sábado, 13 de febrero de 2010



Domingo del hijo pródigo



Lev Gillet







Icono del hijo pródigo



Este Domingo continúa desarrollando el tema del arrepentimiento y el perdón, ya tratado durante el Domingo del Fariseo y el Publicano. Pero la epístola abre, en cierto modo, un paréntesis, y aborda un tema especial: el de la mortificación corporal. Eso se explica por el hecho que, ocho días después de este Domingo, entraremos en el período de ayuno y, ya ahora, la Iglesia nos hace oír una amonestación de san Pablo respecto de esta materia. El Apóstol dice primero a los corintios que todas las cosas permitidas no son provechosas. No debemos dejarnos dominar por nada, incluso por lo que es lícito. Los alimentos son para el vientre, el vientre es para los alimentos. Pero ni el vientre ni los alimentos tienen importancia para la vida espiritual, porque Dios destruirá los alimentos y el vientre.

Ampliando su tema, el Apóstol habla entonces de la impureza. Si bien los alimentos son para el vientre, nuestro cuerpo no es para la fornicación. Nuestro cuerpo es para el Señor, el Señor es para nuestro cuerpo. Aquí nos es presentado un argumento muy característico de Pablo, el cual juzga todo “en términos de Cristo”. Se podría esperar que el Apóstol condene la impureza colocándose sobre el plano moral, el de la ley, de los vicios y las virtudes. Pero Pablo ve las cosas bajo otro ángulo. “¿No Sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y, ¿tomaría los miembros de cristo para hacer de ellos los miembros de una prostituta?”. No solamente somos los miembros de Cristo, sino que somos templo del Espíritu: “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?” Por consiguiente, “¡huid de la fornicación!”. El ayuno alimenticio no es ni la única ni la más alta forma de ayuno. La pureza sexual, la del corazón y el pensamiento, así como la del mismo cuerpo, es, según la condición de cada uno, en el matrimonio y en el celibato, exigida a nosotros por el Señor de una manera imperativa.

Vayamos ahora a la idea central de este Domingo. Se encuentra expuesta en el evangelio que leemos hoy en la liturgia: es la parábola del hijo pródigo. Entre las parábolas evangélicas, la del hijo pródigo es quizás la más conocida, la más familiar. Es ciertamente una de las más conmovedoras.

Quizás no reconocemos siempre dónde está el centro de esta parábola. ¿Dicho centro está en el cambio de mentalidad del joven que ha dejado a su padre, disipado sus bienes en una vida de derroche, sufrido hambre, envidiado las algarrobas que comían los cerdos, y se decidió a partir y regresar con su padre? En efecto, las palabras del joven: “Me levantaré, e iré hacia mi padre, y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y no soy más digno de ser llamado tu hijo’” permanecen como una expresión profundamente conmovedora de arrepentimiento. La resolución del hijo pródigo: “Me levantaré e iré hacia mi padre”, pone muy a la luz la importancia del acto enérgico, del acto de la voluntad (no se puede ir hacia el padre si primero no uno no se levanta y parte). Sin embargo, el joven arrepentido no es la figura más atrayente de la parábola. Su arrepentimiento no es el resultado de un viraje totalmente desinteresado de la conciencia. Este arrepentimiento no es extraño a todo cálculo personal: el hijo pródigo desea escapar a la miseria, y escoge la única salida abierta ante él. La persona central de la parábola es, más bien, la persona del padre. Estamos aquí en presencia de una ternura absolutamente desinteresada y gratuita. Una ternura que espera, que vela, que aguarda el retorno del hijo pródigo y que, viéndolo aún a lo lejos, no puede resistirse más: el padre, emocionado de compasión, corre al encuentro de su hijo, se lanza a su cuello y lo abraza largamente (se sabe, en Oriente, cuánto transgredería tal actitud a la dignidad de un anciano). Y he aquí que el padre, sin dirigir ningún reproche, ordena ponerle en el dedo un anillo (signo de heredero), unas sandalias a los pies (signo del hombre libre, distinto del esclavo), matar un novillo cebado y festejar. Hace traer “el más bello vestido” y lo reviste con él al hijo; observemos que no se trata del más bello de los vestidos que poseía el pródigo antes de su partida, sino del más bello de los vestidos que podía encontrarse en la casa. Dios no devuelve simplemente al pecador arrepentido la gracia que podía tener antes del pecado: le otorga la gracia más grande que puede recibir, un maximum de gracia.

La historia del hijo pródigo es nuestra propia historia. La partida voluntaria, la vida censurable, la miseria, el arrepentimiento, el regreso y el perdón: hemos vivido todo esto, ¡y cuántas veces! Estemos atentos al rol que juega un tercer personaje: el hermano mayor del pródigo. En la parábola, el hijo mayor se muestra celoso de su hermano. Se irrita del perdón tan generosamente dado. Rechaza, a pesar de la insistencia del padre, tomar parte en los festejos.

Es lo contrario de lo que pasa en el verdadero regreso del pecador. Todo hijo pródigo que retorna es incitado a volver por el hermano mayor, el hijo al cual el padre dice: “Tú, hijo mío, estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”: el Señor Jesús, que toma al pecador de la mano y lo conduce al Padre con ardiente afecto.

Las vísperas y los matutinos de este Domingo contienen pasajes que nos comentan elocuentemente las enseñanzas de la parábola. He aquí algunos:

“Habiendo dilapidado los bienes paternos, yo, el desdichado, he pacido con las bestias mudas y, teniendo hambre, he deseado su comida… Es por ello que volveré a la casa de mi padre, llorando y diciéndole: Recíbeme como uno de tus siervos, yo que me arrodillo ante tu amor por los hombres… ¡Oh Salvador condescendiente!, ten piedad de mí, purifícame… y dame nuevamente el vestido primero de tu Reino…”.

“Nuestro objetivo, hermanos, es comprender el poder de este misterio. Porque cuando el hijo pródigo se alejó del pecado y regresó a su refugio paterno, su padre bondadosísimo lo recibió, lo abrazó y le restableció todas las insignias de la gloria”.



Extracto de L’An de grâce du Seigneur. Éditions du Cerf, 1988. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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