lunes, 26 de abril de 2010



Ecclesia domestica




Pavel Evdokimov








En una homilía sobre los Hechos de los Apóstoles, san Juan Crisóstomo habla del hogar cristiano: “Incluso de noche… levántate, ponte de rodillas y reza... Es necesario que tu casa sea continuamente un oratorio, una iglesia”. El término “continuamente” tiene valor directivo, invita a las vigilias del espíritu: la pequeña iglesia doméstica debe estar día y noche ante el rostro de Dios.

La tradición oriental emparenta así, en su naturaleza profunda, la comunidad de la Iglesia y la comunidad conyugal. Las ve bajo la forma aún indiferenciada del “comienzo”: en el Paraíso terrenal, el misterio de la Iglesia y la comunión de la primera pareja humana no son más que una misma realidad. La primera célula conyugal coincide con la pre-Iglesia y manifiesta la esencia comunitaria de las relaciones entre Dios y el hombre. El texto bíblico lo dice: Dios… paseaba por el jardín a la brisa del día para conversar con el hombre y la mujer (Gn. 3, 8). Este acontecimiento prefigura todo lo que san Pablo revelará hablando del gran Misterio (Ef. 5), misterio nupcial divino-humano, fundamento común de la Iglesia y del matrimonio.

Mientras que la historia del Antiguo Testamento se abre con el amor conyugal, la historia del Nuevo Testamento comienza con el relato de las bodas de Caná (Jn. 2, 1). Semejante coincidencia no podría ser fortuita. Por otra parte, cada vez que la Biblia habla de la naturaleza de las relaciones entre Dios y la humanidad, lo hace en términos matrimoniales. La alianza es de naturaleza netamente nupcial: el pueblo de Dios, después la Iglesia, están adornados de los nombres de Novia del Señor (Os. 2, 19-20), Esposa del Cordero (Ap. 21, 9) y el Reino de Dios celebra sus Esponsales eternos (Ap. 19, 7). Así, la teología del matrimonio se origina en la eclesiología: ambas están emparentadas, al punto que una se expresa por medio de los símbolos de la otra.


UN MISMO MISTERIO

Cuando los novios confiesan su amor frente al Eterno y pronuncian el sí conyugal, el oficio nupcial en la Ortodoxia es mucho más que una simple bendición, más que un cambio de consentimientos recíprocos resultante en el orden de la creación. Se trata aquí del orden de la recreación evangélica, de su plenaria terminación que trasciende la historia y repercute en lo eterno. Por el poder sacramental del sacerdote, la Iglesia une los dos destinos y eleva dicha unión al valor de sacramento. Acuerda al ser conyugal así constituido una gracia particular, en vista de un officium, de un ministerio eclesial. Es la creación de una célula de Iglesia puesta al servicio de toda la Iglesia bajo la forma del sacerdocio conyugal.

En su teología del matrimonio, san Pablo usa de un método análogo al que ha empleado en Atenas (Hch. 17, 22 ss.). Contemplando el monumento dedicado al “dios desconocido”, descifra su anonimato: el deus absconditus, el dios oculto y misterioso, es ahora el Deus revelatus, cuyo nombre es Jesucristo. Del mismo modo, en la epístola a los Efesios (5, 31), san Pablo cita el texto del Génesis: Los dos no serán más que una sola carne, más que un solo ser. Toma este misterio, todavía muy enigmático en su origen, y lo revela a plena luz diciendo: este misterio es grande, quiero decir que se aplica a Cristo y a la Iglesia (5, 32). El misterio conyugal, antiguamente oculto, ahora se aclara y se precisa: se erige en imagen sustancial de su fuente, en icono de las relaciones misteriosas entre Cristo y la Iglesia, y es por ello que los dos no serán más que un solo ser.

San Juan Crisóstomo llama al matrimonio el “sacramento del amor” y justifica su naturaleza sacramental declarando que “el amor cambia la sustancia misma de las cosas”. El amor natural, vuelto carismático durante el sacramento, hace el milagro, opera la metamorfosis. Sustrae a la pareja de lo habitual, al orden de los elementos de este mundo, al plano animal, y lo introduce en lo inhabitual, en el orden de la gracia, en el misterio ofrecido por el sacramento. “Dos almas unidas así no tienen nada que temer. Con la concordia, la paz y el amor mutuo, el hombre y la mujer están en posesión de todos los bienes. Pueden vivir en paz detrás de la muralla inexpugnable que los protege y que es el amor según Dios. Gracias al amor, son más firmes que el diamante y más duros que el hierro, navegan en la plenitud, singlan hacia la gloria eterna y atraen siempre más la gracia de Dios”. Es por ello que, continúa el mismo Padre, “cuando marido y mujer se unen en el matrimonio, no parecen más algo terrenal, sino la imagen de Dios mismo”. Sólo, precisa, si el ser conyugal es un icono vivo de Dios, es porque es, ante todo, “un icono misterioso de la Iglesia”, una célula orgánica de la Iglesia. Ahora bien, toda parcela orgánica refleja siempre el todo. La plenitud del Cuerpo reside y palpita allí.

Se conoce el adagio de los Padres: “Allí donde está Cristo, allí está la Iglesia”. Dicha afirmación fundamental deriva de la palabra del Señor: Allí donde dos o tres están reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos (Mt. 18, 20). Semejante “reunión”, en efecto, es de naturaleza eclesial, porque está integrada en Cristo y puesta en su presencia. Clemente de Alejandría, pionero de la teología patrística de la pareja, coloca al matrimonio en relación directa con las palabras citadas y dice: “¿Quiénes son los dos reunidos en nombre de Cristo, y en medio de los cuales está el Señor? ¿No están el hombre y la mujer unidos por Dios?”. Este descubrimiento suscita el asombro profundo de Clemente y lo hace proclamar: “Aquel que se ha adiestrado en vivir el matrimonio… sobrepasa a los hombres”. El matrimonio trasciende lo humano porque, al igual que el misterio de la Iglesia, constituye según Clemente una microbasileia, un “pequeño reino”, la imagen profética del Reino de Dios, la anticipación prefigurativa del siglo futuro.

Así, la eclesiología conyugal de la “pequeña iglesia” se remite a la gran Eclesiología. El sacramento del matrimonio, “imagen misteriosa de la Iglesia”, muestra como los mismos principios que estructuran el ser de la Iglesia, estructuran el ser conyugal. Estos principios fundamentales son tres en total: el dogma trinitario, el dogma cristológico, y también el Pentecostés conyugal, es decir, según la expresión de Clemente de Alejandría, la efusión del Espíritu Santo y sus carismas en la habitación alta de la “pequeña casa del Señor”.


EL FUNDAMENTO TRINITARIO.

Un Dios de una sola Persona no sería Amor. Del mismo modo, el hombre, de ser un ser aislado o totalmente solitario, no sería “a su imagen”. Es por ello que, desde el origen, Dios declara: No es bueno para el hombre estar solo (Gn. 1, 18). Y Dios los creo pareja, ser comunitario, dicho de otro modo, ser eclesial.

Es bajo este ángulo que san Gregorio de Nacianzo describe el misterio de la Trinidad. Ciertamente, dicha “descripción” no considera de ningún modo una evolución, una “teogonía” en Dios, sino propone la visión de lo que de entrada es un acto único e indivisible: “El Ser uno se pone en movimiento y pone al Otro; su dualidad expresa la multiplicidad, aún no la unidad. Es por que la dualidad es atravesada, y el movimiento se detiene en la Trinidad, que es plenitud”. Cada una de las Personas contiene las otras dos, y es la eterna circulación del Amor intradivino, su Pleroma trino y uno a la vez. El dogma salvaguarda la antinomia trascendente del misterio. Dios es idénticamente “uno y trino”. La Triada divina está más allá del número. La perfecta igualdad de los Tres se remonta al Padre que es la Fuente, no en el tiempo, sino en el ser: es en Él que se realiza el Uno divino.

Pero sin tercer término, Dios y el hombre quedarían así eternamente cortados, separados el uno del otro. La persona del Verbo encarnado es este tercer término donde convergen y se unen la naturaleza divina y la naturaleza humana. Es por ello que la Encarnación del Verbo es central e indispensable para la comunión entre Dios y el hombre. “El Cordero inmolado” precede a la creación del mundo (Ap. 13, 8).

La iconografía ofrece una ilustración evidente de dicha verdad. El fondo de las copas nupciales en otro tiempo representaba a Cristo teniendo dos coronas por encima de los esposos, revelando así su centro divino de integración y haciendo de la comunidad conyugal una imagen de la Trinidad. San Teófilo de Antioquia se hace eco de estos símbolos declarando: “Dios ha creado a Adán y Eva para el más gran amor entre ellos, reflejando el misterio de la unidad divina”. El primer de los dogmas cristianos estructura así el ser conyugal, haciendo de él una pequeña triada, icono del misterio trinitario.


EL FUNDAMENTO CRISTOLÓGICO.

El dogma cristológico formulado por el concilio de Calcedonia precisa el alcance de la Encarnación en relación a la salvación del hombre: las dos naturalezas, divina y humana, están unidas en la Persona del Verbo sin confusión ni separación. Entran en una cierta compenetración y, como el hierro colocado en el fuego, la naturaleza humana es deificada. Por consiguiente, es hacia una unidad semejante de lo humano y lo divino que se dirige toda la economía de la salvación: la gracia divina se une a la naturaleza humana y la Iglesia es, ante todo, el vínculo donde se opera dicha comunión.

Al nivel de apropiación por cada individuo de este fruto universal de salvación, la imagen más frecuente es de carácter universal: son las “bodas místicas” del Cordero y la Iglesia, del Cordero y de toda alma humana. Otra imagen viene de la noción de “cuerpo”, noción paulina y de origen netamente eucarístico. Los miembros se integran en un solo organismo, el Cuerpo de Cristo donde fluye la vida divina, haciendo de todos “un solo Cristo”, según las palabras de san Simeón. La unidad de los hermanos de la que habla los Hechos (4, 32) se realiza ante todo en la eucaristía, porque ésta presenta una auténtica y plena manifestación de Cristo. Orígenes lo explica diciendo: “Cristo no vive má que en medio de aquellos que están unidos”. Así, la concepción eucarística de la Iglesia está expresamente formulada: por la participación en el “único Santo”, el Señor Jesús, su Cuerpo está estructurado en Communio sanctorum.

Los textos del derecho canónico ortodoxo definen la comunión conyugal como una forma particular de la “Comunión de los Santos”. Así, la fórmula clásica de Balsamón: “Las dos personas unidas en un solo ser”, no es más que una imagen concreta de la Iglesia, “pluralidad de personas unidas en un solo cuerpo”. Porque no es por casualidad que san Pablo coloca su enseñanza sobre el matrimonio en el contexto de su epístola sobre la Iglesia. En Efesios 4, 16, escribe: el cuerpo recibe su cohesión y se construye por medio de vínculos, de ligamentos de toda clase, según el rol de cada parte. El milagro de la Iglesia, su unidad arraigada en Cristo, resulta de las formas diversas de estos vínculos. Ahora bien, al lado de las comunidades parroquial y monástica, se sitúa otro tipo de sociedad: la comunidad conyugal, pequeña iglesia doméstica, célula orgánica de la gran Iglesia.

En su comentario sobre el relato de Caná, san Juan Crisóstomo descubre el estrecho parentesco entre los símbolos que hablan a la vez de la Iglesia y el matrimonio. La materia de milagro efectuado –el agua y el vino- se refiere al bautismo y la eucaristía y se remonta al nacimiento de la Iglesia en la Cruz: del costado traspasado, salió sangre y agua (Jn. 19, 34), y es la esencia eucarística de la Iglesia. Ahora bien, se encuentra la misma imagen en el sacramento del matrimonio, resaltado por el rito caldeo: “El esposo es semejante al árbol de vida en la Iglesia. La esposa es semejante a una copa de oro desbordante de leche y aspergida con gotas de sangre. Que la Trinidad Santa resida por siempre en su hogar nupcial”. Así, un vínculo sagrado une el milagro de Caná, la cruz y el Cáliz eucarístico, y los hace convergir en la copa común que beben los esposos durante la ceremonia sacramental. Cuanto más se unen en Cristo, más su copa común, medida de su vida y de su ser mismo, se llena del vino de Caná, deviene milagro eucarístico, significa su transmutación en la “nueva criatura”, reminiscencia del Paraíso y prefigura del Reino.

Por ultimo, en Caná, Jesús manifestó su gloria (Jn. 2, 11) en el contexto de una ecclesia domestica. Según la tradición litúrgica e iconográfica, es Cristo quien preside las Bodas de Caná; más aún, es Él el único Novio en toda boda. El icono de las bodas de Caná representa místicamente los esponsales de la Iglesia y de toda alma con el Divino Esposo. Por el sacramento, toda pareja desposa a Cristo. Es por ello que, amándose uno al otro, los esposos aman a Cristo. “Haz, Señor, que amándonos el uno al otro, te amemos siempre más”. Por consiguiente, todo instante de la vida conyugal se vuelve doxología, alabanza, canto litúrgico, ofrenda total del ser conyugal a Dios (cf. 2 Co. 11, 2; 1 Co. 10, 31; Col. 3, 17).


EL FUNDAMENTO PENTECOSTAL.

Es el don del Espíritu el día de Pentecostés el que acabó de constituir la Iglesia. La efusión perpetuada del Espíritu Santo hace de todo fiel un ser carismático, penetrado por completo, alma y cuerpo, de los dones del Espíritu. El sacramento del matrimonio funda la iglesia doméstica y reclama su propio Pentecostés. En el corazón del sacramento se coloca la epíclesis, es decir, la oración pidiendo al Padre el envío del Espíritu Santo: “Señor, Dios nuestro, corónalos (a los esposos) de gloria y honor”. Dichas palabras marca el momento del descenso del Espíritu y es el Pentecostés conyugal. Pidiendo la coronación de los esposos, la epíclesis se refiere a la oración sacerdotal del Señor: Les he dado la gloria que tú me has dado, a fin de que sean uno (Jn. 17, 22). Los novios son así coronados de gloria a fin de no hacerse más que uno, en la communio sanctorum de la Iglesia.

Es que, entre todos los vínculos terrenales, sólo el matrimonio presenta una plenitud en sí. San Juan Crisóstomo escribe: “Aquel que no está ligado por los vínculos del matrimonio no posee en sí mismo la totalidad de su ser, sino solamente la mitad: el hombre y la mujer no son dos, sino un solo ser”. El matrimonio restituye al hombre su naturaleza original, y el “nosotros” conyugal anticipa y prefigura el “nosotros” no de tal o cual pareja, sino del Masculino y el Femenino en su totalidad, el Adán reconstituido y realizado del Reino.

Pero todo verdadero gozo, toda elevación, se sitúa siempre al término de un sufrimiento, y la liturgia de coronación habla de ello sin disimulo. Sólo la corona de espinas del Señor da su sentido a todas las otras. Según san Juan Crisóstomo, las coronas de los novios evocan las coronas de los mártires e invitan a la ascesis conyugal. Del amor mutuo de los esposos brota la oración de las vírgenes mártires: “Es a ti a quien amo, Divino Esposo, es a ti al que busco luchando, por ti muero, para vivir también en ti”. El camafeo de los antiguos anillos nupciales representaba dos esposos de perfil unidos por la cruz. El amor perfecto es el amor crucificado. “En todo matrimonio, no es el camino lo que es difícil, lo difícil es el camino” (Kierkegaard). Es por ello que el matrimonio es un sacramento que requiere la gracia y en el cual la liturgia ruega sin cesar por el “amor perfecto”, “Da tu sangre y recibe el Espíritu”, este aforismo monástico se aplica de igual modo al estado conyugal.

La celebración litúrgica de Pentecostés lleva un mensaje secreto de un inmenso significado, y que está en relación con los carismas conyugales. Este día, único en el año, la Iglesia reza por todos los muertos desde la creación del mundo, y autoriza incluso la oración por los suicidas. En la sobreabundancia de su gracia, la fiesta nos coloca ante el misterio del infierno. No se trata aquí del elemento doctrinal: eternidad del infierno o destino último de los condenados. Se trata de la actitud orante de los vivos, única actitud posible ante el insondable misterio. La liturgia, sin prejuzgar, redobla su oración por todos los vivos y todos los muertos.

Ahora bien, ¿qué es el infierno? Es el lugar de donde Dios está excluido. Desde este punto de vista, el mundo moderno en su conjunto se presenta bajo este aspecto infernal. Hay allí una inmensa interrogación dirigida a todo creyente: ¿qué hacer ante este mundo demoníaco? Parece que la actitud del cristiano puede encontrar una indicación decisiva en una antiquísima tradición evocada por san Juan Crisóstomo: durante la celebración del bautismo, todo bautizado muere con Cristo, pero también desciende con él a los infiernos y, al igual que Cristo resucitado, lleva sobre si el destino de los pecadores. ¡Qué llamado poderoso a seguir a Cristo y descender, nosotros también, en el infierno del mundo moderno, no “como turistas”, como decía Péguy respecto de Dante, sino como testigos de la luz de Cristo!

Un texto litúrgico de Viernes Santo describe el descenso a los infiernos y muestra a Cristo “saliendo del infierno como de un palacio nupcial”. Se puede, pues, discernir un llamado muy preciso dirigido a los esposos cristianos: les es necesario crear una “relación nupcial” con el mundo, incluso y sobre todo bajo su aspecto infernal, entrar allí como en un “palacio nupcial”, dar testimonio de la presencia universal de Cristo y puesto que, según la expresión de Isaac el Sirio, el pecado esencial del mundo es ser insensible al Resucitado, esforzarse por sensibilizar al mundo y al hombre moderno respecto al Resucitado. Más que nunca, todo hogar cristiano es, ante todo, un nexo de unión, una posta entre el Templo de Dios y la civilización sin Dios.


EL SACERDOCIO CONYUGAL.

Pero, ¿cómo ejercerán los esposos dicha influencia decisiva sobre el mundo? Por su sacerdocio conyugal. Y este sacerdocio se articula sobre los carismas particulares del hombre y la mujer.

El hombre es un ser extático: sale de si mismo y se prolonga en el mundo por lo útil, por los actos. La mujer es un enstático: no es acto, sino ser. Está vuelta hacia su propia profundidad, se interioriza, semejante a la Virgen que guardaba las palabras divinas en su corazón. Ella está presente en el mundo por el don total de si misma. Un fresco de la catacumba de san Calixto muestra al hombre, con la mano extendida sobre la ofrenda, celebrando la eucaristía; de tras de él se encuentra la mujer, con los brazos en oración, la orante. Si lo propio del hombre es obrar, lo propio de la mujer es ser. Dejado a sí mismo, el hombre se pierde en las abstracciones y las objetivaciones; degradado, se vuelve degradante y fabrica un mundo deshumanizado. Proteger el mundo, a los hombres y a la vida como madre y nueva Eva, purificarlos como virgen: tal es la vocación de toda mujer. Ella debe tornar al hombre a su función esencialmente sacerdotal: penetrar sacramentalmente los elementos de este mundo y santificarlos, purificarlos por la oración. Todo cristiano está invitado por Dios a vivir la fe: ver lo que no se ve, contemplar la Sabiduría de Dios en el absurdo aparente de la Historia, y volverse luz, revelación, profecía, seguir a los “violentos” que toman de asalto el cielo y se apoderan del Reino (Mt 11,12).

El Evangelio según san Juan (13, 20) relata unas palabras del Señor, las más graves quizás que haya dirigido a la Iglesia: El que recibe a Aquel que me envía me recibe, y el que me recibe, recibe a Aquel que me envía. Dichas palabras se dirigen también a la “pequeña iglesia” que es todo hogar cristiano. Ellas quieren decir que el destino del mundo está supeditado a la actitud inventiva de la Iglesia, a su arte de acoger y de hacerse acoger, al arte de la caridad de los santos. Y este arte significa la cosa más simple y más alta a la vez: reconocer la presencia del Señor en todo ser humano.



Extracto de La Nouveauté de l’Esprit: études de spiritualité, Bellefontaine (SO 20), 1977. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva



La Misa y la muerte



Réginald Garrigou-Lagrange O.P.









Se puede profundizar la doctrina cristiana y católica del sacrificio de la Misa de modo abstracto y especulativo. Se puede también profundizarlo de modo concreto y vivido, uniéndose a la oblación del Salvador de un modo personal, y más particularmente haciendo con antelación el sacrificio de su vida, para obtener la gracia de una santa muerte (1).


Más que nadie en el mundo, María ha estado asociada al sacrificio de su Hijo, participando en todos sus sufrimientos, en la medida de su amor por Él.

Los santos, en particular los estigmatizados, han estado excepcionalmente unidos a los sufrimientos y los méritos del Salvador: un san Francisco de Asís y una santa Catalina de Siena, por ejemplo. Pero por profunda que haya sido dicha unión, fue sin embargo poca cosa en comparación con la de María. Por un muy íntimo conocimiento experimental y por la grandeza de su amor, María al pie de la Cruz ha entrado en las profundidades del misterio de la redención, más que san Juan, más que san Pedro, más que san Pablo. Ha entrado allí en la medida de la plenitud de gracia que había recibido, en la medida de su fe, de su amor, de los dones de inteligencia y sabiduría que tenía en un grado proporcional a su caridad.

Para entrar nosotros mismo un poco en este misterio y extraer de él lecciones prácticas que nos permitan prepararnos para una buena muerte, pensemos en el sacrificio que debemos hacer de nuestra vida en unión con María a los pies de la Cruz.

Se exhorta a menudo a los moribundos a hacer el sacrifico de sus vidas, para dar un valor satisfactorio, meritorio y impetratorio a sus últimos sufrimientos. Frecuentemente los Soberanos Pontífices, en particular Pío X, han invitado a los fieles a ofrecer previamente estos sufrimientos, quizás muy grandes, del último instante, para disponerse bien a ofrecerlos con un corazón más generoso en la hora suprema.

Pero para hacer bien desde ahora este sacrificio de nuestra vida, es necesario hacerlo en unión con el sacrificio del Salvador perpetuado sacramentalmente sobre el altar durante la Misa, en unión con el sacrificio de María, Mediatriz y Corredentora. Y para ver bien todo lo que dicha oblación debe comportar, conviene recordar aquí los cuatro fines del sacrificio: la adoración, la reparación, la súplica y la acción de gracias. Los consideraremos sucesivamente, viendo las lecciones que comportan.


La adoración.

Jesús en la Cruz ha hecho de su muerte un sacrificio de adoración. Este fue el cumplimiento más perfecto del precepto del decálogo: “Adorarás al Señor tu Dios y no servirás más que a Él” (Deut. VI, 13). Es con estas divinas palabras que Jesús había respondido a Satán que le decía: “Te daré todos los reinos del mundo si te prosternas ante mi para adorarme, si cadens adoraveris me”.

La adoración es debida sólo a Dios, a causa de su soberana excelencia de Creador, porque sólo Él es el Ser mismo, eternamente subsistente, la Sabiduría misma, el Amor mismo. La adoración que le es debida debe ser a la vez exterior e interior, inspirada por el amor; debe ser una adoración en espíritu y verdad.

Una adoración de un valor infinito ha sido ofrecida por Jesús a Dios en Getsemaní, cuando se prosternó con su rostro en tierra diciendo: “Padre mío, si es posible, que este cáliz se aleje de mi; sin embargo, que vuestra voluntad sea hecha y no la mía” (Mt. XXVI, 10). Dicha adoración reconocía práctica y profundamente la soberana excelencia de Dios, señor de la vida y de la muerte, de un Dios que, por el amor del Salvador, quería hacer servir la muerte, pena del pecado, para la reparación del pecado y para nuestra salvación. Existe en este decreto eterno del Padre, que contiene toda la historia del mundo, una excelencia soberana, reconocida por la adoración del Getsemaní.

Dicha adoración del Salvador continuó sobre la Cruz, y María se asoció a ella, en la medida de la plenitud de gracia que había recibido y que no había cesado de crecer. En el momento de la crucifixión de su Hijo, ella ha adorado los derechos de Dios, autor de la vida, a quien agradó hacer servir la muerte de su Hijo inocente para la reparación del pecado, para el bien eterno de las almas.

En unión con Nuestro Señor y su Santa Madre, adoremos a Dios y digamos de todo corazón, como nos invita a ello S.S. Pío X: “Señor, mi Dios, desde hoy, con un corazón tranquilo y sumiso, acepto de vuestra mano el género de muerte que queráis enviarme, con toda sus angustias, todas sus penas y todos sus dolores”.

Quienquiera que, una vez en su vida, un día de su lección, haya recitado este acto de resignación luego de la confesión y la comunión, ganará una indulgencia plenaria que le será aplicada en la hora de la muerte, según la pureza de su conciencia. Pero sería bueno rehacer cada día este sacrificio, para prepararnos así a hacer de nuestra muerte, en el último instante, en unión con el sacrificio de Cristo continuado en sustancia sobre el altar, un sacrificio de adoración, pensando en el soberano dominio de Dios, en la Majestad y la Bondad de Aquel “que conduce a todo extremo y hace volver de él – Dominus mortificat et vivificat, deducit ad inferos et reducit” (Deuteronomio, XXXII, 39; Tobías, XIII, 2; Sabiduría, XVI, 13). Dicha adoración a Dios, señor de la vida y de la muerte, puede hacerse de maneras bastante diferentes, según las almas están más o menos iluminadas: ¿existe algo mejor que unirse así cada día al sacrificio de adoración del Salvador?

Seamos desde ahora adoradores en espíritu y verdad. Que dicha adoración sea tan sincera y tan profunda que repercuta verdaderamente sobre nuestra vida y nos disponga a aquello que debemos tener en el corazón en el último instante.


Reparación.

El segundo fin del sacrificio es la reparación de la ofensa hecha a Dios por el pecado, y la satisfacción de la pena debida por el pecado. Debemos hacer de nuestra muerte un sacrificio propiciatorio. La adoración debe ser, para hablar propiamente, reparadora.

Nuestro Señor ha satisfecho superabundantemente por nuestras faltas porque, dice santo Tomás IIIa, q. 48, a. 2), ofreciendo su vida por nosotros, ha hecho un acto de amor que agradaba más a Dios que lo que le disgustaban todos los pecados reunidos. Su caridad fue mucho más grande que la malicia de sus verdugos, y tenía un valor infinito que extraía de la personalidad del Verbo.

Ha satisfecho por nosotros, que somos los miembros de su Cuerpo místico. Pero como la causa primera no vuelve inútil las causas segundas, el sacrificio del Salvador no vuelve inútil el nuestro, sino lo suscita y le confiere su valor. María nos ha dado el ejemplo, uniéndose a los sufrimientos de su Hijo. Ella ha satisfecho así por nosotros, al punto de merecer el título de Corredentora.

Ella ha aceptado el martirio de su Hijo no solamente querido, sino legítimamente adorado, que amaba con el corazón más tierno, luego de haberlo virginalmente concebido.

Más heroica aún que el patriarca Abrahán listo a inmolar a su hijo Isaac, María, ofreciendo a su Hijo por nuestra salvación, lo vio morir realmente en los más atroces sufrimientos físicos y morales. No se acercó un ángel para detener la inmolación y decir a María, como al patriarca, en nombre del Señor: “Sé ahora que no me has negado a tu hijo, tu único” (Génesis, XXII, 12). María vio realizarse efectiva y plenamente el sacrificio de reparación de Jesús, del cual el de Isaac no era más que una figura. Sufrió entonces el pecado en la medida de su amor por Dios al que el pecado ofende, por su Hijo, al que el pecado crucificaba, por nuestras almas, a las que el pecado arrasa y hace morir. La caridad de la Virgen sobrepasaba incomparablemente la del patriarca, y en ella, más aún que en él, se realizaron las palabras que escuchó: “Porque no me has negado a tu hijo, tu único, te bendeciré y te daré una posteridad numerosa como las estrellas del cielo” (Génesis XXII, 17).

Ahora bien, como el sacrificio de Jesús y María ha sido un sacrificio de propiciación o de reparación por el pecado, de satisfacción de la pena debida por el pecado, en unión con ellos, hagamos del sacrificio de nuestra vida una reparación por todas nuestras faltas, pidamos desde ahora que nuestros últimos momentos tengan un valor a la vez meritorio y expiatorio, y pidamos la gracia de hacer este sacrificio con un gran amor que aumentará en él a doble valor. Seamos felices de pagar esta deuda a la justicia divina para que el orden sea plenamente restablecido en nosotros. Y si, en este espíritu, nos unimos íntimamente a las Misas que se celebran todos los días, si nos unimos a la oblación siempre viva del Corazón de Cristo, oblación que es el alma de estas Misas, entonces obtendremos la gracia de unirnos a ella igualmente en el último momento. Si dicha unión de amor a Cristo Jesús es cada día más íntima, la satisfacción del Purgatorio nos será notablemente abreviada. Podría ser incluso que recibiéramos la gracia de hacer totalmente nuestro Purgatorio en la tierra mereciendo, aumentando en el amor, en lugar de hacerlo luego de la muerte sin merecer.


Súplica.

El moribundo no debe solamente hacer de su muerte un sacrificio de adoración y reparación, sino también un sacrificio impetratorio o de súplica, en unión con Nuestro Señor y con María.

San Pablo escribe a los Hebreos (V, 7): “Jesús, habiendo ofrecido con lágrimas sus súplicas…, ha sido escuchado, a causa de su piedad y su obediencia y salva a todos aquellos que lo obedecen”. Recordemos la oración sacerdotal de Cristo luego de la Cena y antes del sacrificio de la Cruz: Jesús ha rogado allí por sus Apóstoles y por nosotros… y “siempre vivo, no cesa de interceder por nosotros” (Hb. VII, 25). En particular en el sacrificio de la Misa, en la cual es el sacerdote principal.

Jesús, que ha rogado por sus verdugos, ruega por los moribundos que se encomiendan a él. Con él, la Virgen María intercede acordándose que nosotros le hemos dicho a menudo: “Santa María, madre de Dios, ruego por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”.

El moribundo debe unirse a las Misas que se celebran en ese minuto cerca o lejos de él. Debe pedir por medio de ellas, por la gran oración de Cristo que continua en ellas, la gracia de la buena muerte o de la perseverancia final, la gracia de las gracias, la de los elegidos. Conviene que la pida no solamente por si mismo, sino por todos aquellos que mueren en el mismo momento.

Y, para disponernos desde ahora a hacer este acto de súplica en la última hora, roguemos a menudo asistiendo a la santa Misa por aquellos que van a morir en el día. Y, según la recomendación de S.S. Benedicto XV, hagamos decir a veces una Misa para obtener, por este sacrificio de súplica de un valor infinito, la gracia de la buena muerte o la aplicación de los méritos del Salvador. Hagamos también celebrar algunas Misas por aquellos parientes y amigos nuestros que nos transmiten inquietudes sobre su salud, para obtenerles la gracia última, por aquellos también que podríamos haber escandalizado o alejado del camino de Dios.


La acción de gracias.

Por último, cada uno de nosotros deberíamos hacer de su muerte, en unión con Nuestro Señor y con María, un sacrificio de acción de gracias por todos los beneficios recibidos desde el bautismo, pensado tanto en las absoluciones y comuniones que nos han perdonado o conservado en el camino de la salvación.

Jesús hizo de su muerte un sacrificio de acción de gracias, cuando dijo: “Consummatum est – Todo se ha consumado” (Juan, XIX, 30). María dijo este “consummatum est” con él. Y dicha forma de oración, que continua en la Misa, no cesará, incluso cunado la última Misa sea dicha en el fin del mundo. Cuando no haya más sacrificio propiamente dicho, tendrá su consumación, y en ella tendrá siempre la adoración y la acción de gracias de los elegidos que, unidos al salvador y a María, cantarán el Sanctus con los ángeles y glorificarán a Dios dándole gracias.

Dicha acción de gracias está admirablemente expresada por las palabras del ritual que dice el sacerdote a la cabecera de los moribundos, luego de haber dado una última absolución y el santo viático: “Proficiscere, anima christiana, de hoc mundo… : Salid de este mundo, alma cristiana, en el nombre de Dios Padre todopoderoso, que os ha creado; en el nombre de Jesucristo, Hijo del Dios vivo, que ha sufrido por ti; en el nombre de la gloriosa y santa Madre de Dios, la Virgen María; en el nombre del bienaventurado José, su esposo predestinado, en el nombre de los ángeles y arcángeles, en el nombre de los Patriarcas, de los Profetas, de los Apóstoles, de los Mártires, en el nombre de todos los Santos y todas las santas de Dios. Que hoy vuestra casa esté en la paz y vuestra morada en la Jerusalén celestial. Por Jesucristo Nuestro Señor”.

Para concluir, repetimos a menudo, para darle todo su valor, el acto recomendado por S.S. Pío X y pedimos a María la gracia de hacer de nuestra muerte un sacrificio de adoración, de reparación, de súplica y de acción de gracias. Cuando asistimos a los moribundos, los exhortamos al sacrificio, uniéndose a las Misas que se celebran entonces. Y desde ahora, de antemano, hagámoslo nosotros mismos, renovémoslo a menudo, cada día, como si fuera a ser el último. Nos dispondremos así a hacerlo muy bien en el momento supremo: entonces sabremos que “si Dios conduce a todo extremo y hace volver de él”, nuestra muerte será como transfigurada. Llamaremos al Salvador y su santa Madre para que vengan a tomarnos y nos otorguen la última de las gracias que asegurará definitivamente nuestra salvación por un último acto de fe, confianza y amor.



(1) Hemos hablado ya de la Unión Eucarística, erigida en la Sainte-Baume con el objetico de establecer un culto perpetuo de misas por la pacificación del mundo. Estamos felices de notar que dicha unión piadosa se ha extendido recientemente en Piamonte y también en las islas Filipinas. Para ser inscripto en ella, dirigirse al Secretariado de la Unión Eucarística, parroquia de Plan d'Aups, Saint-Zacharie (Var).


Aparecido en La vie spirituelle n° 194, 1935. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.



Comunión espiritual


Louis de Bazelaire








I. NATURALEZA.

En el lenguaje de los autores espirituales modernos, la expresión “comunión espiritual” es perfectamente clara. Designa la unión del alma con Jesús-Eucaristía, realizada no por la recepción del sacramento, sino por el deseo de dicha recepción. “Comulgar espiritualmente es unirse a Jesucristo presente en la eucaristía, no recibiéndolo sacramentalmente, sino por un deseo procedente de una fe animada por la caridad” (Dictionnaire de théologie catholique, art. Comunión espiritual, col. 572.573). Esta noción deriva en línea recta de la enseñanza del concilio de Trento que, recogiendo la división desde mucho tiempo clásica de las tres maneras posibles de comulgar: sacramentaliter tantum, spiritualiter tantum, sacramentaliter et spiritualiter, describe así a aquellos que hacen la comunión espiritual: “alios tantum spiritualiter, illos nimirum, qui veto propositum illum coelestem panem edentes, ide viva, quae per dilectionem operatur (Gal. 5, 6), fructum ejus et utilitatem sentiunt” (sess. 13, c. 8).

Entre los teólogos de la Edad Media y los grandes escolásticos, las fórmulas: manducatio spiritualis, usus spiritualis sacramenti son tomadas en acepciones diversas y dan lugar a numerosas distinciones, que no son siempre absolutamente concordantes. Así, estar unido a Cristo por la vida de la gracia es comer su carne. En este sentido, san Agustín había escrito: “Hoc est ergo manducare illam escam et illum bibere potum, in Christo manere et illum manentem in se habere” (PL 35, 1614). Del mismo modo, la manducación del maná, figura de la eucaristía, contiene un deseo implícito del sacramento y se pregunta si es verdaderamente una comunión espiritual (S. Th., 3 q. 80 a. 1 ad 3; Salmantic., De Euchar. Sacram., disp. 2, dub. 1). De igual manera, aún el bautismo, que está ordenado a la eucaristía, supone un deseo implícito de la eucaristía y los niños en su bautismo reciben los frutos de ella “Sicut ex fide Ecclesiae credunt, sic ex intentione Ecclesiae desiderant Eucharistiam, et per consequens recipiunt rem ipsius” (S. Th., 3 q. 73 a. 3).

No nos detendremos en estos sentidos secundarios o derivados y nos ocuparemos de ello en el sentido primeramente indicado puesto que sólo dicha comunión espiritual constituye una práctica de piedad, susceptible de un método, de una técnica determinada.

¿Qué elementos comporta la comunión espiritual así definida?

Ella está constituida esencialmente por un deseo.

Es lo que dice san Francisco de Sales: “Mas cuando no puedais tener este bien de comulgar realmente en la santa Misa, comulgad al menos de corazón y espíritu, uniéndoos por un ardiente deseo a aquella carne vivificante del Salvador” (Introducción a la vida devota, parte 20, cap. 21). Scaramelli es de la misma opinión: “Dicha recepción mental consiste, según santo Tomás, en un vivo deseo de participar en este augustísimo misterio” (Método de dirección espiritual, 3er tratado, art. 10, cap. 7). Rodríguez desarrolla este punto con una insistencia de términos que no carece de vigor y que es incluso un poco excesiva: “La comunión espiritual consiste en tener un ardiente deseo de recibir este sacramento adorable. Porque al igual que cuando uno tiene un gran hambre, se devora los alimentos con los ojos, del mismo modo es necesario devorar con los ojos del espíritu dicho alimento celestial: es necesario, cuando el sacerdote abre la boca para recibir el Cuerpo de Jesucristo, abrir al mismo tiempo la boca del alma, con un deseo ardiente de recibir dicho maná divino, y es necesario saborearlo mucho tiempo los dulzores en su espíritu” (Práctica de la perfección cristiana, 2º parte, tratado 8, cap. 15).

Es un deseo del sacramento de la eucaristía.

Así, los teólogos dicen generalmente que la manducación del maná no es “proprie spiritualis manducatio hujus sacramenti”, es solamente “figurata et materialis manducatio”, no estando entonces instituidos los sacramentos de la Nueva Ley (Suárez, In 3 D. Th., disp. 62, sect. 1). Es por ello que también los ángeles, a juicio de santo Tomás, si pueden comer a Cristo espiritualmente puesto que ellos le están unidos por la caridad y la visión beatífica, no pueden comer espiritualmente el sacramento, que supone la posibilidad de recibirlo realmente. En sentido propio, no hacen la comunión espiritual (S. Th., 35 q.80 a.3).

Es un deseo inspirado por la caridad.

La Instructio sacerdotis, publicada a continuación de las obras de san Bernardo, pero que no es de él, lo había ya notado expresamente: “Spiritualiter tantum sumit quisque fidelis, qui est de membris Ecclesiae, perseverans in charitate” (PL 184, 789). Teólogos y autores espirituales están de acuerdo y es, lo hemos visto, la enseñanza del concilio de Trento. “Est auteur observandum ex conc. Trid., sess. 13, c. 8, non omne desiderium, seu propositum hujus sacramenti censeri spiritualem sumptionem ejus, sed solum illud quod ex fide viva proficiscitur” (Suárez, loc. cit.). La comunión espiritual requiere, pues, el estado de gracia y veremos las consecuencias de dicha disposición para los efectos de la comunión espiritual. En cuanto a las disposiciones que implica dicha fe viva, dicha caridad, de la que habla el concilio, son aquellas que están indicadas más adelante y cuyas fórmulas llenan los libros de piedad bajo la rúbrica: Actos antes y después de la comunión.

¿Este deseo debe ser explícito? ¿O el deseo implícito es suficiente?

Muchos teólogos afirman que es suficiente recibir la eucaristía in voto implícito en ciertos casos para obtener de ella los frutos espirituales. Tratan la cuestión a propósito de la necesidad de la eucaristía y quieren conciliar dicha necesidad con la imposibilidad práctica, para los niños muertos después del bautismo por ejemplo, de desear explícitamente el sacramento eucarístico (M. de la Taille, Mysterium Fidei, París, 1931, págs. 565-571). Pero este deseo implícito no constituye evidentemente la comunión espiritual en el sentido de ejercicio de piedad como lo definimos aquí, y no se puede concebir que la comunión espiritual propiamente dicha no implique el deseo explícito de la eucaristía (Dictionnaire de théologie catholique, Comunión espiritual, col. 573.)


HISTORIA

La comunión espiritual no es una práctica inventada por la espiritualidad moderna. Si bien no hay que tomar al pie de la letra ciertas fórmulas de san Agustín y transferirles el significado que nosotros le damos en nuestros días (Batiffol, Études d’histoire et de théologie positive, 2º serie, París, 1905, pág. 242), se puede ya encontrar en los escritos del obispo de Hipona los lineamientos de una teoría que se volverá tradicional en poco tiempo. La distinción entre sacramentum y res sacramenti está en el origen de la doctrina señalando que son realidades separables de hecho y que pueden ser recibidas la una sin la otra. Es particularmente en su comentario de san Juan que la cuestión de la comunión espiritual es al menos tocada, aunque no es específicamente considerada (M. de la Taille, op. cit., p. 568). A propósito de Cristo, pan descendido del cielo, san Agustín señala el deseo que debe tener de este pan el hombre interior. “Panis quippe iste interioris hominis quaerit esuriem” (In Joannem tract. 26, PL 35, 1606). De Moisés, de Aarón, de Pinjás, que comieron el maná, símbolo de la eucaristía, alaba el hambre espiritual y admira los frutos con los que fueron recompensados. “Quia visibilem cibum spiritaliter intellexerunt, spiritaliter esurierunt, spiritaliter gustaverunt, ut spiritaliter satiarentur” (ibid., col. 1614). Sobre todo, muestra que si quien come el pan de vida no muere, esto se debe a la virtud del sacramento y no al signo sensible. “Sed quod pertinet ad virtutem sacramenti, non quod pertinet ad visibile sacramentum: qui manducat intus, non foris; qui manducat in corde, non qui premit dente” (ibid., col. 1612).

Profundizando dicha distinción, y en la medida en que sea fiel al realismo agustiniano, se comprenderá cada vez mejor cómo se puede recibir los efectos del sacramento sin recibir el sacramento mismo. Se estará en el camino de la comunión espiritual propiamente dicha: está será la obra de los teólogos posteriores. Un predicador medieval de renombrem Raúl el Ardiente, escribe: “Duo quippe sunt modi manducandi corpus Christi, unus sacramentalis, alius spiritualis... Spiritaliter vero accipit corpus bonus, qui etsi non sacramentaliter quandoque accipit, tamen fide et caritate in corpore Christi est...” (Hom. 51 in die Paschae, PL 155, 1850).

Guillermo de Saint-Thierry distingue muy netamente la “manducatio spiritualis corporis Christi” y la “corporalis manducatio corporis Domini”. Muestra cómo la carne de Cristo es un alimento de vida: “quant tune avidis faucibus sumimus, cum dulciter recolligimus, et in ventre memoriae recondimus quaecumque pro nobis fecit et passus est Christus” (De corp. et sang. Domini, PL 180, 352-353). ¿Cómo no citar también este pasaje de mismo autor, discípulo y amigo de san Bernardo?: “Sacramentum enim sine re sacramenti sumenti mors est; res vero sacramenti, etiam praeter sacramentum, sumenti vita aeterna est. Si autem vis, et vere vis, omnibus horis, tant diei quant noctis, hoc tibi in cella praesto est. Quoties in commemorationem ejus qui pro te passus est, hoc facto ejus pie se fideliter fueris affectus, corpus ejus manducas et sanguinem bibis” (Ep. ad Fratres de Monte Dei, PL 184, 258).

Con su precisión habitual, santo Tomás afirma que el efecto del sacramento puede ser realizado en el alma, incluso si se recibe la eucaristía solamente in voto, como es el caso de la comunión espiritual. “Effectus sacramenti potest ab, aliquo percipi, si sacramentum habeat in voto, quamvis non accipiat in re...; ira etiam aliqui manducant spiritualiter hoc sacramentum, antequam sacramentaliter sumant” (3a q. 80 a. 1 ad 3).

Los teólogos posteriores desarrollarán la misma doctrina, que encontrará su consagración en el concilio de Trento. Los autores espirituales se preocuparán de organizar dicha doctrina en práctica de piedad. Santa Teresa la recomienda a sus hijas (Camino de perfección, cap. 37) y san Francisco de Sales, a Filotea (Introducción a la vida devota, 2º parte, cap. 21). No son más que el eco de una tradición que ya se había hecho escuchar oír en la Imitación de Jesucristo (lib. 4, cap. 10). Se encuentran recomendaciones análogas en las obras de Venerable Luis du Pont (De la perfección del cristiano en el estado eclesiástico, trat. 28, cap. 14), de Rodríguez (op. y loc. cit.), de san Alfonso de Liguori (La verdadera esposa de Jesucristo, cap. 18), etc. Entre los modernos, el P. Faber (The Blessed Sacrament) ha consagrado sugestivas páginas a dicha devoción, que es universalmente recomendada en los libros y manuales de piedad.


FUNDAMENTO TEOLÓGICO.

El valor de la comunión espiritual reposa, en suma, sobre dos principios.

Primer principio: la fe en la presencia de Cristo en la eucaristía como fuente de vida, de amor y de unidad. No se puede comprender bien el deseo de la eucaristía, ni no se acepta el principio del valor santificante de la eucaristía: es porque se cree en la presencia real y vivificante de Cristo en la eucaristía que se desea recibir el sacramento. Es porque se cree en el carácter especial de este sacramento, que es aumentar la vida de la gracia, intensificar la caridad, fortalecer la unidad que nos une al Cuerpo Místico que se desea dicha unión con Cristo. Es porque la eucaristía, según la promesa de Nuestro Señor, es el pan del alma, un alimento de vida, una comida espiritual, que se desea efectivamente alimentarse de él. Toda la liturgia eucarística, recordándonos este pensamiento, nos invita a ver en ello el carácter propio del sacramento. Y es por ello que el deseo de la eucaristía o la comunión espiritual es totalmente diferente a la unión con Cristo por la fe, enseñada por los protestantes. Así, para Lutero la eucaristía no tiene otro valor que el de excitar la confianza en la imputabilidad de los méritos de Cristo, sin realmente producir un incremento de gracia en nuestras almas (Dictionnaire de théologie catholique, art. Luther, col. 1305).

Segundo principio: la eficacia del deseo puede suplir el acto sacramental. Es un principio admitido en muchos casos que el deseo suple el acto, cuando este no puede ser realizado en si mismo (Suárez, loc. cit., disp. 62, sect.1). Aquí, sin duda, la eficacia del deseo no es ex opere operato, como en la comunión sacramental, sino ex opere opertantis. El deseo tiende ya a la realización de lo que realiza la comunión ex opere operato. El fin, dice santo Tomás, está contenido en el deseo. “Finis habetur in desiderio et in intentione” (S. Th., 3 q. 72 a. 3). Por el deseo, la comunión está, en cierto modo, realizada. Sin duda no lo está materialmente pero, ya que es necesario distinguir en el sacramento el signo (sacramentum) y la realidad (res sacramenti), el deseo alcanza la realidad sin pasar por el signo. “Res alicujus sacramenti haberi potest ante perceptionem sacramenti, ex ipso voto sacramenti percipiendi” (S. Th., ibid.). Tal como lo desarrolla con nitidez el P. de la Taille, el movimiento sincero y eficaz del alma hacia la vida es ya un movimiento de vida. Aquel que tiende hacia la vida de Cristo en la eucaristía la encuentra, porque Cristo no falta a aquellos que lo buscan (op. cit., pág. 565).


EFECTOS.

¿Cuáles son, pues, los efectos de la comunión espiritual?

Los efectos producidos son de la misma naturaleza que en la comunión eucarística: aumento de la gracia santificante, gracias de amor, de vida, de pureza, de unidad… “Se cuenta de santa Ángela de Mérici que, cuando se le impedía la comunión de cada día, la suplía por frecuentes comuniones espirituales en la Misa, y se sentía a veces inundada de gracias semejantes a las que habría recibido si hubiera comulgado bajo las especies sacramentales. De ese modo dejó a su Orden como legado piadoso, una apremiante recomendación de no descuidar esta santa práctica” (Méditations sur l’Eucharistie, por el hermano Philippe, París, 1867, pág. 459).

Estos efectos son producidos ex opere operantis y no ex opere operato: la opinión común está firmemente admitida, a pesar de algunas discusiones o distinciones sutiles.

Dichos efectos pueden ser superiores a aquellos que son producidos en la comunión sacramental, si las disposiciones son purísimas pero, en igualdad de disposiciones, son evidentemente menos abundantes que en la comunión eucarística. “Puede suceder que hagáis dicha comunión espiritual con tal fervor, que merezcáis tantas gracias como el sacerdote obtiene por la comunión sacramental aunque, para él, disposiciones semejantes unidas a la recepción del sacramento tengan por resultado gracias más abundantes” (Venerable L. du Pont, op. y loc. cit.). El P. Faber cita muchos rasgos –cuya autenticidad habría sin duda necesidad de ser controlada- que ponen a la luz la eficacia de este deseo de la eucaristía en los santos (The Blessed Sacrament, t. 2, lib. 4, sección 6).

Según muchos autores, la comunión espiritual, para ser fructuosa, requiere el estado de gracia (Rodríguez, op. y loc. cit.). Quien comulgara en estado de pecado mortal y en la disposición de permanecer en él, pecaría gravemente (Suárez, op. y loc. cit.). Pero no es necesario confesarse: un acto de contrición perfecta es suficiente. En caso de contrición imperfecta, no habría pecado en ello; habría allí incluso un buen deseo, pero los frutos vinculados a la comunión espiritual no se producirían (Dictionnaire de théologie catholique, art. Comunión espiritual, col. 573.)


PRÁCTICA.

¿Cómo la comunión espiritual debe ser practicada?

Los actos de la comunión espiritual son del mismo orden que aquellos que preceden, acompañan y siguen a la comunión sacramental. Son bien descriptos en este pasaje de Scaramelli: “toda persona piadosa debe en primer lugar concebir un sincero arrepentimiento de sus pecados y purificar por dicho dolor el tabernáculo de su corazón, dónde ella desea recibir y hacer reposar al divino Salvador. A continuación, hará un acto de fe viva sobre la presencia real de Jesucristo en este augusto misterio. Después considerará, como lo hemos dicho para la comunión sacramental, la grandeza y la majestad de ese Dios oculto bajo el velo de las santas especies: que reflexione en el amor inmenso, en la gran bondad con las cuales desea unirse a nosotros. Que eche también sus miradas sobre su debilidad y su propia miseria. Luego de estas consideraciones, debe hacer actos de humildad y de deseo: de humildad, en vistas de su propia indignidad; de deseo, a causa de la amabilidad infinita de Dios. Por último, ya que no le es dado unirse a su buen Salvador por la recepción real de la eucaristía, que se acerque a él por el dulce vínculo de un amor apacible y tranquilo. Terminará la comunión espiritual dando gracias y alabando al Señor. Porque, aunque Jesucristo no haya descendido realmente en su corazón, estaba sin embargo bien dispuesto a dicha unión de amor y la deseaba con todo el ardor de la caridad. Le pedirá, pues, las gracias de las que se reconocía indigna, y se aplicará seriamente a producir los actos que tiene costumbre de hacer luego de la recepción de este alimento divino” (Método de dirección espiritual, 3º tratado, art. 10, cap. 7).

La comunión espiritual puede ser hecha tan a menudo como el alma lo desee. “Potest enim quilibet devotus omni die et omni hora, ad spiritualem Christi communionem salubriter et sine prohibitione accedere” (Imitación de Jesucristo, lib. 4, cap. 10). “La bienaventuranza Ágata de la Cruz estaba animada de tal amor por el Santísimo Sacramento, que estaría muerta, dice, si su confesor no le hubiera enseñado la práctica de la comunión espiritual, y cuando la tuvo, tenía la costumbre de repetirla hasta doscientas veces en un día” (Faber, op. cit., trad. de Bernhardt, t. 2, pág. 295).

El momento privilegiado para hacer la comunión espiritual es el tiempo de la Misa, donde, si no se puede comulgar sacramentalmente, se puede siempre unirse a la comunión del sacerdote y hacer los actos de comunión espiritual. La asistencia a la Misa es la mejor preparación a dicho comunión, que nos hace participar de una manera estrecha y personal en el sacrificio de Nuestro Señor.

Las ventajas de la comunión espiritual no deben permitir exagerar ni minimizar su importancia. Ella extrae su valor de la comunión sacramental, pero las riquezas del tesoro eucarístico no deben hacer descuidar el apoyo espiritual de este deseo interior del corazón. Y este es el sentido de recordar sin duda las palabras dirigidas a la humilde hermana Paula Maresca por el Señor Jesús, que e mostraba dos vasos preciosos, uno de oro y otro de plata. “En el vaso de oro, dijo, conservo vuestras comuniones sacramentales, y en el vaso de plata, vuestras comuniones espirituales” (San Alfonso de Liguori, La verdadera esposa de Jesucristo, cap. 18).



Publicado en Dictionnaire de Spiritualité, t. II, París, Beauchesne, 1953. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.