sábado, 2 de octubre de 2010



¿Icono o cuadro?

¿Iconógrafo o artista?



Ludmilla Garrigou









El icono: todo el mundo sabe hoy que se trata de una imagen santa, una imagen sagrada, una imagen teológica y litúrgica: una “imagen que habla de Dios” y, paradójicamente, invita a los ojos a la contemplación del mundo invisible. “Por intermedio de la visión sensible, nuestro pensamiento recibe una impresión espiritual que se eleva hacia la invisible Majestad Divina”, dice san Juan Damasceno.

A uno le puede gustar o no un icono. Occidente, apreciándolo cada vez más, no sabe demasiado aún qué actitud adoptar ante él. Algunos lo encuentran hierático, rígido, sin expresión, o triste. Dicen no poder rezar ante un rostro duro y sin compasión, sin misericordia, sin ternura… Otros dan todo su favor al icono llamado “Virgen de Vladimir”, porque es “impenetrable” y “dolorosa por la espada que le traspasará el alma” (cf. Lc. 2, 35); o al icono de la Santa Trinidad de Rubliov, porque ha sido largamente estudiado y explicado en diferentes publicaciones. Entonces el espíritu cartesiano del hombre moderno “comprende”, “analiza”, se encuentra satisfecho y “acepta”. Pero pocos captan espontáneamente el significado profundo del icono.

Tomemos, por ejemplo, un tema bien conocido: una natividad de un pintor del Renacimiento y el icono de la Natividad de Nuestro Señor. ¿Por qué uno se siente enseguida atraído por la imagen del Renacimiento? Porque es realista, porque conmueve: el icono no toca, a primera vista por lo menos. ¿Por qué? Porque la primera imagen se remite al sentimiento, la segunda a lo espiritual. No es solamente el recuerdo de un hecho histórico, sino el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero hombre, y que se “manifiesta” en verdad para re-crear el mundo. La Virgen, en dicho icono, y en consecuencia en todos los demás, no es solamente la madre de ese pequeño niño Jesús, sino la Madre de Dios… El icono no juega con los sentimientos, indica ante todo una verdad teológica.

El icono está hecho para la oración, la liturgia es su contexto auténtico. ¿Se puede rezar ante un cuadro del Renacimiento, por bello que sea? No. ¿Por qué? Porque está demasiado cargado de la personalidad del pintor. Entonces viene esta otra pregunta: ¿existe una diferencia entre un pintor “retratista”, por ejemplo, y un pintor de iconos? Sí, en la medida en que el pintor de iconos no es un “artista”. Tiene sensibilidad para ello, pero no se considera como tal. El artista, en general, trata de encontrar su estilo, su manera propia de expresarse y de traducir sus estados del alma. El iconógrafo busca el mayor desvanecimiento de su ser, de su persona, la abnegación de sí mismo: se vacía para ser mejor colmado… El artista (más precisamente, aquel que hace de ello su profesión) tiene siempre pena de olvidarse y renunciar a su talento, a su “yo” dominador. Muchos “artistas” han pasado por nuestro taller para aprender iconografía; todos han tenido enormes dificultades al comienzo, aunque se podría creer lo contrario por la facilidad que tenían ya en la manipulación de los pinceles y pinturas.

No es necesario que el icono sea “artístico”. Por otra parte, no se puede abordarlo bajo el ángulo únicamente pictórico, estético o técnico. Todo iconógrafo debe aspirar a la BELLEZA, a la belleza transfigurada del nuevo Adán, del Adán redimido. Cada trazo de pincel debe ser “bueno”, es decir, “verdadero”, incluso si es torpe. ¿No habéis visto nunca bellísimos iconos (“bellos” en apariencia), con líneas seguras, con colores precisos, composiciones seguras pero que, ejecutadas por artistas que tienen una cierta noción de su valor y su competencia (la mayor parte no creyentes) dejan iconos fríos y que no “hablan”? Por el contrario, existen esos “pobres” iconos simples, humildes en su ejecución pictórica, pero que son orantes, es decir, que demandan un detenimiento y un impulso del corazón de parte del espectador. ¿Quiere esto decir que ningún iconógrafo es artista? ¡Desde luego no! Pero si un artista puede convertirse en iconógrafo, un iconógrafo no puede y no debe convertirse en artista… Puesto que el pintor de iconos no puede ser artista, ¿quizás entonces puede ser un “artesano”? Sí… un “instrumento”, pero no el “motor”… un “pincel” en la mano de Dios…

San Juan Damasceno, defensor de los santos iconos en el siglo VIII (escogido patrono de nuestro taller) decía del pintor de iconos: “el sacerdote consagra el pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Cristo; el pintor sagrado consagra la materia bruta en un mundo transfigurado. Toma el pan ordinario: forma, línea, color, tema, y hace de ese pan, de esa materia, de esa forma, de esa visión estética natural, una cosa sobrenatural, espiritual, divina, Cuerpo y Sangre de Cristo. Es por ello que la instrucción y la iniciación a este arte son absolutamente necesarias”.

¿Quien puede ser pintor de iconos? ¿Se trata de una vocación? En otro tiempo, sólo los monjes pintaban iconos y, en el VII Concilio Ecuménico se dijo: “si el pintor no es monje, el obispo debe responder por la santidad de su vida” Hoy todo cristiano puede hacer este acercamiento, en la medida en que hace de ello una marcha espiritual, que sepa pintar o no. “El iconógrafo contemporáneo debe encontrar la actitud interior de los inconógrafos de otro tiempo, dejar vivir en él la misma inspiración. Así encontrará la verdadera fidelidad que no es repetición sino revelación nueva, contemporánea, de la vida interior de la Iglesia ( Leonid Uspensky).

Sí, existe fidelidad a la tradición del icono –que los ortodoxos sobre todo han sabido preservar en el curso de los siglos- a su aprendizaje, a la marcha espiritual que sobrentiende y que implica en el menor detalle la prohibición de hacer de ello una “técnica” donde bastaría transmitir algunas “recetas” para tener “su” icono. El hecho mismo de reproducir simplemente grabados es un contrasentido en la medida en que no se conoce la construcción geométrica que lo rige, condicionada por la teología. Si no se pasa por el diseño, no se comprenderá jamás un icono. Del mismo modo que cada color, cada gesto, cada modo de proceder se arraiga en la teología y la oración, y supone toda una marcha espiritual que demanda un acompañamiento. Es necesaria mucha paciencia, humildad y… muchos años para poder decir un día, quizás, que se sabe “un poco” pintar un icono, aunque si el Espíritu Santo no el icono en vosotros, no será más que una obra humana, quizás una obra de arte, seguramente no un icono…

El trabajo del iconógrafo es, por excelencia, un trabajo de silencio, de oración y soledad. Su único objetivo es transmitir a través del icono su fervor religioso, que es fuente de vida espiritual, y vivir y expresar su fe a través de ello. Mas en todo tiempo los iconógrafos se han reagrupado en “talleres”, al igual que los artesanos de la edad Media, no solamente para recibir una enseñanza o poder “practicar” mejor la abnegación, por humildad y verdadero anonimato, sino sobre todo para que la pintura de los iconos “aislada” no pueda cometer errores dogmáticos en la iconografía. Todos los iconos antiguos son llamados “canónicos” y es necesario conocer bien estos dogmas y cánones antes de abordar toda inspiración personal. El reagrupamiento permite una cierta verificación y obediencia a la Tradición, es decir, a aquellos que nos han precedido en la Verdad. No se puede y no se debe “estar aislado”: es por ello que, también, el iconógrafo recibe su “ministerio” de la Iglesia.

Es en el seno de la comunidad eclesial que el iconógrafo juega plenamente su “función”. Está al servicio del embellecimiento de la Casa de Dios… Depende de dicha Casa, al igual que un taller debe ser “obra” de la Iglesia y depender de la Iglesia. Como lo hemos dicho más arriba, el iconógrafo no es ni un artista, ni un artesano independiente. Él está “al servicio”.

El icono se elabora, se construye lentamente según toda la simbología requerida y según los siete días de la creación del mundo (Génesis). El ejercicio “por goteo” exige de cada alumno mucha paciencia, una cierta renuncia, perseverancia… Dicha gota debe confundirse con la “oración del corazón” que, poco a poco, da ritmo a la respiración y guía el pulso. El trabajo sobre sí mismo es tan importante como el que se realiza sobre la tabla y los “transparentes”, se aplican tanto al icono como a todo el ser… Los modelos escogidos no son más que el soporte para la comprensión de la construcción del icono. Conviene aprender a interiorizar la imagen, a ponerse en estado de receptividad por medio del silencio, de la oración y del ayuno, para no tener solamente que “copiar” el icono (del siglo XVI, por ejemplo), sino para “vivirlo” y transmitirlo en este final del siglo XX…

Y en la medida en que el icono es enseñado según conocimientos seguros y en el seno de la Iglesia Ortodoxa, no hay que temer a la “iconografía occidental”: permanecerá fiel a la Tradición, incluso si se transforma y se vuelve “contemporáneo” a nuestra época y “local” en suelo occidental. Por el contrario, si el icono se vuelve una moda, fácilmente accesible en demasía a todos y enseñado sin discernimiento, tampoco solamente por la tradición oral, sino por publicaciones de toda clase y libros técnicos (incluso muy serios) dando la posibilidad de hacer sus propias experiencias a quien interese, entonces existe ciertamente lugar para temer lo peor. Se pide a aquel que enseña ser ecónomo, a imagen de la ECONOMÍA DIVINA, y así preservar el icono y su Tradición. “La composición de los iconos no está dejada a la iniciativa de los artistas. Depende de los principios establecidos por la Iglesia y la Tradición religiosa. El arte sólo incumbe a los pintores, el ordenamiento y la disposición pertenecen a los Padres” (VII Concilio Ecuménico).


Publicado en Le Messager orthodoxe, número especial, “Vie de l’icône en Occident”, Nº 92, 1983. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

jueves, 2 de septiembre de 2010




Historia de la liturgia caldea



William F. Macomber











Su Beatitud Emmanuel III Delly
Patriarca Católico de Babilonia de los Caldeos



De todas las liturgias de la cristiandad, una de las más interesantes para estudiar es la denominada caldea (1). Fue, de hecho, la primera en cristalizarse, adquiriendo sustancialmente su forma presente ya a comienzos de siglo séptimo. Por consiguiente, es un rito muy arcaico, y uno que está relativamente libre de influencias externas, especialmente de aquellas derivadas de la cultura helénica del imperio romano. Efectivamente, ningún otro rito fue capaz de desarrollarse con tal grado de aislamiento del helenismo y, por lo tanto, ninguno puede ejemplificarnos hoy tan bien la liturgia cristiana expresada en una cultura no helénica. El rito caldeo puede ser considerado como el producto de una fusión del judeo-cristianismo con las culturas irania y asirio-babilónica.

El elemento predominante de esta fusión fue indudablemente el judeo-cristianismo. El rito caldeo fue el rito de los cristianos del imperio persa, en el cual el cristianismo fue predicado primero entre las comunidades judías (2). Su lenguaje litúrgico, sus categorías de pensamiento y su imaginería eran muy semejantes a la de los judíos de Mesopotamia. Sin embargo, dichas comunidades judías estaban plantadas en medio de un pueblo pagano que mantenía la religión y otras tradiciones de los antiguos imperios asirio y babilónico, y eran gobernados por señores de Persia que habían introducido su propia cultura y la religión de Zoroastro.

Los antiguos caldeos, por supuesto, se convirtieron en los señores de Babilonia y Asiria, la misma región donde el cristianismo se concentraría más tarde, pero su contribución a la fusión de culturas fue insignificante y de ninguna manera como para justificar el nombre que ha sido dado al rito. Si así lo hago, es por razones de utilidad práctica. El nombre “caldeo” parece haber sido usado primeramente por las autoridades eclesiásticas romanas en el Concilio de Florencia (3). Una pequeña comunidad de “nestorianos”, que vivían en la isla de Chipre pidieron y obtuvieron la plena comunión con el obispo de Roma durante el concilio. Este feliz suceso, al mismo tiempo, creó el problema de la nomenclatura. Era inaceptable continuar designándolos por el nombre de Nestorio, un hereje condenado, y la solución a la que se llegó fue llamarlos por el nombre de “caldeos”, que designaba propiamente la lengua de las partes arameas del Antiguo Testamento, una idioma muy similar al siríaco, la lengua litúrgica del rito, que es simplemente otro dialecto arameo. Efectivamente, el siríaco era a menudo denominado caldeo en los círculos romanos aún en el siglo dieciocho (4).

Otros nombres han sido sugeridos para el rito. Brightman lo llama rito persa (5), que puede haber sido un nombre adecuado en el siglo quinto, cuando la Iglesia que celebraba el rito se encontraba principalmente dentro del territorio sujeto a los emperadores sasánidas de Persia, pero no ha sido apropiado desde la caída de su imperio por obra de los árabes en el siglo séptimo. Más comúnmente, liturgistas y eclesiásticos han denominado a este rito por medio de nombres compuestos: rito siro-oriental o antioquena oriental. Tales nombres, sin embargo, crean la errónea impresión de que el rito caldeo es simplemente otra rama del rito de Antioquía, una impresión, de hecho, que carece de fundamentos sólidos y debería ser descartada hoy día (6). La designación “nestoriano”, cualquiera sea lo que se pueda pensar de la justicia de su aplicación a la cristología de los ortodoxos que usan este rito, es claramente oprobioso e inaceptable. Los ortodoxos se aplican el nombre de msihaye, es decir, cristianos, o suryaye, sirios, y denominan a su iglesia la Iglesia de Oriente, pero tales nombres son poco adecuados para nuestros propósitos, ya que no distinguen el rito en cuestión de los otros. Muchos ortodoxos también usan el nombre de asirios para sí mismos, mas este nombre tiene prácticamente tan poca justificación histórica como caldeos, siendo un nombre étnico moderno no aceptado por los más auténticos seguidores del rito, que viven en el lado occidental del extremo sur de India, y es reivindicado, en cualquier caso, por muchos miembros del rito sirio (7). Por consiguiente, designo sin escrúpulos el rito como caldeo.

La más antigua referencia al rito que conozco se encuentra en uno de los cánones del primer sínodo general de la Iglesia de Persia celebrado en 410. El sínodo fue convocado por el emperador Yazdegerd I, quien aparentemente había llegado a la conclusión de que sería más fácil controlar a sus súbditos cristianos centralizando la autoridad eclesiástica en la persona del obispo de su propia capital, Seleucia-Ctesifon, antes que perseguirlos. Logró este resultado en el sínodo arriba mencionado, que se reunió bajo la dirección conjunta de Isaac, obispo metropolitano o Católicos de Seleucia-Ctesiphon, y Marutha, obispo de Martyropolis, quien era embajador del emperador romano de Oriente, y quien muy probablemente sugirió la idea de un sínodo a Yazdegerd (8). El sínodo se preocupó de la centralización, no sólo respecto de la jurisdicción y autoridad eclesiástica, sino también respecto al rito litúrgico: “Ahora y de ahora en adelante”, decretaron los obispos en el canon 13º, “celebraremos todos de común acuerdo la liturgia según el rito occidental, que los obispos Isaac y Marutha nos han enseñado y que les hemos visto celebrar aquí en la Iglesia de Seleucia” (9).

Desafortunadamente, no tenemos prácticamente modo de determinar el significado de este decreto. ¿Era el rito que los dos prelados celebraron públicamente en el sínodo el rito Martyropolis o el de Seleucia-Ctesifon? ¿Eran las divergencias en todo el Imperio Persa, respecto de este rito recientemente canonizado, muy grandes y sustanciales, o menores o accidentales? ¿Cuánta influencia tuvo este decreto en la práctica litúrgica posterior? Con tan poca evidencia podemos sugerir que el notable grado de uniformidad litúrgica que caracterizó posteriormente a la iglesia de Oriente no se logró hasta los tiempos del Patriarca Iso‘yahb II (650-659), o incluso de Timoteo I (780-823) (10). En todo caso, ¿derivó este rito uniforme del rito “occidental” de los obispos Isaac y Marutha, o más bien de uno de los ritos locales que el decreto quería suprimir? Hoy no podemos simplemente llegar a un conocimiento seguro sobre ninguna de estas cuestiones.

No obstante, las más llamativas similitudes entre el rito caldeo, como puede ser conocido históricamente, y los más antiguos elementos del rito maronita, incluyendo no sólo una anáfora común, llamada de varios modos, Anáfora de los Apóstoles Addai y Mari, Anáfora de los Apóstoles, Tercera Anáfora de san Pedro y Sarrar (11), sino también otras oraciones de la liturgia, partes del rito bautismal e himnos del oficio divino- me han llevado a suponer la existencia de un rito común, centrado en Edesa, para todas las partes arameo-parlantes de lo que es hoy Siria, Turquía, Irak e Irán, que trasciende la frontera política entre el imperio persa y romano (12). Podemos suponer que este ha sido el “rito occidental” de Isaac y Marutha, y el que fue en última instancia exitoso sustituyendo todo los ritos locales que diferían de él sustancialmente. Sospecho, sin embargo, que, excepto aquellas partes del imperio persa y las regiones más lejanas donde el arameo no era hablado, como India y la provincia de Fars, los ritos locales no diferían tanto. Muchas, al menos, de las diferencias entre el rito maronita moderno y el rito caldeo pueden ser atribuidas a la enorme influencia ejercida sobre el primero por los rito latino y sirio (13).

El contacto entre los ritos litúrgicos de las áreas arameas de los dos imperios continuaron al menos hasta medio siglo después de los decretos sinodales de uniformidad. Durante este tiempo, muchos de los futuros líderes más influyentes de la Iglesia de Persia fueron formados intelectualmente en la famosa escuela de los persas de Edesa, en el Imperio Romano. Simeón de Beth-Arsam nos da una larga lista de graduados de la escuela que posteriormente llegaron a ser obispos de la Iglesia de Persia y continuaron ejerciendo su influencia, en algunos casos, incluso en el siglo sexto (14). Es prácticamente inconcebible que no fueran afectados por los usos litúrgicos de Edesa. Fue probablemente en este tiempo que el diálogo introductorio de la Anáfora de los Apóstoles fue modificado para volverlo más conforme al diálogo antioqueno, que los estudiantes podrían haber encontrado cuando estudiaban el comentario de Teodoro de Mopsuestia sobre la liturgia y que puede haber sido también introducido en la liturgia local a la que los estudiantes asistían en Edesa (15). El siguiente momento de cambio del que nos enteramos respecto de la liturgia caldea es en el patriarcado de Mar Aba I (540-552) (16). Antes de ascender al trono patriarcal, mientras era profesor en la escuela de Nesibis, este ferviente discípulo de Teodoro de Mopsuestia efectuó un extenso viaje a través del Imperio Bizantino para buscar copias de las obras de Teodoro y también de Nestorio, en vista de su eventual traducción al siríaco y su difusión en su patria. Entre los textos trajo consigo estaban dos anáforas eucarísticas atribuidas, respectivamente, a estos dos autores griegos (17) y, luego de su elección como patriarca, estuvo en posición de asegurar su aceptación en su Iglesia. Otro resultado de este viaje puede haber sido la introducción en la liturgia y el oficio divino de dos letanías que tienen mucho en común con dos que son hoy características de rito bizantino (18).

En algún momento durante el siglo sexto, ocurrió otro importante acontecimiento: el fin de la institución del catecumenado y la disciplina arcani a él asociada, por lo cual algunas de las ceremonias de la liturgia perdieron su sentido original y otros cambios fueron probablemente inducidos (19). Pronto, en el siguiente siglo, acaecieron otros dos sucesos clave: el establecimiento de una jerarquía monofisita rival y la conquista de la región por la religión del Islam. Éstos tuvieron el efecto de aislar a la Iglesia de Oriente y su liturgia contra influencias exteriores. Fue en este tiempo, por consiguiente, que la liturgia caldea se cristalizó en su forma actual.

El proceso fue prácticamente consumado por el patriarcado de otro reformador litúrgico, Iso‘yahb III (650-659) (20). A él son atribuidas tres obras que tuvieron efecto normalizador sobre la liturgia eucarística. Una fue su recensión del Hudra, el antifonario dominical (21), en el cual asignó qué anáforas debían ser usadas en determinados días litúrgicos (22) y de este modo redujo de hecho su número a las actuales tres (23). Si esta recensión del Hudra incluyó los textos actuales de las anáforas, tal como se encuentran en la mayoría de los manuscritos más antiguos de este libro litúrgico (24), entonces debe también haber implicado una revisión de estos textos. En el caso de la anáfora de los Apóstoles, especialmente, ya que ha sido elegida para ser la anáfora ordinaria, consideró necesario abreviar su largo texto (25). Una de las explicaciones más plausibles de la ausencia de la narración de la Institución en el texto actual de esta anáfora es que la narración original fue eliminada por Iso‘yahb cuando acortó la anáfora (26). Aunque los textos anafóricos no fueran parte de esta recensión del Hudra, se encontraban ciertamente en su recensión de otro libro litúrgico, el Taksa, un eucologio para sacerdotes, que contiene tanto rúbricas como textos de la liturgia eucarística y sus tres anáforas, además de otras ceremonias como el bautismo (27). Esta obra tuvo el efecto de fijar las ceremonias de la liturgia casi tan eficazmente como el misal de Pío V en la Iglesia latina. Su tercera obra contribuyó al mismo fin, dado que fue un comentario sobre las ceremonias de la liturgia, oficio y otros ritos litúrgicos que parece haber dejado por escrito el sentido teológico de las ceremonias, confiriéndoles de este modo una calidad sacrosanta resistente al cambio (28).

El siguiente gran patriarca, Timoteo I (780-823) también parece haber dejado su marca en la liturgia. A él se atribuye la introducción, de forma forzada, del Padre Nuestro al comienzo y al final, no sólo de la liturgia, sino de la mayoría de los oficios y ritos litúrgicos también, rasgo peculiar y característico de los actos litúrgicos caldeos (29).

Durante la Edad Media, hubo un caso aislado de contacto litúrgico con el rito latino a través de los misioneros dominicanos. Iso‘yahb Bar Malkon, metropolitano de Nisibis, de hecho, no solo envió, alrededor del año 1250, una profesión de fe católica al Papa (30), sino que también hizo algunos cambios menores en el Taksa que utilizaba, el cual todavía sobrevive en la biblioteca del patriarcado caldeo de Bagdad (31). Además de admitir la fórmula latina de bautismo como alterna, hizo un cambio en la redacción (pero no en el nombre) de la Anáfora de Nestorio, llamando a María “Madre de Cristo, quien es nuestro Dios”. Estos cambios, sin embargo, no parecen haber sido imitados en otros sitios.

Un desarrollo medieval que tuvo una importancia capital fue la caída en desuso del bema, una plataforma elevada en el centro de la nave donde era celebrada la liturgia de la palabra. Mucho del esplendor de la antigua liturgia caldea estaba concentrado en las procesiones solemnes ida y vuelta desde el santuario al bema (32), que naturalmente desapareció cuando ya no había un bema. Mi sospecha es que el bema era más característico de las iglesias más amplias del sur de Irak, y que cuando fueron demolidas, presumiblemente con motivo de las invasiones tátaras, el bema, como rasgo característico de la arquitectura eclesiástica caldea, prácticamente desapareció con ellas.

En la mitad del siglo dieciséis, la Iglesia de Oriente fue afectada por un importante cisma (33). Por algunos años, el patriarcado había estado limitado a una sola familia, pasando usualmente de tío a sobrino. Revelándose contra este abuso manifiesto, un grupo de obispos y personas influyentes eligieron un antipatriarca. Juan Simón Sulaqa, y lo enviaron en última instancia a Roma para ser consagrado por el obispo de Roma. Aunque la primera unión con Roma, que duró alrededor de 120 años, parece haber tenido un efecto directo pequeño sobre la liturgia, juzgando por la escasa evidencia manuscrita de la que disponemos, parece haber conducido a la cristalización de dos tradiciones distintas con respecto a liturgia, una forma relativamente simple que fue adoptada en el patriarcado unido a Roma y una forma más elaborada que pronto se convirtió en bastante típica en el patriarcado rival (34).

El antipatriarca, Juan Simón Sulaqa, quien fue consagrado en 1553 por el Papa Julio III, logró, antes de ser asesinado por los turcos, consagrar a un sucesor. Él, a su vez, consagró al hermano de Sulaqa como metropolitano de India (35). Allí llevó la forma simple de la liturgia mencionada arriba (36) si, efectivamente, no era ya común allí. Las autoridades portuguesas, sin embargo, estaban poco convencidas de la sinceridad de la fe católica de José, y lo enviaron como prisionero a Lisboa y, finalmente, a Roma (37). A sus sucesores no les fue mejor, con el resultado de que los seguidores del rito caldeo en India fueron pronto sometidos a obispos de origen portugués. Éstos, frustrados en su preferencia de sustituir simplemente el rito latino por el caldeo, fueron forzados por la resistencia popular a un compromiso. El leccionario caldeo y el rito de los sacramentos fueron reemplazados por los correspondientes libros del rito latino traducidos al siríaco, el oficio divino y el ritual de exequias fueron radicalmente simplificados y el misal fue expurgado y reformado en sentido latinizante. A pesar del cisma que esta interferencia arbitraria por parte de los portugueses causó en última instancia, la “reforma” litúrgica parece haber sido completamente exitosa, puesto que todos los manuscritos y ediciones conocidas de la liturgia son prácticamente idénticas a lo redactado por Francisco Roz, el primer portugués consagrado obispo para los cristianos de rito caldeo de India (38). Todo hasta el comienzo de este siglo, cuando algunas oraciones derivadas de un misal planeado para los caldeos católicos de Medio Oriente fueron añadidas como opcionales.

En 1960, sin embargo, un valiente esfuerzo para retornar a los usos caldeos tradicionales fue concretado por liturgistas en una nueva impresión del misal, que fue rápidamente traducido del siríaco al malayalim, la lengua vernácula del Estado hindú de Kerala, donde los cristianos caldeos o de rito malabar están concentrados. Esta reforma encontró considerable resistencia de parte de lo sacerdotes y obispos más viejos. Estos, por tanto, publicaron aún otro misal vernáculo en 1968. Este misal, para la consternación de aquellos interesados e la herencia originaria de esta Iglesia, restauró algunos de los usos latinos que habían sido suprimidos en 1960 e incluso introdujo nuevos inspirados en las reformas promulgadas para el rito latino por el Concilio Vaticano II (39).

Mientras tanto, en el Medio Oriente, la liturgia eucarística estaba volviéndose cada vez más uniforme. Esto es verdad sobre todo en el patriarcado que había permanecido oficialmente nestoriano, cuyos patriarcas residían en el pueblo de Alqos, cerca de Mosul, y que llevaron el nombre de Elías, sin excepción, desde 1558. Sin embargo, incluso en el otro patriarcado, cuyos patriarcas residían primero en el noroeste de Irán y luego en las altas montañas del sudeste de Turquía, llevando todos el nombre Simón y estando al menos nominalmente en comunión con Roma por poco más de un siglo, la forma de la liturgia eucarística que era característica del patriarcado de Alqos comenzó gradualmente a penetrar y sustituir a la forma más antigua y simple. La razón de esta tendencia hacia la uniformidad no es conocida. Dentro del patriarcado “nestoriano” debe haber habido posiblemente un decreto patriarcal imponiendo uniformidad, pero esto no explicaría ciertamente la aceptación de la reforma en el patriarcado rival. Mi propia sospecha es que los copistas profesionales de Alqos, donde residían oficialmente los patriarcas “nestorianos”, gozaron de amplia reputación por la belleza y claridad de su caligrafía que era inigualable, haciendo sus misales a pedido de ambos patriarcados.

La tendencia hacia la completa uniformidad, sin embargo, fue interrumpida por un inesperado giro de los acontecimientos. Antes de que la forma de la liturgia de Alqos fuera aceptada en Diarkebir, el obispo de allí, bajo la influencia de los misioneros capuchinos, hizo en 1672 una profesión pública de fe católica y obtuvo el reconocimiento de Roma nueve años más tarde como el Patriarca José I (40), una acción que puede bien haber decidido al Patriarca Simón a romper relaciones con Roma y volver al cisma abierto. José I (1681-1696) limitó sus cambios en el texto de la liturgia a la inserción de la narración de la institución en la anáfora de los Apóstoles (41), pero su sucesor, José II (1696-1712) fue educado en Roma y un ferviente latinizante. Es conocido por haber introducido varias fiestas del calendario romano, especialmente fiestas de Nuestra Señora, y puede presumirse que fue quien introdujo en la liturgia eucarística el Confiteor, una forma del Agnus Dei y el último evangelio. También bien puede haber sido responsable de que cierto “maronitismo” que encontró entrada en la liturgia caldea en este mismo tiempo (42). Otras innovaciones fueron la supresión del cáliz en la comunión del pueblo y el abandono de las anáforas de Teodoro de Mopsuestia y Nestorio, pero no está claro exactamente cuándo lo hicieron. Dos últimos cambios pueden ser observados. Fueron probablemente iniciados por el primer patriarca de esta línea, José I, y que tuvieron importantes consecuencias para el futuro desarrollo de la liturgia: la celebración de la liturgia diaria, que exigió una forma más simple de ella, y la multiplicación de las liturgias en los Domingos y fiestas, que fomentó el uso de este modo más simple de celebración incluso en tales días litúrgicos solemnes.

Poco más de un siglo después de la unión de Diarbekir, en 1778, el sucesor designado del patriarcado de Alqos, Juan Hormez, también hizo una profesión pública de fe católica y, a pesar de muchas vicisitudes tormentosas durante cincuenta años, consiguió atraer al patriarcado entero a la comunión con Roma y conseguir el reconocimiento romano de sí mismo como patriarca, no sólo del patriarcado de Alqos sino incluso del de Diarbekir también (43). La unión jurídica de los dos patriarcados, sin embargo, no dio lugar a la vez a la unión litúrgica. El segundo sucesor de Hormez, José I Audo (1847-1878), quien había recibido su formación clerical como monje en el patriarcado de Diarbekir, parece haber hecho esfuerzos en propagar la forma latinizada de la liturgia caldea a la que estaba acostumbrado (44), pero incluso los treinta años durante los cuales presidió su Iglesia fueron suficientes para este propósito.

Finalmente quedó al segundo sucesor de Audo, ‘Abdiso V Khayyat’ (1894-1899), asumir una seria reforma que pudiera restablecer la unidad litúrgica. El misal que presentó a sus obispos, sin embargo, prácticamente canonizó la mayoría de los usos de Alqos y provocó una tormenta de oposición de parte de los defensores de los usos de Diarbekir (45). Sólo bajo el patriarca siguiente, Emanuel II Tomás (1900-1947), se llegó a un compromiso que preservó el “latinismo” y el “maronitismo” del rito de Diarbekir, pero permaneció sustancialmente fiel al rito de Alqos, aunque eliminando algunos de sus más peculiares usos (46). Un cambio de importancia que estaba ya presente en el misal de Khayyat puede ser notado: la inserción de una versión “caldeanizada” de la narración de la institución, no ya fuera de la anáfora propiamente dicha, como había sido hecho en India y en Diarbekir, sino en una posición plausible dentro de la Anáfora de los Apóstoles. Además, el nuevo misal, publicado en 1901, restableció las otras dos anáforas, sin los nombres, sin embargo, de sus supuestos autores.

Luego de las reformas litúrgicas de la misa romana en el Concilio Vaticano Segundo, los católicos caldeos fueron también inspirados a iniciar su propia reforma litúrgica. Este fue un esfuerzo mucho más modesto y discreto que el promovido por los obispos de India y tuvo el efecto de suprimir el último “latinismo” y “maronitismo” que había sobrevivido del rito de Diarbekir pero, por lo demás, dejó la liturgia prácticamente intacta (47).

Entretanto, al patriarcado rival simoniano había conservado incondicionalmente los usos litúrgicos del patriarcado de Alqos, junto con su doctrina “nestoriana”. Pero incluso aquí la influencia occidental finalmente se hizo sentir a través de la labor de los misioneros. Los primeros en llegar fueron católicos, los lazaristas, quienes trabajaron en el noroeste de Irán. Muchos de aquellos a quienes influenciaron fueron inducidos a adherir al patriarcado de Diarbekir y su forma de liturgia, pero he descubierto al menos un misal de un sacerdote que reconoció a Simón como su patriarca en el que la narración de la institución fue incorporada como parte del texto y no como una adición marginal (48). Posteriormente, los anglicanos llegaron e incluso imprimieron un misal para los “nestorianos”, en el que la liturgia comienza con la señal de la cruz y contiene la versión paulina de la narración como inserción opcional. Ambos de estos usos parecen bastante generales en este patriarcado (49). Después de los anglicanos llegaron los rusos y, mientras persuadieron a muchos de abrazar el dogma ortodoxo, indujeron a algunos de ellos a adoptar al menos la Anáfora de san Juan Crisóstomo en una traducción siríaca (50).

De este modo, existen hoy, aparte de algunas iglesias disidentes menores, tres comunidades principales que celebran la liturgia caldea, dos católicas y una “nestoriana”. Esta última ha conservado los usos del patriarcado de Alqos sustancialmente intactos, pero con la adición de la señal de la cruz inicial y la narración de la institución. Las dos comunidades católicas son los caldeos de Medio Oriente y los malabares del Estado de Kerala, en India. La primera tiene básicamente la liturgia de Alqos, usualmente en una forma simplificada adaptada para la liturgia diaria, con el mismo tipo de modificaciones que los nestorianos habían adoptado, junto a algunas otras. Los malabares, por otro lado, parecen estar en un estado de transición. La jerarquía parece estar apuntando a una liturgia modernizada que estará abierta a la indianización y a la unificación final con la liturgia latina local, una vez que también se haya indianizado. Sus reformas, por lo tanto, están llevando a la liturgia malabar en un curso que diverge categóricamente de la tradición, a pesar de que los cambios textuales hasta aquí introducidos no llegan a la altura de lo que parecen ser las intenciones finales. Están, sin embargo, encontrando considerable oposición local por parte de muchos sacerdotes que prefieren la liturgia reformada de 1960, que se acercó a la liturgia de Alqos mucho más cerca de lo que la liturgia católica caldea lo ha hecho, incluso en su más reciente reforma. En cuanto a las iglesias disidentes, al menos se conoce que dos de ellas existen en Medio Oriente y los Estados Unidos, pero la información referente a la misa que celebran y su fidelidad a la tradición no parece existir publicada (51).



(*) He traducido el término inglés Mass, en español Misa, como liturgia o liturgia eucarística, según el caso, teniendo en cuenta que, dado el origen latino de dicha palabra, nunca ha sido utilizada en el Oriente cristiano para designar el sacrificio eucarístico (Nota del traductor)

El dr. Macomber ha sido profesor adjunto de Liturgia Oriental en el Instituto de Estudios Orientales en Roma. Es ahora catalogador de manuscritos orientales en la biblioteca monástica de manuscritos de la universidad Saint John, Collegeville, Minnesota. En 1964, descubrió en la parroquia San Isaías de Mosul, Irak, el más antiguo manuscrito conocido de la anáfora de los Apóstoles Addai y Mari, y posteriormente lo editó en Orientalia Christiana Periodica 32 (1966).

(1) Este artículo pretende ser el primero de una serie sobre la liturgia caldea. El núcleo de la serie consistirá en un análisis de la liturgia, ante todo como es celebrada por los ortodoxos seguidores del rito caldeo (a menudo llamados nestorianos), desde el punto de vista histórico y comparativo. Este análisis será precedido por una consideración de las fuentes disponibles para nuestro estudio y otros temas preliminares tales como la disposición tradicional de un templo caldeo, vestimentas, tipos de celebración, la preparación de los elementos, etc.

(2) Para la historia de la Iglesia que celebra el rito caldeo, véase la obra clásica del más tarde Cardenal E. Tisserant, “Nestorienne (L’Église)”, Dictionnaire de théologie catholique, vol. XI, parte 1 (París 1931) 157-263. Para el período más temprano, cf. J. M. Fiey, Jalons pour une histoire de l'Église en Iraq (Corpus Scriptorum Christianorum Orientalium [=CSCO] 310/subsidia 36; Louvain 1970). Para el período sasánida, cf. J. Labourt, Le christianisme dans l'empire perse sous la dynastie sassanide [224-632] (París 1904). Para alguna de la más reciente literatura sobre los pasados cinco siglos, véase las notas de mi artículo, “The Vicissitudes of the Patriarchate of Seleucia-Ctesiphon from the Beginning to the Present Day”, Diakonia 9 (1974) 35-55.

(3) Tisserant, art. cit., 225ff.

(4) Cf. el título de J. S. Assemanus, Bibliothecae Apostolicae Vaticanae codicum manuscriptorum catalogus, partis Iae, t. 2, complectens codices chaldaicos sive syriacos (Rome 1758).

(5) F. E. Brightman, Liturgies Eastern and Western, vol. I, Eastern Liturgies (Oxford 1896) LXXVII-LXXXI y 245-305.

(6) Cf. mi artículo, “A Theory on the Origins of the Syrian, Maronite and Chaldean Rites”, Orientalia Christiana Periodica [= OCP] 39 (1973) 235-236.

(7) Especialmente para aquellos que viven hoy en los Estados Unidos, quienes vinieron de Asia Menor.

(8) Cf. mi artículo, “The authority of the Catholicos Patriarch of Seleucia-Ctesiphon,” I patriarcati orientali nel primo millennio, Orientalia Christiana Analecta 181 [= OCA] (Roma 1968) 181, n. 10, y 200.

(9) J. B. Chabot, Synodicon orientale, ou recueil de synodes nestoriens (París 1902) 266.

(10) El Patriarca Iso‘yahb I (582-595), escribiendo aproximadamente en 585 a Santiago, obispo de Darai (una isla en Golfo Pérsico, cerca de Bahrein), le cuenta que el rito de persignarse en la liturgia debería no ser realizado como Santiago había señalado, sino como él lo indicaría ahora. Chabot, Synodicon, 428. Barhebreo aún nota que Timoteo I tuvo éxito en suprimir ciertas costumbres anormales de la provincia de Fars respecto a las vestimentas clericales. J. Abbeloos y T. Lamy, Gregorii Barhebraei Chronicon ecclesiasticum, t. III (Louvain 1877) 170-171. Sería sorprendente si las desviaciones de Fars no se extendieron a la liturgia eucarística.

(11) Cf. mi artículo, “The Maronite and Chaldean Versions of the Anaphora of the Apostles”. OCP 37 (1971) 55-84. Desde la aparición de este artículo, el texto crítico de la versión maronita de la anáfora ha sido editado por J. Sauget en A. Raes, Anaphora syriacae, vol. II, fasc. 3 (Roma 1974).

(12) Cf. mi artículo, “A Theory”, OCP (1973) 235-236.

(13) Ibid. 241-242.

(14) La lista es dada en una carta editada por J. S. Assemani, Bibliotheca Orientalis Clementino-Vaticana [= BO], vol. 1 (Roma, 1719), 351. Cf. también Labourt, op. cit. 133.

(15) Cf. mi artículo, “The Maronite”, OCP 37 (1971) 64 y 82-83.

(16) A Baumstark, Geschichte der syrischen Literatur (Bonn, 1922) 119-120.

(17) Abdisho de Nisibis, “Catalogus scriptorum ecclesiasticorum”, §§ 19 y 20, BO III 1.

(18) Cf. Brightman, op. cit. 262-263 y 266, comparado con 362-363 y 381-382.

(19) Los cambios están reflejados en el aún inédito comentario de Gabriel Qatraya, que data de principios del siglo séptimo. Gabriel, comentando la despedida, falla al interpretarla en este marco de referencia, en contra de la interpretación de Narsai (muerto circa 503). Además, la estructura de las oraciones diaconales que preceden a la despedida, que está ya en los misales actualmente, pareciera ser inadecuada en el supuesto de un catecumenado vivo. Aunque el comentario de Gabriel está inédito, lo esencial de él está contenido en la obra de su compatriota, Abraham Bar Lipheh Qatraya: R. H. Connolly, “Abrahae Bar Liphae Interpretatio officiorum”, en su Anonymi auctoris Expositio officiorum Ecclesiae, parte II (CSCO 72, 76/scriptores syri 29, 32; París/Roma, 1913, 1915), texto 173-174/trad. 159ff.

(20) Cf. Baumstark, op. cit. 197-200, y J. M. Fiey, “Iso‘yaw le Grand. Vie du catholicos nestorien Iso‘yaw III d'Adiabène (580-659)”, OCP 36 (1969) 305-333, y 36 (1970) 5-46.

(21) Cf. J. Mateos, Lelya-Sapra. Essai d'interpretation des matines chaldéennes (OCA 156; Roma 1959) 5-9, y mi artículo, “A List of the Known Manuscripts of the Chaldean Hudra”, OCP 36 (1970) 120-121.

(22) Las rúbricas se encuentran aún en los manuscritos del Hudra al comienzo de los oficios del Primer Domingo de Anunciación, la fiesta de Epifanía y Gran Sábado (Sábado santo).

(23) Según un autor del siglo once, Ibn at-Tayyib, los “Padres” (¿es decir, los predecesores de Iso‘yahb III?) habían ordenado la celebración de una cuarta anáfora, la de Juan Crisóstomo. Cf. W. Hoenerbach y O. Spies, Ibn at-Taiyib. Fiqh an-Nasraniya. “Das Recht der Christenheit”, parte II (CSCO 167, 168/scriptores arabici 18, 19; Louvain, 1957), texto 90/trad. 93. Sin embargo, Iso‘yahb no la conservó en su recesión del Hudra.

(24) Cf. mi artículo, “A List”, OCP 36 (1970) 122-123.

(25) Ibn at-Tayyib, loc. cit.

(26) Cf. mi artículo, “The Maronite”, OCP 37 (1971) 74. La cuestión será evidentemente discutida mucho más detenidamente en un artículo posterior.

(27) Cf. Baumstark, op. cit. 199-200.

(28) A esta obra, hoy perdida, alude repetidamente un comentario anónimo sobre el oficio, liturgia y otras ceremonias litúrgicas, probablemente compuesto en el siglo noveno. Connolly, Anonymi, parte II, 5, 12, 20, 40, 52, y passim.

(29) Anonymi II, 7-8, y IV, 27 (Connolly I, texto 151-157/trad. 121-125, y II, texto 91/trad. 82-83). Cf. también W. C. van Unnik, Nestorian Questions on the Administration of the Eucharist, by Iso‘yahb IV (Amsterdam 1937) 181 (QQ. 105ff).

(30) Cf. Tisserant, art. cit., 220.

(31) Manuscrito 36 del Patriarcado caldeo. Cf. mi artículo, “The Oldest Known Text of the Anaphora of the Apostles Addai and Mari”, OCP 32 (1966) 346-347.

(32) Cf. Anonymi IV, 3, 7-8 y 16 (Connoly II, texto 6ff, 18-19 y 37-40/trad. 9.ff, 19-20 y 37ff).

(33) Cf. J. Habibi, “Signification de l’union chaldéenne de Mar Sulaqa avec Rome en 1553”, L’Orient syrien 11 (1966) 99-132 y 199-230. Cf. también de artículo, “The Vicissitudes”, Diakonia 9 (1974) 40-41.

(34) En el patriarcado que permaneció fiel al patriarca original, todos los manuscritos de la liturgia posteriores a 1570 (manuscrito 7181 del Museo británico) adhieren, pero con variantes mínimas, a la forma más elaborada.

(35) Cf. G. Beltrami, La Chiesa caldea nel secolo dell'unione (Orientalia Christiana 29, no.93, Roma 1993) 25 y 36-37.

(36) Encontrada en el manuscrito siríaco vaticano 66. Aunque la mayoría de los códices fueron copiados en 1529, el ritual de la liturgia fue copiado por el mismo Mar José, aparentemente en 1566.

(37) Cf. E. Tisserant, “Syro-Malabare (L’Église)”, Dictionnaire de théologie catholique, vol. XIV, parte 2 (París 1914) 3101-3104, y Beltrami, op. cit., 35-51 y 86-94.

(38) Lo que parece ser el manuscrito original de los misales reformados de Roz fue descubierto hace unos años en Portugal por E. R. Hambye, del Colegio Teológico De Nobili, Puna, India.

(39) Cf. el análisis de este misal por G. Vavanikunnel y J. Madey, “A ‘Reform’ of the Restored Syro-Malabr Qurbana?”, Ostkirchliche Studien 18 (1969) 172-181.

(40) Cf. A. Lampart, Ein Märtyrer der Union mit Rom, Joseph I (1681-1696), Patriarch der Chaldäer (Einsiedeln 1966).

(41) A juzgar, al menos, por el manuscrito sirio del Vaticano 491, que fue copiado en 1686, cinco años después del reconocimiento de Roma como patriarca.

(42) Los “maronitismos” fueron: una oración de ofertorio, una oración de inclinación (ghanta) de la anáfora de los Apóstoles dirigida a la Virgen María, un himno de Santiago de Sarug en la fracción y una despedida al altar al final de la Misa. Sospecho que los seminaristas caldeos en Roma fueron alojados en el Colegio maronita.

(43) Cf. S. Bello, La congrégation de s. Hormisdas et l'Église chaldéenne dans la premiére moitié du XIXe siècle (OCA 122; Roma 1939) 11-12. Cf. también la autobiografía de Juan Hormez, en G. P. Badger, The Nestorians and their Rituals, vol. I (Londres, 1852) 150ff.

(44) Encargó una nueva edición del misal latinizado en Constantinopla, en 1871, a pesar del hecho de que estaba en abierta sublevación contra la autoridad papal en su tiempo, e incluso él mismo hizo copias manuscritas. El manuscrito 272 del Patriarcado caldeo fue copiado por Audo, mientras aún estaba en Roma, el 16 de Agosto de 1870, justo luego del final del Concilio Vaticano I (quizás usado para su edición de 1871), y el manuscrito 169 fue copiado en Constantinopla, el 22 de Enero de 1871.

(45) Su misal propuesto fue anticipado en 1880 en un manuscrito preparado por el diácono (posteriormente sacerdote) Abrahán Sekwana of Alqos, que se halla ahora conservado en la residencia del arzobispado caldeo de Mosul. Posee ya la narración de la institución en su actual posición y contiene las tres anáforas. Respecto a toda la cuestión del misal propuesto, la oposición que suscitó y el compromiso que resolvió la disputa, cf. “L’édition du missel chaldéen de 1901”, OCP 23 (1957) 159-170. La biblioteca del patriarcado caldeo tiene también un dossier de documentos en preparación para la edición que podría ser interesante estudiar.

(46) El latinismo que fue conservado era el Agnus Dei antes de la comunión del sacerdote; el maronitismo la oración del ofertorio. En la práctica devota, sin embargo, la despedida maronita al altar ha también sobrevivido.

(47) Además, el rito de la preparación de los dones ha sido acortado y movida a un lugar inmediatamente antes del ofertorio.

(48) Manuscrito siríaco 522 de Harvard, fechado en 1786.

(49) Algunas copias de The Liturgy of the Church of the East, de J. E. Y. Kaleita (Mosul, 1928) tienen la narración inserta en un papelillo, pero otras que he visto (la copia del Pontificio Instituto de Estudios Orientales, en Roma) no la tienen. El último misal publicado en Trichur, India, en 1959, por otro lado, la tiene como parte integrante del texto. Todas las Misas a las que he asistido en los años recientes, en las cuales la Anáfora de los Apóstoles ha sido utilizada, tenían incluida esta versión de la narración. En cuanto al signo de la cruz, está en la edición anglicana del misal como parte del texto, y ningún nestoriano hoy día pensaría en cuestionarlo.

(50) En la residencia del arzobispo caldeo de Teherán hay una copia manuscrita de la Liturgia de san Juan Crisóstomo en siríaco, fechada en 1904.

(51) En Bagdad he encontrado una iglesia disidente que acepta el dogma de la Iglesia Ortodoxa Rusa, pero no su autoridad jerárquica ni su liturgia. En los Estados Unidos, además, existe una pequeña iglesia de ex protestantes que han adoptado la liturgia caldea, quizás en una forma modificada. He conocido a uno de los obispos de esta iglesia, John M. Stanley O.S.J., metropolitano de India, Iglesia Santa Apostólica, rito caldeo, cuya dirección es o era: Ruta 2, casilla postal 96, Burton, Vashon Is., Washington 98013. Este grupo debe tener alguna relación con la Iglesia Episcopal Apostólica, encabezada por Arthur W. Brooks B.D., obispo, Iglesia Episcopal Apostólica, 9148, 193º, St. Hollis, New York. De acuerdo al profesor Bertil Persson, del Instituto San Efrén, en Solna (Suecia), los obispos de esta iglesia alegan haber recibido sus órdenes del patriarca católico caldeo Emanuel II Tomás en 1925.


Aparecido en Worship, vol. 51, nº 2, 1977. Traducción del inglés del Dr. Martín E. Peñalva.

sábado, 28 de agosto de 2010


Oración de Jesús y oración del corazón



Archimandrita Placide (Deseille)








Archimandrita Placide (Deseille)


El archimandrita Placide (Deseille) nació en 1926, y entró en la abadía cisterciense de Bellefontaine en 1942 a la edad de dieciséis años. Profundamente interesado en la tradición y el monaquismo oriental, funda en 1966 con varios monjes un monasterio de rito bizantino en Aubazine, Corrèze. En 1977 los monjes decidieron pasar a la Iglesia Ortodoxa, siendo recibidos el 19 de Junio de 1977 y, en Febrero de 1978, se convirtieron en monjes del monasterio de Simonopetras, en el monte Athos. Vuelto a Francia poco después, el padre Placide funda el monasterio san Antonio el Grande, en Saint-Laurent-en-Royans (Drôme), en Vercors, y se convierte en su higúmeno. Ha enseñado patrística en el Instituto de Teología Ortodoxa San Sergio (París). Fundador de la colección “Spiritualité orientale” de las ediciones de la abadía de Bellefontaine, es autor y traductor de diversas obras sobre espiritualidad y monaquismo oriental, entre las que se cuentan La spiritualité orthodoxe et la Philocalie, L'Évangile au désert, Nous avons vu la vraie lumière: la vie monastique, son esprit et ses textes fondamentaux, “Corps - âme – esprit par un Orthodoxe, entre otras.


Sucede frecuentemente que se emplea las expresiones “oración de Jesús” y “oración del corazón” como si fueran equivalentes. Ahora bien, si damos a estas expresiones su pleno significado, si las entendemos en toda su fuerza, no son equivalentes. La oración de Jesús puede ser, según nuestro grado de madurez espiritual, una oración “activa”, o una oración del corazón.

¿Qué es, en primer lugar, la oración de Jesús? Algunos prefieren hablar de “oración a Jesús”. Pienso que esto es confundirse respecto a la razón por la cual se habla de la “oración de Jesús”. Dicha oración no es simplemente una oración dirigida a Cristo. Muchas otras oraciones, en los libros litúrgicos o en los manuales de oraciones, son dirigidas a Cristo. Ellas no son, sin embargo, la “Oración de Jesús”.

Lo propio de la oración de Jesús es el estar compuesta principalmente por el nombre de Jesús, que es como la sustancia de ella. Es precisamente por esto que se la llama “oración de Jesús”. “Señor Jesucristo, ten piedad de mi” dicen, simple e incansablemente, los monjes de la Santa Montaña.

El nombre de Jesús es como un “icono verbal”. Por consiguiente, en efecto, así como un icono propiamente dicho representa la persona de Cristo, de la Madre de Dios o de un santo, la oración de Jesús se vuelve como un transmisor de su presencia, su resplandor y su intercesión en nuestro favor. El icono, seguramente, no es más que una tabla de madera, no tiene absolutamente nada de divino en sí mismo. Pero del hecho que representa a Cristo, a su Madre toda santa, o a tal o cual santo, nos beneficiamos por su intermedio de la irradiación espiritual, de la energía de Cristo resucitado, o de la presencia misericordiosa del santo o santa que intercede por nosotros de un modo muy particular cuando veneramos su imagen. Del mismo modo, cuando decimos la oración de Jesús, el nombre de Jesús que pronunciamos es, en cierto modo, un icono de Cristo, y a través de dicho nombre divino, aunque no sea en su sustancia más que una palabra humana, nos alcanza la energía deificante de Cristo resucitado. Es una suerte de sacramento, de realidad sensible totalmente penetrada de la presencia activa de Cristo. De allí viene la fuerza, el poder de la invocación de este Nombre dulcísimo de Jesús.

Pero, ¿cuándo dicha oración puede ser calificada de “oración del corazón”? Algunos pasajes de la décima novena Homilía espiritual (1) de san Macario de Egipto nos ayudarán a comprenderlo:

Cuando alguien se acerca al Señor, es necesario, en primer lugar, que se fuerce para realizar el bien, incluso si su corazón no lo quiere, aguardando siempre su misericordia con una fe inquebrantable. Que se fuerce para amar sin tener amor; que se fuerce para ser dulce sin tener dulzura; que se fuerce por ser compasivo sin tener un corazón misericordioso; que se fuerce por soportar el desprecio, por permanecer paciente cuando es despreciado, por no indignarse cuando es tenido por nada o es deshonrando, según estas palabras: “No hagáis justicia por vosotros mismos, queridos míos” (Rm., 12, 19). Que se fuerce por orar sin poseer la oración espiritual. Cuando Dios vea cómo lucha y se fuerza, aunque su corazón no lo quiera, le dará la verdadera oración espiritual, le dará la verdadera caridad, la verdadera dulzura, entrañas de compasión, la verdadera bondad. En una palabra, lo colmará de los dones del Espíritu Santo (§ 3).

Todo esto es muy esclarecedor. San Macario nos enseña que primero debemos practicar las virtudes y la oración sin sentir ganas de ello, animosamente, forzándonos a ello, solamente porque la Palabra de Dios nos lo pide. Esto no quiere decir que la gracia de Dios está ausente. Sin ella, no podríamos hacer nada. Pero su presencia no se hace sentir. Tenemos la sensación que todo depende de nuestro esfuerzo, que debemos remar para hacer avanzar nuestra barca. Y debemos proseguir esta labor, volver a las palabras de nuestra oración cada vez que nos damos cuenta, por un esfuerzo de la atención, que nuestro espíritu se pierde en la distracción.

Tal es la primera fase de la oración de Jesús misma. No se puede hablar aún de la “oración del corazón”. Es necesario forzarnos a decirla, “encerrando nuestro espíritu en las palabras”, según la expresión de san Juan Clímaco (La Santa escala, 28, 17) (2), es decir, dirigirnos al Señor pensando que está presente y que nos oye, y estando atentos a las palabras que le dirigimos, pero sin pensar en estas palabras, sin dejar expandirse nuestro pensamiento incluso sobre temas edificantes.

San Macario, más adelante del texto citado más arriba, insiste sobre el hecho que dicho esfuerzo debe extenderse a todos los dominios, y no solamente a la oración, que no puede estar aislado del conjunto de la vida espiritual:

Si alguien, sin poseer la oración, se fuerza solamente a orar, para obtener la gracia de la oración, pero sin forzarse para practicar la dulzura, la humildad, la caridad y los demás preceptos del Señor, sin aplicar su cuidado, su labor y sus luchas para adquirir dichas virtudes, en la total medida en que esto depende de su voluntad y de su libre albedrío, le será a veces otorgada parcialmente, según su pedido, una oración inspirada por la gracia, en la tranquilidad y la alegría del Espíritu. Pero, en cuanto a su comportamiento, permanece como era antes. Carece de dulzura, puesto que no ha hecho ningún esfuerzo por adquirirla, ni se ha preparado para recibirla. Carece de humildad, ya que no la ha pedido ni se ha forzado para obtenerla. No posee una caridad que se extiende a todos, puesto que no se ha preocupado y no ha luchado por ello en la oración, ni procurado practicarla. Carece de fe y confianza en Dios; desconociéndose a sí mismo, no asume su indigencia, y no se ha esforzado, en la tribulación, de pedir al Señor una fe firme en Él y una confianza verdadera (§ 4).

El conjunto de estos esfuerzos constituye lo que los Padres llaman, desde Evagrio el Póntico, la praxis, la fase activa de la vida espiritual. Cuando el hombre haya sido purificado de sus pasiones y sus vicios y haya alcanzado la verdadera humildad, y Dios lo juzgue oportuno, le concederá los dones de su Espíritu Santo. Entonces comenzará la segunda fase de dicha vida espiritual, la theoria o fase contemplativa. El hombre no tendrá entonces que remar más para hacer avanzar su embarcación, sino que deberá tender las velas, según una expresión otra vez de san Juan Clímaco (op. cit., 26, 5) para dejarse llevar por el soplo del Espíritu Santo, es decir, por las luces interiores y los instintos divinos que dicho Espíritu suscitará en su conciencia, permitiéndole obrar con espontaneidad, facilidad y alegría:

Aquel que quiere verdaderamente agradar a Dios, obtener de Él la gracia celestial del Espíritu, crecer y volverse perfecto en el Espíritu Santo debe, pues, forzarse para practicar todos los mandamientos de Dios y someter a ellos su corazón, que no lo quiere […] Y así, orando y suplicando al Señor, será enteramente satisfecho, recibirá la gracia de gustar de Dios y participará del Espíritu Santo, y así, hará crecer y aumentar la gracia que le ha sido dada y que encuentra su lugar de reposo en su humildad, en su caridad, en su dulzura. Es el Espíritu mismo el que le concede todo esto y el que le enseña la verdadera oración, la verdadera caridad, la verdadera dulzura, por las cuales se ha forzado […] El Espíritu mismo, en efecto, orará en nosotros, de tal modo que nos enseñará la verdadera oración, que no podemos poseer ahora, incluso forzándonos a ello (op. cit., § 7-9).

Es entonces solamente que se puede hablar de “oración del corazón”, de “oración espiritual” o de “adquisición del Espíritu Santo”. Bien entendida, esta fase de la vida espiritual conlleva aspectos diversos, y no excluye momentos de dejamiento y abandono pedagógico de parte del Señor. La oración de Jesús tiene aún allí su lugar, pero los demás estados de oración pueden también manifestarse, bajo la dirección del Espíritu.

Para acceder a ella, no puede existir método, ya que todo depende de la gracia de Dios, y de la humildad del hombre. Sin embargo, puede decirse que la oración de Jesús, practicada en la fase activa de la vida espiritual, puede preparar el alma a ello mejor que otras formas de oración. En efecto, ella conduce a un cierto empobrecimiento de la inteligencia discursiva, no incita al intelecto a reflexiones, a consideraciones múltiples. Es una simple súplica del alma de cara a Cristo, que aporta ya una gran simplificación de la actividad mental, y que por ello mismo, encamina al hombre hacia el descubrimiento de sus instintos profundos inscriptos en él por el Espíritu Santo, y que son la esencia misma de la oración.



San Isaac el Sirio, Discurso 21 (3).

1. Bienaventurado el hombre que conoce su propia debilidad, porque dicho conocimiento se vuelve para él el fundamento, la raíz y el principio de todo bien. Ya que cuando un hombre ha aprendido [a conocer] y ha sentido verdaderamente su propia debilidad, fortifica su alma contra el relajamiento que entenebrece su conocimiento e incrementa su vigilancia. Pero nadie puede sentir su propia debilidad, si no le ha sido dado, por poco que sea, sufrir las pruebas que afligen el cuerpo o el alma. Poniendo en frente entonces su debilidad y la ayuda de Dios, conocerá enseguida la grandeza de ésta. Cuando considere, en efecto, todos los esfuerzos que ha desplegado con la esperanza de dar confianza a su alma, siendo vigilante, continente, protegiéndola y rodeándola de cuidados, son conseguirlo, o cuando constate que su corazón tiene miedo y tiembla, privado de toda serenidad, debe entonces comprender que dicho temor que afecta su corazón significa y revela que tiene necesidad absolutamente de la ayuda de otro. Su corazón manifiesta ello interiormente, por el temor que lo ha embargado y provoca en él un combate interior, mostrando así que algo le falta. El hombre debe desde entonces reconocer que no puede establecerse [por si mismo] en una confiada seguridad. Está escrito que sólo la ayuda de Dios puede salvar (cf. Sal. 59, 13; 107, 13, etc.)

2. Cuando un hombre sabe que tiene necesidad del socorro divino, multiplica sus oraciones. Y cuanto más ora, más humilde se vuelve su corazón. Porque no se puede orar y pedir sin hacerse humilde. “Un corazón contrito y humillado, Dios no lo desprecia” (Sal. 50, 19). Mientras el corazón no se ha hecho humilde, le es imposible, en efecto, escapar a las distracciones. Porque es la humildad la que concentra el corazón. Cuando el hombre se ha hecho humilde, enseguida la misericordia [de Dios] lo rodea, y el corazón siente el socorro divino. Descubre que crece en él una fuerza que establece en la confianza. Cuando un hombre siente así la ayuda divina, cuando siente que está presente para ir en su ayuda, su corazón enseguida se llena de confianza, y comprende entonces que la oración es el refugio donde encuentra la ayuda, la fuente de la salvación, el tesoro de la confianza, el puerto donde resguardarse de la tormenta, la luz de aquellos que están en las tinieblas, la fuerza de los débiles, la protección en el momento de las pruebas, la ayuda en medio de la enfermedad, el escudo que salva en los combates, la flecha lanzada contra el Enemigo. En una palabra, la oración es la puerta por la cual entran en él todos estos bienes.

3. Encuentra en adelante sus delicias en una oración llena de fe. Su corazón es iluminado por la confianza. Está lejos de su ceguera de otro tiempo, y su oración [pronunciada] a desgano. Desde que ha comprendido todo esto, posee la oración en su alma como un tesoro. Y tan grande es su alegría que su oración se ha convertido en gritos de acción de gracias. Es lo que ha dicho aquel que ha dado la definición de cada aspecto de la vida espiritual: “La oración es una alegría que suscita la acción de gracias”. Habla aquí de aquella oración que presupone que se ha recibido el conocimiento de Dios, es decir, que viene de Dios. El hombre ora en adelante sin pena ni labor, como ocurría antes de que hubiera experimentado dicha gracia, pero en la alegría del corazón y la admiración, nacen sin cesar en él movimientos de acción de gracias, y se prosterna continuamente en silencio. Embargado de admiración y estupor ante la experiencia de la gracia de Dios, eleva repentinamente la voz, alaba y glorifica a Dios, y aumenta la acción de gracias y deja hablar su lengua, en extrema admiración.

4. Aquel que ha alcanzado verdaderamente, y no de modo imaginario, dicho estado, que ha observado todo esto en sí mismo, y que ha observado los diversos aspectos gracias a su gran experiencia, conoce de lo que hablo y sabe que no hay en ello nada contrario a la verdad. Que deje en delante de pensar en cosas vanas y permanezca con Dios por medio de una oración continua, lleno de temor y pavor por le pensamiento de ser privado de la abundancia de su ayuda.

5. Todos estos bienes vienen, para el hombre, del reconocimiento de su propia debilidad. En efecto, en su gran deseo de ayuda divina, el hombre se acerca a Dios, perseverando en la oración. Y en la medida misma en que se acerca a Dios por su disposición interior, Dios se acerca a él por sus dones, y no le niega su gracia, a causa de su gran humildad. Porque es como la viuda que no cesaba de demandar al juez con sus gritos para que le haga justicia con su adversario (Lc. 18, 15). Dios, lleno de compasión, espera para otorgarle sus gracias, a fin de que dicho retraso incite al hombre a aproximarse y permanecer, urgido por la necesidad, junto a Aquel que es la fuente de donde surge la ayuda. Dios concede sin embargo ciertos pedidos; aquellos, diría yo, sin los cuales el hombre no podría ser salvado. Pero existen otros a los cuales Dios tarda en responder. En ciertos casos, extingue y repele lejos de él las encendidas saetas del Enemigo. En otros casos, permite que el hombre sea tentado, para que dicha prueba lo conduzca y aproxime a Él, como lo he dicho, y para que la experiencia de las tentaciones lo instruya. Es lo que dice la Escritura: “El Señor ha permitido que numerosas naciones no sean destruidas ni sean entregadas a las manos de Josué, hijo de Nun, a fin de que sirva para la instrucción de los hijos de Israel y que las tribus de los hebreos aprendan a combatir (Jueces 2, 23 ss.).

6. Porque el justo que no tiene conciencia de su propia debilidad está sobre le filo de una espada y no está alejado de la caída ni del león feroz, quiero decir del demonio del orgullo. Quien no conoce su propia debilidad carece, en efecto, de humildad. Ahora bien, el que carece de humildad carece de perfección. Y aquel que carece de perfección está siempre en el temor. Porque su ciudad no está fundada sobre columnas ni bases de hierro, quiero decir, sobre las de la humildad. Nadie puede adquirir la humildad de otro modo que empleando en ello los medios que son apropiados, los cuales nos procuran un corazón quebrantado y destruyen los pensamientos de presunción. A menudo, en efecto, el Enemigo encuentra en nosotros puntos débiles que le permiten desviarnos del camino. Sin la humildad, es imposible al hombre llevar a la perfección su trabajo [espiritual]. El sello del Espíritu no podría ser puesto sobre su carta de liberación, sobre todo mientras permanece esclavo y, en su trabajo, no ha superado el temor. Porque nadie realiza bien su trabajo sin humildad; ahora bien, nadie puede ser educado de otro modo que por las pruebas, y sin dicha educación no se puede adquirir la humildad.

7. Es por ello que el Señor otorga a los santos los medios para adquirir la humildad, teniendo un corazón contrito y una oración ardiente, a fin de que aquellos que lo aman puedan acercarse a Él por dicha humildad. A menudo los amedrenta por medio de las pasiones naturales, por las caídas provocadas por los pensamientos vergonzosos e impuros. Con frecuencia también por los ultrajes, las injurias y los golpes infligidos por los hombres, a veces por las enfermedades y las indisposiciones del cuerpo. A menudo también por la pobreza y la carencia de lo necesario; en ocasiones, finalmente, a veces por el tormento de un miedo excesivo, por el abandono, por la guerra abierta llevada a cabo por el diablo, que le inspira terror; otras veces por muchas otras cosas temibles. Todo esto sucede para que los hombres tengan los medios para volverse humildes, y para que no se adormezcan en la negligencia. Puede tratarse de cosas que el combatiente tenga que sufrir actualmente, o de temor a cosas futuras. De todos modos, las pruebas son necesarias para la utilidad de los hombres.



(1) Les homélies spirituelles de saint Macaire, traducción francesa del padre Placide (Deseille), Abadía de Bellefontaine, 1984.

(2) Traducción del padre Placide (Deseille), abadía de Bellefontaine, 1993.

(3) En Discours ascétiques selon la version grecque, traducción francesa del padre Placide (Deseille), monasterio San Antonio el Grande et monasterio de Solan, 2006.


Conferencia efectuada el Jueves 6 de Marzo de 2008 en la parroquia San Serafín de Sarov y Protección de la Madre de Dios de París. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

jueves, 5 de agosto de 2010




El deber de reparación




Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.





R. Garrigou-Lagrange O.P.




Hablábamos recientemente del deber del reconocimiento, y conviene hablar también del de reparación. La reparación de la ofensa hecha a Dios es generalmente llamada en teología “satisfacción”. Los fieles instruidos conocen habitualmente bastante bien la doctrina del mérito, pero se conoce menos la doctrina de la satisfacción o reparación que se asemeja al mérito, pero que sin embargo difiere de él. Los fieles saben firmemente que Jesús ha satisfecho por nosotros en estricta justicia, que la Santísima Virgen ha satisfecho por nosotros con una satisfacción de conveniencia, pero se sabe menos el lugar que la satisfacción debe tener en nuestra propia vida.

Recordemos sobre este punto los principios: veremos después cómo el cristiano en estado de gracia puede satisfacer o reparar por sí o por el prójimo.


Principios de esta doctrina.

Los principios de esta enseñanza están expuestos en teología a propósito del misterio de la redención, luego en el tratado sobre el pecado, de la pena que le es debida, y en el de la penitencia. Estos principios son revelados y todo fiel adhiere a ellos firmemente por la fe. Se los puede resumir así.

Mientras que el mérito es el derecho a una recompensa, derecho para el justo, en tanto permanece en estado de gracia, a la vida eterna y a un aumento de la caridad, la satisfacción es una reparación por la ofensa hecha a Dios por el pecado. Dicha ofensa no quita a Dios su gloria esencial, su beatitud, sino su gloria exterior, su resplandor, su reino sobre nosotros.

El pecado mortal como ofensa niega prácticamente a Dios su dignidad infinita de fin último o soberano bien, pues prefiere un pobre bien finito. Se necesitó la Encarnación del verbo, y su acto de amor teándrico por el que hubo una satisfacción perfecta o adecuada de la ofensa hecha a Dios por el pecado mortal. Jesús ha satisfecho por nosotros en estricta justicia, ofreciendo a Dios sobre la cruz, dice santo Tomás, “un acto de amor que le agradaba más de lo que todos los pecados reunidos le desagradan”. Ha reparado así la ofensa hecha a Dios, y aquellos a los cuales sus méritos y su satisfacción son aplicados son reconciliados, justificados, su pecado es remitido, y también la pena eterna debida al pecado mortal. La Santísima Virgen ha satisfecho por nosotros con una satisfacción de conveniencia, fundada sobre la caridad o intimísima amistad sobrenatural que la unía a Dios Padre y a su Hijo. Todo buen cristiano conoce esta doctrina. Pero no se presta generalmente suficiente atención a la satisfacción o reparación que debe existir en la vida del justo, a quien sus pecados están ya remitidos.

El Concilio de Trento, sin embargo, enseña, y está íntimamente ligado a la doctrina revelada sobre el purgatorio que, incluso cuando el pecado mortal nos ha sido perdonado y con él la pena eterna que le es debida, queda a menudo una pena temporal por sufrir en esta vida o luego de esta vida en el purgatorio. Si no se la sufre sobre esta tierra mereciendo, o aprovechando las misas e indulgencias, será necesario sufrirla en el purgatorio sin merecer, sin crecer más en la caridad. Además, el purgatorio es, para hablar propiamente, una pena. No puede, pues, ser impuesto más que por una falta, que habría podido ser evitada, y que habría podido ser expiada en la tierra. Por eso, los mejores cristianos hacen una buena parte del purgatorio antes de su muerte.

Esta doctrina de la reparación se funda, como lo muestra santo Tomás tratando sobre la pena debida por el pecado, sobre la definición misma de pecado. Hay, en efecto, en el pecado cuando es mortal, dos aspectos. En primer lugar, por él el hombre se aparta de Dios, nuestro fin último, y desde entonces, si muere en dicho estado, merece ser privado de Dios eternamente. En otros términos: si se muere en este estado, el desorden habitual del pecado grave dura para siempre y, desde entonces, la pena de la privación de Dios, que le es debida, dura también para siempre. ¡Si, al contrario, el pecado mortal es perdonado por la conversión, que restituye en el estado de gracia, la pena eterna debida por el pecado es perdonada también!

Pero existe en el pecado mortal un segundo aspecto: no solamente se desvía de Dios, sino que se inclina hacia un bien perecedero al que se prefiere a Dios.

Existe allí, pues, un doble desorden moral, que exige una doble pena. El pecador, no solamente de desvía de Dios, sino que se prefiere a Dios, en el sentido de que prefiere su goce personal al Reino de Dios, y este último desorden demanda también una reparación. La justicia exige que el pecador que ha preferido un bien temporal a Dios, sea privado de un bien temporal o sufra una pena temporal.

El pecado venial que nos entretiene inmoderadamente en un bien perecedero, merece también una pena temporal del mismo género, pero más ligera.

Todo esto se concibe bastante fácilmente: la voluntad que se acuerda demasiado de ella misma, contra el orden divino, debe reparar dicha infracción para reconocer el valor de ese orden divino. Del mismo modo, la voluntad que ha violado el orden de la conciencia es punida por los remordimientos de conciencia. De igual manera aún, la voluntad que ha violado el orden social y sus leyes, debe sufrir una pena que inflige el magistrado guardián de dicho orden social. Esto es lo que enseña santo Tomás (1). También Platón, en uno de sus más bellos diálogos, el Gorgias, luego de haber demostrado que es mejor sufrir una injusticia que cometerla, añadía que la mayor desgracia de un criminal, después de su falta, es permanecer impune, porque así no entra en el orden de la justicia. Debería, dice Platón, ir a acusarse ante los jueces y pedir la pena que ha merecido para entrar en el orden de la justicia, luego de haberlo violado. Idea sublime inspirada por las tradiciones religiosas que anunciaban, por así decirlo, a lo lejos, lo que debía ser la reparación en el misterio de la Redención y en el sacramento de la penitencia.

En la vida del justo, la gracia santificante le da la posibilidad de satisfacer por sí mismo y por los demás dicha pena temporal debida al pecado ya remitido, y si lo hace abrevia mucho su purgatorio. ¿Cómo puede hacerlo, primero por sí mismo, y por el prójimo?


¿Cómo puede el justo satisfacer por sí mismo?

Puede hacerlo de dos maneras: en primer lugar, por la penitencia sacramental, por la asistencia a Misa, ganado indulgencias. Luego por sus propias buenas obras (ex opere operantis), cuando tienen en grados diversos un carácter penoso, requerido para la satisfacción, que se añade al mérito.

Primeramente, la penitencia sacramental realizada en estado de gracia produce enseguida su efecto de santificación, pero está proporcionada a nuestras disposiciones de fervor, y a menudo una parte de la pena temporal resta por sufrir aún.

La Misa a la cual asistimos o que es dicha por nosotros, obtiene ciertamente también la remisión total o parcial de la pena temporal debida a los pecados ya perdonados.

La obtención de indulgencias es también una obra satisfactoria, que sirve para saldar la deuda de la pena temporal por los pecados perdonados. Su principal valor proviene del poder de las Llaves de la Iglesia.


¿Cómo podemos en la tierra, además, satisfacer o reparar por medio de nuestras buenas obras (ex opere operantis)?

Es necesario, en primer lugar, que sean obras meritorias, es decir, moralmente buenas, libres, realizadas en estado de gracia y de peregrinación, por un motivo sobrenatural. Asimismo, para que sean satisfactorias, es necesario que además del mérito, tengan un carácter más o menos penoso, es decir, que conlleven una renuncia, una carga, un sacrificio. Santo Tomás lo explica muy bien: se trata de la satisfacción que se añade a los méritos de Cristo o a los de María, o el que se añade a nuestros propios méritos. Dice: “La satisfacción para reparar el pecado pasado, y obtener la remisión de la pena temporal que le es debida, debe ser penosa. El pecador ha quitado a Dios la gloria exterior que le es debida. Orden y justicia reclaman que a cambio le sea quitado algo, que una pena le sea impuesta” (2). Es necesario, pues, para satisfacer, algo penoso, llevar la cruz, morir a algo. Se lo olvidaba mucho estos últimos años, antes de la derrota; se las ingeniaba incluso para reducir la mortificación al estricto mínimo quizás para hacerla desaparecer totalmente. Entonces el Señor impone a los demás la guerra, y sería necesario hacer de necesidad virtud, haría falta sufrir mucho (3).

A igualdad de caridad, la obra más satisfactoria será la más penosa, aquella que recuerde mejor la cruz del Salvador. Sin embargo, si la disminución de la dificultad viene precisamente de una caridad más grande, no disminuye el valor de la satisfacción. En este último caso se trata de una dificultad subjetiva que es disminuida por el progreso de la caridad, no de una dificultad objetiva. Ésta deriva del carácter mismo del objeto que exige una gran generosidad, como sucede en el martirio.

Entre las obras penosas que la Iglesia recomienda como satisfacción o reparación, hay que contar el ayuno, la abstinencia, las vigilias, la paciencia en las contrariedades y las pruebas, soportar los sufrimientos, la aceptación de la muerte y las angustias que pueden acompañarla. “Dominar el alma en la paciencia” es obrar. Santo Tomás dice incluso que el acto principal de la fortaleza no es la ofensiva o el ataque, sino soportar perseverante los males, la constancia en la prueba, como se lo constata en los mártires.

Las cruces ocultas llevadas mucho tiempo en silencio son a menudo más meritorias y satisfactorias que las brillantes acciones heroicas de un momento. A propósito de esto, conviene aconsejar la bella oración de Pío X para aceptar por anticipado la muerte y todos los sufrimientos físicos y morales que la precederán y acompañarán (4).

Las buenas obras más o menos penosas disminuyen nuestro purgatorio y, por el mérito que conllevan, aumentan en nosotros la vida de la gracia y la felicidad del cielo. Es necesario sobre este tema recordar, que un acto generosísimo de caridad, de un valor de diez talentos, vale más que diez simples actos de un talento. Éstos últimos están, en efecto, más o menos impregnados de tibieza: la calidad prevalece aquí sobre la cantidad. El santo cura de Ars debía merecer y reparar más que todos sus feligreses juntos.


¿Cómo puede el justo satisfacer por el prójimo?

Todos los fieles conocen esta doctrina de fe: que el justo puede hacer celebrar Misas y ganar indulgencias por los difuntos, y que puede también saldar por otro justo la pena temporal debida a los pecados ya perdonados. San Pablo, en efecto, dice: “Llevad las cargas los unos de otros(5). Santo Tomás lo explica (6) y nota que si los acreedores humanos admiten que se les pague las deudas de otros, cuánto más lo admite el Señor, puesto que sufrir por el prójimo supone una caridad más grande que sufrir por sí mismo. Sufrir por el prójimo un fuerte dolor de cabeza de tres o cuatro horas es más satisfactorio que sufrir por si mismo una cosa más penosa.

Animándolo la caridad, el justo puede, pues, satisfacer por su prójimo.

Aquellos que realizan a María el abandono de todo lo que hay de comunicable en sus buenas obras meritorias y satisfactorias y en sus oraciones, le encargan hacer la distribución de ellas según su voluntad. Ella obra con mucha más sabiduría que nosotros, puesto que ve en Dios a aquellos parientes o amigos nuestros que sobre la tierra o en el purgatorio tienen particularmente más necesidad de ayuda.

Si no hemos hecho este acto y si no nombramos a ninguna persona, es probable que Dios aplique dichas satisfacciones a aquellos que nos son más queridos.

Es así que los justos pueden sufrir con provecho por el prójimo, y también participan en las satisfacciones de las almas más generosas, de las almas víctimas que, en las horas más trágicas, se multiplican en el mundo, para reparar sus faltas (7). Es el Señor el que las suscita, el que les da dicha vocación sublime, el que las sostiene durante veinte o treinta años sobre un lecho de sufrimientos, como lo muestra la vida del santo padre Gérard, de la diócesis de Sées, escrita por Myriam de G. bajo el título “Veintidós años de martirio”. Este santo sacerdote torturado durante tantos años por la tuberculosis ósea, ofrecía cada día sus sufrimientos por los sacerdotes de su generación y de su diócesis. Se lo llevó seis veces a Lourdes. Comprendió que la Santísima Virgen no lo curaría pero, a pesar de los grandísimos dolores del viaje, quiso ir allí seis veces aún, no para pedir su curación, sino por la conversión de los pecadores. Almas víctimas, más numerosas de los que pensamos, trabajan en este momento a ejemplo de Nuestro Señor y de María para la pacificación del mundo.

Los sufrimientos del justo deben así parecerse cada vez más a la cruz de Jesús. Existen tres clases de cruz bien diferentes: la del ladrón malo, que fue una cruz perdida. Existen muchos sufrimientos perdidos en el mundo, porque no son soportados cristianamente. La cruz del buen ladrón fue útil para él, y escuchó: “tú estarás conmigo esta tarde en el paraíso”. La cruz de Jesús fue redentora, no para Él, sino para nosotros. Y en cuanto más los santos se asemejan al Salvador, más sus cruces se parecen a la suya, más fecundas son, y en las horas más problemáticas como las que atravesamos, son ellos, por sus sufrimientos aceptados por amor, los que sostienen el mundo y le permiten durar.


La fecundidad de la vía reparadora no ha cesado de manifestarse entre los santos en el curso de los siglos. A ejemplo de Nuestro Señor, los Apóstoles han sellado su testimonio con su sangre, y durante los tres primeros siglos de la Iglesia la sangre de los mártires no ha cesado de suscitar nuevos cristianos.

En la Edad Media, san Francisco recibe los dolorosos estigmas de la Pasión del Salvador, santo Domingo se flagela tres veces cada noche por sus propios pecados, por los pecadores que debe evangelizar en el futuro y por las almas del purgatorio. Quiere reglas penitenciales en su Orden al lado del estudio, la oración y el apostolado.

Este mismo espíritu se encuentra entre los grandes reformadores del siglo XVI: san Carlos Borromeo, santa Teresa, san Juan de la Cruz, san Ignacio. San Vicente de Paul, incluso en medio de sus duras labores, acepta sufrir para librar a un teólogo de las dudas que lo torturan, y él mismo durante cuatro años debe superar heroicamente una fuerte tentación contra la fe, lo que aumenta sus fuerzas y afirma cada vez más su unión con Dios.

En el siglo XVIII, san Pablo de la Cruz funda la Orden de los Pasionistas consagrada a la reparación, y él mismo, aunque llegado ya a la edad de treinta años a una muy íntima unión con Dios, pasa durante cuarenta y cinco años por sufrimientos interiores ininterrumpidos por la conversión de los pecadores. En la misma época, san Gerardo Mayela, hijo espiritual de san Alfonso es avisado por una inspiración que tendrá la ocasión de convertirse en santo, y que debe estar atento a no perderla. Poco después es gravemente calumniado, lo que acarrea una medida muy severa para él: se lo priva de la comunión. Acepta todo por amor a Dios. Algunos meses después, la calumnia es descubierta, y su superior le dice: ¿Por qué no os habéis defendido? Él responde: “Está escrito, padre mío, en vuestra regla, que no es necesario excusarse incluso si se es injustamente reprendido”. Aún en la misma época, san Benito José Labre es un modelo consumado de vida reparadora.

A veces, son incluso los niños, que bajo una inspiración divina, entreven todo el premio del sufrimiento aceptado por amor. Estos últimos años en Roma, bajo el pontificado de Pío XI, una niña de seis años u medio, Antonietta Meo, cuya vida se ha escrito (8), enferma de un cáncer en la pierna, acepta generosamente la amputación por las grandes intenciones de la Iglesia, y dice a su padre, luego de la operación, aunque aún sufre mucho: “Papá: el dolor es como la tela. Cuanto más resistente es la tela, mejor es. Del mismo modo, cuanto más fuerte es el dolor, mejor es, cuando se lo acepta por amor para la conversión de los pecadores”.

Esto tres grandes ejemplos nos son dados de vez en cuando para salir de nuestra somnolencia, y para invitarnos a ofrecer más generosamente las contrariedades o penas que se nos presentan, para reparar la ofensa hecha a Dios por nuestras propias faltas, y para trabajar en la conversión de las almas en la medida en que el Señor lo ha querido para cada uno de nosotros desde la eternidad (9).


(1) Ia IIae, q. 87. De poena peccato debita.

(2) Supp., q. 15, a. 1.

(3) Al respecto, los scouts de Francia, el 15 de Agosto, han dado un gran ejemplo haciendo una gran parte de su peregrinación a Puy a pié, y descalzos, con una resistencia y una fe admirable, llena de promesas.

(4) “Señor, sea cual sea el género de muerte que os plazca reservarme, desde ahora, de todo corazón y con plena voluntad, lo acepto de vuestra mano, con todas sus angustias, penas y dolores”. Indulgencia plenaria en la muerte para aquellos que reciten dicha oración luego de la santa comunión.

(5) Gal., VI, 2.

(6) Supp., q. 13, a. 2.

(7) Recuérdese en L’Annonce à Marie de P. Claudel el personaje de Violaine, joven virgen enferma de lepra, que se ha ofrecido como víctima por Francia en la época del gran cisma.

(8)Fiaccola romana”, por Myriam de G., Berutti, Torino. Prefacio del cardenal Piazza.


(9) Al término de su peregrinación a Nuestra Señora de Puy, los guías de Francia decían en su vía crucis: “Señor, por nuestros pecados, aceptamos el hambre, el frío, la pobreza”.


Aparecido en Vie Spirituelle n° 277, Junio de 1943. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.

lunes, 26 de abril de 2010



Ecclesia domestica




Pavel Evdokimov








En una homilía sobre los Hechos de los Apóstoles, san Juan Crisóstomo habla del hogar cristiano: “Incluso de noche… levántate, ponte de rodillas y reza... Es necesario que tu casa sea continuamente un oratorio, una iglesia”. El término “continuamente” tiene valor directivo, invita a las vigilias del espíritu: la pequeña iglesia doméstica debe estar día y noche ante el rostro de Dios.

La tradición oriental emparenta así, en su naturaleza profunda, la comunidad de la Iglesia y la comunidad conyugal. Las ve bajo la forma aún indiferenciada del “comienzo”: en el Paraíso terrenal, el misterio de la Iglesia y la comunión de la primera pareja humana no son más que una misma realidad. La primera célula conyugal coincide con la pre-Iglesia y manifiesta la esencia comunitaria de las relaciones entre Dios y el hombre. El texto bíblico lo dice: Dios… paseaba por el jardín a la brisa del día para conversar con el hombre y la mujer (Gn. 3, 8). Este acontecimiento prefigura todo lo que san Pablo revelará hablando del gran Misterio (Ef. 5), misterio nupcial divino-humano, fundamento común de la Iglesia y del matrimonio.

Mientras que la historia del Antiguo Testamento se abre con el amor conyugal, la historia del Nuevo Testamento comienza con el relato de las bodas de Caná (Jn. 2, 1). Semejante coincidencia no podría ser fortuita. Por otra parte, cada vez que la Biblia habla de la naturaleza de las relaciones entre Dios y la humanidad, lo hace en términos matrimoniales. La alianza es de naturaleza netamente nupcial: el pueblo de Dios, después la Iglesia, están adornados de los nombres de Novia del Señor (Os. 2, 19-20), Esposa del Cordero (Ap. 21, 9) y el Reino de Dios celebra sus Esponsales eternos (Ap. 19, 7). Así, la teología del matrimonio se origina en la eclesiología: ambas están emparentadas, al punto que una se expresa por medio de los símbolos de la otra.


UN MISMO MISTERIO

Cuando los novios confiesan su amor frente al Eterno y pronuncian el sí conyugal, el oficio nupcial en la Ortodoxia es mucho más que una simple bendición, más que un cambio de consentimientos recíprocos resultante en el orden de la creación. Se trata aquí del orden de la recreación evangélica, de su plenaria terminación que trasciende la historia y repercute en lo eterno. Por el poder sacramental del sacerdote, la Iglesia une los dos destinos y eleva dicha unión al valor de sacramento. Acuerda al ser conyugal así constituido una gracia particular, en vista de un officium, de un ministerio eclesial. Es la creación de una célula de Iglesia puesta al servicio de toda la Iglesia bajo la forma del sacerdocio conyugal.

En su teología del matrimonio, san Pablo usa de un método análogo al que ha empleado en Atenas (Hch. 17, 22 ss.). Contemplando el monumento dedicado al “dios desconocido”, descifra su anonimato: el deus absconditus, el dios oculto y misterioso, es ahora el Deus revelatus, cuyo nombre es Jesucristo. Del mismo modo, en la epístola a los Efesios (5, 31), san Pablo cita el texto del Génesis: Los dos no serán más que una sola carne, más que un solo ser. Toma este misterio, todavía muy enigmático en su origen, y lo revela a plena luz diciendo: este misterio es grande, quiero decir que se aplica a Cristo y a la Iglesia (5, 32). El misterio conyugal, antiguamente oculto, ahora se aclara y se precisa: se erige en imagen sustancial de su fuente, en icono de las relaciones misteriosas entre Cristo y la Iglesia, y es por ello que los dos no serán más que un solo ser.

San Juan Crisóstomo llama al matrimonio el “sacramento del amor” y justifica su naturaleza sacramental declarando que “el amor cambia la sustancia misma de las cosas”. El amor natural, vuelto carismático durante el sacramento, hace el milagro, opera la metamorfosis. Sustrae a la pareja de lo habitual, al orden de los elementos de este mundo, al plano animal, y lo introduce en lo inhabitual, en el orden de la gracia, en el misterio ofrecido por el sacramento. “Dos almas unidas así no tienen nada que temer. Con la concordia, la paz y el amor mutuo, el hombre y la mujer están en posesión de todos los bienes. Pueden vivir en paz detrás de la muralla inexpugnable que los protege y que es el amor según Dios. Gracias al amor, son más firmes que el diamante y más duros que el hierro, navegan en la plenitud, singlan hacia la gloria eterna y atraen siempre más la gracia de Dios”. Es por ello que, continúa el mismo Padre, “cuando marido y mujer se unen en el matrimonio, no parecen más algo terrenal, sino la imagen de Dios mismo”. Sólo, precisa, si el ser conyugal es un icono vivo de Dios, es porque es, ante todo, “un icono misterioso de la Iglesia”, una célula orgánica de la Iglesia. Ahora bien, toda parcela orgánica refleja siempre el todo. La plenitud del Cuerpo reside y palpita allí.

Se conoce el adagio de los Padres: “Allí donde está Cristo, allí está la Iglesia”. Dicha afirmación fundamental deriva de la palabra del Señor: Allí donde dos o tres están reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos (Mt. 18, 20). Semejante “reunión”, en efecto, es de naturaleza eclesial, porque está integrada en Cristo y puesta en su presencia. Clemente de Alejandría, pionero de la teología patrística de la pareja, coloca al matrimonio en relación directa con las palabras citadas y dice: “¿Quiénes son los dos reunidos en nombre de Cristo, y en medio de los cuales está el Señor? ¿No están el hombre y la mujer unidos por Dios?”. Este descubrimiento suscita el asombro profundo de Clemente y lo hace proclamar: “Aquel que se ha adiestrado en vivir el matrimonio… sobrepasa a los hombres”. El matrimonio trasciende lo humano porque, al igual que el misterio de la Iglesia, constituye según Clemente una microbasileia, un “pequeño reino”, la imagen profética del Reino de Dios, la anticipación prefigurativa del siglo futuro.

Así, la eclesiología conyugal de la “pequeña iglesia” se remite a la gran Eclesiología. El sacramento del matrimonio, “imagen misteriosa de la Iglesia”, muestra como los mismos principios que estructuran el ser de la Iglesia, estructuran el ser conyugal. Estos principios fundamentales son tres en total: el dogma trinitario, el dogma cristológico, y también el Pentecostés conyugal, es decir, según la expresión de Clemente de Alejandría, la efusión del Espíritu Santo y sus carismas en la habitación alta de la “pequeña casa del Señor”.


EL FUNDAMENTO TRINITARIO.

Un Dios de una sola Persona no sería Amor. Del mismo modo, el hombre, de ser un ser aislado o totalmente solitario, no sería “a su imagen”. Es por ello que, desde el origen, Dios declara: No es bueno para el hombre estar solo (Gn. 1, 18). Y Dios los creo pareja, ser comunitario, dicho de otro modo, ser eclesial.

Es bajo este ángulo que san Gregorio de Nacianzo describe el misterio de la Trinidad. Ciertamente, dicha “descripción” no considera de ningún modo una evolución, una “teogonía” en Dios, sino propone la visión de lo que de entrada es un acto único e indivisible: “El Ser uno se pone en movimiento y pone al Otro; su dualidad expresa la multiplicidad, aún no la unidad. Es por que la dualidad es atravesada, y el movimiento se detiene en la Trinidad, que es plenitud”. Cada una de las Personas contiene las otras dos, y es la eterna circulación del Amor intradivino, su Pleroma trino y uno a la vez. El dogma salvaguarda la antinomia trascendente del misterio. Dios es idénticamente “uno y trino”. La Triada divina está más allá del número. La perfecta igualdad de los Tres se remonta al Padre que es la Fuente, no en el tiempo, sino en el ser: es en Él que se realiza el Uno divino.

Pero sin tercer término, Dios y el hombre quedarían así eternamente cortados, separados el uno del otro. La persona del Verbo encarnado es este tercer término donde convergen y se unen la naturaleza divina y la naturaleza humana. Es por ello que la Encarnación del Verbo es central e indispensable para la comunión entre Dios y el hombre. “El Cordero inmolado” precede a la creación del mundo (Ap. 13, 8).

La iconografía ofrece una ilustración evidente de dicha verdad. El fondo de las copas nupciales en otro tiempo representaba a Cristo teniendo dos coronas por encima de los esposos, revelando así su centro divino de integración y haciendo de la comunidad conyugal una imagen de la Trinidad. San Teófilo de Antioquia se hace eco de estos símbolos declarando: “Dios ha creado a Adán y Eva para el más gran amor entre ellos, reflejando el misterio de la unidad divina”. El primer de los dogmas cristianos estructura así el ser conyugal, haciendo de él una pequeña triada, icono del misterio trinitario.


EL FUNDAMENTO CRISTOLÓGICO.

El dogma cristológico formulado por el concilio de Calcedonia precisa el alcance de la Encarnación en relación a la salvación del hombre: las dos naturalezas, divina y humana, están unidas en la Persona del Verbo sin confusión ni separación. Entran en una cierta compenetración y, como el hierro colocado en el fuego, la naturaleza humana es deificada. Por consiguiente, es hacia una unidad semejante de lo humano y lo divino que se dirige toda la economía de la salvación: la gracia divina se une a la naturaleza humana y la Iglesia es, ante todo, el vínculo donde se opera dicha comunión.

Al nivel de apropiación por cada individuo de este fruto universal de salvación, la imagen más frecuente es de carácter universal: son las “bodas místicas” del Cordero y la Iglesia, del Cordero y de toda alma humana. Otra imagen viene de la noción de “cuerpo”, noción paulina y de origen netamente eucarístico. Los miembros se integran en un solo organismo, el Cuerpo de Cristo donde fluye la vida divina, haciendo de todos “un solo Cristo”, según las palabras de san Simeón. La unidad de los hermanos de la que habla los Hechos (4, 32) se realiza ante todo en la eucaristía, porque ésta presenta una auténtica y plena manifestación de Cristo. Orígenes lo explica diciendo: “Cristo no vive má que en medio de aquellos que están unidos”. Así, la concepción eucarística de la Iglesia está expresamente formulada: por la participación en el “único Santo”, el Señor Jesús, su Cuerpo está estructurado en Communio sanctorum.

Los textos del derecho canónico ortodoxo definen la comunión conyugal como una forma particular de la “Comunión de los Santos”. Así, la fórmula clásica de Balsamón: “Las dos personas unidas en un solo ser”, no es más que una imagen concreta de la Iglesia, “pluralidad de personas unidas en un solo cuerpo”. Porque no es por casualidad que san Pablo coloca su enseñanza sobre el matrimonio en el contexto de su epístola sobre la Iglesia. En Efesios 4, 16, escribe: el cuerpo recibe su cohesión y se construye por medio de vínculos, de ligamentos de toda clase, según el rol de cada parte. El milagro de la Iglesia, su unidad arraigada en Cristo, resulta de las formas diversas de estos vínculos. Ahora bien, al lado de las comunidades parroquial y monástica, se sitúa otro tipo de sociedad: la comunidad conyugal, pequeña iglesia doméstica, célula orgánica de la gran Iglesia.

En su comentario sobre el relato de Caná, san Juan Crisóstomo descubre el estrecho parentesco entre los símbolos que hablan a la vez de la Iglesia y el matrimonio. La materia de milagro efectuado –el agua y el vino- se refiere al bautismo y la eucaristía y se remonta al nacimiento de la Iglesia en la Cruz: del costado traspasado, salió sangre y agua (Jn. 19, 34), y es la esencia eucarística de la Iglesia. Ahora bien, se encuentra la misma imagen en el sacramento del matrimonio, resaltado por el rito caldeo: “El esposo es semejante al árbol de vida en la Iglesia. La esposa es semejante a una copa de oro desbordante de leche y aspergida con gotas de sangre. Que la Trinidad Santa resida por siempre en su hogar nupcial”. Así, un vínculo sagrado une el milagro de Caná, la cruz y el Cáliz eucarístico, y los hace convergir en la copa común que beben los esposos durante la ceremonia sacramental. Cuanto más se unen en Cristo, más su copa común, medida de su vida y de su ser mismo, se llena del vino de Caná, deviene milagro eucarístico, significa su transmutación en la “nueva criatura”, reminiscencia del Paraíso y prefigura del Reino.

Por ultimo, en Caná, Jesús manifestó su gloria (Jn. 2, 11) en el contexto de una ecclesia domestica. Según la tradición litúrgica e iconográfica, es Cristo quien preside las Bodas de Caná; más aún, es Él el único Novio en toda boda. El icono de las bodas de Caná representa místicamente los esponsales de la Iglesia y de toda alma con el Divino Esposo. Por el sacramento, toda pareja desposa a Cristo. Es por ello que, amándose uno al otro, los esposos aman a Cristo. “Haz, Señor, que amándonos el uno al otro, te amemos siempre más”. Por consiguiente, todo instante de la vida conyugal se vuelve doxología, alabanza, canto litúrgico, ofrenda total del ser conyugal a Dios (cf. 2 Co. 11, 2; 1 Co. 10, 31; Col. 3, 17).


EL FUNDAMENTO PENTECOSTAL.

Es el don del Espíritu el día de Pentecostés el que acabó de constituir la Iglesia. La efusión perpetuada del Espíritu Santo hace de todo fiel un ser carismático, penetrado por completo, alma y cuerpo, de los dones del Espíritu. El sacramento del matrimonio funda la iglesia doméstica y reclama su propio Pentecostés. En el corazón del sacramento se coloca la epíclesis, es decir, la oración pidiendo al Padre el envío del Espíritu Santo: “Señor, Dios nuestro, corónalos (a los esposos) de gloria y honor”. Dichas palabras marca el momento del descenso del Espíritu y es el Pentecostés conyugal. Pidiendo la coronación de los esposos, la epíclesis se refiere a la oración sacerdotal del Señor: Les he dado la gloria que tú me has dado, a fin de que sean uno (Jn. 17, 22). Los novios son así coronados de gloria a fin de no hacerse más que uno, en la communio sanctorum de la Iglesia.

Es que, entre todos los vínculos terrenales, sólo el matrimonio presenta una plenitud en sí. San Juan Crisóstomo escribe: “Aquel que no está ligado por los vínculos del matrimonio no posee en sí mismo la totalidad de su ser, sino solamente la mitad: el hombre y la mujer no son dos, sino un solo ser”. El matrimonio restituye al hombre su naturaleza original, y el “nosotros” conyugal anticipa y prefigura el “nosotros” no de tal o cual pareja, sino del Masculino y el Femenino en su totalidad, el Adán reconstituido y realizado del Reino.

Pero todo verdadero gozo, toda elevación, se sitúa siempre al término de un sufrimiento, y la liturgia de coronación habla de ello sin disimulo. Sólo la corona de espinas del Señor da su sentido a todas las otras. Según san Juan Crisóstomo, las coronas de los novios evocan las coronas de los mártires e invitan a la ascesis conyugal. Del amor mutuo de los esposos brota la oración de las vírgenes mártires: “Es a ti a quien amo, Divino Esposo, es a ti al que busco luchando, por ti muero, para vivir también en ti”. El camafeo de los antiguos anillos nupciales representaba dos esposos de perfil unidos por la cruz. El amor perfecto es el amor crucificado. “En todo matrimonio, no es el camino lo que es difícil, lo difícil es el camino” (Kierkegaard). Es por ello que el matrimonio es un sacramento que requiere la gracia y en el cual la liturgia ruega sin cesar por el “amor perfecto”, “Da tu sangre y recibe el Espíritu”, este aforismo monástico se aplica de igual modo al estado conyugal.

La celebración litúrgica de Pentecostés lleva un mensaje secreto de un inmenso significado, y que está en relación con los carismas conyugales. Este día, único en el año, la Iglesia reza por todos los muertos desde la creación del mundo, y autoriza incluso la oración por los suicidas. En la sobreabundancia de su gracia, la fiesta nos coloca ante el misterio del infierno. No se trata aquí del elemento doctrinal: eternidad del infierno o destino último de los condenados. Se trata de la actitud orante de los vivos, única actitud posible ante el insondable misterio. La liturgia, sin prejuzgar, redobla su oración por todos los vivos y todos los muertos.

Ahora bien, ¿qué es el infierno? Es el lugar de donde Dios está excluido. Desde este punto de vista, el mundo moderno en su conjunto se presenta bajo este aspecto infernal. Hay allí una inmensa interrogación dirigida a todo creyente: ¿qué hacer ante este mundo demoníaco? Parece que la actitud del cristiano puede encontrar una indicación decisiva en una antiquísima tradición evocada por san Juan Crisóstomo: durante la celebración del bautismo, todo bautizado muere con Cristo, pero también desciende con él a los infiernos y, al igual que Cristo resucitado, lleva sobre si el destino de los pecadores. ¡Qué llamado poderoso a seguir a Cristo y descender, nosotros también, en el infierno del mundo moderno, no “como turistas”, como decía Péguy respecto de Dante, sino como testigos de la luz de Cristo!

Un texto litúrgico de Viernes Santo describe el descenso a los infiernos y muestra a Cristo “saliendo del infierno como de un palacio nupcial”. Se puede, pues, discernir un llamado muy preciso dirigido a los esposos cristianos: les es necesario crear una “relación nupcial” con el mundo, incluso y sobre todo bajo su aspecto infernal, entrar allí como en un “palacio nupcial”, dar testimonio de la presencia universal de Cristo y puesto que, según la expresión de Isaac el Sirio, el pecado esencial del mundo es ser insensible al Resucitado, esforzarse por sensibilizar al mundo y al hombre moderno respecto al Resucitado. Más que nunca, todo hogar cristiano es, ante todo, un nexo de unión, una posta entre el Templo de Dios y la civilización sin Dios.


EL SACERDOCIO CONYUGAL.

Pero, ¿cómo ejercerán los esposos dicha influencia decisiva sobre el mundo? Por su sacerdocio conyugal. Y este sacerdocio se articula sobre los carismas particulares del hombre y la mujer.

El hombre es un ser extático: sale de si mismo y se prolonga en el mundo por lo útil, por los actos. La mujer es un enstático: no es acto, sino ser. Está vuelta hacia su propia profundidad, se interioriza, semejante a la Virgen que guardaba las palabras divinas en su corazón. Ella está presente en el mundo por el don total de si misma. Un fresco de la catacumba de san Calixto muestra al hombre, con la mano extendida sobre la ofrenda, celebrando la eucaristía; de tras de él se encuentra la mujer, con los brazos en oración, la orante. Si lo propio del hombre es obrar, lo propio de la mujer es ser. Dejado a sí mismo, el hombre se pierde en las abstracciones y las objetivaciones; degradado, se vuelve degradante y fabrica un mundo deshumanizado. Proteger el mundo, a los hombres y a la vida como madre y nueva Eva, purificarlos como virgen: tal es la vocación de toda mujer. Ella debe tornar al hombre a su función esencialmente sacerdotal: penetrar sacramentalmente los elementos de este mundo y santificarlos, purificarlos por la oración. Todo cristiano está invitado por Dios a vivir la fe: ver lo que no se ve, contemplar la Sabiduría de Dios en el absurdo aparente de la Historia, y volverse luz, revelación, profecía, seguir a los “violentos” que toman de asalto el cielo y se apoderan del Reino (Mt 11,12).

El Evangelio según san Juan (13, 20) relata unas palabras del Señor, las más graves quizás que haya dirigido a la Iglesia: El que recibe a Aquel que me envía me recibe, y el que me recibe, recibe a Aquel que me envía. Dichas palabras se dirigen también a la “pequeña iglesia” que es todo hogar cristiano. Ellas quieren decir que el destino del mundo está supeditado a la actitud inventiva de la Iglesia, a su arte de acoger y de hacerse acoger, al arte de la caridad de los santos. Y este arte significa la cosa más simple y más alta a la vez: reconocer la presencia del Señor en todo ser humano.



Extracto de La Nouveauté de l’Esprit: études de spiritualité, Bellefontaine (SO 20), 1977. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva