domingo, 14 de febrero de 2010



La santidad, nueva dimensión del hombre


Pavel Evdokimov







Nueva criatura, hombre nuevo: dichos términos son sinónimos de santidad. Vosotros todos, llamados santos (Rm. 1, 7), dice san Pablo. Sal de la tierra y luz del mundo (Mt. 5, 13-14), los santos son constituidos como faros o guías de la humanidad. Estos testigos, unas veces resplandecientes, otras oscuros y ocultos, asumen plenamente la historia. “Amigos heridos del Esposo”, los mártires son “las espigas de trigo que los reyes han segado y el Señor ha colocado en los graneros de su Reino”. Los santos toman el relevo de manos de los mártires e iluminan el mundo. Más el llamado del Evangelio se dirige a todo hombre, y es por ello que san Pablo llama a todo fiel “santo”.

Si, después de la Encarnación, la Iglesia, según Orígenes, está “llena de la Trinidad”, después de Pentecostés está llena de santos. El oficio de Todos los Santos suprime todo límite: “Canto a los amigos de mi Señor, quien lo desee, que se una a todos”. La invitación es lanzada a cada uno, “la multitud de testigos viene a nuestro encuentro”, dice san Juan Crisóstomo, para proclamar la invitación urbi et orbi.

La santidad se erige en nota característica de la Iglesia: Unam Sanctam. Y la comunión de los santos traduce la santidad de Dios: “Tu luz, oh Cristo, brilla sobre los rostros de los santos”. Pero, ¿qué significa la santidad? Si todas las palabras pretenden designar las cosas de este mundo, la santidad no tiene referencia en lo humano. La santidad es propia de Dios. Santo es su Nombre, dice Isaías (57, 15). La sabiduría, el poder, el amor incluso tienen analogías en la vida humana. Ahora bien, la santidad es por excelencia lo “totalmente otro”. Tu solus Sanctus, sólo el Señor es santo (Ap. 15, 4). Al mismo tiempo, la orden de Dios es bien precisa: Sed santos como Yo soy santo (Lv. 19, 2). Porque es el Santo absoluto, Dios nos vuelve santos haciéndonos participar en su santidad (Hb. 12, 10)

Es la última acción del amor de Dios: No os llamo más mis servidores, sino mis amigos (Jn. 15, 14-15). Es el corazón mismo de la novedad; atraído por el imán divino, el hombre es colocado en la órbita del Infinito divino. Dios se lleva al hombre de este mundo y lo entrega como santo, receptáculo de las teofanías y fuente de la santificación cósmica.

La etimología del término “santidad” en hebreo, por su misma raíz, sugiere una separación, una puesta a parte, una pertenencia total a Dios, una reserva que Dios guarda y destina a una vocación muy precisa en el mundo. El Sanctus de Isaías suscita el terror sagrado y hace resaltar la distancia infinita entre el Santo trascendente de Dios y el polvo y ceniza de lo humano (Gn. 18, 27). En el misterio de su Encarnación, Dios trasciende su propia trascendencia y su humanidad deificada se vuelve “consubstancial”, inmanente, accesible al hombre, la coloca en su “proximidad abrasadora”.

En el Antiguo Testamento, las teofanías mostraban algunas zonas privilegiadas donde Dios ha manifestado su aparición fulgurante; eran “sitios santos”, como la “zarza ardiente” (Ex. 3, 2). Pero después de Pentecostés, es el mundo en su totalidad el que es confiado a los santos a fin de extender la “zarza ardiente” a las dimensiones del universo: Porque toda la tierra es mi dominio (Ex. 19, 5), dice Dios. En otro tiempo, el hombre oía: Quita las sandalias de tus pies, porque el lugar que pisas es tierra santa (Ex. 3, 5); una parcela de este mundo está santificado porque la santidad divina la ha tocado. Una antiquísima composición iconográfica de san Juan Bautista marca el pasaje a un orden nuevo: el icono muestra al Precursor pisando la tierra manchada por el pecado, maraña extrema, pero allí donde pasa la tierra bajo sus pasos vueleve a ser paraíso. El icono quiere decir: “Tierra, volved a ser pura, porque los pies que te pisan son santos”.

Un santo, hombre nuevo, resalta sobre lo habitual, sobre lo viejo, y su novedad es escándalo y locura Para la praxis marxista, un santo es un hombre inútil, ¿para qué podría servir? Es dicha “inutilidad”, más precisamente dicha disponibilidad total hacia el Trascendente, lo que plantea justamente cuestiones de vida o muerte al mundo ingrato. Un santo, incluso el más aislado y oculto, “vestido de espacio y desnudez”, lleva sobre sus frágiles hombros el peso del mundo, la noche del pecado; protege el mundo de la justicia divina. Cuando el mundo rie, el santo llorando atrae sobre los hombres la misericordia divina. Semejante ermitaño, antes de morir, pronunciando su última oración como un definitico amén de todo su ministerio dice: “Que todos sean salvados, que toda la tierra sea salvada…”. Entrando en la “comunión del pecado”, los santos arrastran a todos los pecadores hacia la “comunión de los santos”.

Lo que escandaliza seguramente a los no creyentes no son los santos, sino el hecho tan temible de que todos los cristianos no sean santos. Léon Bloy bien decía: “No hay más que una sola tristeza : no ser santos”. Y Péguy: “Se ha necesitado santos y santas de toda clase, y ahora sería necesaria una clase más”. Simone Weil acentuaba más fuertemente aún esta necesidad de una calidad particular: “el mundo actual tiene necesidad de santos, de santos nuevos, de santos que tengan talento…”

El testigo.

Para comprender dicha exigencia, es necesario volver a escuchar las palabras de Cristo que relata el Evangelio de san Juan (13, 20). Cristo deja este mundo, pero deja la Iglesia, deja al “Enviado” que prosigue y continúa su misión de salvación. Pronuncia estas palabras tan cargadas de un temible sentido: Quienquiera que recibe a aquel a quien he enviado me recibe; y quien me recibe, recibe a Aquel que me ha enviado. Se ve bien que el destino del mundo, su salvación o su perdición, depende de la actitud de la Iglesia, lo que quiere decir: de la actitud de todo cristiano. Si el mundo recibe a uno de nosotros, entra en comunión con Aquel que nos envía. Estas palabras hacen temblar. ¿A qué grandeza, a qué presencia atenta a todo hombre apelamos para ser recibidos por el mundo? ¿Comprendemos lo que Pablo ha hecho rechazando su propia salvación con tal que su pueblo sea salvado? Nuestro testimonio, nuestra santidad, ¿consisten en este amor que salva?

Cristo pide a sus discípulos, a sus amigos, estar gosozos de una gran alegría cuyas razones están más allá del hombre, en el solo hecho conmovedor de que Dios existe (Jn. 14, 28). Es en dicha límpida alegría del amor desinteresado, ofrecido enteramente y sin reservas, que reside la salvación del mundo, y donde el llamado toma su nueva resonancia. No el pragmatismo y el utilitario “te amo para salvarte”, sino el gesto purificado: “te salvo porque te amo”. Así, nuestro talento está invitado a descubrir la manera o el arte de ser aceptado, escuchado, recibido por el mundo. San Pablo lo ha encontrado diciendo: No soy yo quien vivo, sino que es Cristo que vive en mí (Ga. 2, 20). Los sermones ya no bastan, el reloj de la historia marca la hora en que no se trata más de hablar solamente de Cristo, se trata de volverse Cristo, el lugar de su presencia y su palabra.

Un santo hoy

La multitud busca siempre “los signos y los milagros”, pero el Señor declara: no tendrán ninguno (Mt. 12, 39). Un santo hoy, es un hombre como todo el mundo, pero todo su ser es una pregunta de vida o muerte dirigida al mundo. Según las bellas palabras de Tauler: “Algunos sufren el martirio de una buena vez por la espada, otros conocen el martirio que los corona desde el interior”, invisiblemente. Otros, aún a riesgo de su propia vida, testimonian hoy, y su testimonio es ese silencio que habla. Existen también aquellos que están llamados a testimoniar frente a la opinión pública, la moda, la temible indiferencia de la multitud. Kierkegaard decía que la primer predicación de un sacerdote debería ser también la última, un escándalo tal que sea marginado inmediatamente de la sociedad de los “conformistas”. Hacen falta santos que sepan escandalizar, que encarnen la locura de Dios, a fin de hacer evidente, por ejemplo, la necedad de los cosmonautas marxistas, que les hacía buscar a Dios y los ángeles entre las galaxias.

Un hombre nuevo no es ni un superhombre ni un taumaturgo. Está despojado de toda “leyenda”, pero es mucho más que una leyenda; es actual porque es testigo del Reino que brilla ya en él. Sin embargo, la advertencia del Evangelio permanece: El que tenga oídos, que oiga (Mt. 11,15 etc.). Al contrario de las imágenes de las estrellas y los retratos gigantescos de los jefes de estado inciensados en todas partes, un santo es humilde, semejante a todos, pero su mirada, su palabra y sus actos “traducen al cielo” las preocupaciones de los hombres y, sobre la tierra, la sonrisa del Padre.

El santo y la naturaleza del mundo.

Los cristianos glorifican a Dios en sus cuerpos (1 Co. 6, 11-20), dice san Pablo: Sea que comáis, sea que bebáis, y cualquier cosa que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios (1 Co. 10, 31). Existe, pues, una forma novedosa, se puede decir un “estilo evangélico” de hacer las cosasmás cotidianas y habituales. Un campesino en su campo, un científico que estudia la estructura del átomo: sus gestos y sus miradas están purificados por la oración. La materia que tocan es también una “nueva criatura”, vuelta tal por la actitud nueva del hombre, ya que toda la naturaleza gime, en espera de su liberación en el hombre nuevo (Rm 8,18-23). Espera ansiosa de la naturaleza, tendida como la mirada de abajo hacia arriba, o como los ojos de un siervo hacia las manos de su amo (Sal. 123, 2). Su sufrimiento no es el dolor de la agonía, sino el del parto.

Cristo ha destruído tres barreras: la antigua naturaleza, el pecado y la muerte; ha convertido el obstáculo en pasaje, en Pascua. “Ha transformado la muerte en sueño de espera y ha despertado a los vivos”. Los elementos de la naturaleza guardan su apariencia, pero el santo detiene sus retornos estériles y los dirige hacia el término designado por Dios acada una de sus criaturas. La parábola bíblica, el mashal, introduce admirablemente en es este mundo nuevo de Dios: un sembrador porta el olor de la buena tierra abierta, una mujer pone la levadura en la masa, en otra lugar está el grano de trigo, la viña, la higuera. Lo sensible enseña los misterios más profundos de la creación divina. La liturgia usa cosas de este mundo y muestra su término, opera una desprofanación, una desvulgarización en el ser mismo de este mundo. “Agujerea” su cerrada opacidad por medio de la irrupción de los poderes del más allá y enseña que todo está destinado a su término litúrgico.

La tierra recibirá el cuerpo del Señor y la piedra cerrará el misterio de su tumba antes de ser removida por los ángeles ante las mujeres miróforas; la madera de la cruz se une al árbol de la vida, la luz recuerda siempre a la del Señor transfigurado, el trigo y la viña confluyen hacia la santificación eucarística “para la curación del alma y el cuerpo”, el olivo ofrecerá el aceite de la unción y el agua surgirá de los baptisterios por el lavacrum, el baño regenerador de la vida eterna. Todo se refiere a la Encarnación y todo desemboca en el Señor. La liturgia integra las acciones más elementales de la vida: beber, comer, lavarse, hablar, obrar, comulgar, vivir, morir, finalmente, en la resurrección. Les restituye su sentido y su verdadero destino: ser piezas del templo cósmico de la gloria de Dios. Los Salmos describen una especie de danza sagrada donde las montañas brincan como carneros, y las colinas como corderos (Sal. 113, 4), aspiración secreta de todo viviente, para cantar a su Creador.

San Ambrosio advierte a sus catecúmenos del peligro de despreciar los sacramentos bajo el pretexto de la materia común empleada. Es que las acciones divinas no son visibles, sino “visiblemente significadas”. Para los Padres, la Iglesia es ese nuevo paraíso donde el Espíritu Santo resucita los “árboles de vida”, los sacramentos, y donde la realeza de los santos sobre el cosmos es misteriosamente restaurada. En ellos, la antigua naturaleza alcanza el umbral de su liberación y, fecundada por el Espíritu, se prepara a su secreta germinación, al engendramiento de la “nueva tierra” del Reino, como había engendrado ya en la Virgen-Madre la naturaleza del segundo Adán.

El santo y los hombres.

Los Padres enseñan que los monjes son simplemente aquellos que toman en serio la salvación del mundo, que van hasta el límite en su fe y saben que ella es capaz de mover montañas, como dice el Evangelio. Pero, a su modo, todo creyente puede hacerse “monje interiorizado” y encontrar el equivalente de los votos monásticos, exactamente del mismo modo, en las circunstancias personales de su vida, sea tanto soltero o casado. Entonces su simple existencia, su sola mas plena presencia es ya un escándalo para el conformismo de un mundo acomodado, un testimonio que salva de la mediocridad e insipidez de la vida corriente. En la Rusia soviética, un verdadero creyente era una sonrisa de Dios, una bocanada de aire fresco en el ambiente de sofocación instalado por los doctrinarios fanáticos.

Un hombre nuevo es, ante todo, un hombre de oración, un ser litúrgico: el hombre del Sanctus, aquel que resume su vida en estas palabras del salmista: Cantaré al Señor mientras viva (Sal. 103, 33). En el marco del ateísmo de Estado en la Unión Soviética, el episcopado ruso había exhortado a los fieles, a falta de una vida litúrgica regular, a volverse templos, a prolongar la liturgia en sus existencias cotidiana, a hacer de sus vidas una liturgia, a presentar a los hombres sin fe un rostro, una sonrisa litúrgica, a escuchar el silencio del Verbo a fin de volverlo más poderoso que toda palabra comprometida.

Semejante presencia “litúrgica” santifica toda parcela de este mundo, contribuye a la verdadera paz de la que habla el Evangelio. La oración de este hombre nuevo se apoya en el día venidero, sobre la tierra y sus frutos, sobre el esfuerzo del sabio y el trabajo de cada hombre. En la inmensa catedral que es el universo de Dios, el hombre, sacerdote de su vida, obrero o científico, hace de todo lo humano ofrenda, canto, doxología. En la Rusia soviética, cuando las persecuciones se intensificaban, y en dicho clima de silencio y martirio, una oración sorprendente, una espléndida doxología circulaba entre los creyentes y los llamaba a “consolar al Consolador” por su abandono y su amor: “Perdonemos a todos, bendigamos a todos, a los ladrones y samaritanos, a aquellos que caen en el camino y a los sacerdotes que pasan sin detenerse, a todos nuestros prójimos, a los verdugos y las víctimas, a aquellos que maldicen y a los que son maldecidos, a quienes se revelan contra la fe y a quienes se prosternan ante tu amor. Llévanos a todos contigo, Padre Santo y Justo”.

Los Padres de la Iglesia dicen que todo fiel es un “hombre apostólico” a su modo. Es aquel cuya fe responde al final del Evangelio según san Marcos: el que camine sobre serpientes, domine toda enfermedad, mueve montañas y resucita a los muertos si tal es la voluntad de Dios (Mc. 16,17-18). Quien vive simplemente, pero plenamente su fe, quien se sitúa a su término inquebrantablemente. ¡Sí! Es necesario decirlo y repetirlo sin cesar : esta vocación no es la expresión de un romanticismo místico, sino la obediencia en el sentido más directo y más realista del Evangelio. Y no se trata de grandes santos ni de elegidos particulares. Todas estas cosas, tan grandes como los milagros, están al alcance de nuestra fe, y el llamado de Dios, cuya fuerza se cumple en nuestra debilidad, se dirige a cada uno de nosotros. Covertirse en el hombre nuevo depende de la desición inmediata y firme de nuestro espíritu, de nuestra fe que dice simplemente “sí”, humildemente, y sigue en el júbilo a Cristo: entonces todo es posible, y los milagros se hacen.

Una actitud de recogido silencio, de humildad, pero también de una ternura apasionada. También ascetas severos como san Isaac el Sirio o san Juan Clímaco decían que es necesario amar a Dios como se ama a la novia; para Kierkegaard, “hace falta leer la Biblia como un joven lee la carta de su amada: está escrita para mí”. Es natural, entonces, estar enamorado de toda la creación de Dios y descifrar en el absurdo aparente de la historia el sentido de Dios. Es natural volverse luz, revelación, profecía.

Maravillado de la existencia de Dios, el hombre nuevo está también un poco loco de la locura de Dios, de la cual habla san Pablo, y es el humor tan impresionante de los “locos en Cristo”, el único capaz de vencer la pesada seriedad de los doctrinarios. Como lo notaba Dostoievsky, le mundo corre el riesgo de perecer no por las guerras, sino de tedio, y de un bostezo grande como el mundo saldrá el diablo…

El hombre nuevo es también un hombre al que su fe libera del “gran temor del siglo XX”: temor de la bomba, temor del cáncer, temor de la muerte. Es un hombre cuya fe es siempre un cierto modo de amar el mundo siguiendo al Señor hasta el descenso a los infiernos. Dios tiene en reserva su propia lógica que, sin contradecir la justicia, le añade una nueva dimensión y es necesaria para dejar intacto el secreto último de su misercordia. Ser un hombre nuevo, es ser aquel que, en toda su vida, en todo lo que ya está presente en él, anuncia a Aquel que viene. Es ser también aquel que, según san Gregorio de Nisa, lleno de “sorbia embriaguez”, suelta a todo el que pasa: “ven y bebe”. Aquel que canta con san Juan Clímaco: “Tu amor ha herido mi alma, y mi corazón no soporta tus llamas, avanzo cantándote…”


Extracto de L’Amour fou de Dieu, Seuil, 2002. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

1 comentario:

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