jueves, 11 de febrero de 2010



La oración por el prójimo es la más elevada



Alexander Men






P. Alexander Men



La curación del siervo del centurión (Mt. 8, 5-13)


En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Hoy hemos oído la historia del centurión, ese oficial romano que se acercó a pedir al Señor la curación de su siervo preferido que estaba gravemente enfermo. El Señor le respondió: “Iré a tu casa y curaré a tu servidor”.

Pero el oficial le dijo: “Mi Señor, yo doy órdenes a mis soldados y ellos las ejecutan. Di solamente una orden y la enfermedad lo dejará”. Tal era su fe en el poder de curación del Salvador. Cristo se maravilló de ello y le dijo: “Ve, que sea según tu fe”. Y en el camino de retorno, el centurión supo que su servidor estaba curado.

Cada vez que, en el Evangelio, alguien se dirige al Señor, se trata de una oración. Porque la oración es un modo de dirigirse al Señor. ¿Quién se dirigía a Cristo y cómo? Generalmente, eran personas sufrientes, enfermas, cargadas de aflicciones y males. A menudo también, eran personas que rogaban por otras.

Su primer milagro, el Señor lo ha realizado por petición de María en Caná de Galilea. La Virgen María le ha rogado ayudar a los amigos o parientes que los habían invitado a su boda, cuando el vino ha faltado. Se puede considerar este pedido como la primera plegaria de intercesión de la Madre de Dios. Recordad al paralítico llevado ante Jesús, el pedido de curación formulado por sus amigos, que lo descendieron a través del techo de una casa: el Evangelio dice que Jesús, viendo su fe, lo curó (Mt. 9, 1-12). Acordaos igualmente de la mujer siro-fenicia que suplicaba a Cristo curar a su hija (Mt. 15, 22-28), de ese desdichado padre que le había llevado su hijo padeciendo epilepsia, y que decía: “Creo, Señor, ayúdame en mi poca fe” (Mt. 17, 14-18).

Hay que considerar con mucha atención estás oraciones por los otros. No es una oración por mi propia desgracia, mis propias necesidades, mi propia enfermedad, sino una oración por las aflicciones del prójimo. Dicha oración es siempre atendida, ya que por ella muestro amor propio retrocede y nuestra buena actitud para con los otros resalta. Es por ello que la oración por el prójimo es con frecuencia más alta, más cara a los ojos del Señor que la oración solamente por si mismo.

Desde luego, podéis preguntar: “¿Por qué el Señor no puede atender a aquellos que rezan por si mismos? ¿Por qué es absolutamente necesario que alguien intervenga por nosotros? ¿No somos todos igualmente pecadores?”. Sin embargo, cuando venís a la iglesia o comenzáis a rezar, cuando vuestro corazón tiene dolor por otro y traéis vuestro pensamiento sufriente al altar de Dios, en ese momento os eleváis hacia dicho altar y vuestra alma vuela hacia el Señor. No solamente vuestra alma se eleva, sino que, a pesar de la distancia, ella puede elevar también a la persona por la cual vosotros rezáis. Se puede decir incluso que ambos tampoco estáis sobre la tierra, sino como desligados de ella. Entonces todas nuestras leyes terrenales retroceden, todas nuestras contingencias, la enfermedad, las tentaciones, todo contexto temible.

Cada persona que reza por sus amigos y su prójimo sabe cuán poderosa es la oración. Cada uno sabe que a veces se puede sentir la oración de los otros sobre sí. Os acordáis sin duda de aquel célebre poema de guerra, puesto en música y titulado “Espérame” [poema de Constantin Simonov]. En dicho poema, un hombre que partió a la guerra dice: “Por tu espera, me has salvado”. De hecho, no era simplemente una espera, era una oración, incluso inconsciente, por un hombre que combatía por la patria. Muchas personas, incapaces de rezar, se elevaban hacia Dios por el corazón y el Señor los oía.

He aquí porqué, cada día, cuando estamos ante Dios, debemos rezar para que se haga su voluntad, después rezar por los otros, rezar sin fatigarnos, sin detenernos, sin holgazanear, ya que no hay amor más grande que el que pasa por la oración. Es por la oración que la Iglesia se mantiene, apoyándose en la fe y la caridad de los seres. Si rezamos unos por otros, estamos estrechamente unidos, hermanos y hermanas entre nosotros, porque no son nuestros defectos humanos, sino el poder de Dios el que se pone en acción.

Si constatáis que no sois capaces de ayudar a una persona por la acción o la palabra, de alejar su desgracia, de curarla, recordad siempre que tenemos al Señor así como el firme y fuerte apoyo de la oración. Ponedla en práctica, comprobadlo, rezad con ardor y fuerza por aquellos que os son queridos: veréis que vuestra oración, por débil que sea, es eficaz, porque el poder de Dios se manifiesta en ella.

Por la oración, comprendemos que es culpa nuestra si el Señor nos parece lejano. Si lo invocamos, rezando por nuestro prójimo, estará siempre con nosotros, lo sentiremos siempre. Cristo mismo ha dicho: “Allí donde dos o tres están reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos” (Mt. 18, 20) y “Lo que pidáis al Padre en mi nombre os será acordado” (Jn. 14, 13). Rezad, rezad todos por vuestros amigos, vuestro prójimo, y conoceréis el amor de Dios. Amén.



Extracto del libro Le Christianisme ne fait que commencer, Cerf/Le sel de la terre, 1996. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

No hay comentarios:

Publicar un comentario