domingo, 7 de febrero de 2010


La enseñanza de Gregorio Palamás sobre el hombre





Panayiotis Christou













Icono de San Gregorio Palamás




La antropología de san Gregorio Palamás es el centro neurálgico de su teología. Todo su sistema apunta a nada más que la descripción y definición de las relaciones entre los hombres y cada relación humana individual con Dios. Sigue al hombre en su batalla entre lo mundano y lo divino, lo creado y lo increado, y muestra el modo por el cual puede alcanzar el estado de lo increado. Y es solo este estado el que transforma al hombre, ya que él no es únicamente una recapitulación y un adorno de toda la creación (1), sino también imagen del Dios Triuno por quien el reino increado fue preparado desde la fundación del mundo (2).

Toda existencia y vida física es un resultado creado de la energía divina. Pero el hecho de que hasta el hombre es asimismo un resultado creado no lo iguala con los otros animales. En el hombre, elementos de lo ultramundano fueron añadidos y, finalmente, el divino aliento increado (3) le fue dado.

El cuerpo humano, consistente de materia, pertenece a la categoría de las criaturas materiales. El alma humana, consistente de elementos ultramundanos, difiere del alma de los animales en que es, en primer lugar, esencia y además energía, mientras que el alma de los animales es una simple operación que no existe en sí misma, sino que muere junto con el cuerpo (4). Como esencia independiente, el alma humana no es disuelta con el cuerpo, sino que vive por sí misma luego de la separación; como esencia espiritual, aunque creada, es inmortal (5).

Una variedad de opiniones se encuentran entre los Padres respecto a la manera en que el alma está unida al cuerpo. Gregorio, a pesar de su reiterada referencia a la opinión de Macario, que la asienta en el corazón, parece preferir la opinión de Gregorio de Nisa, conforme a la cual el alma esta dispersada a través de todo el cuerpo como un elemento dinámico que mantiene al cuerpo unido, contiene sus providenciales potencias y lo vivifica (6).

Las principales potencias del alma: nous, logos y pneuma (intelecto, razón y espíritu) son simples funciones, que la expresan como un todo único (7). No son esencias. Siempre que Gregorio habla del intelecto como de una esencia (8), evidentemente quiere decir el alma misma. Su uso de términos macarianos parece influenciar alguna de sus formulaciones antropológicas, y tal influencia (9) puede explicar su insistencia sobre la opinión de que el principal órgano carnal del intelecto es el corazón. Pero, naturalmente, esta formulación también sirvió a otros propósitos. Enfatiza las estrechas relaciones entre los dos elementos del organismo humano, ya que el elemento corporal es biológicamente alimentado por el corazón. Semejante énfasis sirve para evitar el predominio del intelectualismo escolástico en teología. En todo caso, el uso ocasional por parte de Gregorio del término “corazón” en un sentido amplio no debe ser pasado por alto. Interpretando el Salmo 32, 15, dice: tomamos aquí la expresión “corazón creado por Él” en el sentido de hombre interior (10).

La razón está estrechamente conectada con el intelecto, del cual se deriva, y a veces se identifica con él (11), de modo que distinguir el uno del otro, como Gregorio lo hace, parece en cierto modo una iniciativa técnica. Finalmente, el espíritu proviene tanto del intelecto como de la razón, y existe en ambos. Es el eros del intelecto hacia la razón que vivifica el cuerpo (12).

Gregorio concede un carácter amplio y dinámico a la muy discutida expresión “conforme a la imagen”. Encuentra la imagen en toda la existencia del hombre y la refiere a la Trinidad. El hombre no es una criatura vagamente conforme a la imagen de Dios, sino concretamente al Dios Triuno, ya que ha sido creado por la energía de toda la Trinidad y puede recibir la luz divina emitida desde la Trinidad toda. Su intelecto, razón y espíritu constituyen una inherente unidad, correspondiente a la unidad de las personas de la Trinidad divina, es decir, nous, logos, y pneuma (Intelecto, Razón y Espíritu). Como en la divinidad, el Nous engendra al Logos, y el Pneuma procede como el eros del Nous hacia el Logos, así en el hombre el intelecto da a luz a la razón, y el espíritu es proyectado como el eros del intelecto hacia la razón. Y así como el Espíritu Santo vivifica el mundo, así el espíritu humano vivifica el cuerpo (13). De este modo, la imagen está extendida a todo el hombre, incluyendo el cuerpo. El significado real de la enseñanza de Gregorio sobre este punto es: la capacidad del hombre para ser elevado a una personalidad espiritual genuina, como imagen y símbolo de la personalidad de Dios. Se puede llamar a esta imagen microtheos más que microcosmos: este es el estado natural del hombre.

Por otro lado, el primer hombre había recibido otro don: el espíritu divino que no es una cosa creada, como lo son el resto de los elementos del hombre, sino una energía divina increada e inefable. El destino final del hombre es estar asimilado al divino arquetipo (14), y unido a Dios en una sola sustancia (15), de modo que pueda ser llamado “otro Dios” (16). Ahora bien: este destino pudo ser logrado sólo a través de la infusión del espíritu divino, por el cual el hombre fue revestido de la gloria divina y hecho participante del esplendor divino.

Este es el estado sobrenatural del hombre. Si el hombre permanece cerca o lejos de Dios depende, como para el resto de los seres racionales, de su voluntad, lo que significa que es un condición voluntaria, no natural (17). Él es receptivo a cualidades espirituales contrarias, bondad y maldad, y puede inclinarse hacia cualquiera de ambas (18). Permanecer en el bien implica la preservación del espíritu divino y la participación en Dios. Inclinarse hacia el mal implica alejarse de Dios, y semejante movimiento es igual a la muerte del alma (19). Dios ni creó ni causó la muerte del alma y el cuerpo (20). La muerte es el fruto del pecado que fue producido por la voluntad del hombre (21).

El hombre recibió, desde el comienzo, el don y la imposición de vivir eternamente tanto en alma como en cuerpo. Pero la vida es al menos despreciable, excepto cuando brota de la participación en la vida de Dios (22). La vida le es concedida al cuerpo por el espíritu humano, y la verdadera vida es concedida al alma por el espíritu divino. Es por ello que el abandono del alma por parte del espíritu divino vivificante causa su muerte espiritual, exactamente como el abandono del cuerpo por el espíritu humano vivificante causa su muerte física (23). El alma, cuando se aparta de Dios, sólo preserva técnicamente su inmortalidad (24).

El diablo, habiéndose alejado primero de Dios, fue también el primero en estar sujeto a la muerte espiritual. Y tuvo éxito en seducir al hombre a la desobediencia, por consiguiente, a la muerte espiritual (25). La muerte del cuerpo es una consecuencia inevitable de la muerte espiritual del alma, la cual se extiende al espíritu humano, potencia que vivifica el cuerpo. Pero mientras esta muerte parece natural bajo dichas condiciones es, al mismo tiempo, una concesión benéfica de Dios al hombre, que tiene como objetivo anular la perpetuación del mal y del pecado (26).

Todos los descendientes de Adán están sujetos a la muerte, porque toda la humanidad se sometió al pecado. No debemos interpretar la caída como la formación de una culpa heredable, o como responsabilidad colectiva. El hecho de la caída ha afectado el estado y la estructura completa del hombre, tanto la natural como la sobrenatural. Y esta es la razón por la cual la caída del primer hombre se convierte en la caída de todos los hombres.

La caída retiró del hombre el espíritu divino que fue infundido en él y, por consiguiente, su semejanza con Dios. Acabó con su participación en la gloria de la vida de Dios. Pero la imagen de Dios permaneció intacta (27). El hecho de que ella aparece ahora un tanto borrosa se debe a tal pérdida de la semejanza, que otrora la hizo completamente nítida y le dio su sentido pleno.


Este es un estado antinatural del hombre.

Gregorio, sin ser pesimista acerca de las facultades del hombre caído, las considera limitadas. El hombre se basta a sí mismo con respecto a sus necesidades materiales, pero no puede bastarse a sí mismo espiritualmente. Tiene la voluntad para cumplir los mandamientos de Dios y puede conocerlo parcialmente a través de la observación de la creación por medio de su reflexión intelectual. Pero es incapaz de conocer a Dios completamente y encontrarse con Él, que es el objeto final de su vida. Este bien es concedido sólo a través de la luz increada (28) que es inaccesible al hombre caído.

La luz increada es la gracia divina. Meyendorff (29) relaciona la enseñanza de Gregorio sobre la operación de la gracia con la encarnación del Logos. Romanides (30) refuta esta tesis y sostiene que la gracia actuó incluso en los tiempos del Antiguo Testamento, como el clásico ejemplo de Moisés lo prueba. Ciertamente la gracia, que procede no sólo de Cristo sino de toda la Trinidad, existió y actuó en todos los tiempos. No se convirtió, sin embargo, en posesión del hombre caído hasta después de la encarnación del Logos. En los tiempos veterotestamentarios, la gracia actuó incidental y apocalípticamente. El hombre caído, habiendo ya perdido el espíritu divino, no podía participar de él permanentemente. Desde la encarnación, la gracia opera permanentemente y se vuelve susceptible de participación por parte del hombre, si recibe el espíritu divino de nuevo.

Sólo una renovación y una restauración de la naturaleza humana conforme a su arquetipo (31) pudo traer el cambio radical necesario en el ámbito de la humanidad. Y este cambio fue realizado a través de un evento sin precedentes: la encarnación de Dios. “Lo más excelente de todo, dice Gregorio, o mejor dicho, el evento incomparablemente excelente es la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, y especialmente sus últimos episodios: la saludable pasión y la resurrección” (32).

La naturaleza que fue asumida por Cristo no es la de la especie, es decir, toda la naturaleza humana, sino la de un individuo que no existía por sí mismo previamente, sino que tomó existencia en la hipóstasis del Logos y se unió a Él en una sola hipóstasis (33). Fue sólo esta naturaleza individual la que contuvo la plenitud de la divinidad (34), y fue transustanciada y deificada como primicia para nuestro género humano (35). Así una nueva raíz fue creada, capaz de transmitir vida a sus ramas. La transustanciación de la naturaleza humana de Cristo es física. El cambio dado a lugar en el hombre por la renovación es también físico, pero la conexión de los hombres con tal raíz no es física como lo es la conexión con la antigua raíz de Adán. La conexión con la nueva raíz está afirmada por medio de la participación voluntaria en la renovación (36).

De este modo nos encontramos ante un nuevo estado del hombre, un estado que supera la simple restauración a las condiciones anteriores a la caída, por lo que constituye un traspaso al cielo (37). El hombre antes de la caída poseía ciertamente la iluminación de la luz divina, pero ahora la naturaleza humana asumida por Cristo fue situada sobre el trono de Dios y desde allí atrae a los hombres hacia Él. El arquetipo de los hombres es ahora Juan el Precursor, y el de las mujeres, la Virgen María (38).

Si la vida física es, según Gregorio, un resultado de la energía divina, entonces la vida divinizada del hombre es una participación de la misma energía divina (39), una participación que conduce a la theosis, la deificación.

El primero de los factores básicos que determinan el curso de la theosis es la concentración del intelecto. Aquí radica uno de los puntos principales alrededor del cual la aguda polémica entre Gregorio Palamás y Barlaam de Calabria estuvo concentrada. Este último, si bien no fue un platónico cabal en toda su antropología, sostuvo una tesis estrictamente neoplatónica con respecto a la oración. Exigió el retiro del intelecto del cuerpo y la mortificación de la parte pasiva del alma, de modo que el intelecto pueda estar consagrado a la oración extática y la comunión con Dios. Esta era la única manera de alcanzar la verdadera luz, ya que el acoplamiento del intelecto a la operación común del cuerpo y la parte pasiva del alma lo llena de oscuridad en lugar de luz (40). Barlaam considera tanto a la condición extática como a la gracia de la deificación como perfectamente naturales (41). Gregorio, por el contrario, caracteriza esta opinión como la fuente de todo error, tanto filosófico como teológico (42). Requiere la concentración de la operación del intelecto dentro del cuerpo (43), o mejor dicho, dentro del hombre en su totalidad. El cuerpo no es algo despreciable. ¿Por qué aquello que puede convertirse morada, lugar de Dios, debería no ser digno de poseer el intelecto por morador? Tales son los presupuestos con que los hesicastas expulsaron la ley del pecado e introdujeron el poder del intelecto dentro del hombre. Dieron a cada función lo que es propio de ella: a lo sensitivo, templanza, a lo pasivo, amor, y a lo racional, sensatez (44).

La concentración no apunta a la adquisición de saber ni al mero teologizar. Para Gregorio, la teología es un medio insuficiente para aproximarse a Dios, ya que es “palabra” o “razón” acerca de Dios, mientras él busca la contemplación de Dios por sí mismo más allá de la “palabra” y la “razón”. La teología, en su forma positiva y escolástica, como conocimiento y comprensión de Dios, no puede ser la meta del movimiento del intelecto hacia Dios. Tampoco en su forma apofática, como sumersión en la oscuridad divina, sería la única senda a seguir para el cristiano. Cualquier de las dos formas deben ser superadas. Un hombre puede pensar una ciudad tanto como quiera, pero nunca adquirirá una imagen exacta de su estructura, a menos que la visite. Un hombre puede pensar en oro todo el tiempo, pero nunca poseerá oro, a menos que lo tome en sus manos. Asimismo, no importa cuánto uno reflexione sobre Dios, no puede adquirir los tesoros divinos. Uno puede adquirirlos sólo experimentando las realidades divinas (45), alcanzando la visión de Dios –la theoptia– que supera a la teología precisamente como la posesión de un objeto supera al mero conocimiento de él (46).

Aquí es introducido un segundo factor: la oración mental incesante. Gregorio no rechaza totalmente el éxtasis pero le da su contenido apropiado. Puesto que considera cosas materiales incluso como dones de Dios, no puede negarse a dar al cuerpo humano un lugar en la experiencia espiritual. Esta es una tesis de la espiritualidad oriental que puede remontarse hasta Diadoco y Macario. Gregorio considera que la exaltación del hombre es provocada por un esfuerzo intenso del intelecto, mientras todo el hombre participa de los dones divinos. La cumbre de esta exaltación es la comunión con Dios, durante la cual las potencias humanas continúan en función. En este sentido, el éxtasis es una operación por la que las potencias humanas son elevadas por encima de su nivel y que procede de la condescendencia divina. En efecto, precisamente como Dios es condescendiente al hombre, así el hombre asciende a Dios, para que su encuentro pueda llevarse a cabo (47).

La oración es la condición del éxtasis. Este posee el poder de elevar al hombre desde la tierra al cielo y de ponerlo ante Dios (48). La cuestión está aquí no por mera emoción. Todo el hombre es capturado por abundante luz, la luz increada de la gloria divina que es eternamente emitida desde la Trinidad. La luz del monte Tabor, la luz que es vista ahora por los hesicastas, y la sustancia de las bendiciones de la vida venidera son tres fases de uno y el mismo suceso espiritual compuesto en una realidad eterna (49).

La luz increada no es un objeto que pueda ser sensitivamente percibido. Excede tanto al sentido como al entendimiento. Pero, a pesar de ello, tanto alma como cuerpo participan de su visión. ¿Cómo es esto posible? Gregorio, siguiendo a Focio (50), expone una teoría conforme a la cual el intelecto, en su elevación, adquiere un nuevo sentido espiritual, y este sentido es la luz misma. El intelecto, cuando es capturado por la luz divina y entra en ella, se vuelve él mismo luz. Por consiguiente, en realidad es la luz la que ve la luz (51).

De este modo el hombre supera el estado de éxtasis y alcanza la unión con Dios y la theosis. En esta nueva condición hay comienzo y progreso pero no fin. El progreso es interminable (52). Aunque el elemento interminable incluye en sí mismo la noción de imperfección, los hombres justos y puros pueden ser llamados “dioses”, puesto que participan de Dios. Son, sin embargo, dioses imperfectos, no identificados o asimilados con el único Dios en esencia (53). Lo que es participado no es Su esencia. Cualquier cosa que es participada está dividida, mientras la divina esencia como entidad simple es indivisible; por lo tanto, lo que aquí es participado es la energía divisible de Dios (54).

Para entender el pensamiento de Gregorio correctamente, podemos usar una comparación. El hombre tiene el alma como esencia, cuyas funciones son, como dijimos anteriormente, el intelecto, la razón y el espíritu. Si ahora postulamos que el hombre participa del intelecto, la razón y el espíritu de otro hombre, entonces las funciones de estos dos hombres están identificadas, pero esto no da lugar también a la identificación de la esencia de las almas de los dos hombres. Tal cosa es imposible. Así, en un nivel más alto, el hombre espiritual alcanza las energías de Dios, pero permanece distanciado de su esencia inaccesible.

Cuando el hombre no participa activamente de la gracia increada divinizante, permanece como un resultado creado de la energía creadora de Dios. Su única relación con Dios es la de una criatura con su creador. Pero cuando participa de la gracia divinizante, adquiere cualidades sobrenaturales y, sin cesar de ser un ser creado por naturaleza, es trasladado desde la categoría de las criaturas a otra posición. Dios y el hombre tienen entonces vida de una energía increada común, el primero como fuente natural, el último como recipiente de la gracia. De modo que cada hombre se convierte en un ser sin principio ni final. Anarjos y ateleutetos, en palabras de Gregorio (55) que se remontan a Máximo el Confesor, entra en el reino increado que es la gloria de Dios (56).

El establecimiento del reino ya ha comenzado en este mundo. El alma del hombre, habiendo sido elevada por medio de la adquisición del espíritu divino nuevamente, prueba la experiencia de la participación de la luz divina y la gloria. Esta es la experiencia real que hace al hombre un miembro del reino de Dios.

Sin embargo, esta participación será completada sólo luego de la Segunda Venida (57), que abolirá la muerte del cuerpo. La unión del hombre nuevo con Dios permanece indisoluble incluso después de la separación del alma del cuerpo, como la divinidad de Cristo permaneció inseparable de su humanidad incluso en su muerte. Todo lo que sucedió al Dios-Hombre debe repetirse en el hombre. El cuerpo será elevado para que el hombre pueda ser renovado completamente (58) y asumpto al cielo (59). Esta es la asunción y no la resurrección, es decir, el don divinizante por excelencia para el justo.

La resurrección de los pecadores tiene, por consiguiente, un sentido diferente. Es parte, además, de la restauración de la creación, pero desde un punto de vista opuesto. La muerte física fue, para el género humano, una concesión benéfica de Dios, que tuvo como objetivo anular la perpetuación del mal (60). Ahora bien: este don es quitado, y la resurrección de los pecadores se convierte en su tormento.



(1) Homilía 26, 1, ΕΠΕ 10,152.

(2) Cap. 24, Chrestou ,V 48.

(3) Op. cit.

(4) Cap. 31, Chrestou V, 51f.

(5) Cap. 45, Chrestou V61.

(6) Cap. 61, Defensa de los hesicastas, 3, 2, 22, Chrestou I, p. 673. Esta es la opinión de Gregorio de Nisa y Dionisio el Areopagita.

(7) Apodicticos 2, 9, Chrestou I, p. 397.

(8) Defensa de los hesicastas 1, 2, 5, Chrestou I, p. 85.

(9) Cf. Macario, Homilía 15, 20, PG 29, 589 B.

(10) Defensa de los hesicastas 2, 3, 62, Chrestou I, p. 595.

(11) Cf. Cap. 33, Chrestou, V 52: “el alma racional e intelectual tiene la vida como esencia”. También Defensa de los hesicastas 1, 2, 3, Chrestou I p. 396.

(12) Cap. 38, Chrestou, V 56.

(13) Cap. 35-39, Chrestou V 53-57.

(14) Defensa de los hesicastas 1, 1, 22, Chrestou I, p. 386.

(15) Cap. 24,Chrestou,V 48.

(16) Apodicticos 2, 9, Chrestou I p. 85.

(17) Cap. 51, Chrestou,V 65.

(18) Cap. 33, Chrestou, V 52.

(19) Sobre la participación divina 8, Chrestou II, p.144.

(20) Cap. 47, Chrestou, V 62.

(21) Cap. 51, Chrestou,V 65.

(22) Antirreticos contra Acindino 2, 7, 18, Chrestou III,18.

(23) Homilía 16, 7, ΕΠΕ 9, 432.

(24) A Xenia, 9, Chrestou V,197.

(25) Homilía 16, 7 ΕΠΕ 9, 432.

(26) Sobre la participación divina 8, Chrestou II, p. 144.

(27) Cap. 39, Chrestou, V 56f.

(28) Defensa de los hesicastas 2, 3, 66, Chrestou I, p.598.

(29) J. MEYENDORFF, Introduction à l’étude de Grégoire Palamas, Patristica Sorbonensia 3, París, 1959, p. 213 ff.

(30) J. ROMANIDES, “Notes on Palamite Controversy” Greek Orthodox Theological Review 9 (1963-1964) 236 ff.

(31) Defensa de los hesicastas 1, 1, 5, Chrestou I, p. 365.

(32) Homilía 41,II, ΕΠΕ 10,57.

(33) Homilía 5, 2, ΕΠΕ.9, 144.

(34) Defensa de los hesicastas 3, 1, 15, Crestou I, p. 646.

(35) Op. cit. 3, 1, 15, Chrestou I, p. 629.

(36) Homilía 16, ΕΠΕ 9, 422-481.

(37) Cap. 54, Chrestou, V 67.

(38) Defensa de los hesicastas, 1, 1, 4, Crestou I, 364. Homilía 53, Oeconomos, p.170.

(39) Sobre la participación divina 19, Chrestou II, p. 154.

(40) Defensa de los hesicastas 2, 2, 17, Chrestou I, p. 524-525.

(41) Op. cit. 3, 1, 26, Chrestou I, p.638.

(42) Op. cit. 1, 2, 4, Chrestou I, p.397.

(43) Cf. Basilio el Grande, Epístola 2, PG. 32,228A.

(44) Defensa de los hesicastas 1, 2, 2, Chrestou I, p. 394.

(45) Op. cit. 1, 3, 15, Chrestou I, p. 445.

(46) Op. cit. 1, 3, 42, Chrestou I, p. 453.

(47) Op. cit. 1, 3, 47, Chrestou I, p. 458.

(48) Homilía 2, 3, ΕΠΕ 9, 49.

(49) Defensa de los hesicastas 1, 3, 43, Chrestou I, p. 455.

(50) Cap. gnostica 40. Cf. Dionisio el Areopagita, De Nom. 4, 9, PG 3, 705.

(51) Defensa de los hesicastas 1, 3, 9, Chrestou I, p. 419

(52) Op. cit. 2, 3, 35, Chrestou I, p.596.

(53) Teofanes 16, Chrestou II, p. 241.

(54) Op. cit. 21, Chrestou II, p. 247.

(55) Defensa de los hesicastas 3, 3, 8, Chrestou I, p. 686. Máximo, Capita de charitate 3, 25, PG 90, 1024 C.

(56) Sobre la participación divina 20, Chrestou II, p. 154.

(57) Homilía 26, 12, ΕΠΕ 10, 166.

(58) A Xenia 14, Chrestou V 199.

(59) Homilía 22, 15-16, ΕΠΕ10-16.

(60) El autor ha querido expresar de este modo, no que la muerte sea en sí misma un beneficio divino, sino la idea, ya formulada por san Agustín (Enchr, cap. XI), de que el poder de Dios es tan grande, que aún del mal puede extraer cosas buenas (Nota del traductor).


Publicado en Diakonia 8 (1973). Traducción del inglés del Dr. Martín E. Peñalva.

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