lunes, 8 de febrero de 2010


Meditación sobre la fiesta
de la Presentación de Cristo en el Templo





Lev Gillet












Según la ley de Moisés (Lv. 12, 2-8), la madre de un varón debía, cuarenta días después del nacimiento, presentar al niño ante el tabernáculo y ofrecer en holocausto, como purificación “de su flujo de sangre”, un cordero o un par de palomas o pichones. La presentación de un niño primogénito tenía también el sentido de un rescate, ya que todo primogénito, tanto animal como humano, era considerado como perteneciente a Dios (Nm. 18, 14-18). María y José obedecieron a dicho precepto de la Ley. Aportaron al Templo a Jesús, que fue bendecido por el anciano Simeón y reconocido como salvador por la profetisa Ana. Este es el acontecimiento que celebramos en la fiesta del 2 de Febrero (1).

En las vísperas de la fiesta, la tarde del 1º de Febrero, se leen tres lecturas del Antiguo Testamento. La primera (Ex. 13, 1-16) formula los preceptos relativos a la circuncisión y la purificación, puestos en boca de Dios hablando a Moisés. La segunda (Is. 6, 1-12) describe la visión de los serafines de seis alas por Isaías y la manera en la cual uno de los serafines, con un carbón ardiente, purificó los labios del profeta; este pasaje ha sido probablemente escogido a causa de algunas palabras que podrían simbólicamente prefigurar la llegada de Cristo en el Templo: “Los quicios del umbral vibraban... y el Templo se llenaba de humo... y mis ojos han visto al Rey, al Señor de los Ejércitos”. La tercera lectura (fragmentos del capítulo 19 de Isaías) no se comprende bien más que si se lee el capítulo todo entero: se ve entonces que la llegada del Señor a Egipto, la destrucción de los ídolos egipcios en su presencia, y su adoración por los egipcios pueden aplicarse a la revelación que Cristo ha hecho de sí mismo a los paganos (“luz para iluminar las naciones”, como dice el cántico de Simeón). El Evangelio leído en matutinos (Lc. 2, 25-32) es un resumen del que es leído en la liturgia (Lc. 2, 22-40) y que relata la presentación de Jesús en el Templo. La epístola de la liturgia (Hb. 7, 7-17), habla de Melquisedec encontrando a Abrahán; ya Leví ha pagado el diezmo a Melquisedec “en la persona de Abrahán... ya que estaba en las entrañas de su antepasado...”: el sacerdocio aarónico rendía así homenaje al sacerdocio eterno; igualmente, podemos inferir de este texto que el Templo de Jerusalén, en la persona de Simeón que acoge y bendice a Jesús, rinde homenaje al sacerdocio de Cristo. Se sabe que el cántico de Simeón “Deja ahora, Señor, a tu servidor irse en paz”, se ha convertido en un elemento del oficio divino cotidiano, en Roma como en Bizancio. La frase de Simeón (2) a María: “una espada te traspasará el alma...”, arroja un rayo de luz sobre el misterio de la participación de la Santísima Virgen en la Pasión de su Hijo.

“Vayamos, nosotros también... al encuentro de Cristo y acojámoslo, adornad vuestro cuarto... y recibid a Cristo Rey... Y acoged a María, la puerta del cielo”. Estos cantos de la fiesta de la Presentación se aplican también a nuestra alma. Cada alma debería ser un Templo de Dios, donde María lleva a Jesús. Y cada uno de nosotros, como Simeón, debería tomar al niño en sus brazos y decir al Padre: “Mis ojos han visto tu salvación”. La oración de Simeón: “deja a tu servidor irse en paz”, no significa solamente que aquel que ha visto a Jesús y lo ha tenido en sus brazos puede ahora abandonar esta vida, morir en paz. Significa además para nosotros que, habiendo visto y tocado al Salvador, estamos liberados de la servidumbre del pecado y podemos alejarnos en paz del reino del mal.


NOTAS


(1) Esta fiesta existía en Jerusalén desde la primera mitad del siglo cuarto. El emperador Justiniano I la introducía en 542 en todo el imperio bizantino. La encontramos celebrada en Roma en el siglo séptimo. En Oriente, la Presentación (o, según el término griego, el “encuentro”) es considerada como una de las fiestas de Nuestro Señor. En Occidente, es más bien una fiesta de la Santa Virgen; se la llama generalmente “Purificación de la bienaventurada Virgen María”. El uso latino de bendecir los cirios el 2 de Febrero data del siglo once.

(2) No sabemos quien era Simeón, así como no sabemos quien era Ana. Es posible que Simeón haya sido un hijo del célebre rabino Hilel y el padre del fariseo Gamaliel que menciona, mas bien con simpatía, el libro de los Hechos (5, 34). Ciertos textos rabínicos podrían ser interpretados en este sentido. Es también posible que Simeón haya tenido dos hijos, Carino y Leucio, de los cuales habla el evangelio apócrifo de Nicodemo. Pero ni tenemos la sombra de certeza histórica al respecto.


Extracto de L’An de grâce du Seigneur. Éditions du Cerf, 1988. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

No hay comentarios:

Publicar un comentario