lunes, 8 de febrero de 2010


Amor, sexualidad y matrimonio



Sophie Stavrou










Observando los dos primeros términos propuestos –amor y sexualidad-, uno se impresiona por su disimetría. Por un lado, amor, agapé, una palabra magnífica, un epíteto divino, una virtud, un sentimiento celebrado por todos los poetas; por el otro, sexualidad, término técnico, palabra médica en su origen, aparecida solamente en el siglo XIX. Esta disparidad es el signo de un hiato que separa aquellos dos términos, que sin embargo deberían estar unidos si se ve en la sexualidad el lenguaje de los cuerpos para expresar el amor.

Dicho desajuste es doble. Proviene de una cierta visión de la Iglesia que ha sospechado de la sexualidad de estar marcada de pecado y ha dado como modelo la abstinencia monástica, donde la ascesis tiene por objetivo dominar y sublimar el deseo sexual. Ciertas tendencias caricaturescas, que han hecho de los fieles casados cristianos de segunda categoría, dejan de la Iglesia una imagen poco atractiva que preconiza el matrimonio y prohíbe el placer de los esposos, en desajuste con los modelos de vida de la sociedad contemporánea.

Sin embargo, se encuentra allí la misma tensión: el amor, fin absoluto, búsqueda de gran felicidad: la literatura con agua de rosa donde la pastora encuentra su príncipe azul. De hecho, uno se casa siempre y se divorcia mucho... El reencuentro amoroso, por fugaz que sea, es un abrazo de cuerpos. Si una cierta moral cristiana ha querido hacer callar el lenguaje de los cuerpos, hoy día se los hace hablar, incluso cuando no tienen nada que decir. Finalmente la sexualidad se vuelve un placer: amar se vuelve un absoluto, sin la necesidad de otro a quien se de su amor, a quien uno se entregue, sino que el amor se identifica con el placer que se toma cuando se hace el amor.

¿Cómo resolver esta doble tensión? ¿Cómo crear una armonía entre amor y sexualidad? ¿Cómo, en una relación amorosa, ser a la vez cristiano y plenamente en la sociedad contemporánea?

1. Encuentro del ser amado y encuentro de Cristo.

El descubrimiento del amor y del deseo es a menudo la ocasión del primer cuestionamiento existencial para todos los jóvenes. Ellos han guardado la infantil fidelidad a la Iglesia o, por el contrario, la han rechazado como todo aquello que parece imponerles sus padres, o aún no han oído hablar de ella. Mas la fuerza del amor cuestiona las divisiones cómodas: imposible relegar esta fuerza en un rincón de su corazón. ¿Qué sentido dar a este amor? ¿Qué lugar toma en su vida? ¿Qué mirada fijar sobre el ser amado? Maravillados por este misterio del amor que descubren, pueden presentir más allá otro misterio, a través de la belleza del ser amado, la fuente de toda belleza. Amando, se abren de una manera nueva al amor de Dios.

En este momento la Iglesia tiene que desempeñar un rol crucial para acogerlos. Si ella aparece como una instancia religiosa que legisla sobre lo permitido y lo prohibido, y en consecuencia acoge o rechaza, se presentará como una picota moral desprovista de significado que mata el amor con la ley. Esos jóvenes todavía frágiles se aparatarán de ella por mucho tiempo, incluso para siempre.

Al contrario, si la Iglesia, la parroquia, es un ámbito acogedor, si irradia el amor del Padre por sus hijos adoptivos, si nos enseña el amor absoluto de Cristo, si nos consuela con la dulzura del Espíritu Santo, dará al amor humano otra perspectiva, fuente de una gran alegría y de una exigencia nueva.

En efecto, creer en el amor infinito de Dios, en Cristo que se ha hecho hombre, que ha muerto y resucitado, transforma la visión que tenemos del ser amado. Ver al otro a la luz de la Resurrección y del Reino venidero vuelve imposible considerarlo únicamente como un cuerpo que va a envejecer y morir, y nos ofrece sobrepasar la dualidad entre eros y thanatos. No es más la embriaguez del placer carnal que nos ofrecerá una escapatoria fugaz a la desesperación de la muerte, ni siquiera la continuidad familiar a través de los hijos que aliviará nuestro fin. Ver en el ser amado una persona, con su misterio irreductible, creado a la imagen de Dios y llamado a resucitar, da impulso nuevo al amor humano que lo abre al amor de Dios. Dicho impulso abre un camino cuyo término se esconde siempre, un camino hacia Dios gracias al ser amado y con él. Se puede entonces emplear todas las imágenes de la marcha: se tropieza, se extravía, se cae a menudo; mas cualquiera sean las vicisitudes, si se mira en aquel al que se ama cuerpo, corazón y alma unidos en la luz de la Resurrección, se sabrá que amar no es poseer sino entregarse con infinita ternura y respeto al misterio insondable de aquella otra persona que nos conduce al misterio de Dios.

Es un camino difícil, inaguantable; sin cesar se deforma, se pervierte, tal impulso amoroso. Existe el desgaste cotidiano, la exigencia ascética de la fidelidad, todas las tentaciones de captación del otro: celos, posesividad, instrumentalización... Habría que ceder al desaliento si se olvidara el amor de Dios Trinidad, si se olvidara la parábola del hijo pródigo.

2. ¿Por qué casarse aún?

Tarea difícil hablar del matrimonio que, en la literatura, es con la muerte uno de los desenlaces convencionales a las aventuras de los héroes. De hecho, el matrimonio ha transmitido mucho tiempo la imagen de una institución convencional y conservadora, burguesa, que tiene más que ver con el contrato social que con el amor. Por consiguiente, ¿por qué casarse? “Nuestro amor no concierne más que a nosotros, se dirán los jóvenes, es nuestro secreto y no le importa el conformismo social”

La posibilidad de nuestra época, la libertad y la exigencia que se derivan de ella, vienen de que la Iglesia no juega más el rol de garante de la moralidad social: no más matrimonio obligatorio: cohabitar no comporta más el exilio familiar y social. El matrimonio, liberado de su rol de estado civil, retoma toda su dimensión de sacramento. Para una pareja que avanza sobre la vía estrecha y exigente de la que hemos hablado, el matrimonio, “sacramento del amor” (expresión de san Juan Crisóstomo, retomada por Paul Evdokimov como título de su libro sobre el matrimonio), es la santificación de su amor en su totalidad por la gracia del Espíritu Santo. La sexualidad es uno de los lenguajes del amor humano. En el sacramento del matrimonio ella es bendecida. No existe, pues, dicotomía entre el amor espiritual y carnal, sino aquí también una marcha hacia la armonía y para algunos hacia una superación de aquella división para acercarse a Adán y Eva en el Paraíso: “Es por eso que el hombre abandonará a su padre y su madre y permanecerá unido a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Y ambos estaban desnudos, Adán y su mujer, y no tenían vergüenza” (Gn. 2, 24-25). En adelante, las enseñanzas y las reglas morales de la Iglesia comienzan a cargarse de sentido, adquiriéndolo progresivamente para cada uno de los esposos en el curso de su marcha.

Querría detenerme un instante sobre el oficio del matrimonio para mostrar cómo los gestos de la celebración dan a los cuerpos de los esposos toda su dignidad. Los vestidos de fiesta, el anillo en el dedo, las cabezas coronadas exaltan su belleza real. Del mismo modo, la copa de vino compartida por los esposos se derrama en sus cuerpos, y dando vuelta tres veces a la mesa colocada en medio de la nave, danzan en la iglesia. Como el bautismo, el matrimonio celebra un nacimiento a una nueva vida donde el cuerpo, lleno de la presencia del Espíritu Santo, tiene su lugar. Todo está bajo el signo del intercambio y reparto entre los dos esposos, mas ellos dan vuelta a la mesa tres veces: el pasaje de dos a tres manifiesta este impulso hacia Dios.

Por el sacramento del matrimonio, los esposos son llamados a descubrir otra belleza, una belleza de comunión con otros y con Dios, una belleza que es carnal mas también luminosa, que alcanza los sentidos para sobrepasarlos, despertarlos a otro orden, un orden espiritual, a la imagen de María Magdalena, la prostituta, que se convirtió a Cristo por gestos llenos de ternura (cf. Lc. 8, 36-50).

Para terminar, querría detenerme sobre el término castidad, ingrato, manchado y a menudo mal comprendido como sinónimo de continencia, haciendo simplemente dos observaciones etimológicas: castus en latín significa entero, íntegro, sin división; para el término griego sophrosyne, Paul Evdokimov propone el sentido de “sabiduría total”, que integra todos los elementos de la existencia. Así, el eros, la energía sexual, es llamado a liberarse de la animalidad, a humanizarse y a entrar en lo espiritual por la dinámica ascendente de la conversión.


Aparecido en Contacts, Nº 213, 2006, págs. 85-89. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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