jueves, 11 de febrero de 2010



Meditación sobre la fiesta de Teofanía



Lev Gillet








Lev (Louis) Gillet nació en 1893 en Saint-Marcellin (Isère). Luego de sus estudios de filosofía en París, es movilizado durante la Primera Guerra Mundial, y hecho prisionero en 1914. Pasó tres años en cautividad, donde es atraído por el alma y la espiritualidad de los prisioneros rusos. Realizó posteriormente estudios de matemática y de psicología en Ginebra y entra a la Orden de los Benedictinos en Clairvaux en 1919. Fascinado por el mundo cristiano oriental, conoce al metropolita Andrey Sheptitsky y pronuncia sus votos definitivos en el monasterio estudita de Univ, en Galitzia (Ucrania).

En 1928, tras una crisis y debido principalmente a las particulares circunstancias históricas del momento, decide vivir la tradición bizantina en el seno de la Iglesia Ortodoxa, siendo designado rector de la parroquia Santa Genoveva de París, primer parroquia ortodoxa francófona. En 1938 abandona París para instalarse en Londres, en el ámbito del
Fellowship of Saint Alban and Saint Sergius, organismo ecuménico consagrado al acercamiento entre la Iglesia Anglicana y la Iglesia Ortodoxa. Permaneció en Inglaterra hasta su muerte, en 1980. Entre sus obras podemos mencionar: La prière de Jésus, Jésus, simples regards sur le Sauveur, Présence du Christ, Le Visage de lumière, Amour sans limites, L’an de grâce du Seigneur, L’Offrande liturgique, entre otras.




El 6 de Enero, día de la Teofanía o de la Epifanía, es —después de Pascua y Pentecostés— la más grande fiesta del calendario de las Iglesias de rito bizantino. Es incluso superior a la fiesta de la Natividad de Cristo. Conmemora el bautismo de Nuestro Señor por Juan en las aguas del Jordán y, más generalmente, la manifestación pública del Verbo encarnado en el mundo.

La Teofanía es la primer manifestación pública de Cristo. Durante su nacimiento en Belén, nuestro Señor había sido revelado a algunos privilegiados. En este día, todos aquellos que rodean a Juan, es decir, sus propios discípulos y la multitud venida a las orillas del Jordán, son testigos de una manifestación más solemne de Jesucristo. ¿En qué consiste dicha manifestación? Conlleva dos aspectos. Por una parte, está el aspecto de humildad representado por el bautismo al cual Nuestro Señor se somete. Por otra parte, hay un aspecto de gloria representado por el testimonio humano que el Precursor rinde de Jesús y, sobre un plano infinitamente más elevado, el testimonio divino que el Padre y el Espíritu rinden del Hijo. Consideraremos más de cerca estos dos aspectos. Pero retenemos inmediatamente esto: toda manifestación de Jesucristo, tanto en la historia como en la vida interior de cada hombre, es una manifestación de humildad y de gloria a la vez. Quienquiera que separe estos dos aspectos de Cristo comete un error que falsea toda la vida espiritual. No puedo acercarme al Cristo glorificado sin acercarme al mismo tiempo al Cristo humillado, ni al Cristo humillado sin acercarme al Cristo glorificado. Si deseo que Cristo se manifieste en mí, en mi vida, no puede ser mas que abrazando a aquel que Agustín llamaba con predilección Christus humilis y adorando en un mismo impulso a aquel que es también Dios, Rey, y Vencedor. Tal es la primer enseñanza de la Teofanía.

El aspecto de humildad de la Teofanía consiste en el hecho que Nuestro Señor se somete al bautismo de penitencia de Juan. Este se niega primeramente, mas Jesús insiste: deja. Es necesario que toda justicia se cumpla (Mt. 3, 13-15). Sin duda Jesús no tenía que ser purificado por Juan, pero el bautismo que confería el Precursor, el bautismo de arrepentimiento para la remisión de los pecados (1), preparaba el reino mesiánico; y Jesús, antes de proclamar el advenimiento de dicho reino, ha querido pasar él mismo por todas las fases preparatorias de las que debía ser el “consumador”. Siendo la plenitud, ha querido asumir en él mismo todo lo que era aún incompleto e inacabado. Mas, recibiendo el bautismo joánico, Jesús no ha hecho más que aprobar y confirmar solemnemente un rito antes que transformarlo, mas que consumar lo imperfecto en lo perfecto. Él, que era sin pecado, se ha hecho portador de nuestros pecados, del pecado del mundo; y es a nombre de todos los pecadores que Jesús ha hecho un gesto público de arrepentimiento. Por otra parte, Jesús ha querido enseñarnos la necesidad de la penitencia y la conversión; antes incluso de acercarnos al bautismo cristiano, debemos recibir el bautismo de Juan, es decir, pasar por un cambio de espíritu, por una catástrofe interior. Debemos sentir una verdadera contrición de nuestros pecados. El arrepentimiento es, en lo que nos concierne, el aspecto de humildad de la Teofanía.

Y aquí debemos sobrepasar el horizonte limitado del bautismo joánico para recordar que hemos sido bautizados en Cristo. El bautismo cristiano nos ha lavado y purificado. Ha abolido en nosotros el pecado original y hecho de nosotros una nueva criatura. Éramos probablemente niños cuando hemos recibido el bautismo; la gracia bautismal ha sido una respuesta divina dada, no a nuestra petición personal, sino a la fe de aquellos que nos presentaban al bautismo y a la fe de toda la Iglesia que nos acogía. Dicha gracia bautismal ha sido entonces en cierto modo provisoria y condicional: era necesario que, creciendo y vueltos conscientes, confirmemos por libre elección el acto de nuestro bautismo. La Teofanía es, por excelencia, la fiesta del bautismo, no solamente del bautismo de Jesús, sino de nuestro propio bautismo. Es una maravillosa ocasión para nosotros de renovar en espíritu el bautismo que hemos recibido y para reavivar la gracia que nos ha conferido. Porque las gracias sacramentales, incluso interrumpidas y suspendidas por el pecado, pueden revivir en nosotros si nos volvemos sinceramente hacia Dios. En esta fiesta de la Teofanía, pedimos a Dios lavarnos de nuevo —espiritualmente, no de una manera material— (2) en las aguas del bautismo; ahogamos la antigua criatura pecadora, ya que el bautismo es una muerte mística (3); atravesamos el Mar Rojo que separa la cautividad de la libertad y nos sumergimos con Jesús en el Jordán para allí ser lavados, no por el Precursor, sino por Jesús mismo.

El aspecto de gloria de la Teofanía consiste en los dos testimonios que fueron entonces dados solemnemente de Jesús. Estuvo el testimonio de Juan. No hablaremos de ello ahora; volveremos allí el día siguiente a la Teofanía. Y estuvo el testimonio divino del Padre y del Espíritu. El testimonio del Padre era la voz venida del cielo y diciendo: Tú eres mi Hijo amado, en quien tengo puesta toda mi complacencia (Lc. 3, 22). El testimonio del Espíritu era el descenso de la paloma: Y el Espíritu Santo descendió sobre él bajo una forma corporal, como una paloma (Lc. 3, 22). He aquí el verdadero bautismo de Jesús. La palabra pronunciada por el Padre y el descenso de la paloma (4) son más importantes que el bautismo de agua que Juan confiere a Jesús. El bautismo de agua no era mas que una introducción a esta manifestación divina. Es con razón que, en la antigua liturgia cristiana, la fiesta del 6 de Enero es llamada, no “Teofanía”, sino “Teofanías”, en plural, ya que no se trata de una sola manifestación divina: se trata de tres manifestaciones.

El Padre, el Hijo, el Espíritu son los tres revelados al mundo durante el bautismo de Jesús; el Padre y el Espíritu se revelan en la relación de amor que les une al Hijo. Damos aquí con lo que hay de más profundo y más íntimo en el misterio de Jesús. Por grande que sea el ministerio redentor de Cristo a favor de los hombres, la vida íntima del Hijo con el Padre y el Espíritu es una realidad más grande aún. Jesús no nos es verdaderamente manifestado mas que si entrevemos algo: de dicha intimidad divina, y si oímos interiormente la voz del Padre: Aquí está mi Hijo amado..., y si vemos el vuelo de la paloma sobre la cabeza del Salvador. La fiesta de Teofanía no será verdaderamente una epifanía, una manifestación de Cristo, mas que bajo esta condición. Es necesario que nuestra piedad alcance, en el Hijo, al Padre y al Espíritu. Es necesario que, como Juan Bautista, podamos recordar y testimoniar: He visto al Espíritu descender... (Jn. 1, 32). Allí está la gloria de la Teofanía. Y es por eso que la Teofanía no es solamente la fiesta de las aguas; la antigua tradición griega la llama “la fiesta de las luces”. Esta fiesta nos aporta, no solamente una gracia de purificación, sino también una gracia de iluminación (incluso este nombre de iluminación era antiguamente dado al acto del bautismo). La luz de Cristo no era, en Navidad, mas que una estrella en la noche oscura; en la Teofanía, dicha luz se nos aparece como el sol naciente; va a crecer y, luego del eclipse de Viernes Santo, brillará, más espléndida todavía, la mañana de Pascua; y finalmente, en Pentecostés, alcanzará el pleno mediodía. No se trata solamente de la luz divina objetiva manifestada en la persona de Jesucristo y en la llama pentecostal. Se trata también, para nosotros, de la luz interior, a la cual sin una absoluta fidelidad la vida espiritual no sería mas que ilusión o mentira.

Dios, que había enviado al Precursor a bautizar con agua, le había dicho: Aquel sobre el que verás el Espíritu descender y permanecer, bautizará en el Espíritu Santo (Jn. 1, 33). El bautismo de agua no es mas que un aspecto del bautismo total. Jesucristo mismo dirá a Nicodemo: A menos que nazca del agua y del Espíritu, nadie puede entrar en el Reino de Dios (Jn. 3, 5). El bautismo del Espíritu es superior al bautismo de agua. Constituye un don objetivo y otra experiencia interior. Volveremos a hablar de ello mejor en ocasión de Pentecostés.

Se podría decir que la Teofanía —primer manifestación pública de Jesús entre los hombres— corresponde en nuestra vida interior a la “primera conversión”. Hay que entender por ello el primer encuentro consciente del alma humana con su Salvador, el momento en que aceptamos a Jesús como Maestro y como amigo, y en que tomamos la resolución de seguirlo. Pascua (a la vez la muerte y resurrección del Señor) corresponde a una “segunda conversión” en que, confrontados con el misterio de la cruz, descubrimos qué muerte y qué vida nueva implica esta, y nos consagramos de una manera más profunda —por un cambio radical de nosotros mismos— a Jesucristo. Pentecostés es el tiempo de la “tercera conversión”, el tiempo del bautismo y del fuego del Espíritu, la entrada en una vida de unión transformadora con Dios. No es dado a todo cristiano seguir dicho itinerario. Estas son, sin embargo, las etapas que el año litúrgico propone a nuestro esfuerzo (5).

EL PRECURSOR

El día siguiente de Navidad está consagrado a la “synaxis” de la bienaventurada Virgen María: todos los creyentes están invitados a congregarse en honor de aquella que ha hecho la Encarnación humanamente posible. Del mismo modo, el día posterior a la Teofanía (7 de Enero) está consagrado a la “synaxis” de Juan el Precursor, que bautizó a Jesús y lo presentó en cierto modo al mundo. En los cantos de Vísperas y Matutinos de dicha fiesta, la Iglesia multiplica las alabanzas al Precursor: “¡Oh tú que eres luz en la carne... lleno del Espíritu..., golondrina de la gracia... que has aparecido como el último de los profetas... y que eres el más grande entre ellos”. La riqueza misma de dichas alabanzas nos vuelve quizás difícil discernir con claridad lo que nosotros, hombres, hemos de aprender de Juan. Tendremos, en el curso del año litúrgico, la ocasión de volver sobre la persona y el ministerio de aquel que fue no solamente el Precursor y el Bautista, sino el Amigo del Esposo, el nuevo Elías, el mártir que dio su vida por la ley divina. En este día, nos basta poner de relieve dos aspectos del ministerio de Juan indicados por el Evangelio y la Epístola leídas en la Liturgia.

La Epístola (Hch. 19, 1-8) cuenta el encuentro de Pablo, en Efeso, con los discípulos que no habían recibido mas que el bautismo de Juan. Pablo les explicó que Juan había conferido al pueblo un bautismo de penitencia, a fin de que el pueblo creyera en aquel que vendría después de Juan. Pero Pablo bautizó a esos efesios en nombre del Señor Jesús. Estas palabras de Pablo indican con exactitud la grandeza y los límites del ministerio de Juan. Por una parte, debemos recibir de Juan el bautismo de penitencia, es decir, escuchar a Juan decirnos cuáles son las condiciones de acceso al reino mesiánico y dejarnos tocar por su llamado al arrepentimiento. Por otra parte, el bautismo no basta. Debemos ir a Jesús mismo. Debemos ser bautizados en el nombre de nuestro Salvador y en el Espíritu Santo. No se trata aquí solamente de ritos sacramentales: se trata de nuestra constante actitud interior. No puedo ir a Jesús si no he escuchado la voz de Juan y si no me he arrepentido. Mas no puedo permanecer en el arrepentimiento predicado por Juan: la nueva justicia debo adquirir es la que sólo Jesús procura.

La naturaleza de dicha nueva justicia se encuentra indicada en el Evangelio leído en la Liturgia (Jn. 1, 29-34). Dicho pasaje del Evangelio, que describe el bautismo de Jesús por el Precursor, comienza con la siguiente frase: Viendo a Jesús venir a él, dijo: He aquí el Cordero de que quita el pecado del mundo. Este es el segundo aspecto del ministerio de Juan. No solamente Juan predica la conversión y confiere un bautismo de penitencia, sino que nos muestra a Jesús como Cordero de Dios y propiciación por todas nuestras faltas; Juan declara que Jesús realiza lo que el bautismo de penitencia no podía hacer: el Salvador lleva sobre sus propios hombros el pecado del mundo y purifica así a los hombres. El ministerio de Juan será pues eficaz para nosotros si obtiene estos dos resultados: en primer lugar, estimularnos al arrepentimiento, después, mostrarnos al Cordero que se ofrece en sacrificio para reparar nuestros pecados. El ministerio, o, como podríamos decir, el Evangelio del Precursor, tiene un tercer aspecto que nos será revelado más tarde: la relación entre el Esposo y el amigo del Esposo. Mas este aspecto no ha sido aún explicitado en la fiesta de Teofanía. Lo que la “synaxis” del Precursor nos sugiere en este día, es esa aflicción que debe ser el arrepentimiento, y el acto de fe por el cual cargamos con nuestros pecados al Cordero de Dios y hacemos la experiencia interior de la redención.



NOTAS



(1) Los teólogos se han preguntado cuales eran, desde el punto de vista cristiano, el significado y el valor del bautismo de Juan. Dicho bautismo, es claro, se distinguía del bautismo cristiano y permanecía inferior. Por otra parte, había en el bautismo de Juan algo más que en el bautismo judío de prosélitos y que en las purificaciones de la ley mosaica. Era un rito temporal y divinamente inspirado, un rito de preparación mesiánica que pertenecía a la Nueva Alianza antes que a la Antigua; dicho rito era impotente para producir por si mismo la remisión de los pecados, pero provocaba las disposiciones interiores de penitencia y justicia que obtienen directamente el perdón. Predisponía al bautismo en Cristo.

(2) El acto bautismal no puede ser renovado, pero la gracia bautismal puede permanecer, revivir, o crecer en nuestra alma, incluso si el elemento material —aquí el agua— no juegue ningún rol. Un hombre que no ha recibido el bautismo de agua puede sin embargo recibir la gracia bautismal (bautismo de sangre o martirio, bautismo de deseo, explícito o incluso implícito). Es notable que los Evangelios permanezcan silenciosos sobre la cuestión: ¿los apóstoles han sido bautizados? ¿Dónde y cuándo? Jesús, el soberano maestro de la gracia bautismal, no confería él mismo el bautismo de agua. En los ritos de la Teofanía, el agua bendita por la Iglesia, sin ser la materia de un sacramento, es “sacramental”; el contacto con dicha agua puede ayudarnos a formar en nosotros las disposiciones interiores por las cuales reviviremos la gracia de nuestro bautismo. Mas podemos obtener este último resultado sin hacer intervenir ningún signo material. Nuestro propio descenso en el Jordán, en la Teofanía, puede suceder puramente “en espíritu”.

(3) El bautismo tiene un simbolismo, a la vez, de vida y de muerte, que no se manifiesta completamente mas que en el bautismo por inmersión. El neófito es sumergido en el agua: es la muerte de la criatura pecadora. El neófito sale del agua: es la resurrección, el nacimiento a la vida nueva.

(4) Recordemos el significado simbólico de la paloma, según la Escritura. La paloma, en la historia del diluvio, representa la fidelidad y la paz; en el Cantar de los Cantares, representa la inocencia y el amor; en el Evangelio, su simplicidad no es dada en modelo por Jesús. Las palomas podían, según la ley mosaica, reemplazar a un cordero para el sacrificio, y tal fue la ofrenda de los padres de Jesús, cuando lo presentaron en el Templo: esta equivalencia entre la paloma y el cordero toma, a los ojos del cristiano, un sentido profundo. Del mismo modo que la paloma descendió del cielo hacia el Jordán, así, durante la creación del mundo, el Espíritu se movía sobre las aguas.

(5) Este tema de las tres conversiones ha sido desarrollado por varios maestros de la vida espiritual. Aunque esté de acuerdo en conjunto con el tema clásico de las tres vías —vía purgativa, vía iluminativa, vía unitiva— no se superpone a él exactamente.


Extracto de L’An de grâce du Seigneur. Éditions du Cerf, 1988. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

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