalmente, dijo el sacerdote, conmovido. No olvides jamás que una buena confesión es un gran beneficio. Tú no tienes más que reconocer honestamente tu culpa, y conoces la sentencia incluso antes de haber entrado en el confesionario. Es un descargo y una gracia: he aquí lo que es la absolución de tu culpa. ¡Qué no daría el diablo por poderse confesar!

Emocionado, el joven abandonó el confesionario. Después de un momento, el cura a su vez se levantó, e hizo la genuflexión ante el altar. Bajo el confesionario, un viejo maestro había dibujado, algunos siglos antes, al demonio. El sacerdote echó un vistazo a dicha pintura del diablo, y le pareció oírlo rechinar los dientes.



Extracto de Les lèvres scellées, ou Le sacrement de pénitence raconté aux jeunes, Éditions Salvador, París, 1961. Traducción de francés del Dr. Martín E. Peñalva.

No hay comentarios:

Publicar un comentario