Ecclesia domestica
Pavel Evdokimov
En una homilía sobre los Hechos de los Apóstoles, san Juan Crisóstomo habla del hogar cristiano: “Incluso de noche… levántate, ponte de rodillas y reza... Es necesario que tu casa sea continuamente un oratorio, una iglesia”. El término “continuamente” tiene valor directivo, invita a las vigilias del espíritu: la pequeña iglesia doméstica debe estar día y noche ante el rostro de Dios.
La tradición oriental emparenta así, en su naturaleza profunda, la comunidad de la Iglesia y la comunidad conyugal. Las ve bajo la forma aún indiferenciada del “comienzo”: en el Paraíso terrenal, el misterio de la Iglesia y la comunión de la primera pareja humana no son más que una misma realidad. La primera célula conyugal coincide con la pre-Iglesia y manifiesta la esencia comunitaria de las relaciones entre Dios y el hombre. El texto bíblico lo dice: Dios… paseaba por el jardín a la brisa del día para conversar con el hombre y la mujer (Gn. 3, 8). Este acontecimiento prefigura todo lo que san Pablo revelará hablando del gran Misterio (Ef. 5), misterio nupcial divino-humano, fundamento común de la Iglesia y del matrimonio.
Mientras que la historia del Antiguo Testamento se abre con el amor conyugal, la historia del Nuevo Testamento comienza con el relato de las bodas de Caná (Jn. 2, 1). Semejante coincidencia no podría ser fortuita. Por otra parte, cada vez que la Biblia habla de la naturaleza de las relaciones entre Dios y la humanidad, lo hace en términos matrimoniales. La alianza es de naturaleza netamente nupcial: el pueblo de Dios, después la Iglesia, están adornados de los nombres de Novia del Señor (Os. 2, 19-20), Esposa del Cordero (Ap. 21, 9) y el Reino de Dios celebra sus Esponsales eternos (Ap. 19, 7). Así, la teología del matrimonio se origina en la eclesiología: ambas están emparentadas, al punto que una se expresa por medio de los símbolos de la otra.
UN MISMO MISTERIO
Cuando los novios confiesan su amor frente al Eterno y pronuncian el sí conyugal, el oficio nupcial en la Ortodoxia es mucho más que una simple bendición, más que un cambio de consentimientos recíprocos resultante en el orden de la creación. Se trata aquí del orden de la recreación evangélica, de su plenaria terminación que trasciende la historia y repercute en lo eterno. Por el poder sacramental del sacerdote, la Iglesia une los dos destinos y eleva dicha unión al valor de sacramento. Acuerda al ser conyugal así constituido una gracia particular, en vista de un officium, de un ministerio eclesial. Es la creación de una célula de Iglesia puesta al servicio de toda la Iglesia bajo la forma del sacerdocio conyugal.
En su teología del matrimonio, san Pablo usa de un método análogo al que ha empleado en Atenas (Hch. 17, 22 ss.). Contemplando el monumento dedicado al “dios desconocido”, descifra su anonimato: el deus absconditus, el dios oculto y misterioso, es ahora el Deus revelatus, cuyo nombre es Jesucristo. Del mismo modo, en la epístola a los Efesios (5, 31), san Pablo cita el texto del Génesis: Los dos no serán más que una sola carne, más que un solo ser. Toma este misterio, todavía muy enigmático en su origen, y lo revela a plena luz diciendo: este misterio es grande, quiero decir que se aplica a Cristo y a la Iglesia (5, 32). El misterio conyugal, antiguamente oculto, ahora se aclara y se precisa: se erige en imagen sustancial de su fuente, en icono de las relaciones misteriosas entre Cristo y la Iglesia, y es por ello que los dos no serán más que un solo ser.
San Juan Crisóstomo llama al matrimonio el “sacramento del amor” y justifica su naturaleza sacramental declarando que “el amor cambia la sustancia misma de las cosas”. El amor natural, vuelto carismático durante el sacramento, hace el milagro, opera la metamorfosis. Sustrae a la pareja de lo habitual, al orden de los elementos de este mundo, al plano animal, y lo introduce en lo inhabitual, en el orden de la gracia, en el misterio ofrecido por el sacramento. “Dos almas unidas así no tienen nada que temer. Con la concordia, la paz y el amor mutuo, el hombre y la mujer están en posesión de todos los bienes. Pueden vivir en paz detrás de la muralla inexpugnable que los protege y que es el amor según Dios. Gracias al amor, son más firmes que el diamante y más duros que el hierro, navegan en la plenitud, singlan hacia la gloria eterna y atraen siempre más la gracia de Dios”. Es por ello que, continúa el mismo Padre, “cuando marido y mujer se unen en el matrimonio, no parecen más algo terrenal, sino la imagen de Dios mismo”. Sólo, precisa, si el ser conyugal es un icono vivo de Dios, es porque es, ante todo, “un icono misterioso de la Iglesia”, una célula orgánica de la Iglesia. Ahora bien, toda parcela orgánica refleja siempre el todo. La plenitud del Cuerpo reside y palpita allí.
Se conoce el adagio de los Padres: “Allí donde está Cristo, allí está la Iglesia”. Dicha afirmación fundamental deriva de la palabra del Señor: Allí donde dos o tres están reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos (Mt. 18, 20). Semejante “reunión”, en efecto, es de naturaleza eclesial, porque está integrada en Cristo y puesta en su presencia. Clemente de Alejandría, pionero de la teología patrística de la pareja, coloca al matrimonio en relación directa con las palabras citadas y dice: “¿Quiénes son los dos reunidos en nombre de Cristo, y en medio de los cuales está el Señor? ¿No están el hombre y la mujer unidos por Dios?”. Este descubrimiento suscita el asombro profundo de Clemente y lo hace proclamar: “Aquel que se ha adiestrado en vivir el matrimonio… sobrepasa a los hombres”. El matrimonio trasciende lo humano porque, al igual que el misterio de la Iglesia, constituye según Clemente una microbasileia, un “pequeño reino”, la imagen profética del Reino de Dios, la anticipación prefigurativa del siglo futuro.
Así, la eclesiología conyugal de la “pequeña iglesia” se remite a la gran Eclesiología. El sacramento del matrimonio, “imagen misteriosa de la Iglesia”, muestra como los mismos principios que estructuran el ser de la Iglesia, estructuran el ser conyugal. Estos principios fundamentales son tres en total: el dogma trinitario, el dogma cristológico, y también el Pentecostés conyugal, es decir, según la expresión de Clemente de Alejandría, la efusión del Espíritu Santo y sus carismas en la habitación alta de la “pequeña casa del Señor”.
EL FUNDAMENTO TRINITARIO.
Un Dios de una sola Persona no sería Amor. Del mismo modo, el hombre, de ser un ser aislado o totalmente solitario, no sería “a su imagen”. Es por ello que, desde el origen, Dios declara: No es bueno para el hombre estar solo (Gn. 1, 18). Y Dios los creo pareja, ser comunitario, dicho de otro modo, ser eclesial.
Es bajo este ángulo que san Gregorio de Nacianzo describe el misterio de la Trinidad. Ciertamente, dicha “descripción” no considera de ningún modo una evolución, una “teogonía” en Dios, sino propone la visión de lo que de entrada es un acto único e indivisible: “El Ser uno se pone en movimiento y pone al Otro; su dualidad expresa la multiplicidad, aún no la unidad. Es por que la dualidad es atravesada, y el movimiento se detiene en la Trinidad, que es plenitud”. Cada una de las Personas contiene las otras dos, y es la eterna circulación del Amor intradivino, su Pleroma trino y uno a la vez. El dogma salvaguarda la antinomia trascendente del misterio. Dios es idénticamente “uno y trino”. La Triada divina está más allá del número. La perfecta igualdad de los Tres se remonta al Padre que es la Fuente, no en el tiempo, sino en el ser: es en Él que se realiza el Uno divino.
Pero sin tercer término, Dios y el hombre quedarían así eternamente cortados, separados el uno del otro. La persona del Verbo encarnado es este tercer término donde convergen y se unen la naturaleza divina y la naturaleza humana. Es por ello que la Encarnación del Verbo es central e indispensable para la comunión entre Dios y el hombre. “El Cordero inmolado” precede a la creación del mundo (Ap. 13, 8).
La iconografía ofrece una ilustración evidente de dicha verdad. El fondo de las copas nupciales en otro tiempo representaba a Cristo teniendo dos coronas por encima de los esposos, revelando así su centro divino de integración y haciendo de la comunidad conyugal una imagen de la Trinidad. San Teófilo de Antioquia se hace eco de estos símbolos declarando: “Dios ha creado a Adán y Eva para el más gran amor entre ellos, reflejando el misterio de la unidad divina”. El primer de los dogmas cristianos estructura así el ser conyugal, haciendo de él una pequeña triada, icono del misterio trinitario.
EL FUNDAMENTO CRISTOLÓGICO.
El dogma cristológico formulado por el concilio de Calcedonia precisa el alcance de la Encarnación en relación a la salvación del hombre: las dos naturalezas, divina y humana, están unidas en la Persona del Verbo sin confusión ni separación. Entran en una cierta compenetración y, como el hierro colocado en el fuego, la naturaleza humana es deificada. Por consiguiente, es hacia una unidad semejante de lo humano y lo divino que se dirige toda la economía de la salvación: la gracia divina se une a la naturaleza humana y la Iglesia es, ante todo, el vínculo donde se opera dicha comunión.
Al nivel de apropiación por cada individuo de este fruto universal de salvación, la imagen más frecuente es de carácter universal: son las “bodas místicas” del Cordero y la Iglesia, del Cordero y de toda alma humana. Otra imagen viene de la noción de “cuerpo”, noción paulina y de origen netamente eucarístico. Los miembros se integran en un solo organismo, el Cuerpo de Cristo donde fluye la vida divina, haciendo de todos “un solo Cristo”, según las palabras de san Simeón. La unidad de los hermanos de la que habla los Hechos (4, 32) se realiza ante todo en la eucaristía, porque ésta presenta una auténtica y plena manifestación de Cristo. Orígenes lo explica diciendo: “Cristo no vive má que en medio de aquellos que están unidos”. Así, la concepción eucarística de la Iglesia está expresamente formulada: por la participación en el “único Santo”, el Señor Jesús, su Cuerpo está estructurado en Communio sanctorum.
Los textos del derecho canónico ortodoxo definen la comunión conyugal como una forma particular de la “Comunión de los Santos”. Así, la fórmula clásica de Balsamón: “Las dos personas unidas en un solo ser”, no es más que una imagen concreta de la Iglesia, “pluralidad de personas unidas en un solo cuerpo”. Porque no es por casualidad que san Pablo coloca su enseñanza sobre el matrimonio en el contexto de su epístola sobre la Iglesia. En Efesios 4, 16, escribe: el cuerpo recibe su cohesión y se construye por medio de vínculos, de ligamentos de toda clase, según el rol de cada parte. El milagro de la Iglesia, su unidad arraigada en Cristo, resulta de las formas diversas de estos vínculos. Ahora bien, al lado de las comunidades parroquial y monástica, se sitúa otro tipo de sociedad: la comunidad conyugal, pequeña iglesia doméstica, célula orgánica de la gran Iglesia.
En su comentario sobre el relato de Caná, san Juan Crisóstomo descubre el estrecho parentesco entre los símbolos que hablan a la vez de la Iglesia y el matrimonio. La materia de milagro efectuado –el agua y el vino- se refiere al bautismo y la eucaristía y se remonta al nacimiento de la Iglesia en la Cruz: del costado traspasado, salió sangre y agua (Jn. 19, 34), y es la esencia eucarística de la Iglesia. Ahora bien, se encuentra la misma imagen en el sacramento del matrimonio, resaltado por el rito caldeo: “El esposo es semejante al árbol de vida en la Iglesia. La esposa es semejante a una copa de oro desbordante de leche y aspergida con gotas de sangre. Que la Trinidad Santa resida por siempre en su hogar nupcial”. Así, un vínculo sagrado une el milagro de Caná, la cruz y el Cáliz eucarístico, y los hace convergir en la copa común que beben los esposos durante la ceremonia sacramental. Cuanto más se unen en Cristo, más su copa común, medida de su vida y de su ser mismo, se llena del vino de Caná, deviene milagro eucarístico, significa su transmutación en la “nueva criatura”, reminiscencia del Paraíso y prefigura del Reino.
Por ultimo, en Caná, Jesús manifestó su gloria (Jn. 2, 11) en el contexto de una ecclesia domestica. Según la tradición litúrgica e iconográfica, es Cristo quien preside las Bodas de Caná; más aún, es Él el único Novio en toda boda. El icono de las bodas de Caná representa místicamente los esponsales de la Iglesia y de toda alma con el Divino Esposo. Por el sacramento, toda pareja desposa a Cristo. Es por ello que, amándose uno al otro, los esposos aman a Cristo. “Haz, Señor, que amándonos el uno al otro, te amemos siempre más”. Por consiguiente, todo instante de la vida conyugal se vuelve doxología, alabanza, canto litúrgico, ofrenda total del ser conyugal a Dios (cf. 2 Co. 11, 2; 1 Co. 10, 31; Col. 3, 17).
EL FUNDAMENTO PENTECOSTAL.
Es el don del Espíritu el día de Pentecostés el que acabó de constituir la Iglesia. La efusión perpetuada del Espíritu Santo hace de todo fiel un ser carismático, penetrado por completo, alma y cuerpo, de los dones del Espíritu. El sacramento del matrimonio funda la iglesia doméstica y reclama su propio Pentecostés. En el corazón del sacramento se coloca la epíclesis, es decir, la oración pidiendo al Padre el envío del Espíritu Santo: “Señor, Dios nuestro, corónalos (a los esposos) de gloria y honor”. Dichas palabras marca el momento del descenso del Espíritu y es el Pentecostés conyugal. Pidiendo la coronación de los esposos, la epíclesis se refiere a la oración sacerdotal del Señor: Les he dado la gloria que tú me has dado, a fin de que sean uno (Jn. 17, 22). Los novios son así coronados de gloria a fin de no hacerse más que uno, en la communio sanctorum de la Iglesia.
Es que, entre todos los vínculos terrenales, sólo el matrimonio presenta una plenitud en sí. San Juan Crisóstomo escribe: “Aquel que no está ligado por los vínculos del matrimonio no posee en sí mismo la totalidad de su ser, sino solamente la mitad: el hombre y la mujer no son dos, sino un solo ser”. El matrimonio restituye al hombre su naturaleza original, y el “nosotros” conyugal anticipa y prefigura el “nosotros” no de tal o cual pareja, sino del Masculino y el Femenino en su totalidad, el Adán reconstituido y realizado del Reino.
Pero todo verdadero gozo, toda elevación, se sitúa siempre al término de un sufrimiento, y la liturgia de coronación habla de ello sin disimulo. Sólo la corona de espinas del Señor da su sentido a todas las otras. Según san Juan Crisóstomo, las coronas de los novios evocan las coronas de los mártires e invitan a la ascesis conyugal. Del amor mutuo de los esposos brota la oración de las vírgenes mártires: “Es a ti a quien amo, Divino Esposo, es a ti al que busco luchando, por ti muero, para vivir también en ti”. El camafeo de los antiguos anillos nupciales representaba dos esposos de perfil unidos por la cruz. El amor perfecto es el amor crucificado. “En todo matrimonio, no es el camino lo que es difícil, lo difícil es el camino” (Kierkegaard). Es por ello que el matrimonio es un sacramento que requiere la gracia y en el cual la liturgia ruega sin cesar por el “amor perfecto”, “Da tu sangre y recibe el Espíritu”, este aforismo monástico se aplica de igual modo al estado conyugal.
La celebración litúrgica de Pentecostés lleva un mensaje secreto de un inmenso significado, y que está en relación con los carismas conyugales. Este día, único en el año, la Iglesia reza por todos los muertos desde la creación del mundo, y autoriza incluso la oración por los suicidas. En la sobreabundancia de su gracia, la fiesta nos coloca ante el misterio del infierno. No se trata aquí del elemento doctrinal: eternidad del infierno o destino último de los condenados. Se trata de la actitud orante de los vivos, única actitud posible ante el insondable misterio. La liturgia, sin prejuzgar, redobla su oración por todos los vivos y todos los muertos.
Ahora bien, ¿qué es el infierno? Es el lugar de donde Dios está excluido. Desde este punto de vista, el mundo moderno en su conjunto se presenta bajo este aspecto infernal. Hay allí una inmensa interrogación dirigida a todo creyente: ¿qué hacer ante este mundo demoníaco? Parece que la actitud del cristiano puede encontrar una indicación decisiva en una antiquísima tradición evocada por san Juan Crisóstomo: durante la celebración del bautismo, todo bautizado muere con Cristo, pero también desciende con él a los infiernos y, al igual que Cristo resucitado, lleva sobre si el destino de los pecadores. ¡Qué llamado poderoso a seguir a Cristo y descender, nosotros también, en el infierno del mundo moderno, no “como turistas”, como decía Péguy respecto de Dante, sino como testigos de la luz de Cristo!
Un texto litúrgico de Viernes Santo describe el descenso a los infiernos y muestra a Cristo “saliendo del infierno como de un palacio nupcial”. Se puede, pues, discernir un llamado muy preciso dirigido a los esposos cristianos: les es necesario crear una “relación nupcial” con el mundo, incluso y sobre todo bajo su aspecto infernal, entrar allí como en un “palacio nupcial”, dar testimonio de la presencia universal de Cristo y puesto que, según la expresión de Isaac el Sirio, el pecado esencial del mundo es ser insensible al Resucitado, esforzarse por sensibilizar al mundo y al hombre moderno respecto al Resucitado. Más que nunca, todo hogar cristiano es, ante todo, un nexo de unión, una posta entre el Templo de Dios y la civilización sin Dios.
EL SACERDOCIO CONYUGAL.
Pero, ¿cómo ejercerán los esposos dicha influencia decisiva sobre el mundo? Por su sacerdocio conyugal. Y este sacerdocio se articula sobre los carismas particulares del hombre y la mujer.
El hombre es un ser extático: sale de si mismo y se prolonga en el mundo por lo útil, por los actos. La mujer es un enstático: no es acto, sino ser. Está vuelta hacia su propia profundidad, se interioriza, semejante a la Virgen que guardaba las palabras divinas en su corazón. Ella está presente en el mundo por el don total de si misma. Un fresco de la catacumba de san Calixto muestra al hombre, con la mano extendida sobre la ofrenda, celebrando la eucaristía; de tras de él se encuentra la mujer, con los brazos en oración, la orante. Si lo propio del hombre es obrar, lo propio de la mujer es ser. Dejado a sí mismo, el hombre se pierde en las abstracciones y las objetivaciones; degradado, se vuelve degradante y fabrica un mundo deshumanizado. Proteger el mundo, a los hombres y a la vida como madre y nueva Eva, purificarlos como virgen: tal es la vocación de toda mujer. Ella debe tornar al hombre a su función esencialmente sacerdotal: penetrar sacramentalmente los elementos de este mundo y santificarlos, purificarlos por la oración. Todo cristiano está invitado por Dios a vivir la fe: ver lo que no se ve, contemplar la Sabiduría de Dios en el absurdo aparente de la Historia, y volverse luz, revelación, profecía, seguir a los “violentos” que toman de asalto el cielo y se apoderan del Reino (Mt 11,12).
El Evangelio según san Juan (13, 20) relata unas palabras del Señor, las más graves quizás que haya dirigido a la Iglesia: El que recibe a Aquel que me envía me recibe, y el que me recibe, recibe a Aquel que me envía. Dichas palabras se dirigen también a la “pequeña iglesia” que es todo hogar cristiano. Ellas quieren decir que el destino del mundo está supeditado a la actitud inventiva de la Iglesia, a su arte de acoger y de hacerse acoger, al arte de la caridad de los santos. Y este arte significa la cosa más simple y más alta a la vez: reconocer la presencia del Señor en todo ser humano.
Extracto de La Nouveauté de l’Esprit: études de spiritualité, Bellefontaine (SO 20), 1977. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva